Enseñanza de Borges
De Borges se podría decir algo parecido a lo que dijo Hudson al final de 'La tierra purpúrea': "cada vez que intentaba ser un filósofo era interrumpido por la felicidad".
Me enseñé Borges. Me costó. Aún me cuesta seguirlo. Leí como los patos, metía la cabeza en el libro, tomaba notas y luego miraba al cielo. Leí despacio. Releí con gusto. A veces sentí la felicidad y en otras muchas páginas creí ver la belleza. Pero ni la felicidad ni la belleza se nos ofrecen con sencillez. Son evanescentes y esquivas. Y casi siempre están a la sombra. Luego descubrí lo evidente: ni una ni otra son moradas de la obra de Borges. Poeta, narrador y filósofo. Y todo a la vez. El centro de su arte es mostrar los recovecos últimos de la condición humana, o sea, su miseria. No es pesimismo sino una concepción cosmológica de la existencia. El designio inexorable de su literatura no es otro que actualizar permanentemente la miserable condición humana.
Sí, en 1928, Borges fue explícito: "La finalidad permanente de la literatura es la presentación de destinos; hoy quiero añadir que la presentación de una dicha, de un destino que se realiza en felicidad, es tal vez el goce más raro (en las dos significaciones de la palabra: en la de inusual y en la de valioso) que puede ministrarnos el arte. Queremos ser felices y el aludir a felicidades o el entreverlas, ya es una deferencia a nuestra esperanza. A sabiendas o no, nunca dejamos de agradecer íntimamente esa cortesía. Muchos escritores la han intentado; casi ninguno la ha conseguido, salvo de refilón. Parece desalentador afirmar que la felicidad no es menos huidiza en los libros que en el vivir, pero mi observación lo comprueba" (J.L. Borges, El idioma de los argentinos, 1928, pág. 45).
Tampoco corrió mejor suerte la belleza en la literatura filosófica —también llamada filosofía literaria— de Borges; después de rendir pleitesía al crítico de los críticos, al inventor de la crítica contemporánea en lengua española, declara su rareza: "Escribe Menéndez Pelayo: ‘Si no se leen los versos con los ojos de la historia, ¡cuán pocos versos habrá que sobrevivan!’. Esta que parece advertencia, es una confesión. Esos tan resucitadores ojos de la historia ¿qué son sino un sistema de lástimas, de generosidades o sencillamente de cortesías? Se me replicará que sin ellos, confundiremos el plagiario con el inventor, la sombra y el bulto. Cierto, pero una cosa es la justiciera repartición de glorias y otra la pura fruición estética. Es lamentable observación mía que cualquier hombre, a fuerza de recorrer muchos volúmenes para juzgarlos (y no es otra la tarea del crítico) incurre en mero genealogista de estilos y en rastreador de influencias. Vive en esta pavorosa y casi inefable verdad: la belleza es un accidente de la literatura; depende de la simpatía o de la antipatía de las palabras manejadas por el escritor y no está vinculada a la eternidad" (ibid. pág. 104).
Y, sin embargo, la obra de Borges jamás es ajena a la fruición literaria, a la felicidad, y a la belleza. De Borges se podría decir algo parecido a lo que dijo Hudson, el gran Guillermo Enrique Hudson, al final de su libro La tierra purpúrea, "cada vez que intentaba ser un filósofo era interrumpido por la felicidad". Es obvio que la felicidad, o sea, su búsqueda a través de la lectura, la escritura, en fin, de la literatura le impidió ejercer como filósofo. Nunca ejerció Borges de filósofo, sencillamente, porque lo era. Lo es. Toda la obra se sostiene en una sencilla filosofía: la literatura es lo decisivo. ¿Qué sea la literatura? Un misterio. A ese misterio se dedicó en cuerpo y alma Borges. La creación artística, o mejor, el oficio de la literatura es una voluntad de estar permanentemente abierto a fuerzas e influjos tan inconsciente como incontrolados. Nunca se cansó de repetir que "el ejercicio de la literatura es misterioso". Borges es un símbolo, quizá uno de los más importantes, de la literatura misma del siglo veinte que, sin embargo, no pudo dejar de lado la filosofía. O, mejor dicho, la historia de la literatura contiene la historia entera de la filosofía, y viceversa. Es una concepción parecida, aproximada y cercana a la de Marcelino Menéndez Pelayo: los conceptos, las ideas, las filosofías se evalúan antes por lo que llevan adentro de esplendor vital y estético, algo realmente esencial, que por los juegos barrocos de palabras que hacen sus autores. La literatura de palabras, de construcciones barrocas para mayor gloria del autor, no es asunto de Borges. Es el asunto capital que lo alejó de Quevedo y Gracián y, por supuesto, del gran Ramón Gómez de la Serna. No existe mejor canon de estimación de las ideas que su valor estético. La palabra de Borges es a la vez, y en grado sumo, cosa, o sirve para designar una cosa, y a la vez un instrumento poderoso para hacerlas casi desaparecer. Las palabras ponen de relieve antes lo convocado por ellas, o sea, la carne, la esencia que intuimos en ellas, que el texto cerrado sobre sí mismo. Las palabras nunca ahogan lo que ellas llevan adentro. La realidad, en efecto, rebasa al escritor. Borges nunca deja ser un fragmento de aquella.
El filósofo Juan Nuño ha estudiado con talento filosófico, no exento de estilo literario, la filosofía contenida en la obra de Borges: "Imagina abstracciones, da vida imaginativa a filosofemas, convierte en ficción prodigiosa sequizos conceptos" (J. Nuño, La filosofía de Borges, 1986, pág. 9). Esa escritura literaria, "esa tendencia que estima las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y maravilloso" (J. L. Borges, Epílogo. Otras inquisiciones), es elevada a su máxima altura. Por ese camino sería injusto no reconocer que Borges eleva el nivel de la conversación sobre el literato y el filósofo, o mejor, entre la literatura y la filosofía, que ya Azorín y Alfonso Reyes habían situado en cimas que parecían inalcanzables para otros. Sí, Azorín, Reyes y Borges son tres símbolos de la literatura en lengua española del siglo XX. Escritores literarios. Filósofos. Viven de las palabras, es decir, de lo designado por ellas o, mejor dicho, de la esencia que intuimos en ellas. No repara Nuño en la terna literaria que yo marco, pero es muy ajustada su interpretación del seguidor de Swendenborg: "Borges es un caso manifiesto de escritor literario, culto, o si se prefiere, de escritor en segunda potencia, escritor de escritores. Sin los libros y sin la cultura de Occidente, Borges no podría crear. Aun cuando elija temas populares (los orilleros, las riñas, las antiguas guerras), no trabaja Borges con, por así decirlo, modelos vivos, sino con referencias documentales, con personajes de otros escritores, con ideas de otros hombres. Su realidad es una biblioteca, no tan completa como la de Babel, pero ciertamente extensa y variada. Gracias a lo cual, para dicha de quienes se entregan complacidos a su lectura, no se parece en nada, por ejemplo, a Hemingway. O dicho con palabras del mismo Borges: ‘Descreo de los métodos del realismo. Prefiero revelar de una buena vez lo que comprendí gradualmente’" (ibid., págs. 14 y 15).
Esa gradual revelación se muestra de modo especial, según mis gustos estéticos, en su poesía. La re-evocación es la clave. Todo se juega en la recuperación de la esencia de las cosas que pasaron hace tiempo. Es aquí donde adquiere especial luz su filosofía de la poesía, más cercana de lo que algunos creen a la poética de Manuel Machado, que a cualquier otro poeta del siglo XX. Manuel Machado escribió una Poética grandiosa en tres líneas escasas. Fue su respuesta a la pregunta que le formuló Gerardo Diego sobre sus "Ideas de la Poesía… Muchas y muy vagas y sutiles", dijo. "Pero no las poseo", continuó diciendo, "me poseen ellas. Nada puedo, pues, ‘decir’ sobre eso que, para mí, cae dentro de lo indefinible, mejor: de lo inefable". Ese patrimonio de inefabilidad machadiano fue heredado por Borges. El extraordinario poema Adelfos, escrito por Manuel Machado en 1902 (recuerden sus primeros cinco versos : Yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron/ —soy de la raza mora, vieja amiga del sol—, /que todo lo ganaron y todo lo perdieron./ Tengo el alma de nardo del árabe español) no es sólo un poema preborgesiano, como ha dicho Luis Alberto de Cuenca, sino son versos que inspiraron buena parte de la poesía de Borges. Los dos poetas se nutren de la esencia de las cosas, como Proust, "sólo en ella encuentran su sustancia, sus delicias…". Son poetas que pertenecen a la misma estirpe de Marcel Prouts. Hacen justicia, nunca mejor dicho, poética al acontecimiento fundamental de la existencia: todo pasa y cambia. Captan la esencia de ese eterno fluir. Sólo en la re-evocación lo inmediato, lo evanescente, puede hacerse eterno, trazarse, analizarse y definirse. Quizá el canon del francés confluya, como si fuera cosa del azar, con la inspiración de los poetas hispanos: "El ser que había renacido en mí… En cuanto un ruido, un olor, ya oído y respirado otra vez, vuelven a serlo, en el presente y en el pasado a la vez, reales sin ser actuales, ideales sin ser abstractos, al punto la esencia permanente, y habitualmente oculta de las cosas queda en libertad y nuestro verdadero yo… despierta, se anima al recibir el celeste alimento que se le ofrece…". En esa re-evocación por sugestión de lo evanescente está el secreto de estos dos poetas. Lo re-evocado "no es solo un momento del pasado, sino que es mucho más…, algo que, común a la vez al pasado y al presente, es mucho más esencial que ambos". Eso es la esencia de las cosas. En su busca o búsqueda consumieron sus respectivas obras Prouts, Machado y Borges.
La entera obra de Borges está, en efecto, llena de infinitas imágenes y continúas reverberaciones al encuentro con la esencia de las cosas, sin someterse jamás a preceptiva literaria alguna: "El ejercicio de la literatura es misteriosa" (El informe de Brodie, Prólogo). Ejemplos hay ciento de reverberaciones de esencias en la poesía de Borges. Elijo tres de diferentes épocas :
Arrabal
El arrabal es el reflejo de nuestro tedio…
Y sentí Buenos Aires.
Esta ciudad que yo creí mi pasado
es mi porvenir, mi presente;
los años que he vivido en Europa son ilusorios,
yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires.
(Fervor de Buenos Aires)
Pampa:
yo sé que te desgarran
surcos y callejones y el viento que te cambia.
Pampa sufrida y macha que ya estás en los cielos,
no sé si eres la muerte. Sé que estás en mi pecho.
(Al horizonte de un suburbio).
España
Más allá de los símbolos,
más allá de la pompa y la ceniza de los aniversarios,
más allá de la aberración del gramático
que ve en la historia del hidalgo
que soñaba ser don Quijote y al fin lo fue,
no una amistad y una alegría
sino un herbario de arcaísmos y un refranero,
estás, España silenciosa, en nosotros.
España del bisonte, que moriría
por el hierro o el rifle,
en las praderas del ocaso, en Montana,
España donde Ulises descendió a la Casa de Hades,
España del íbero, del celta, del cartaginés, y de Roma,
España de los duros visigodos,
de estirpe escandinava,
que deletrearon y olvidaron la escritura de Ulfilas,
pastor de pueblos,
España del Islam, de la cábala
y de la Noche Oscura del Alma,
España de los inquisidores,
que padecieron el destino de ser verdugos
y hubieran podido ser mártires,
España de la larga aventura
que descifró los mares y redujo crueles imperios
y que prosigue aquí, en Buenos Aires,
en este atardecer del mes de julio de 1964,
España de la otra guitarra, la desgarrada,
no la humilde, la nuestra,
España de los patios,
España de la piedra piadosa de catedrales y santuarios,
España de la hombría de bien y de la caudalosa amistad,
España del inútil coraje,
podemos profesar otros amores,
podemos olvidarte
como olvidamos nuestro propio pasado,
porque inseparablemente estás en nosotros,
en los íntimos hábitos de la sangre,
en los Acevedo y los Suárez de mi linaje,
España,
madre de ríos y de espadas y de multiplicadas generaciones,
incesante y fatal.
(El otro, el mismo).
Esos tres poemas son muestras, pruebas, de una constante a lo largo de toda su obra: emoción desnuda, libre de estridencias, sin confesiones ni prédicas morales. He ahí la síntesis de la síntesis, o sea, de la lírica —suma siempre de metáfora y ritmo— de Borges y Manuel Machado. Su respectivas obras contienen la esencia de la existencia de una cultura, de una grandiosa civilización, que Manuel Machado recogió en estos pocos versos:
Vino, sentimiento, guitarra y poesía
hacen los cantares de la patria mía…
Cantares…
Quien dice cantares, dice Andalucía.
Sí, quien dice cantares, dice Andalucía, o la Argentina, o cualquier país del mundo que habla la lengua de Cervantes. Un mundo que integra siempre otros mundos. Y que no tiene miedo, naturalmente a "integrarse" y mezclarse en otros mundos. Es la cosmopolis hispana. Genial. La universalidad hispánica pone en evidencia la falsa la discusión de los miles de críticos de Borges sobre la tensión entre criollismo (casticismo) y cosmopolitismo. Escribió en castellano, pero si lo hubiera hecho en otra lengua, no lo duden, seguiría siendo argentino. Hispanoamericano. El sentido, repito, universal de esa civilización queda perfectamente reflejado en la obra de Borges. Se diría que su principal aportación a esa civilización es hacer de la literatura una respuesta sobre qué es la condición humana; por ejemplo, La historia universal de la infamia, esa que comienza con la "buena" intención de Bartolomé de las Casas se convierte fácilmente en una acción criminal…, no es en absoluto kantiana, idealista, su literatura sino que está anclada en la tradición de Cervantes, en la ontología vital del Quijote.
¿Cuál será el destino literario de la obra de Borges? ¡Quién lo sabe! Eso no depende de la propia obra ni de su autor. Nunca se hizo ilusiones de ese tipo Borges. "Las palabras amica silentia lunae significan ahora la luna íntima silenciosa y luciente, y en la Eneida significaron el interludio, la oscuridad que les permitió a los griegos entrar en la ciudadela de Troya" (Otras inquisiciones). El lector transforma la identidad de la obra. Un poema, un cuento, una narración, en fin, cualquier texto es susceptible de infinitas lecturas que a su vez dependen de épocas, preferencias, convenciones, sortilegios y supersticiones. La obra sobrevive solo si alguien la lee. Depende de sus lectores. Y, por fortuna, la de Borges siguen teniéndolos por millones.
Vale.
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