El camino hacia la libertad de Milei y Hayek
La obra entera de Hayek podría resumirse en una sencilla frase: la abolición del mercado constituiría el camino de la humanidad hacia la servidumbre.
La tesis central de la obra del austriaco Friedrich von Hayek, una clave imprescindible para acercarse al pensamiento y la trayectoria vital de Javier Milei, es fácil de formular. Mas nunca la olvidaremos, si la contrastamos, discutimos e incluso oponemos a la opinión, en realidad, a las buenas razones dadas por Ferguson, en su Un Ensayo sobre la historia de la sociedad civil, una de las obras de filosofía moral y política de la Ilustración escocesa y continental más veces reeditada en el siglo XVIII, que mantiene exactamente todo lo contrario a la tesis hayekiana. Aunque sea en el libro titulado Camino de servidumbre donde se expresa con mayor nitidez la gran aportación de Hayek a la ciencia económica y, seguramente, también a la sabiduría ética de nuestro tiempo, la obra entera de Hayek podría resumirse en una sencilla frase: la abolición del mercado constituiría el camino de la humanidad entera hacia la servidumbre. Ferguson dijo, en cierto sentido, todo lo contrario: el mercado mismo, y no su eliminación, podría ser la calzada principal hacia la esclavitud.
Es obvio que Ferguson estaba equivocado. Existen excelentes razones, mejores que los aceptables argumentos del escritor escocés, y múltiples evidencias empíricas expuestas con precisión por las ciencias históricas, que dejan al descubierto el error de Ferguson. O mejor dicho, ahora, pasado dos siglos de la desaparición de Ferguson, se ha demostrado su error. El mercado no es horizonte de esclavitud sino de libertad. Pero eso, la falla de Ferguson, en absoluto invalida, como ha estudiado con sutileza Ernest Gellner, "las razones que lo hicieron pensar como lo hizo eran buenas y aprenderíamos mucho si analizamos por qué no funcionaron en el mundo real". Lejos de mí entrar aquí en esas razones, pero sí resaltar la verosimilitud que ellas pudieran contener. Estoy convencido de que una buena parte del mundo contra-fáctico en el que se movía Ferguson, en el siglo XVIII, está vigente todavía, sobre todo, a la hora de mostrarnos algunas de las perversidades que pudieran derivarse de un mal funcionamiento del mercado, a veces demasiado intervenido por el Estado y, en otras ocasiones, maltratado por los propios agentes comerciales que deberían velar por sus bondades.
En efecto, aún hoy, como en la época de Ferguson, hallaremos autores que mantienen que la llegada del mercado, o en general de la sociedad comercial, determinantes del crecimiento y el progreso económico, fue, y sigue siendo, un factor de desequilibrio que pone en peligro el futuro de la sociedad. Lo económico, el ámbito económico, por decirlo groseramente, terminaría absorbiendo la política y la ética. En la época de Ferguson y, seguramente, también en la nuestra estaríamos asistiendo a un debate entre dos grandes modelos, o mejor dicho, referencias de sentido intelectual para hablar y estudiar la sociedad: por un lado, hallaríamos uno fundamentado en un principio económico, llamado de intercambio económico, como fundamento de la sociedad; y, por otro lado, hablaríamos de una sociedad "política", donde la representación de la sociedad civil estaría basada en la virtud del ciudadano. Ferguson apostó por el segundo; y criticó quizá con excesiva severidad el primero, olvidando que la exageración de la vinculación de lo virtuoso a lo político también puede conducir a la esclavitud del ciudadano. Es cierto que Ferguson jamás fue reacio a admitir los beneficios del mercado, pero no aceptó jamás de buen grado que el orden económico relegara a un segundo plano la virtud cívica.
Sin embargo, Hayek muestra con grandeza que el mercado es inseparable de su específica defensa de la libertad de los individuos. La virtud cívica está estrechamente vinculada al mercado. El liberalismo es exactamente lo contrario de la planificación totalitaria, o mejor del totalitarismo. Exactamente aquí, en el ámbito donde se vincula moral y economía, política y economía, es donde entra Milei, o mejor dicho, donde el profesor de teoría económica retoma la obra entera de Hayek, y, de modo específico, el argumento de que la sociedad capitalista, el mercado, es moralmente superior a cualquier otro sistema. De ahí que sea conveniente comenzar, especialmente al tratar del Hayek de Milei, por la crítica del austriaco al inmoral totalitarismo. Hayek fijó con precisión esa crítica en la ya citada obra The Road to Serfdom, un libro que tuvo su origen en un informe dirigido al director de la London School of Economics, Sir William Beveridge, en los primeros años treinta, y en polémica contra el fascismo emergente de la época.
Aunque Hayek ya había dado a conocer su crítica a los regímenes totalitarios durante la Segunda Guerra Mundial (la primera edición de este libro es de 1944), no es hasta la década de los setenta cuando el pensamiento de Hayek se convirtió en uno de los grandes autores del liberalismo contemporáneo. Para entender la trascendencia que adquiere en esa época la obra de Hayek es menester recordar la leve y alevosa objeción que le hizo Keynes en el año 44, quien leyó una prueba del libro, mientras cruzaba el Atlántico a bordo de un transatlántico que lo llevaba a EE.UU., donde presidió la famosa conferencia de Bretton Woods, en New Hampshire, que estableció, dicho sea de paso, las políticas económicas mundiales desde el año 44 hasta los comienzo de la década de los setenta. "Creo que es un libro magnífico", le escribió Keynes a Hayek, "me siento y moral y políticamente de acuerdo prácticamente con toda su totalidad; y no sólo estoy de acuerdo, sino que además me siento profundamente conmovido". Pero, y ahí va la observación, si Hayek admite de "buen grado" que el Estado también debe intervenir en la economía, o mejor, en el sector privado de la economía, entonces todo se reduce a "una cuestión de saber dónde trazar la línea (entre el sector privado y la actividad gubernamental). Acepta que dicha línea debe trazarse en algún lugar; y que el extremo lógico no es posible. Pero no nos dice nada acerca de dónde hay que trazarla".
Era evidente que la objeción de Keynes a Hayek situaba el debate fuera de los marcos de la economía propiamente dicha. El problema era de orden moral. Hayek, a pesar de lo que crean algunos hayekianos, en Camino de servidumbre, no reniega de la intervención gubernamental, sino de la participación del Estado que se hace autoritaria. Keynes y Hayek discuten, en efecto, sobre la eficacia o ineficacia de un Estado en una economía en crisis, pero el asunto, según Keynes, no se se resolvía en el terreno económico sino moral: "Lo que necesitamos es la restauración del pensamiento moral adecuado —el regreso de la filosofía social a los valores morales adecuados—. Si fuera capaz de desviar su cruzada en esa dirección, no parecería o se sentiría tanto como don Quijote".
Tiendo a pensar que Milei, en este punto del debate entre el intervencionista Keynes y el liberal Hayek, estaría a la misma distancia del uno como del otro. Milei reconocería la existencia de un problema moral que no se resolvería con la teoría económica, pero eso no le haría comulgar con los planteamientos erráticos de Keynes sobre la cuestión de la liquidez del mercado del dinero o la fijación de precios a la luz de la famosa obra de Keynes: La teoría general del empleo, el interés y el dinero (1936). Sin embargo, un asunto es indudable para Milei: nadie ha visto tan bien como Hayek los peligros del intervencionismo del Estado en la economía. Tanto es así que Milei no estaría muy lejos de mi lectura del austriaco: el liberalismo de Hayek es una respuesta moral y política al totalitarismo que pudiera derivarse de toda planificación intervencionista. Toda su obra debe ser entendida como un combate intelectual a esa forma de sociedad que hace de la colectivización y la planificación estatal de la economía las vías para emancipar a la humanidad, según los totalitarios, de la radical inseguridad a la que estaría sometidos los individuos por el sistema económico de mercado libre.
Convencido de que el colectivismo sólo puede acarrear la ruina material y moral de la sociedad, Hayek defiende la idea de una forma de vida social que haga del respeto al individuo su valor fundamental: "El respeto del hombre individual qua hombre, es decir, el reconocimiento de sus propias opiniones y gustos como supremos en su propia esfera, por mucho que se estreche ésta, y la creencia en que es deseable que los hombres puedan desarrollar sus propias dotes e inclinaciones individuales". Los errores del totalitarismo no son sólo de métodos —la necesidad de esos medios viene impuesta por la propia ideología totalitaria— sino que están en la raíz misma de la ilusión totalitaria. El totalitarismo pretende determinar el sentido de la existencia social a partir del conocimiento de su secreta unidad. La libertad de los individuos es inconcebible separada de la libertad del todo. En el esquema totalitario el trabajo de cada individuo está conscientemente encaminado a producir el bien de la totalidad. Las necesidades y los deseos de los individuos cobran sentido en la medida en que forman parte del fin social. La existencia individual está, pues, absolutamente determinada por el imperativo de la producción y reproducción de la unidad de lo social. La planificación centralizada de la economía es la lógica consecuencia del determinismo epistemológico y sociológico de la empresa totalitaria.
Frente a este conglomerado ideológico, Hayek hace valer el "hecho fundamental sobre el que descansa la filosofía entera del individualismo": la imposibilidad de definir el significado último de lo social. Sería imposible, según Hayek, para una mente abarcar la infinita variedad de las diversas necesidades de las diferentes personas que compiten por los recursos disponibles y asignar un peso definido a cada una de ellas". Relativismo ético y episemológico son, pues, los presupuestos de su individualismo: "Como sólo en las mentes individuales pueden existir escalas de valores", escribe Hayek, "no hay sino escalas parciales, escalas que son, inevitablemente, diferentes y a menudo contradictorias entre sí". Los fines que el individuo se da a sí mismo son los únicos fines sustantivos, los fines sociales son derivados, resultado de la coincidencia de los primeros, o producto de la conveniencia: "Lo que se llaman fines sociales son simplemente fines idénticos de muchos individuos o fines a cuyo logro los individuos están dispuestos a contribuir, en pago a la asistencia que reciben para la satisfacción de sus propios deseos. La acción común se limita así a los campos en que las gentes concuerdan sobre fines comunes". En fin, "el reconocimiento del individuo como juez supremo de sus fines" es la sustancia del individualismo hayekiano.
Si el totalitarismo presupone la no diferenciación o, simplemente, confusión entre los ámbitos del poder y la sociedad, de lo político y lo social, en virtud de su concepción orgánica del vínculo social, el individualismo parte, por el contrario, de su diferencia. Si el problema del totalitarismo consiste en evitar la anomia social, es decir, procurar la realización de las metas sociales y el control de las conductas antisociales destinadas a boicotear la maquinaria social; el problema del individualismo liberal consiste en limitar la capacidad del poder para imponer normas a la sociedad. Esto mismo vale para la distinción entre lo económico y lo político. Si el liberalismo pone límites a la capacidad intervencionista del Estado, el totalitarismo lo legitima como motor económico. Así como en el totalitarismo no existe cuestión social que no sea cuestión política, o sea, un asunto del Estado, tampoco hay cuestiones económicas que puedan resolverse al margen de las directrices estatales.
Mientras que el totalitarismo hace del individuo —de la libertad individual—, de la cuestión de su significado y lugar en el cuerpo social, su problema, su gran problema, que la mayoría de las veces resuelve con la llamada solución final (no hace falta recordar que significa eso en el totalitarismo nazi y comunista); el individualismo, al partir de la prioridad ontológica de los individuos —la libertad no es para Hayek un valor más entre otros, sino el fundamento de todo valor— convierte la cuestión de lo social en el suyo. El vínculo social no puede ser el resultado, según Hayek, de un contrato, la creación de una voluntad racional, de una acción consciente. Esta imagen sería el resultado de la ilusión racionalista, o constructivista, en la que habría caído, por ejemplo, el totalitarismo comunista: la posibilidad de crear una sociedad plenamente visible, sin opacidad alguna, una sociedad capaz de alejar de sí todo riesgo, proceda éste del exterior o del interior de la misma sociedad. Por el contrario, para Hayek el riesgo nunca es una amenaza sino una oportunidad de la sociedad. Una aproximación realista a lo social tiene su base en "la necesaria e irremediable ignorancia a la que estamos sometidos en relación con la mayor parte de los acontecimientos particulares que determinan el comportamiento de cuantos integramos la sociedad". Podríamos decir, con otras palabras, que la institución de una sociedad libre o, como también la llama Hayek, sociedad abierta por referencia a la gran obra de Popper, La sociedad abierta y sus enemigos (el apoyo de Hayek fue decisivo para publicar esta obra, según cuenta el propio Popper en su Búsqueda sin término, clarividente autobiografía intelectual de un filósofo que jamás recurre al autoengaño), se apoya en una indefinición, o mejor, en una indeterminación última de lo social.
Y, sin embargo, no es necesariamente el caos social la alternativa a la ingeniería constructivista del totalitarismo. Cabe todavía un orden, y aquí es donde actúa lo mejor de la imaginación de la Escuela austríaca a la que Milei no sólo rinde pleitesía siempre que tiene ocasión, sino que la explana con inteligencia hispánica; sí, este orden no puede ser otro que el cosmos de la espontaneidad. Una sociedad libre respondería a la representación de un "orden espontáneo o endogéno", esto es, un orden que se autorregularía en virtud de impulsos que escaparían a un fundamento intencional, a un plan racional. Solamente un orden de esta brillante singularidad puede dar sentido al deseo de libertad. En esta perspectiva Hayek, como también Milei, entroncan con la tradición de la ilustración escocesa que vincula economía y moral; Mandeville, Hume y, sobre todo, Smith se convierten en sus "clásicos actuales". Para Milei siempre será Smith el gran santo laico de su propuesta liberal-libertaria, sencillamente, porque no hay otro filósofo más riguroso que él a la hora de anticipar un orden social espontáneo: "El hombre dado a la sistematización imagina poder ordenar los diferentes miembros de la Gran Sociedad con la misma facilidad con que se disponen las piezas en el tablero de ajedrez. No advierte que los movimientos no tienen otro principio motor que la mano los transmite, mientras que en el gran tablero de la sociedad humana, cada pieza posee su propio impulso, siempre diferente del que el legislador pueda desear imprimirle. Si ambos coinciden y actúan al unísono, el juego resultará fácil, y armónico y también, probablemente, grato y fructífero. Si fueran opuestos o divergentes, el juego resultará penoso y la sociedad se hallará en todo momento en el mayor desorden".
Desde la óptica de la tradición liberal de Smith, como bien ha visto Milei, el totalitarismo —cualquiera sea su adjetivo, ora intervencionista, ora comunista, ora fascista, ora peronista u ora populista bolivariano—, es el resultado de una absurda revolución "zurda" (izquierdista) contra la espontaneidad de la sociedad moderna, abierta y libre que había concebido Juan Bautista Alberdi en la genuina fundación de Argentina del año 1853. Para combatir esa terrible rebelión contra la modernidad de la sociedad abierta, Milei no sólo ha introducido a Hayek en su teoría económica y política, en realidad, en la historia de la ciencia económica de toda Argentina, sino también al maestro de Hayek, o mejor, al principal maestro de la Segunda Escuela Austriaca de economía, Ludwig von Mises. He ahí los pasos fundamentales del Milei teórico, estudioso infatigable y entusiasta de la ciencia económica, para hacerse cargo de la revolución monetarista de Milton Friedman, sin cuya ayuda Milei jamás habría "desenmascarado la mentira keynesiana", pero de todo eso hablamos en una próxima entrega. Mientras tanto, lean un par de citas de Milei que rinden tributo intelectual a Mises y Friedman que marcan, dicho sea sin ánimo de originalidad, una línea de continuidad entre las tesis del dinero, mantenidas por el austriaco, y las ideas monetaristas del norteamericano.
Sobre Mises dice Milei: "Si Keynes se hubiera tomado el trabajo de leer La teoría del dinero y el crédito, de Ludwig von Mises, se habría enterado que el elemento central en el problema económico del dinero es su valor de cambio objetivo, lo cual suele denominarse como poder adquisitivo del dinero (…). La moneda es una mercancía que sirve como medio general de intercambio y, por ende, su utilización penetra en todo el sistema económico".
Y de Friedman, el otro imprescindible de Milei, resalta tanto el aspecto de su doctrina como el de su trabajo de ilustración: "Milton Friedman ha sido un individuo cuyo trabajo tanto en el campo científico como en la promoción de las ideas de la libertad ha sido increíble. Sus desarrollos teóricos son relevantes, son trascendentes, son por sobre todas las cosas actuales (…) decisivos para acabar con las ideas keynesianas que tanto daño han causado sobre la teoría económica y en especial sobre la humanidad".
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