Entre los muchos mitos de la Transición, destaca la idea de que Juan Carlos I heredó de Franco todos sus poderes. Cualquiera que haya visto los últimos documentales sobre la figura del monarca habrá comprobado cómo tiende a explicarse la Transición/transacción a partir de este axioma. Lo ridículo del mismo es que, de ser cierto, no quedaría nada que explicar. Al rey le habría bastado decir que España tenía que ser una democracia para que lo hubiese sido desde 1975; más o menos como si ordenara a una cuadrilla de operarios abrir el tapón de un sumidero por el que el franquismo tuviera que desaguarse en el océano de la historia.
Si de verdad Juan Carlos hubiese recibido de Franco todos sus poderes, la Transición no habría entrañado dificultad alguna. Y tampoco encontraríamos otro mérito en ella que el de un señor que renuncia a sus potestades (si la monarquía hubiese durado sin democratizarse es cuestión diferente). Por eso, uno recela de esos monárquicos a machamartillo (los Ansón y compañía, que siempre nos han explicado la historia a base de medias verdades y mentiras completas) cuando los oye ensalzar al rey por su generosidad en vez de por su pericia (o, al menos, por la de sus colaboradores directos, con Fernández Miranda a la cabeza). Planteada la Transición en semejantes términos, y considerando que el desmantelamiento de la dictadura duró casi dos años, forzoso es pensar en el retruécano siguiente: o el rey pudo pero no quería, o quería pero no pudo. Afirmar a un tiempo que su propósito fue traer la democracia y que sus poderes eran totales es erigirse en cómplice de la logsetomización ambiental.
Hasta aquí, hemos deducido unas conclusiones más o menos retóricas, más o menos precisas, partiendo de una afirmación que consideramos falsa. Pero esta clase de silogismos corren el riesgo de quedar en mera literatura si dan la espalda a los hechos. Vayamos, pues, a éstos. En primer lugar, a qué decían las Leyes Fundamentales franquistas sobre la permanencia de ciertas potestades. Disposición transitoria primera, párrafo segundo, de la Ley Orgánica del Estado, de 10 de enero de 1967: "Las atribuciones concedidas al Jefe del Estado por las Leyes de 30 de enero de 1938 y de 8 de agosto de 1939, así como las prerrogativas que le otorgan los artículos sexto y trece de la Ley de Sucesión, subsistirán y mantendrán su vigencia hasta que se produzca el supuesto a que se refiere el párrafo anterior". (El supuesto a que se refería ese "párrafo anterior" no era otro que la muerte del autócrata).
¿Y qué establecían las leyes de 30 de enero de 1938 y de 8 de agosto de 1939? Pues nada menos que "al Jefe del Estado, que asumió todos los Poderes por virtud del Decreto de la Junta de Defensa Nacional de 29 de septiembre de 1936, corresponde la suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter general" y que "radicando en él de modo permanente las funciones de gobierno, sus disposiciones y resoluciones —adopten la forma de Leyes o de Decretos— podrán dictarse aunque no vayan precedidas de la deliberación del Consejo de Ministros, cuando razones de urgencia así lo aconsejen".
Es cierto que, sobre el papel, los poderes de Franco no eran los mismos en 1939 que en 1975 (la pretendida institucionalización del régimen hizo que tuviera que compartir alguna facultad/potestad con las Cortes y con el Consejo del Reino; pero ninguno de estos órganos se le opuso nunca, ni obstaculizó proyectos emprendidos previamente). En vida del dictador, ambos institutos operaron como simples tribunas de asentimiento, pues la legitimación de la autoridad de Franco no radicó jamás en códigos jurídicos, sino en el hecho de haber ganado una guerra sin colegiar una sola de las decisiones bélicas fundamentales. No sólo es que la voluntad de Franco fuera ley, sino que era la ley —la única ley—, aun cuando hubiera que observar ciertos trámites decorativos. Nos situamos, en consecuencia, ante la legitimación carismática de entre las tres que analizó Max Weber.
De esta legitimación carismática, don Juan Carlos sólo pudo beneficiarse a medias y gracias al ruego de lealtad que Franco formuló a los militares en su testamento político. El desenvolvimiento de los otras dos legitimaciones, la tradicional (que es la propia de la monarquía, cuando de verdad hay monárquicos y la aristocracia aún no se ha visto suplida por los técnicos de la administración) y la jurídica (que, según va dicho, limitaba las prerrogativas del heredero) en modo alguno equiparaban los poderes del uno y del otro. Para constatarlo, reparemos ahora en tres situaciones que, si bien pueden parecernos vanamente anecdóticas, su fuerza y relevancia las propulsan hacia la categoría.
Primera: los entresijos de la dimisión de Carlos Arias Navarro como presidente del Gobierno. Partamos de la base de que éste no profesó otra lealtad que la dirigida a Franco y a su espíritu (hasta llegó a decirle al periodista Melchor Miralles que todas las noches acudía al Valle de los Caídos para consultar con el Ausente). En la primavera de 1976, aunque el rey y los partidarios de la reforma lo consideraban un lastre y lo desautorizaban en público, Arias se negaba a dimitir. Ni siquiera depuso su actitud cuando en la revista británica Newsweek aparecieron las siguientes palabras de su majestad, de las que luego se dijo que se habían pronunciado off the record: "La acción de gobierno de Arias ha sido un desastre sin paliativos" (número correspondiente a la semana del 26 de abril). Y es que el artículo 14.2 de la Ley Orgánica del Estado le amparaba a continuar en el palacete de Castellana 3 (antigua sede de la Presidencia) hasta diciembre de 1978.
Ahora bien, ¿podía el rey haberle cesado sin necesidad de esperar por su dimisión? Podía, pero con el apoyo ineludible del Consejo del Reino, de conformidad con el artículo 15.c) de la norma antedicha. ¿Problema? Que no estaba claro que el Consejo del Reino fuera a contribuir a un cese que en líneas generales no deseaba. De ahí que Juan Carlos recurriera el 1 de julio de 1976 al borboneo de agradecer a Arias una dimisión que aún no había presentado. ¿Se imagina alguien a Franco precisando llegar tan lejos?
Segunda anécdota: la designación de Adolfo Suárez como presidente. El procedimiento reglado era que el Consejo del Reino proponía tres presidenciables para que el jefe del Estado escogiera uno. Pero esta norma se le aplicó a su sucesor, no al general. En la práctica, éste hacía partícipe al Consejo de su candidato y el Consejo elaboraba una terna en que se le incluía junto a dos figurantes discretos pero honrosos. Luego, Franco formalizaba la elección.
El nombramiento de Suárez se produjo, por el contrario, mediante una operación elíptica en que no faltaron escenas de sainete; entre otros motivos, porque para garantizar su buen fin no se podía abordar a las claras. Sólo Torcuato se hallaba en el secreto ("estoy en condiciones de ofrecer al rey lo que el rey me ha pedido") y a él se debió el embrollo en la manufactura de la terna. Tan incomprensible les debió de resultar a los consejeros que incluso hubo uno, el nacionalsindicalista Dionisio Martín Sanz, que protestó porque había "un tal Adolfo Suárez que está pasando todas las votaciones sin discusión de ningún tipo".
Tercera anécdota: la aprobación por las Cortes franquistas de la Ley para la Reforma Política. Recordemos lo dicho párrafos antes: con Franco vivo, las Cortes jamás obstaculizaron la acción del Gobierno, fuera ésta cual fuere. Ni siquiera en los momentos más delicados del régimen (desde que se patentizó que la victoria en la Segunda Guerra Mundial caería del bando aliado, hasta la división del mundo en dos bloques) existió el menor conato de motín. De hecho, las únicas decisiones que estuvieron acompañadas de cierta resistencia fueron, en primer lugar, la Ley de Sucesión de 1947 y, en segundo, la designación de Juan Carlos como Príncipe de España veintidós años después.
Es ilustrativa a estos efectos la actitud —diríase que cobardona— de José María Pemán, aquel legitimista eximio y ripiador verbiflorido y floripondioso al que "a la hora de escribir le tiraba de una manga una marquesa y, de la otra, un jesuita". Pemán dimitió como director de la RAE para perder su cargo anejo de procurador en Cortes, evitando así tener que sumarse a los veintisiete congresistas monárquicos que en 1943 peticionaron la restauración del trono en la persona de Juan de Borbón (sin duda, uno de los grandes impostores de la historia de España, pues en 1940 entabló conversaciones con la Gestapo para que España entrase en el Eje si Hitler le reponía en el trono; en 1946, pidió la renuncia del Generalísimo, no en nombre de la democracia liberal, sino de la monarquía católica; en 1957, juró los principios de la monarquía tradicionalista a sugerencia de Gonzalo Fernández de la Mora; en 1961, escribió otra vez a Franco para reafirmarle "que la monarquía está vinculada total y absolutamente al alzamiento"; en 1974, se abrazó a una Junta Democrática tomada por el PCE, con García-Trevijano como independiente utilizable; y pese a semejante historial, en 1975 insistía aún en que su hijo "no podía representar la monarquía de todos los españoles, porque no se había contado con él").
La única ocasión en que las Cortes hicieron el amago de balcanizarse en conciliábulos y banderías fue contra Carlos Arias tras su discurso del 12 de febrero de 1974. Y ello, porque Franco había decidido fingirse al margen de la disputa entre los aperturistas y el búnker. Pues bien, para que en noviembre de 1976 los procuradores aprobaran la Ley de Reforma Política, no bastó con la simple persuasión intelectual, sino que hubo que recurrir a métodos menos ortodoxos como el del palo y la zanahoria, la amenaza y el premio. Amenaza, porque a no pocos procuradores el SECED (antecedente remoto del CNI) les remitió sobres con fotografías de sus escarceos matrimoniales o con las pruebas de prácticas económicas tipificadas como delito. Premio, porque para los congresistas con mayor capacidad de arrastre hubo la promesa de retiros dorados en empresas públicas. ¿Hay necesidad de emplear tales medios cuando se tiene un poder tan absoluto e incontestable como el que papagallean los turiferarios de la Transición?
Quienes, para ensalzar la figura de Juan Carlos I, insisten en que ostentó todos los poderes del autócrata niegan sus méritos y minimizan la complejidad de la gesta. Como cualquier proceso político orquestado desde arriba, la Transición hubo de escribirse con renglones torcidos; a veces, muy difíciles de enderezar. De poco servían la tutela del Departamento de Estado estadounidense, las maquinaciones de "astucias Torcuato" o que el conjunto de la sociedad española pidiese, sin alzar demasiado la voz, el reconocimiento de sus libertades. Lo costoso era el cuerpo a cuerpo, la vigilancia de los equilibrios, el talento para improvisar cuando el guión devenía insuficiente… He aquí la grandeza de sus artífices, aunque después algunos se la cobraran al doble.
Una pregunta final nos devuelve a la situación de arranque. ¿Sospechaba el dictador que a su muerte las cosas se desencadenarían como lo hicieron? ¿o ignoraba acaso el papel de las fuerzas que impulsarían la reforma? En 1971, la Administración Nixon quiso cerciorarse de que el nombramiento de Juan Carlos como Príncipe de España era definitivo y de que ostentaría poderes bastantes para pilotar los cambios (precisamente, porque contaban con que no serían los mismos de que gozaba el General).
Nixon envió entonces al diplomático y futuro vicedirector de la CIA Vernon Walters a despachar con Franco sobre cómo imaginaba el país una vez falleciera. Según el testimonio del propio Walters, el Generalísimo respondió: "Yo he creado ciertas instituciones; nadie piensa que funcionarán. Están equivocados. El Príncipe será rey porque no hay alternativa. España irá lejos en el camino que desean ustedes, los ingleses y los franceses: democracia, pornografía, droga, qué se yo. Habrá grandes locuras, pero ninguna de ellas será fatal para España". "¿Cómo puede estar seguro, mi general?". "Porque yo voy a dejar algo que no encontré al asumir el gobierno: la clase media española. Diga a su presidente que confíe en el buen sentido del pueblo español. No habrá otra guerra civil". Y aunque asombra la identificación que la psique de Franco hizo entre tales tres conceptos ("democracia, droga y pornografía"), en lo básico acertó.