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Javier de Navascués

Borges, icono cultural del siglo XX

Nació, vivió y murió sobrenaturalmente atento a las palabras. Por eso Borges escribió un puñado de libros, pero fue él mismo, en su persona, una obra literaria.

Jorge Luis Borges, fotografiado en Roma en 1982. | Cordon Press

En una escena de Manhattan (1979), la clásica película de Woody Allen, Diane Keaton interpreta a una periodista cultural que dice estar ilusionada con entrevistar a Borges. "Nos conocemos", dice orgullosa, "parece sentirse muy cómodo conmigo". El comentario dura unos segundos pero algo quiere decir. Manhattan es el retrato irónico de una ciudad que Allen ama y odia a la vez, pero de la que forma parte de modo irremediable. La gente que pasea por la película cita a Freud, escucha a Gershwin y va a exposiciones de Pollock. Eran los autores de moda entre los snobs. En aquel entonces Jorge Luis Borges, también transformado en rock star de la cultura, paseaba por las universidades de la Ivy League dando conferencias y entrevistas. Que Allen pusiera en labios de una newyorker semejantes palabras dice mucho de la fama que tuvo el escritor argentino en los últimos años de su vida. No es poca cosa que un autor hispánico fuera citado en una película de Allen, quien, dicho sea de paso, solo descubrió España 25 años después. El guiño a Borges expresa la fascinación que sintieron tantos por un icono cultural de fines del siglo pasado. Una fascinación que, atenuada por el tiempo y la distancia, perdura en el tiempo.

Nunca alcanzó ni de lejos las ventas de García Márquez, Vargas Llosa o Isabel Allende. Pero pocos escritores en lengua española han creado un torno a él un mito tan carismático como Borges. Quizá solo García Lorca lo iguala o lo supera en ese aspecto: de hecho, uno y otro han generado mayor número de biografías que cualquier autor hispánico del siglo XX. La diferencia está en que el granadino lo tuvo todo para generar un mito: homosexual y muerto trágicamente en la Guerra Civil, su figura tiene la suficiente carga trágica como para ser elevado cómodamente a las alturas desde la izquierda cultural. En cambio, Borges, con sus costumbres sedentarias y sus opiniones conservadoras, de entrada lo tenía muy difícil, por no decir imposible. Solo a él se le ocurrió hablar bien de las dictaduras militares de Chile y Argentina, lo que le costó el Nobel de Literatura. Aunque después se desdijera de sus palabras, ahí quedaban sus opiniones, tan incómodas para cierta cotterie de izquierdas. Para colmo, era un autor "difícil", que citaba con la misma naturalidad a Spinoza que a un escritor ignoto de la literatura centroeuropea del siglo XIX. A día de hoy los estudiantes universitarios de Letras le tienen pavor antes de haberlo leído. Les da miedo porque lo ven como un escritor libresco que no van a ser capaces de entender. Con todos estos mimbres, uno se pregunta cómo diablos alguien así pudo (y puede) engendrar tanto interés en sensibilidades e inteligencias tan dispares. Entre sus admiradores no solo se hallan figuras eminentes de la literatura y filosofía contemporáneas como Blanchot, Eco, Calvino, Martin Amis, Ian Mc Ewan, Foucault o Derrida, sino gentes de tan robustas supersticiones como el expresidente Rodríguez Zapatero, quien asegura haber estado "enfermo" de Borges desde sus tiempos de estudiante en León.

A lo mejor para explicarnos el prestigio borgiano hay que acudir a su leyenda más que a los propios textos del autor. No es la primera vez que un gran escritor se hace popular por razones que no tienen que ver con la alta calidad de su obra, sino con su imagen pública. Francisco de Quevedo fue un poeta de desgarradores poemas metafísicos y admirables sonetos amorosos, pero la gente lo recuerda por unos chistes cochinos dedicados a su rival, Luis de Góngora. Pocos se atreven en serio con la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz, pero muchos y muchas nos recuerdan cuatro versos famosos a favor de las mujeres y la lucha feminista que se intuye en cierto escrito autobiográfico, bastante breve para suerte de los perezosos. En el caso de Borges, sus boutades son infinitas como la Biblioteca de Babel. Ahí está, por si hiciera falta demostrarlo, el maravilloso diario de su amigo Bioy Casares, que es todo un compendio de charlas brillantes y de intimidades en zapatillas. Ahí se encuentra esa anécdota en que Borges cuenta traviesamente a su amigo Bioy la llegada a su departamento de un tal Vargas Llosa ansioso por conocer al maestro. "Vino un peruano", comienza Borges, y de inmediato finge una ignorancia que no es tal. Son multitud este tipo de historias, como cuando le llamó por teléfono Gerardo Diego para felicitarle por haber sido galardonados, los dos a la vez, con el Premio Cervantes. Aunque se conocían desde la juventud, Borges se hizo el tonto y le preguntó: "Perdone, no le conozco, ¿Quién es usted?". "¡Gerardo!", le contestó el otro. "Lo siento, no conozco ninguna persona con ese nombre… Gerardo, ¿y qué más?", siguió Borges implacable. "Diego", le contestó el poeta español. Y entonces el argentino dio la estocada: "¿En qué quedamos, Gerardo o Diego?". Esta clase de rápidas maldades le hicieron famoso.

Estamos hablando de un escritor de culto hasta que lo tradujeron al francés. Eso fue a finales de los años cincuenta. Hasta entonces la izquierda argentina no lo podía ni ver, porque representaba para ellos el perfecto ejemplo de escritor escapista y pequeño burgués. Tampoco en España se le tenía en mucho. Al igual que ocurría con toda la literatura hispanoamericana hasta los éxitos editoriales de los jóvenes García Márquez, Vargas Llosa o Fuentes, los lectores peninsulares miraban con la ceja alzada todo lo que viniera del otro lado del Atlántico. Primero París y después New York, que por entonces vivía encandilado por lo que venía de Francia, encumbraron a ese gurú argentino, irreverente y cosmopolita que proponía lecturas apasionadas y se reía de todo. El meridiano cultural pasaba por esas dos ciudades y a aquel escritor elitista se transformó, a los setenta años de edad, en una celebridad mundial que proporcionaba titulares a golpe de ingenio.

A Borges, que siempre se pensó a sí mismo en minoría, le debió de hacer mucha gracia esa entrada suya en la cultura de masas. Como si fuera un actor, se desdobló y se convirtió en un decidor de donaires para consumo de los aspirantes a cultos. "Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas", escribió en esa brevedad genial titulada Borges y yo. Él se convertía en otro cuando escribía, pero también cuando se ponía delante de las cámaras. Por cierto, en aquel entonces un escritor podía pensar lo que le diera la gana sin temor a linchamientos colectivos. Por eso dijo aquello de que la democracia era una superstición de la estadística ante un asombrado Joaquín Soler Serrano. Soltar eso en televisión y en plena Transición española era tocar bien las narices. Con estas y otras muchas anécdotas de enfant terrible, fue formándose la leyenda de Borges, quien, vencida su timidez de juventud, se había convertido en un viejito ciego, amable y hospitalario, alguien a quien se le podía parar por la calle en Buenos Aires y mantener una charla cordial con él mientras se le ayudaba a cruzar la calle. Son muchísimos los argentinos de más de cincuenta años de edad que pueden contar su encuentro personal con Borges, lo que le dijo en aquella memorable ocasión y la impresión que les produjo.

Ahora bien, ¿por qué dejó esa huella tan particular en toda la gente que lo trató? ¿No será que a la mayoría le divertía sus salidas de tono y nada más? Sus detractores (que nunca faltaron) criticaban su facilidad para el humor ingenioso: veían en él a un erudito guasón y superficial. Sin embargo, su realidad es mucho más interesante. Por encima de su puesta en escena, Borges fue alguien hondamente convencido del valor de la palabra por sí misma. Vivía entre palabras, paladeando su sonido y su significado, incluso de forma más intensa cuando se quedó ciego para siempre. Sus bromas debían valer para él como formas del ingenio humano, de la misma manera que sus ficciones y sus poemas nos trasladan a un universo mental mucho más rico que el de nuestra vida cotidiana. Su sensibilidad verbal era extraordinaria, como lo es la de los grandes pintores para el color o la de los músicos para el sonido. Y esto es mucho más serio de lo que parece. El escritor argentino fue ese hombre que era capaz de recitar páginas enteras de Madame Bovary (novela que, para colmo, no apreciaba demasiado); y también aquel que, antes de morir, rezó en voz alta el Padre Nuestro en cuatro idiomas distintos. Nació, vivió y murió sobrenaturalmente atento a las palabras. Por eso Borges escribió un puñado de libros, pero fue él mismo, en su persona, una obra literaria.

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