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Emilio Campmany

¿Es posible un Tribunal Constitucional imparcial?

En aras de un Tribunal Constitucional imparcial, lo primero que hay que hacer es eliminar el recurso de amparo.

El presidente del Tribunal Constitucional, Cándido Conde- Pumpido. | EFE

La ya pobre imagen que tiene el Tribunal Constitucional entre la opinión pública se ha deteriorado porque los juristas últimamente elegidos por los políticos para ocupar los sillones de esa casa son cada vez más leales al partido que los nombra. Sin embargo, el descrédito del TC no es nuevo. Desde que los socialistas llegaron al poder en 1982, el Tribunal está haciendo disparates jurídicos en interés del partido que tiene más magistrados designados por él. La sentencia Rumasa abrió el fuego, pero luego vinieron otros casos como la reforma de la Ley del Poder Judicial de 1985, que privó a los jueces del derecho constitucional a elegir a sus representantes en el Consejo General del Poder Judicial. También se recuerda cómo el TC absolvió a los Albertos, tumbando una sentencia condenatoria del Supremo, con la misma ausencia de fundamento con la que hoy absuelve a los responsables del saqueo de los ERE en Andalucía. Luego vino la ley de partidos, cuya clara inconstitucionalidad sólo fue utilizada por el TC para tumbar otra sentencia del Supremo. La ley del matrimonio homosexual, la ley del aborto y alguna más, que habrían requerido un cambio de la Carta Magna para ser constitucionales, fueron declaradas indebidamente conformes con la Constitución para evitar a los políticos el engorro de tener que reformarla.

Sin embargo, tristemente, los problemas de nuestra justicia constitucional no se limitan a la falta de parcialidad de sus magistrados. Nuestro Tribunal tiene una genética dudosa. El padre es el jurista alemán Kelsen, que goza de injustificado prestigio, especialmente entre la izquierda, por haber renegado del derecho natural, como si el asesinato estuviera castigado en todos los países del mundo por capricho de los respectivos legisladores y no por ser un crimen horrendo, haya o no ley que lo pene. La madre es aún de peor origen, pues es nuestra Constitución de 1931, una ley de leyes hecha por media España contra la otra. Es esta Constitución la que introdujo el "recurso de amparo" que es mucho más responsable de nuestros problemas que la arbitrariedad con la que se eligen los magistrados.

¿Y por qué no prescindir del Tribunal Constitucional? No podemos. En todos los Estados descentralizados en los que son varios los cuerpos que promulgan leyes, como ocurre en el nuestro, en el que las Comunidades Autónomas tienen facultad legislativa, es necesaria la presencia de un tribunal que dirima cuando uno invade las competencias del otro. No hay que olvidar que las leyes autonómicas tienen el mismo rango que las estatales y que la diferencia está en el objeto. De forma que la clave esque una no invada la materia exclusiva de las otras. Es un asunto que puede llegar a ser extraordinariamente complicado y muy técnico y que un tribunal constitucional tiene que abordar. De todas formas, no es en este tipo de disputas donde han surgido los mayores problemas.

Ya que tenemos que tener un tribunal de estas características, es lógico que también se ocupe de determinar cuándo una ley es constitucional o no, aunque no invada las competencias de nadie. Aquí ha sido más frecuente la polémica, aunque de momento los disparates que se han hecho no han disparado las alarmas porque ingenuamente se ha creído que no importaba que fueran formalmente inconstitucionales si estaban muy respaldadas por la opinión pública (ley de partidos, aborto, matrimonio homosexual). No se dan cuenta quienes esto defienden que el daño es mucho mayor del evidente porque este modo de conducirse sirve para demostrar que se pueden promulgar leyes inconstitucionales sin que pase nada. Por eso hoy, en casos en los que no hay tanto apoyo popular, como en el supuesto de la amnistía, se atreven a aprobar leyes tan inconstitucionales o más que las anteriores y esperan que reciban las bendiciones inmerecidas del tribunal. Si una ley que consagra el aborto como un derecho es acorde con una constitución que proclama el derecho a la vida, ¿por qué no va serlo una ley de amnistía, aunque esa misma carta magna prohíba los indultos generales?

Con todo, lo peor es el dichoso recurso de amparo. Se trata de permitir al ciudadano corriente acudir al Tribunal de Garantías Constitucionales, como lo llamaba la Constitución del 31, a fin de que se reforme o anule cualquier procedimiento en el que no se hayan respetado los derechos constitucionales del afectado. No se trata de casos en los que se aplica una ley inconstitucional, sino otros donde los tribunales aplican una ley impecablemente constitucional de manera incorrecta hasta el punto de violar un derecho fundamental del justiciable. Si el tribunal llega a concluir, como hace en la sentencia de los ERE, que toda aplicación que él juzgue incorrecta, por el hecho de serlo, viola los derechos constitucionales del ciudadano afectado, resultará que el Tribunal Constitucional tiene facultad para enmendar cualquier sentencia del Tribunal Supremo cuya forma de aplicar la ley no les guste a los magistrados del Constitucional, puesto que son ellos y sólo ellos los que deciden cuál es el modo "constitucional" en el que debe aplicarse una concreta ley. Con los Albertos decidieron cómo debe interpretarse la prescripción, con los políticos del PSOE condenados por el escándalo de los ERE han sido la prevaricación y la malversación. Y así podría ser con todo. De forma que, en la práctica, el Tribunal Constitucional se convierte en la última instancia de los poderosos que, no habiendo sido capaces, a pesar de su poder, de condicionar a su favor una decisión judicial, obtendrán en él lo que ellos llamarán "justicia". Y conseguirán una absolución lograda fuera del orden jurisdiccional, suministrada por magistrados dependientes del poder político.

Así que, en aras de un Tribunal Constitucional imparcial, lo primero que hay que hacer es eliminar el recurso de amparo. El problema es que este recurso está previsto en la Constitución, lo que exige modificarla si se quiere eliminar.

Todo lo cual no quita para que el hecho de que sean los políticos quienes eligen a los magistrados no constituya un grave problema que deba intentar solucionarse. Viendo quienes han sido nombrados en las últimas hornadas, habría que prohibir el nombramiento de quienes, aun siendo juristas, hubieran ostentado cargos de libre designación en la administración, cargos electos (alcaldes, concejales, diputados, autonómicos y nacionales, senadores, etc.) y, por supuesto, miembros del Gobierno, que es el colmo que esto último lo tenga que decir expresamente una ley para que no llegue al Constitucional ningún ministro.

Hay, no obstante, una última medida que, aunque no evite las arbitrariedades, ayudaría mucho a limitarlas. Actualmente los letrados del Tribunal Constitucional son juristas que cada magistrado lleva al tribunal después de haber sido nombrados para que le ayuden en su trabajo. De esta forma los letrados no están allí para recordar a los magistrados lo que no pueden hacer, sino para construirles el artificio jurídico con el que hacer lo que quieran hacer y que a veces es directamente lo que el partido que los nombró les pide que hagan. Habría que cambiar el sistema y establecer un prestigioso cuerpo independiente de letrados que asesore a los magistrados y pueda, si no evitar, al menos contener los deseos de algunos magistrados agradecidos de obsequiar a quien le nombró. Sería un cuerpo similar al de los letrados del Consejo de Estado o de los letrados de Cortes al que se accedería por una oposición igualmente exigente. Ya sabemos que esto no es una garantía absoluta, pero en general mejoraría la independencia del Tribunal, que no podría hacer según qué cosas con un informe desfavorable de los letrados que ahora es imposible que se dé, por mucho que disparaten los magistrados, porque los que hoy están allí son empleados de los que disparatan y no funcionarios independientes.

De forma que claro que hay forma de conseguir un Tribunal Constitucional, si no absolutamente imparcial, al menos más imparcial del que ahora tenemos. La cuestión es que el PSOE, con la boca grande, no lo quiere y el PP, con la boca chica, tampoco.

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