La navaja de España
Un pasado árabe habría convertido España en un país oriental separado del resto de Europa.
–Yo no sabía que en España hubiese catedrales góticas. Pensaba que solamente las había en Francia. Por eso cuando me llevaron la semana pasada a conocer Burgos y León me llevé una sorpresa.
Así se explicaba la estudiante francesa de veinte años que visitaba España por primera vez en viaje de estudios con otros compañeros de su universidad.
–Pero lo que más me ha llamado la atención es que los españoles viváis en casas.
Aquí fue cuando el que suscribe se atragantó con la cerveza.
–¿Y dónde creías que vivimos los españoles?
–En casitas blancas, en pueblos pequeños. Lo que no sabía es que vivís en ciudades, en edificios grandes, de pisos, como en Francia.
Yo no sé si esta chica era especialmente tonta. Lo que sí sé es que estaba estudiando historia en la Universidad de la Sorbona.
Conversaciones parecidas a ésta las han experimentado muchos españoles, por lo que casi nadie se extrañará. Yo mismo tuve que soportar estupideces parecidas en mis lejanos días de estudiante en tierras anglosajonas. En Irlanda, por ejemplo, me preguntó una señora, allá por 1980, si los novios en España podían salir solos o si tenían que llevar carabina. Si esto me sucedió en la muy católica, muy papista y muy clerical Irlanda, dejo a la imaginación del lector las conversaciones similares mantenidas en la protestante Inglaterra.
Pero hagamos un breve viaje en el tiempo para escarbar un poco en las raíces de la cuestión. Porque a comienzos del siglo XIX, tras la Guerra de la Independencia, surgió un modo de ver España hasta entonces inédito y que pusieron de moda los viajeros de allende los Pirineos. Su ansia de exotismo les llevó a descubrir en cada detalle arquitectónico, artístico, cultural, lingüístico y étnico la huella de un pasado árabe que habría convertido España en un país oriental separado del resto de Europa y condenado al atraso. Por ejemplo, el inglés Richard Ford, autor de un Manual para viajeros por España y lectores en casa que gozó de fama internacional desde su publicación en 1845, dejó escrito que los españoles, "como orientales que son, no tienen otra noción abstracta de la soberanía que la del despotismo". Otro muy popular fue Les mystères de l’Inquisition et autres societés secrets d’Espagne, publicado en 1844 por Madame de Suberwick con el seudónimo de Victor de Féréal. Insoportable folletín lacrimógeno-sádico-erótico, fue editado con el aderezo de unos tétricos grabados de monjes torturadores.
Y junto a ellos, entre moros, inquisiciones, gitanos y bandoleros, literatos de la talla de Washinton Irving, Edgar Allan Poe, Théophile Gautier y Prosper Mérimée dibujaron una España cuya sombra llega hasta hoy.
Este último fue probablemente el que más duradera huella dejó con sus españoladas. La más famosa de ellas fue, sin duda, Carmen, novela de 1847 que plasmaría para siempre la España de los toros, las castañuelas, los bandoleros y las gitanas con navaja en la liga, y que treinta años más tarde trasladaría al pentagrama Georges Bizet. A la navaja como aderezo indumentario característico de los españoles dedicó no pocos párrafos su compatriota Théophile Gautier en su Voyage en Espagne de 1843.
También franceses fueron los hermanos Goncourt, que, en la entrada de su Diario del 4 de enero de 1863, comentaron lo siguiente sobre Los desastres de la guerra de Goya:
El genio del horror es el genio de España. Florece la tortura, casi la Inquisición, en las planchas de su último gran pintor, y en la mordedura de sus aguafuertes, la quemadura de sus autos de fe.
Sorprendente interpretación, la de los Goncourt, que se empeñaron en ver inquisiciones y autos de fe en unas pinturas que describían algo muy diferente: la guerra provocada precisamente por la invasión francesa.
Y también francés fue el mediocre novelista y muy influyente crítico literario Charles Augustin Sainte-Beuve, cuya querida, al parecer entendida en Calderón, le había convencido de que era española aunque acabaría sabiéndose que en realidad era de Picardía, la región septentrional francesa. Pues bien, la pícara picarda había persuadido a su amante de su condición de española mediante el al parecer indiscutible argumento de llevar una navaja en la liga, como Carmen.
Setenta años más tarde, en 1936, Pío Baroja observaría lo siguiente durante su estancia en París huyendo de la guerra civil:
Muchos de los estudiantes franceses se encontraban sorprendidos al ver que las chicas españolas que estaban en la Ciudad Universitaria no se diferenciaban gran cosa de las demás, inglesas, norteamericanas y canadienses. No sé si se figuraban que todas las muchachas que habían salido de España por ser sus padres republicanos, separatistas o socialistas, se iban a pasar la vida cantando trozos de Carmen de Bizet, "L'amour est enfant de bohème". Luego, cuando vieron que las chicas españolas no se diferenciaban gran cosa de las demás y que se dedicaban a bañarse en la piscina, a pasearse por el parque Montsouris, a bailar y a estudiar lo menos posible, perdieron su curiosidad.
¡Larga vida, la de los viejos tópicos románticos! Porque siguen gozando de buena salud al norte de los Pirineos. Aunque lamentablemente también entre nosotros, y con consecuencias políticas no desdeñables. ¿Recuerdan al alcalde socialista catalán que comparó en 2017 la diferencia entre Cataluña y España con la existente entre Dinamarca y el Magreb?
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