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Santiago Navajas

Borges, discípulo de Schopenhauer

Borges representa como pocos la figura del old whig británico, un hombre de cerebro liberal con un corazón conservador de gustos aristocráticos y modos populares.

Jorge Luis Borges. | Archivo.

Una de mis primeras aproximaciones a la filosofía fue un poema de Borges. No recuerdo exactamente si fue el dedicado a Descartes o a Spinoza. En cualquier caso, fue uno de los iniciadores del racionalismo y el idealismo contemporáneo, el paradigma de que el mundo es una creación del espíritu. En el poema de Descartes están recogidos algunos temas fundamentales en el resto de la obra poética, ensayística y cuentista de Borges: el tiempo, el sueño, la fe. El primer y el último verso son fundamentales para comprender el resto de la obra del literato argentino: "Soy el único hombre en la tierra y acaso no haya tierra ni hombre (…) Seguiré soñando a Descartes y la fe de sus padres".

En el poema dedicado a Spinoza aparecen otros dos de sus temas recurrentes: el infinito y el laberinto. La metáfora más decisiva de Borges, el aleph, no es sino una combinación de tiempo, sueño, fe, infinito y laberinto. Borges dedicó a Spinoza lo que podría ser perfectamente un autorretrato: "el hombre quieto/que está soñando un claro laberinto".

Sin embargo, el idealismo de Borges, la plasmación del Segismundo calderoniano para el que la vida es sueño y los sueños, sueños son, se basa fundamentalmente en Schopenhauer, el idealista que situó el centro del sueño no en la razón, que produce monstruos, sino en la voluntad. El título de la obra mayor del filósofo alemán El mundo como voluntad y como representación podría ser perfectamente la síntesis de la perspectiva filosófica de Borges, bastante escéptico sobre el papel de la razón en la elaboración de una plétora de representaciones que surgen del querer más que del pensar. Como luego dirá Nietzsche, otro schopenhaueriano, la razón está al servicio de la voluntad.

Políticamente liberal, era muy crítico de la absolutización del principio democrático que había conducido a su país al peronismo, ese populismo ahíto de demagogia, ignorancia y verborrea. En una época en la que la crítica hegemónica era la marxista, sus irónicos postulados alejados del compromiso social, el realismo social y cualquier cosa que pretendiese imponer un yugo a la literatura le granjearon la enemistad crítica de los que lo tachaban de esteticismo vacío en lo artístico y de distracción para la plutocracia liberal. Por mucho menos te enviaban al gulag en la Unión Soviética, que les pregunten a Mandelstam y Shostakovich. Ya entonces la paranoia decolonialista estaba parasitando los departamentos de literatura, sobre todo en el ámbito anglosajón, y acusaron los profesores de izquierdas al argentino que admiraba las grandes literaturas europeas de "voluntad servil de imitación de formas ornamentales de las sociedades hegemónicas… una copia degradada y en tono menor para legitimar su dependencia de los centros metropolitanos, para consolidar su posición señorial represiva con respecto a la sociedad local". Es cierto que Borges sentía más afinidad con Shakespeare y las sagas nórdicas que con Pachamama y Pablo Neruda, pero eso no implica servilismo y degradación sino lucidez y buen gusto.

Los marxistas se hicieron posmodernos y pasaron de la defenestración a la admiración, pero siempre por motivos equivocados. Porque Borges no es un nihilista relativista, sino un escéptico de imaginación liberal, como argumentó Lionel Trilling, cuya obra sirve para potenciar la imaginación introduciendo, a diferencia de la tropa de realistas mágicos, una dimensión intelectual filosófica aunque trufada de magia literaria. Un idealismo mágico que entronca con su definición de la filosofía, sobre todo la metafísica, como una forma de la literatura de ficción. Más allá de los condicionantes empíricos, para Borges la filosofía y la literatura comparten la creación de mundos alternativos allá donde las ciencias usuales se limitan a estudiar este mundo aquí y ahora. En la visión de Borges, Don Quijote compite con la Idea del Bien de Platón y Hamlet con la Voluntad de Poder de Nietzsche como grandes creaciones de la imaginación pura. De ahí que su obra pueda ser contemplada como una literatura con ventanas a la filosofía, o una filosofía puesta en forma narrativa y metafórica.

El académico boliviano H.F.C. Mansilla rescataba un acertado artículo de Enrique Anderson Imbert en el que este señalaba cómo Borges subrayaba en tiempos de colectivismo, socialismo y censura izquierdista que en el arte lo que cuenta es la singularidad del talento individual, haciendo el argentino una defensa del liberalismo espiritual y la energía estética sin espurias limitaciones ideológicas por parte de sacerdotes políticos, ya fuesen fascistas o comunistas. Tenemos que recordar que en la época del éxito de Borges, finales de los 60, el dominio cultural de Jean Paul Sartre y Herbert Marcuse insistía en la censura políticamente socialista y la persecución de los disidentes. A Borges le negaron el Nobel, pero es que a Padilla y Arenas en Cuba les negaron el pan y la vida (literalmente).

Schopenhauer le dotó siempre de un componente irracionalista, el contexto anglosajón de una veta racional-liberal. También el extraño obispo inglés al que dedicó ​​La encrucijada de Berkeley en Inquisiciones. Ni absolutista, ni nihilista en un tiempo de extremos, Borges representa como pocos la figura del old whig británico, un hombre de cerebro liberal con un corazón conservador de gustos aristocráticos y modos populares. Aunque Joyce, Proust y Faulkner sean cimas literarias del XX, hay que insistir en que los más grandes, Kafka y Borges, combinaron la sencillez con lo extraordinario. Lo mismo cabe decir de la Filosofía, Wittgenstein nos enseñó que lo que puede ser dicho debe decirse claramente. No hay una sola línea de Borges que pueda ser calificada de oscura, tampoco de vulgar. Si la claridad es la cortesía del filósofo, Ortega y Gasset dixit, entonces Borges fue el más cortés de los literatos. Y si la literatura debe ser un hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros, como la concebía Kafka, entonces Borges escondía en los mangas de sus trajes de gentleman todo un arsenal de armas tan afiladas como contundentes.

A pesar de su querencia explícita por el relativismo y la otredad, como alternativas al dogma y la identidad, tras las poesías, relatos y ensayos en los que se flirtea con una visión fluida y heracliteana del ser visto como un continuo devenir, subyace un compromiso con una naturaleza humana consistente aunque dúctil, relacionada con la creatividad, la valentía y la nobleza. En realidad, el filósofo que más se asemeja a la posición de Borges fue el escocés David Hume, citado en El libro de Arena: "Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el amor de Stevenson y de Hume", con el que comparte la ironía, el escepticismo, un racionalismo limitado, un idealismo atemperado por el empirismo y la fluidez de la identidad personal dentro de un laberinto de multiplicidades de la conciencia. Todo ello aromatizado por referencias religiosas, como si Buda hubiese paseado por Edimburgo.

Volverá toda noche de insomnio: minuciosa.

La mano que esto escribe renacerá del mismo

vientre. Férreos ejércitos construirán el abismo.

(David Hume de Edimburgo dijo la misma cosa.)

El idealismo mágico de Borges es semejante al de Lewis Carroll, por lo que sus obras completas podrían denominarse Borges en el País de las Maravillas. Un país que es un espejo del real, pero que con su imagen invertida e ilusoria nos revela verdades insospechadas e invisibles en la normalidad cotidiana. Para Borges, la literatura debe ser el espejo que nos muestra el infinito laberinto en que consiste nuestra esencia. Un laberinto en cuyo núcleo se esconde un minotauro, una rosa y un tigre de inmortal simetría.

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