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Agapito Maestre

Nacionalismo y cosmopolitismo judíos (II)

¿Ha conseguido el Estado de Israel terminar con el enfrentamiento secular entre el judaísmo universalista y la ortodoxia nacionalista?

Cordon Press

No sé hasta que punto la dispersión de un pueblo por el mundo es compatible con su cultura nacional. Dicho de otro modo, me cuesta admitir que las ideas y creencias de un determinado grupo humano, por ejemplo, el judío, se conserven mejor entre los estrechos márgenes de una nación y un territorio determinado que en el contacto, e incluso en la asimilación, de otras culturas y civilizaciones nacionales. Quizá sea verdad que en un mundo libre y bien comunicado, plural y democrático, la situación más natural de cualquier grupo étnico sea tender hacia la dispersión. Podría ser. Pero de lo que no me cabe la menor duda es que para estudiar cuáles son las ventajas y los inconvenientes, las contradicciones y las paradojas, en fin, la vida de la comunidad judía tendrá que pasarse por el estudio de la relación entre el ansiado nuevo Estado de Israel, surgido en 1948, y la diáspora judía por el mundo. Es necesario entrar en la historia del pueblo de Israel para plantear con cierta solvencia las grandes preguntas que debería abordar el sionismo de nuestra época.

La pugna entre el nacionalismo y el cosmopolitismo en la historia del pueblo judío es una referencia imprescindible para saber de verdad, en carne viva, qué llevan adentro las palabras nación y cosmopolitismo ("ciudadano del mundo"). Obligados a vivir en la diáspora, quién podría dudarlo, los judíos han conservado su cultura, pero, además, han conseguido un Estado, y, en cierto sentido, se han cumplido las promesas de Yahvé. Los judíos tienen un Estado. Ojalá el Estado de Israel siga siendo compatible con la dispersión judía por el mundo. Ojalá el sionismo del siglo XXI sea capaz de recoger en términos políticos las múltiples propuestas intelectuales para que Israel siga siendo una nación de referencia del mundo libre y democrático. Y, sobre todo, ojalá el mundo democrático preste atención a las difíciles relaciones entre Israel y el país que alberga más judíos del mundo, EE.UU. Pero nadie crea, como acostumbran a decirnos las almas bellas, que la cosa es fácil. Baste repasar aquí algunos datos históricos e informaciones recientes para hacernos cargo de la complejidad del asunto.

La población judía mundial en 2021, según los cálculos del Profesor Sergio Della Pergola de la Universidad Hebrea de Jerusalén, era alrededor de 15 millones de personas. En el Estado de Israel viven en torno a siete millones, otros seis son ciudadanos de EE.UU. y el resto se ubica por diferentes países de Europa y América, sin olvidar que en Australia hay más de 120.000. En EE.UU. La población judía adulta, en su mayoría urbana, dice pertenecer a una de las tres o cuatro grandes corrientes religiosas del judaísmo contemporáneo: ortodoxa (un 12% ) conservadora ( 43%), reformada (34%), reconstruccionista… Las tendencias religiosas no se agotan en las citadas, aún hay algunas más, eso sin contar que un 37% no se considera religioso, un 10% afirma ser completamente laico o secular. La diversidad de corrientes religiosas y la variedad de la población judía de EE.UU. se repite en Israel. Diversa es también la procedencia de los judíos, aunque casi nadie discute los orígenes de dos grandes grupos: por un lado, los sefardíes israelís procedentes de los países de la cuenca mediterránea y de los países del Medio Oriente y, por otro, los asquenazies que vienen principalmente de Europa; mientras que los primeros son más tradicionales, los segundos tienden a secularizarse con rapidez. Los sefardíes se enorgullecen de su tradición urbana y de su respetos por la forma y devoción por la liturgia, y los asquenazis son famosos por su complacencia al estudio y la erudicción talmúdica… En fin, como grupo étnico, los judíos se han distinguido siempre por su diversificación, que para los antisemitas alemanes y austriacos, paradójicamente, fue un motivo más para afirmarse en su locura de que había una conspiración judía para apropiarse del mundo intelectual.

No obstante, nadie cuestiona que ser judío es, por encima de todo, ser diferente. Nunca ha faltado en el judío su voluntad de originalidad. En cualquier caso, es complicado dar una definición de la identidad judía, porque siempre está a caballo entre lo étnico y lo religioso; antes de la época moderna la identidad entre la religiosidad y la etnia nos daba una idea aproximada de lo judío, a pesar de las tensiones y conflictos que se daban en su interior; pero, después de la Modernidad, esos contrastes se extremaron hasta casi la ruptura de la identidad judía, especialmente relevantes en casos, más frecuentes de lo que algunos creen, de una total asimilación de ámbitos de vida, creencias, costumbres e ideas no judíos.

¡La Ilustración, ay, trajo al judaísmo tanto bien como mal! Y esa ambigüedad se explica antes por el judaísmo que por el iluminismo moderno, porque el primero siempre tiende a marcar diferencias, separaciones y fronteras entre lo propio y lo extraño y, por supuesto, en la esfera religiosa, distingue entre lo humano y lo divino. Mas, por otro lado, como sabe cualquiera que haya estudiado un poco la historia del pueblo judío y sus instituciones, la historia del judaísmo es la historia de una inmersión constante en las civilizaciones y culturas de los pueblos en los que vivían dispersas las comunidades judías. El influjo de lo ajeno, lo extraño, especialmente de la "sabiduría extranjera" (expresión que se utilizó para referirse a la cultura helena), fue tan fuerte y, por lo tanto, tan peligrosa para la matriz judía que provocó fuertes reacciones. Pero, independientemente de la consideración que nos merezca ese tipo de reacciones contradictorias, reconozcamos que gran parte del pueblo judío sigue pensando y creyendo que el judaísmo tiene una misión universal, a saber, ser "luz para las naciones" por decirlo en las palabras del profeta Isaías.

En todo caso, habrá siempre en el judaísmo una tensión constitutiva entre su concepción universalista y su idea de elección del pueblo judío, de la nación judía, que está en sus fundamentos bíblicos. Aunque el judaísmo es siempre un ejemplo extremo para los estudiosos de las historia de las religiones de cómo religión y nacionalismo van de la mano a lo largo de la historia, nos equivocaríamos gravemente si nos conformásemos con identificar, en realidad, confundir religión, identidad étnica y nacionalismo, porque entre los religiosos extremistas, los haredim, no todos son nacionalistas, incluso los hay contrarios al Estado de Israel. Además, dicho sea de paso, antes de la creación del Estado de Israel en 1948, e incluso antes de la guerra de los Seis días, en 1967, los judíos religiosos no eran los más nacionalistas; por otro lado, los sefardíes de Israel son los más nacionalistas aunque sus motivaciones no son propiamente religiosas.

La variedad y la complejidad de grupos judíos no se lo pone fácil a cualquiera que pretenda una taxonomía clara y distinta acerca de las diferencias en el judaísmo. Claro que son posibles las generalizaciones sobre el judaísmo y tienen cierta validez, por ejemplo, considerar que los judíos tradicionales, representados por los sefardíes orientales, son más nacionalistas que los laicos no tanto por motivo religiosos sino por sus orígenes culturales orientales, pero pronto vemos sus límites si los contrastamos con aquellos judíos más secularizados que buscaron una tierra, una nación, para judíos que no tenían dónde ir… Nada es del todo válido para dar una definitiva definición de judaísmo, menos todavía si nos atenemos a las interpretaciones del judaísmo como religión monoteísta, porque los judíos difieren a la hora de determinar lo específico de ese monoteísmo. Y tampoco se aclaran mucho la cosas si pasamos de las diferencias entre el monoteísmo "halaquico" (de la Ley) por un lado, y el monoteísmo ético y profético por otro, para instalarnos en las concepciones espiritualistas que han dado del judaísmo pensadores influidos por la Ilustración como Cohen, Baeck o Buber, que siempre intentaron sobrevolar y pasar rápidos sobre las referencias de carácter histórico y nacional.

Vistas someramente la complejidad del judaísmo y la no menos complicada historia del pueblo judío en su dispersión por el mundo, desde que Tito en el año 70, destruyó el Templo de Jerusalén, y con ánimo de eludir caer en más ambigüedades sobre las relaciones entre esas dos formas extremas de compatibilizar la existencia del pueblo judío, la nación israelí y/o la asimilación cosmopolita, permítame, querido lector, que me sitúe a finales del siglo XIX, cuando creció otra vez el deseo de reconstituir la nación judía con el movimiento sionista del vienés Herzl (Congreso de Basilea, 1897), aunque él no pensaba que esa reconstitución fuera necesariamente en Palestina. Mas, poco más tarde, la inmigración judía hacia tierras palestinas comenzó en 1900 y, en 1909, se fundó la futura capital Tel-Aviv y se utilizó el hebreo modernizado en el siglo anterior por E. Ben Yehudá. En torno a 1914 había ya más de cien mil judíos en la zona, en buena medida organizados por por grupos de jóvenes llamados Hovene-Zion (amantes de Sión), conocido como el sionismo práctico, que trataba de ayudar a los judíos perseguidos en Europa oriental y Rusia llevándolos a Palestina… En 1917, se le encomendó el "gobierno" de esas tierras a Gran Bretaña por parte de la Sociedad de Naciones. En 1935 había ya mas de trescientos mil judíos, muchos de ellos organizados en granjas colectivas —kibbutzim— que defendieron sus posesiones contra una rebelión árabe. En 1945 y, seguramente, por la presión de algunas organizaciones de carácter filoterrorista contra Gran Bretaña y el mundo árabe, la ONU, dividió los territorios, y dio tres de ellos separados a Israel.

Una vez retirados los británicos, en 1948, Ben Gurion proclamó la independencia de Israel que aumentó en 1949 sus territorios después de librar otra guerra. Lo que vino después, sí, el Estado de Israel, desde su fundación hasta hoy, puede estudiarse de múltiples maneras, pero nadie podrá dejar de contemplarlo como un Estado en vilo, en permanente construcción, pero siempre, y esa es su singularidad, como un Estado democrático y occidental. El Estado de Israel es el principal resultado del sionismo, que viene de Sion, nombre de una colina de Jerusalén donde se dice que estaba el palacio de David y el templo de Salomón. Sion es también el nombre que se aplica poéticamente al entero pueblo israelita y a Palestina. El sionismo, en cualquiera de sus versiones, y después de mil vicisitudes que van desde la declaración de Balfour, el Programa Biltmore, la resolución de Atlatic City, pasando por el holocausto y la imperiosa necesidad de darle una patria a los que habían sobrevivido a la Shoá del nacionalsocialismo, hasta hoy, sí, hasta el último ataque terrorista que Israel ha sufrido de Hamás, no ha tenido otro objetivo que fundar un "hogar nacional" para los judíos en Palestina y, naturalmente, darle continuidad.

La cuestión es: ¿ha conseguido el Estado de Israel terminar con el enfrentamiento secular entre el judaísmo universalista y la ortodoxia nacionalista? Es, sin duda alguna, un interrogante de cierto empaque intelectual, especialmente si alguien consigue plantearla no sólo teniendo en cuenta la cuestión del antisemitismo congénito en las sociedades occidentales, sino también estudiando el devenir del movimiento sionista en nuestro tiempo, o sea, analizando con prudencia las aventuras y desventuras del Estado de Israel desde su creación hasta hoy. Las fuerzas y los sacrificios de la historia reciente del Estado de Israel tienen que transformarse en potencias de las sociedades occidentales, especialmente para terminar con ese cáncer que es el antisemitismo. En este contexto, entre el nacionalismo y el cosmopolitismo judíos, adquieren relevancia algunas preguntas sobre la actual cuestión judía: ¿tiene alguna viabilidad emancipatoria la diáspora judía, después de haber acabado trágicamente en Rusia, Europa Oriental y en el holocausto de los judíos centroeuropeos a manos de los nazis alemanes? ¿es realista creer en que la cultura judía en la diáspora puede ser vanguardia de Occidente? y, sobre todo, ¿cuáles son las posibilidades de convertir la dispersión de comunidades judías perseguidas en una diáspora libre y capaz de indicarnos los caminos de un mundo mejor?

Quizá para los occidentales acomodados esas preguntas sean demasiado ingenuas, pero no lo creo que lo sean tanto para los judíos que han abandonado su diáspora liberal, por ejemplo, en América, Inglaterra, Argentina, etc., para vivir en Israel. Esos "emigrantes" han tenido que sacrificar muchas de sus comodidades en sus países de nacimiento y hacer grandes renuncias en sus vidas cotidianas. Vivir en la inseguridad, la contingencia y una situación de guerra permanente no es envidiable. Creo que ser judío en Nueva York es más cómodo que serlo en Israel. Israel fue para los judíos perseguidos una tabla de salvación, pero para los otros judíos, sí, para los que siguen viviendo "felizmente" en la diáspora, el Estado de Israel fue algo más y también algo menos… En efecto, como todos los pueblos de la tierra, los judíos tiene todo el derecho del mundo a tener su propio Estado nacional, que hoy es ejemplar en casi todos los ámbitos de la vida colectiva y de la política democrática, pero a veces, por no decir siempre, uno tiene la sensación de que la civilización judía es mucho más, e incluso puede ir más allá, de lo representado por el Estado de Israel.

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