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Santiago Navajas

Venezuela: guía para sobrevivir al populismo

El presente caótico de Venezuela es una advertencia sobre cómo la democracia sin liberalismo es una autopista hacia el autoritarismo.

Nicolás Maduro. | EFE

Siempre es bueno volver a Aristóteles. ¿Cómo hubiese llamado el filósofo macedonio a los populistas, tipo Daniel Ortega, Putin y Maduro? Distinguía entre tres formas políticas fundamentales, monarquía, aristocracia y república, que podrían degenerar respectivamente en tiranía, oligarquía y democracia. A pesar de ser el hombre más inteligente que ha existido jamás, Aristóteles no pudo anticipar el liberalismo, que le dio una vuelta a la democracia para transformarla en el menos malo de los sistemas políticos como democracia liberal, identificando la república virtuosa con la constitucional como gobierno de las leyes frente al personalismo de iluminados. Democracia en el sentido despectivo que le daba Aristóteles significa tiranía de la chusma.

Esta democracia como perversión de la república y dictadura de la chusma es lo que llevó a cabo Hugo Chávez cuando detentó el poder en Venezuela hace 20 años. Lo llamó "democracia populista" y significó la voladura de la república constitucional para implantar una república bolivariana. Para ello, tomó el Tribunal Supremo, el cual a su vez expropió las funciones del Parlamento. Nada nuevo bajo el sol socialista, por otra parte, lo que pasa es que en países con instituciones más sólidas y una élite intelectual más formada y con más coraje es más fácil limitar a un líder con ínfulas de autócrata, véase Roosevelt en EE. UU., De Gaulle en Francia y Pedro Sánchez en España (en especial tienen suerte los catalanes, a los que el sistema liberal español les ha librado de la corrupción y la xenofobia pujolistas culminadas en el golpismo puigdemontista).

El presente caótico de Venezuela, entre la opresión y el hambre, es una advertencia sobre cómo la democracia sin liberalismo es una autopista hacia el autoritarismo, un camino de servidumbre, una vía para un Leviatán que devore al propio pueblo que lo hizo nacer, crecer y, en última instancia, autoconsumirse. Ahora que también está de moda la autofagia por gurús de la belleza e influencers del rejuvenecimiento, cabe recordar que la autofagia llevada al límite tiene otro nombre: suicidio.

¿Qué es el populismo? La antipolítica hecha política. Es poner la voluntad popular expresada a través de una casta mística, llámese Chávez o Puigdemont, que no se siente limitada ni por el statu quo institucional ni por las leyes, ni por un Otro político al que se considera el enemigo del pueblo y al que hay que reeducar en campos de concentración, en el mejor de los casos, o eliminar mediante el exilio o la muerte, en el peor.

Vivimos tiempos de populismo. Lo que quiere decir que la lucha política ya no se trata entre izquierda y derecha sobre distintos ideales legítimos, sino entre los de arriba y los de abajo referidos a la defensa de unos intereses espurios. De Mussolini a Mao Zedong siempre estuvo ahí, pero en los márgenes de las sociedades abiertas. Sin embargo, ahora se ha instalado en el núcleo de Occidente, con Trump y Sánchez, con Maduro y Putin. El gran pecado original europeo es la asimetría a favor de la izquierda. El gran pecado original americano es la asimetría a favor de los de abajo. Cuando Pablo Iglesias defendió el uso de la violencia en política (lo llamó "jarabe democrático") implícitamente asumía que esta era legítima si la usaban los "de abajo" contra los "de arriba". De ahí su sorpresa cuando emplearon "jarabe democrático" contra él mismo. Una sorpresa parecida a la que debió sentir Robespierre cuando lo llevaban hacia la guillotina que él mismo había usado con tanta profusión como arbitrariedad. También sentenció Pablo Iglesias que "la guillotina es la madre de la democracia".

Íñigo Errejón, la versión edulcorada de la ultraizquierda española, está enfrentado con Iglesias por mero personalismo narcisista, pero comparten ideología. Por ejemplo, en la justificación de las dictaduras de extrema izquierda:

La diferencia entre los populismos de extrema derecha y progresistas es quién es el adversario, los de abajo o los de arriba.

Reconociendo que cuando habla de "progresistas" se refiere a los de extrema derecha, cuando se refiere a "populismos" en realidad está hablando de dictaduras y que tiene una visión intrínsecamente nazi heredera de Carl Schmitt, para el cual la esencia de la política se centra en la existencia de enemigos a los que hay que destruir. A diferencia de los vulgares nazis que pretendían destruir según la raza de los enemigos, ahora se trata de(con)struir a los que llamaba Marx enemigos de clase o, en la nueva jerga "woke", "los de arriba".

Lo que vende el populismo, sea de extrema derecha o de extrema izquierda, es el asalto a las instituciones que dicen estar dominadas y, por tanto, por las élites. A estos golpes de Estado los llaman orwellianamente "alternativas destituyentes duras". La ventaja de la extrema derecha, y, por tanto, su bondad relativa frente a la extrema izquierda, es que su propuesta de orden es mucho más creíble que la de la izquierda, que siempre prefirió la injusticia al orden, por lo que rápidamente se instaura el desorden, la forma más dura y peligrosa de injusticia porque de la criminalidad como forma de gobierno es muy complicado salir.

Hugo Chávez rápidamente devino un depredador justiciero cuya principal misión era acabar con la independencia judicial centrada en el Tribunal Supremo, a quien consideraba un enemigo personal porque no se plegaba a sus intereses. Entonces se introdujo en el mundo de habla hispana el término inglés "lawfare" o "guerra judicial" como una manera de sembrar la sospecha de que los jueces están manchados por su pertenencia a una clase social y que no son sino títeres de unos intereses políticos vinculados siempre a la derecha. Lo estamos viviendo ahora en España por parte de bolivarianos importados como Echenique, al que están imitando bolivarianos patrios sobrevenidos como el ministro de Justicia convertido en un matarife ideológico de los jueces independientes. El Tribunal Supremo venezolano, en concreto, impidió el enjuiciamiento de cuatro generales que, según Chávez, pero sin ninguna prueba, habían participado en un intento de golpe de Estado y, la guinda que colmó el vaso de la paciencia del que era conocido por sus seguidores como "el gorila rojo", dictaminó que la petición de un referendo para destituir a Chávez tenía las firmas suficientes para convocarse. Chávez, entonces, suspendió a los jueces y los sustituyó por otros que fuesen correa de transmisión de sus necesidades e intereses. Como lo del PSOE y el PP con el CGPJ, pero a lo bestia.

Los nuevos regímenes autocráticos bolivarianos no hacen sino envolver en clichés a la moda las viejas esencias de la "dictadura de la libertad" de Robespierre y los jacobinos. Lo llaman "populismo" porque socialismo autoritario y totalitarismo de izquierdas suena demasiado a siglo XX. En el XXI han renovado la jerga, pero se mantiene la tragedia genocida revestida de farsa reguetonera.

El gran problema de la izquierda es cuando el sujeto al que decía representar, la clase trabajadora, desapareció gracias al enriquecimiento masivo que realizó el capitalismo entre todas las clases sociales, también las trabajadoras. Para la supervivencia de esta izquierda antiliberal y defensora de una tiranía de la masa fue fundamental el intelectual argentino Ernesto Laclau, un posmarxista en la estela de su maestro, Eric Hobsbawm, alguien que consideraba que Lenin y Stalin fueron grandes hombres de estado (Trotski, sin embargo, no. No me consta si le pareció bien que los marxistas-leninistas-estalinistas le clavaran un piolet por su revisionismo). También defendía Hobsbawm el crimen político de extrema izquierda porque:

¿Qué los mantiene y sostiene su crueldad objetiva? Confianza. La creencia en el proletariado y el futuro del movimiento…. La frontera entre revolucionarios y contrarrevolucionarios entre los intelectuales discurre entre creer y dudar de la clase obrera.

Ahora bien, tras el colapso soviético, Hobsbawm renegó de la izquierda más sectaria y criminal, a la fuerza ahorcan, pero su discípulo Laclau la proyectó fuera de Europa hacia Iberoamérica. Desde Essex los experimentos en Caracas con vitriolo ideológico no salpican. Laclau, por ejemplo, defendía una integración de Hispanoamérica con Venezuela como referente ideológico y patronazgo de petrodólares. Ese referente ideológico significaba desplazar el marxismo clásico, cuya referencia era Cuba, por el populismo que integraba identidades diferentes a la de clase (el género, la raza, la identidad sexual, etc.), una vez que el proletariado se había aburguesado. El problema evidente es que las diversas identidades instrumentalizadas, como el colectivo LGTBI+, también estaban aburguesados, por el que, en realidad, el populismo sirvió para la élite posmarxista dominante en Europa, de Laclau a la politología al uso en las universidades europeas, unas vacaciones en las que practicar el turismo de estatus filosófico donde descansar de la competitividad estresante de la academia (esto último es irónico).

El problema fundamental es que el populismo es un movimiento democrático esencialmente contradictorio con la democracia liberal porque supone la tiranía de la mayoría o, todavía peor, de una minoría bien organizada y que justifica la violencia como método político. El populismo es la respuesta democrática antiliberal al liberalismo democrático. Por ello, cuanto mejor llevemos a cabo este liberalismo democrático, sin dejar que degenere en una oligarquía como la que denunciaba Aristóteles, que en nuestro tiempo sería una plutocracia de capitalistas que se creen también por encima de la ley, más cerca estaremos de una sociedad abierta en sentido popperiano, de una Gran Sociedad en palabra de Hayek, navegando entre la Escila y la Caribdis del siglo XXI, acaso de todas las épocas: el populismo por un lado, la plutocracia por otro.

Por último, pero no menos importante, si algo nos enseña la historia de la filosofía es que esta nunca es inútil, pero muchas veces es peligrosa. Desde el maestro de Aristóteles, Platón, que defendió teóricamente la dictadura de una élite corrompida por su soberbia intelectual, hasta Heidegger, que aceptó ser el Führer universitario de los nazis en Friburgo, la historia del pensamiento está tachonado de inteligentes justificaciones de crímenes espantosos. El último en sumarse a la nomina fue Ernesto Laclau, que con su prosa populista ayudó desde Essex al hambre, la corrupción y el crimen en Caracas. Al menos, Platón sufrió en sus carnes la miseria de su filosofía de la excelencia cuando viajó a Siracusa. ¿Cuándo los intelectuales dejarán de promover el odio mortal basado en ideas inmortales?

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