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Gregorio Luri

En busca de nuestro tiempo

Introducción para un lector sin prisas de 'En busca del tiempo en que vivimos', el último libro del filósofo Gregorio Luri. 

Manifestación contra el cambio climático en Londres, 20 de septiembre de 2019 | EFE

La elección del título de este ensayo, obviamente, no es casual. El Proust de À la recherche du temps perdu está manifiestamente insinuado en él como acicate. Nadie ha sabido extraerle más jugo a su presente existencial que él. Toda su obra es un intento de llevar al paladar de la conciencia las insinuaciones fragmentarias de la experiencia actual, de completar lo que la memoria encuentra brotando en los sentidos. Proust no es un memorialista sino un espíritu sutil que sale al encuentro "du plaisir que j’étais sur le point de goûter".

Esta búsqueda es también un intento de proyectar nuestra atención sobre lo que nos pasa, para dar sentido a los fragmentos del presente con los que nos encontramos. Resalto el concepto de fragmento porque el presente nunca se nos ofrece como un todo estable que pueda ser llevado al laboratorio para ser analizado minuciosamente. El presente es lo que nos pasa a medida que pasa. Está siempre más allá de nuestros conceptos del presente, de la misma manera que el Todo (la totalidad de todo lo existente concebida como unidad) está siempre más allá de sus partes. Y esto es lo admirable, pues el hombre se nos muestra en su búsqueda de sentido como ese fragmento mínimo, pero añorante, del Todo, que se pregunta por el sentido de las totalidades de las que forma parte, comenzando por su biografía y terminando por la historia del cosmos.

El Todo se nos presenta escindido en dos partes que no acaban de encajar entre sí: la de las cosas naturales (estudiadas por la ciencia) y la de las cosas humanas (que burbujean en la superficie del mundo de nuestra vida). Ante las primeras, nos preguntamos por sus causas; ante las segundas, por sus motivos. Los motivos no son causas de otro tipo, sino impulsos a los que les cuesta cumplir con las exigencias de la racionalidad y por eso mismo no nos permiten nunca prever sus consecuencias. En las ciencias se trabaja con hipótesis, hechos, datos, fórmulas; en las cosas humanas no hay hecho que no esté impregnado de valor, de expectativas, de nostalgias... Y no hay hombre que no proyecte sobre sí mismo expectativas que son siempre reales en sus consecuencias. Las cosas humanas no pueden ser comprendidas, en su especificidad, a la luz del Todo. Necesitan una iluminación específica que las descubra tal como son. Por esta misma razón, la unidad postulada del Todo no puede ser justificada por una supuesta unidad del saber. Sin embargo, en esta paradoja se encuentra la condición de posibilidad tanto de la filosofía política como de la antropología filosófica y, en general, de cualquier intento de ir a la búsqueda del tiempo en que vivimos.

No espere, pues, el lector que acabe estas páginas asegurando "esto es todo".

El tiempo en que vivimos

Al partir a la búsqueda del tiempo en que vivimos no me siento animado por un interés periodístico de recoger un poco dramáticamente el pulso de lo coyuntural. Al contrario, pretendo encontrar en el presente las huellas que nos dirijan a la interrogación por lo que en el hombre haya de ahistórico, con plena conciencia de que me sitúo así lejos de los vientos portantes del presente. Busco aquello humano que, estando en el presente, necesita algo ausente para ser comprendido.

Todo presente es manifestación de una tensión entre la naturaleza y la historia de las cosas humanas. Lo específico del nuestro es, por una parte, la extendida sensación de que vivimos en algo así como en las vísperas de un apocalipsis (se habla de ecoansiedad, superpoblación, decrecimiento, escasez, agotamiento de recursos, progresofobia, Antropoceno, limitarismo, poshumanismo, transhumanismo, biocentrismo, antiespecismo...), y, por otra, el crecimiento de un curioso cansancio antropológico que nos anima a sospechar que nos tenemos miedo a nosotros mismos, porque el bárbaro que nos acecha ya no se encuentra en las fronteras, sino en nuestro interior. Curiosamente, al mismo tiempo que se denigra lo humano (especialmente si el referente es el varón blanco europeo), se le exige que asuma la responsabilidad de sacarnos del atolladero. Se habla mucho de complejidad, pero todo parece indicar que el nuestro es, sobre todo, el tiempo de la perplejidad ante nosotros mismos.

Después de décadas vividas con la convicción de que todo límite (demográfico, económico, político, ecológico, estético, emotivo, sexual, ideológico, crítico, racional...) era una invitación a su rebasamiento, resulta que nos descubrimos cercados por inquietudes acechantes. Hemos vivido en algo parecido a una orgía de la transgresión y ahora no sabemos qué hacer con la inercia de la orgía. Lo único que está claro es la creciente demanda de terapeutas.

Queremos poner límites a la orgía deconstructivista, pero nos encontramos con que hemos deconstruido el mismo concepto de límite. Para los griegos lo malo era lo indefinido y lo bueno lo armoniosamente delimitado. Nosotros llevamos más de un siglo sospechando que toda delimitación es una imposición arbitraria de algún taimado cuyo poder se nutre de nuestra mansedumbre. Precisamente porque nos tomamos en serio todo esto, definimos al ser humano como el ser del límite y nos proponemos ensayar la defensa a redropelo del humanismo, del excepcionalismo humano e, incluso —perdonen ustedes la osadía—, del logocentrismo.

El humano es un ser capaz de trascenderse o degradarse; de expandir o contraer sus límites. Por ello mismo, es un habitante de un entrambos. Es una bisagra. Se lo puede ver desde la posición a la que es capaz de elevarse o en la posición a la que es capaz de degradarse. Pero desde la segunda no es visible la primera. No se puede entender la primacía del espíritu desde la primacía de la materia. El ocio no explica a Beethoven; el sexo no explica el amor; la sed no explica un buen vino; los ojos no explican Las meninas; la choza no explica el Partenón; la irracionalidad no explica la racionalidad, etcétera. Convencido de ello, sigo al Platón que afirma la existencia de una íntima relación entre filología y filantropía, por una parte, y entre misología y misantropía, por otra.

El presente del mundo de la vida

La mejor manifestación de la filantropía es la defensa firme del mundo de la vida, que es el mundo en el que viven los hombres como realmente son y en el que tienen acceso a lo que pueden llegar a ser; el mundo de la inteligencia cotidiana del hombre corriente, de la copertenencia y de esa doxa que desde los griegos consideramos el villano contra el que han de mantenerse vigilantes la filosofía y la ciencia.

La perplejidad del presente se debe, en gran parte, a los intentos fallidos de sustituir el mundo de la vida por construcciones ideológicas de lo que debiera ser, para lo cual someten su realidad a notables reducciones en las que no cabe la complejidad de lo humano. Pero el mundo de la vida, por ser el mundo de la identidad, de la fidelidad, del perdón, de la voluntad, de la libertad, de la responsabilidad, de la copertenencia, etcétera, no tiene sustituto humano, aunque pueda desembocar en un poshumano "último hombre", miembro de un rebaño satisfecho en un Estado universal y homogéneo cuya legislación se reduciría a zoonomía. El poshumano es una posible respuesta a la pregunta sobre qué hacer después de la orgía. Lo preocupante es que parece contar con un número creciente de adeptos en la medida en que nos exoneraría de la carga de ser hombres.

¿Pero por qué no buscar otras alternativas? ¿Por qué no apostar por un hombre que, por ser transfinito, es capaz de dirigir su mirada a lo mejor que puede llegar a ser?

Todos hemos vivido experiencias de trascendencia, de elevación de nosotros mismos sobre nosotros mismos, que nos muestran excelencias fragmentarias en nuestras posibilidades de ser. ¿Por qué no unificarlas para transformarlas en el ideal regulador de nuestra vida? Este proyecto exige, a nuestro modo de ver, la reivindicación filosófica del alma como la instancia que evalúa la distancia entre la inercia de lo que hacemos y lo mejor que podemos llegar a ser.

La imagen de lo mejor que podemos llegar a ser no es, pues, una conformación meramente ilusoria de nuestras mejores intenciones, es una proyección siempre en marcha de nuestras mejores experiencias a nuestros mejores deseos. Se trata de renunciar a ser morales fragmentariamente y a buscar en nosotros mismos el principio capaz de ordenar nuestra conducta. Este principio podría tener esta forma: "Tú debes proyectar sobre tu futuro la unidad posible de lo mejor que ya has sido fragmentariamente, de forma que se convierta en principio ordenador de tu vida". No trato de defender una moral, sino de defender al hombre como ser capaz de protegerse de los cantos de sirena del poshumanismo.

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