¡La Navidad en la cultura judeocristiana!
Nuestro mundo está tan lejos del cristianismo como del ateísmo. Vivimos en un tiempo de absoluto paganismo.
Si alguien le pregunta por la Navidad en la cultura judeocristiana, querido lector, tenga paciencia; y dígale de modo amable a su interlocutor que los judíos no creen en Jesucristo, o mejor dicho, no creen en el dogma central del cristianismo: Jesucristo es Dios. Los judíos no consideran que Jesucristo haya sido el hijo de Dios, sino que es simplemente un profeta más enviado por Dios. Por lo tanto, siguen aguardando la venida del mesías. La Navidad, pues, es sólo cristiana. La religión cristiana, sí, es la única religión del Libro que celebra la Navidad. El judaísmo, o mejor, la religión judía obviamente tiene otras coordenadas teológicas, culturales y sociales. ¿Qué celebran los judíos de modo paralelo al Nacimiento de Cristo? Sin entrar en la liturgia judía, que apenas conozco, y para no resultar demasiado cortante con nuestro interlocutor, le diremos a todos los interesados en vincular, a veces precipitadamente, la llamada cultura judía con la cristiana, que los judíos, de modo paralelo a las celebraciones del Nacimiento de Dios, festejan el Janucá, que no tiene ninguna relación con los acontecimientos de la Biblia, sino con una serie de sucesos que ocurrieron tiempo después y que se encuentran registrados en Talmud (Texto central del Judaísmo).
En resolución, judaísmo y cristianismo comparte muchas cosas, especialmente el seguimiento del Antiguo Testamento, pero no la Navidad que, según enseñaba la Iglesia en mi infancia, correspondía al primer ciclo del año litúrgico (o eclesiástico, la serie ordenada de fiestas religiosas a través de todo el año civil), que comienza el primer domingo de Adviento, que puede ser el último de noviembre o el primero de diciembre, y se divide en tres ciclos: primero, el de Navidad (entre noviembre-diciembre y el 2 de febrero); segundo, el de Pascua (entre 2 de febrero y la Ascensión); y el de Pentecostés (entre la Ascensión y noviembre-diciembre) marca el tercer ciclo. En fin, la Navidad, comienzo del año litúrgico, tiene por principal objetivo celebrar los misterios de la infancia y vida privada de Jesús. Su fiesta principal es la Natividad del Señor que rememora, dice la Iglesia Católica, el infinito amor del Padre que dio a su Hijo para que nos redimiera, aunque también celebran las fiestas de la Circuncisión y la Epifanía.
En corto y por derecho, cada ciclo litúrgico tiene una fiesta principal que rememora un misterio de la religión cristiana: el de la Navidad celebra el nacimiento de Cristo, la Resurrección de Jesús el de Pascua y la venida del Espíritu Santo el de Pentecostés. Todo esto, que es muy sabido para los cristianos, carece de importancia para un mundo secularizado que, sin embargo, se alimenta o toma pie en los grandes relatos bíblicos sin saberlo. Es, precisamente, en esa zona o suelo cultural donde se encuentra y, por supuesto, se desencuentra el creyente y el agnóstico; el creyente, sí, en un Absoluto racional por un lado, y el pagano adorador de cualquier diosecillo irracional por otro, comparten esa tradición, o mejor dicho, es el ámbito dónde debaten sobre qué lugar ocupa la religión cristiana como fenómeno público. Más aún, en esa zona es dónde se dan algunos grandes debates entre los teólogos cristianos, por ejemplo, una cuestión muy discutida para una buena parte de la teología católica de ayer, y sobre todo la de hoy, es decidirse por cuál de los misterios del cristianismo es más relevante para sociedades aparentemente secularizadas. Es ahí dónde la filosofía, el esfuerzo por pensar la religión, reconoce que el cristianismo, como dijera Hegel, es más que una religión… En fin, en este contexto problemático, y sin duda alguna hasta cierto punto absolutamente secularizado, la cuestión es saber cuál de esos tres ciclos litúrgicos del cristianismo, en verdad misterios, ha sido más perversamente utilizado o manipulado por la llamada sociedad de consumo de nuestra época, que asocia sin ningún rubor la Navidad, el nacimiento de Cristo, a un anuncio de unos grandes almacenes.
La específica circunstancia para pensar ese asunto no es otra que la enésima crisis actual de la modernidad, a saber, el hombre moderno sustituyó, sobre todo a partir del siglo XVIII, la idea de salvación por la del sentido de la existencia, pero las diferentes respuestas filosóficas, morales y, por supuesto, teológicas han venido a coincidir en levantar acta del fracaso de la cuestión del sentido. No lo hay. Sí, casi todas las visiones filosóficas sobre el devenir del significado o sinsentido de la existencia, o peor aún, la historia de la idea de mundo habría terminado en nuestra época; las diferentes filosofías sobre el sentido serían tan inservibles, hoy, como en tiempos de la Ilustración del XVIII fue la propia idea de salvación. Ahora ya no se trataría de comparar la noción cristiana de mundo, o "concepción del mundo" cristiano, con la de la antigüedad grecorromana, o la idea de mundo del Renacimiento con la del siglo veinte, sino que hoy habría desaparecido por completo cualquier idea de mundo y con ella, seguramente, también se borraría la cuestión del sentido de la vida: sufrimiento, resistencia, lucha, felicidad, resurrección, inmortalidad, etcétera, etcétera, serían sólo palabras escritas en la arena de una playa… durarían lo que tardase en llegar una ola que las borrara para siempre.
La vida habría devenido un completo sinsentido y, lo que es peor, no habría manera de abordarla con sensatez. No habría forma humana de pensarla. Imposible llevar a cabo algo parecido a una filosofía de la historia y del mundo al modo hegeliano. El irracionalismo metafísico, o sea mantener que el que mundo es irracional con categorías y métodos racionales, habría sido borrado, disuelto, por un irracionalismo "postmoderno" (vacío, débil, sin apoyo en una mínima capacidad pensante…); es decir, cualquier imbécil puede decir que el mundo es irracional sin necesidad de recurrir, como hicieron Schopenhauer y Nietzsche, a una "metodología racional". Un nihilismo de feria tan abstracto como ridículo estaría haciendo su agosto hasta el punto de que estaría provocando una falsa idea de salvación: cualquier cosa sería absolutamente buena, si nos diera un poco de felicidad, o sea, nuestro tiempo ha matado a Dios y lo ha sustituido por millones de diosecillos. Nuestro mundo está tan lejos del cristianismo como del ateísmo. Sí, vivimos en un tiempo de absoluto paganismo: el Dios del cristianismo, Jesucristo, ha desaparecido y su lugar lo ocupan millones de diosecillos banales.
En ese contexto neopagano es casi una evidencia que la Navidad, permítanme decirlo así, ha sufrido un proceso inflacionario dentro del cristianismo siempre a costa de otro de sus grandes misterios. Aunque la Navidad no es la fiesta más importante para el cristiano, a pesar de que se tenga por tal en la falsa percepción que tiene la sociedad española del cristianismo, decimos que socialmente, y la sociología del consumo navideño así lo certifica, ha conseguido desplazar al centro clave del misterio pascual: la Resurrección. La Navidad ha opacado, perdón por la frivolidad, la celebración de la Resurrección. La cincuentena pascual pareciera no existir. Sí, no es necesario ser un defensor a ultranza del misterio pascual del cristianismo, la Resurrección, para percatarse de que el neopaganismo, o mejor, las sociedades neopaganas se llevan mejor con la Navidad que con la pasión y muerte de Cristo.
Aunque tampoco la cosa es para dar saltos de alegría, porque el misterio cristiano de la Navidad, según algunos sociólogos del cristianismo, está sufriendo una profunda devaluación, hasta el punto punto de que algunos hablan de ExNavidad, que se reflejaría en la importancia que la sociedad de consumo, o sea el mercado, le da al Adviento, el tiempo previo al 25 de diciembre, a costa de la Epifanía… Parece que comercialmente la Navidad casi se ha trasladado a octubre y declina o muere el 25 de diciembre. El asunto es raro. En fin, doctores tiene la Santa Madre Iglesia Católica que, alguna vez, nos dirán qué es menester hacer para que la Navidad vuelva a ser lo que alguna vez fue.
Pero, mientras nos llegan las palabras sabias de esos doctores, yo me permito aconsejarles la lectura de uno de los últimos libros del filósofo Joseph Ratzinger: La infancia de Jesús, especialmente sus comentarios a los Evangelios de Mateo y Lucas, que "relatan" el nacimiento y la infancia de Jesús, o sea la "historia, historia real, acontecida, historia ciertamente interpretada y comprendida sobre la base de la Palabra de Dios". La exégesis llevada a cabo por Ratzinger en el capítulo tercero, dedicado al Nacimiento de Jesús en Belén, sobre la expresión "Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace" (Evangelio de San Lucas, 2, 13-14), es una de las contribuciones más sabias a la historia de la idea de libertad humana de todos los tiempos. Es toda una mediación sabia entre la predestinación divina y la inmanente idea de la buena voluntad del hombre. Un par de páginas de Benedicto XVI me retrotraen al gran Hegel, el filósofo del Absoluto, cuando nos hizo ver que la grandeza del cristianismo, de la religión cristiana, no es otra que exigir del hombre humildad, que consiste en conocer a Dios no por nosotros mismos, sino por la sabiduría y el conocimiento divinos.
En efecto, según Hegel, "la religión cristiana es la que ha puesto de manifiesto a los hombres la naturaleza y la esencia de Dios; Dios no es ya un desconocido. Si seguimos diciendo que lo es, no somos cristianos". Dios es, sí, Jesucristo. Pues eso es, en verdad, la Navidad: la celebración el nacimiento de Dios hecho hombre. Jesucristo es Dios. He ahí el inicio de la religión más humanada, Unamuno dixit, que cabe imaginar, porque a Él, al "Dios vivo, al Dios humano, no se llega por camino de razón, sino por el camino de amor y sufrimiento (…). No es posible conocerle para luego amarle; hay que empezar por amarle, por anhelarle, por tener hambre de Él, antes de conocerle". Respóndase usted, querido lector, si nuestro tiempo es de hambre de Dios o de panzas satisfechas con miles de diosecillos surgidos en torno al comercio de la navidad.
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