Tardes de toros: los bienaventurados
El aficionado va a ver a alguien capaz de encararse con el máximo peligro y que en vez de temblar o salir despavorido, lo enfrenta con temple, se sobrepone al miedo… y baila con él.
Albert Serra ha presentado en el Festival de cine de San Sebastián una película de toros, cuyo protagonista es el torero Roca Rey. No he visto la película, pero estoy convencido de que será una gran oportunidad para pensar sobre el espectáculo más culto y refinado de España, Francia y América: la corrida de toros. Llevar a cabo un proyecto como el de Serra sólo me merece respeto. Y envidia, mucha envidia, de alguien que lleva años trabajando en una película de toros y, finalmente, consigue una obra digna de ser presentada en público. Envidio esa gran virtud. Quizá sea una espuela para superar un fracaso. Mi fracaso. Espero con impaciencia ver la película. Yo también intenté escribir un sencillo guion de cine sobre el mismo tema y no lo conseguí. Aquí va el breve relato de mi frustración.
Hace más de un año, en Madrid, Antonio Cuadri, director de cine, me encargó un guion para una película sobre un tema taurino. Solo me puso una condición. El título de la película sería Los bienaventurados. Acepté con muchas reticencias, reservas y canguelo el reto, pero me puse a trabajar de inmediato. No era la primera vez que escribía de toros ni tampoco la primera que me sometía a la disciplina de seguir el título que me marcara un director de cine. Los buenos directores son siempre estímulos para pensar. Para filosofar, o sea para seguir pensando lo pensado por ellos. He escrito un libro sobre el cine de Garci y él me sugirió el título: Del sentimiento. También La razón alegre, título de mi libro sobre el cine de Gonzalo García Pelayo, fue pactado con este extraordinario director, que ha dirigido en los dos últimos años, se dice pronto, veinte películas (sólo por eso, sin duda alguna, habría que darle ya la medalla al mérito en el trabajo, aunque en esta tierra de María Santísima se cierren los ojos a la hora del reconocimiento de la excelencia). Si antes me había atrevido a escribir sobre el sentimiento del amor, sintetizado y explanado, por Garci en sus películas, y sobre la razón alegre contenida en el cine de Gonzalo García Pelayo, por qué no escribir sobre los bienaventurados, esos seres idénticos a sí mismos. Gozan y sufren, pero viven contentos con su identidad en el reino de la tauromaquia. Son pura poesía.
Me tire a la piscina y me puse al lío. Trabajé bastante sobre el asunto, pero a los pocos meses, después de pasar por todos los estados de ánimo de alguien que escribe por libre, abandoné el proyecto. O mejor dicho, me vine abajo. Llamé a todos los amigos que les había pedido ayuda y que, por supuesto, saldrían en la película, y les dije que el asunto me había podido. Abandonaba el trabajo. Antonio Cuadri, un ser tan generoso como inteligente, escuchó con santa paciencia mis balbuceantes y quizá cínicos argumentos para abandonar, y, en el fondo, no se los creyó. Yo, debo confesarlo, tampoco. Sí, creo que más pronto que tardé deberé asumir mi destino, porque para eso es destino, y escribiré ese guión sobre los Bienaventurados. Pero, hoy por hoy, desgraciadamente estoy en barbecho.
A veces, como en esta ocasión, me pregunto qué motivos me llevaron a esta situación. Ciento de factores absolutamente inexplicables e irracionales existen para que alguien abandone un proyecto intelectual. Quizá existan otros tantos no menos irracionales que los anteriores para recuperarlo. En mi caso, aparte de mis propias limitaciones creativas, hay uno que no puedo dejar de recordar aquí, cuando tratamos de toros y cine. Adquirí conciencia de la envergadura del proyecto, o sea de mis limitados conocimientos, cuando percibí la cantidad de películas de tema taurino que se han producido en el mundo. Le pregunté a Gonzalo García Pelayo sobre cuál es la película de toros que más le había gustado e inmediatamente me respondió El litri y su sombra, de Rafael Gil, también Garci me enumeró unas cuantas y se quedó, entre las mejores, con Tarde de toros de Lasdilao Wajda. Pregunté a todos mis amigos y no paraban de citarme nombres de películas de toros. Me sentía abrumado. Yo no había visto ni el 10 por ciento de las citadas. Muchas habían estado nominadas al Óscar por la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood y algunas lo habían conseguido, por ejemplo, El Bravo, de Dalton Trumbo (Irving Rapper). Por supuesto, la consulta del excelente trabajo de Carlos Fernández Cuenca, Los toros en el cine, en el volumen séptimo del Cossío, ponía en evidencia mis límites para acercarme con éxito al encargo de mi amigo Antonio Cuadri.
Pero la puntilla me la dio un libro, excelente y bien documentado, que me regaló un compañero de abono en las Ventas. Mi amigo Faustino Ontiveros, al enterarse de mis enredos cinematográficos con Cuadri, me regaló, precisamente, un libro del citado Carlos Fernández Cuenca, publicado por el XI Festival Internacional del Cine de San Sebastián, en 1963, que recoge no menos de 300 títulos de películas de temática taurina… Si suman las películas que se han producido desde esa fecha, 1963, hasta la de Albert Serra, creo que pasaremos de las mil. ¡Y yo quería escribir de prisa y corriendo un guion para una película de Antonio Cuadri, sí, creador de grandes series de televisión, descubridor de actrices como la Pataki, y además hijo del mítico ganadero Celestino Cuadri, siempre adorado por mis agridulces compañeros del tendido siete de Las Ventas!
No me atreví a darle lo que tenía escrito a Cuadri. No creía que fuera aún digno de hacerse público. No estaba a la altura de esos seres que llama Cuadri: Bienaventurados. Los aficionados a los toros. Sí, alabados sean esos bienaventurados, porque de ellos es el reino de los cielos de la tauromaquia. Los bienaventurados son seres sin contradicción alguna. Su identidad es transparente. Su humana condición se especifica desde la lograda identidad. Son protagonistas, actores y personajes de un drama constante: la unidad del ser del hombre prisionera de las contradicciones del mundo, ya que el mundo es eso ante todo y hasta el fin, sede de la contradicción. Demasiado. Mis emborronadas cuartillas no estaban al nivel de los bienaventurados. Abandoné. El tema era demasiado complejo y complicado. Llamé a todos los amigos que les había pedido ayuda para la cosa y les dije que el asunto me había podido. Guardo como oro en paño lo escrito por algunos de estos bienaventurados para ayudarme en mi guión para Cuadri. Ojalá llegue el día en que ellos tengan la ocasión de repetirlo ante una cámara. Aquí les dejó un par de esos testimonios. Uno es de la escuela sevillana y otro de la madrileña. Los dos, como los otros treinta que obran en mi poder, son estupendos. Sinceros.
Guillermo Machuca Portillo, catedrático de Odontología de la Universidad de Sevilla, respondió largo y tendido a la pregunta ¿Qué es para usted la tauromaquia? Recojo solo los primeros párrafos.
Se trata de una curiosa pregunta que nunca me había planteado. Probablemente porque forma parte de mi vida, de mi desarrollo como persona, desde que tengo uso de razón. Como el Cine. Si hablamos desde un punto de vista técnico, la Tauromaquia podría definirla como el arte del dominio de la fiera, del toro, de su lidia, empleando la técnica y el arte (cuando se puede) para conseguirlo. Pero estoy convencido de que esta definición no hace justicia a una de las expresiones artísticas más completas y singulares de las que ha podido desarrollar el ser humano. Ya que se trata del Arte con mayúsculas. El único en donde el oficiante, el torero, compone un baile de belleza infinita con la muerte. La del toro, y la de él. Lo que lo hace único, y esa entrega de la vida al mismo le da una emoción inigualable para espectadores y oficiantes. El torero es esencialmente un héroe individual, lo que lo hace particularmente impopular para las corrientes sociales vigentes, pero eso es otro tema.
Para que el ritual se cumpla se precisa de la belleza extrema de todos sus componentes, principalmente del toro, con su fiereza y su trapío variado, según su casta y encaste; la de los toreros envueltos en trajes que son auténticas piezas de museo; la del recinto, que no es igual acudir a una corrida en una plaza bella, que en un recinto multifunción. Y hasta la del público, que no debería de dejar de ir a presenciar el ritual adecuadamente ataviado y dispuesto, porque todos participamos y formamos parte de La Fiesta.
Todo esto hace que lo considere como una manifestación artística de primer orden, fundamental en la formación integral de los universitarios españoles. De ahí mi interés, y el de otros docentes aficionados, en incluirla entre las actividades culturales que desarrollamos como profesores de la Universidad de Sevilla, para contribuir a su difusión y conocimiento entre los más jóvenes.
Pero es que, realmente, es aún mucho más. Porque cuando acudo a los toros vuelvo a estar con mi abuelo Juan viendo al Cordobés. Vuelvo a estar vestido de torero (con dos pistolas al cinto, que a John Wayne nunca lo dejábamos atrás) en el patio de la antigua casa familiar del centro de Sevilla durante las vacaciones estivales de mi infancia. Vuelvo a escuchar a mi padre recomendándome que no hiciera uso de la entrada de servicio que me regalaron los municipales, que posibilitaría la contemplación de la sublimación del Arte de Torear el 18/6/81 (la tarde capicúa), porque me iban a suspender Psicología Médica. Y me suspendieron, ¡vaya si me suspendieron!, aunque jamás me arrepentiré, porque nunca olvidaré a "Manolo Vázquez" por chicuelinas de mano baja, a Curro y sus siete verónicas y media y a Paula brindando a Bergamín. Ni a Andrés Luque Gago y a Rafael Arenas, que por ser de plata no se quedaron cortos. Y vuelvo a estar con mis cuñados, preguntándole a Fuentes Bejarano en un tendido maestrante durante una novillada de agosto que cómo se ejecutaban mejor las estocadas: ´Con los cojones hijo, con los cojones'.
Y así, con toda su gracia e inteligencia, Guillermo Machuca Portillo seguía escribiendo para el guión de los Bienaventurados. Alfredo Arias, otro bienaventurado, escritor de profesión, su trilogía sobre La Mujer Sublime quizás sea lo mejor se ha escrito sobre "El eterno femenino" en la España de nuestro tiempo, me escribió un parte delicioso para el guion que aún no está escrito sobre qué sea la tauromaquía. "No es por provocar, pero yo indultaría", decía Alfredo, "todos los toros":
No sé si es porque me hago mayor, pero cada vez me cuesta más verlos morir. Tampoco me gusta cómo los toreros son heridos, o alguna vez muertos. Pero cierto es que sin ello perdería bastante la esencia de la fiesta, que es la de un riesgo real, lo contrario a un simulacro digitalizado en la era incipiente del metaverso. Pues eso es justo el centro de este espectáculo circular, perimetrado en una circunferencia donde la escena está perfectamente delimitada y no hacen falta directores escénicos, ni siquiera mucho atrezo (como tampoco parecen necesitarse en bastantes de los últimos espectáculos teatrales, dicho sea de paso), aunque ello no signifique que se repita siempre la misma representación. Nunca es así, pues ese centro no se fija en su núcleo geométrico, sino que es móvil, variable, ya que no se trata de un centro geográfico sino de un centro de atención, de la acción del riesgo, del peligro, que a veces se alza incluso con el salto de un banderillero. Es lo más opuesto a un videojuego, pues no hay vidas extras. Reconozco, y lo digo abiertamente, que cuando llega San Isidro, sufro una especie de licantropía taurina y sigo prácticamente toda la fiesta, aunque luego me desentienda bastante de ello. ¿Por qué? ¿Qué es lo que me sigue ligando a ese lienzo de sangre y arena, por citar el título de Blasco Ibáñez, y que el cine de Hollywood universalizó? Antes de aclararlo, yo me pondría a favor de una reforma relativa al descabello, como poco, pues ese noble animal ya ha sufrido bastante mortificación como para acrecentarla tras una mala estocada. Sin ir más lejos, desde 1928 se hizo obligatorio el peto para los caballos de picar. Hasta entonces se producía una verdadera escabechina. Goya lo reflejó. Así que ¿por qué no corregir también esto? Que el animal ha de perder cierta sangre a fin de que mengüe algo su fuerza, y que para eso estén principalmente la suerte de varas y las banderillas, es cierto que puede pasar por cruel, pero sería casi un insulto dispararle un dardo con algún tipo de sedante, pues más expuesto, más auténtico, es emplear las mismas armas, las similares a sus astas, esas espadas de hueso que porta la misma res. La proporción de fuerzas entre un toro de lidia (sobre todo los que salen en Madrid) y un torero es de, mínimo, unos 550 kilos frente a unos setenta. La energía de ese animal al embestir es de unos cuatro mil kilos de fuerza… Y recordemos que la única armadura que lleva un torero, o una torera, sea José Tomás o Cristina Sánchez, está hecha de seda. No hay mayor vulnerabilidad. Luego, hay gente que piensa que al público taurino le gusta pagar una entrada por ir a ver sufrir a un animal. Pero no. Acuden a ver algo más fuerte, mucho más. Van a ver a una persona exponerse a la muerte. La fiesta, pues, tiene este signo telúrico, instintivo, salvaje y hay que asumirlo; pero a la vez es arte. Y no menos una lección. ¿Por qué a los toreros se les llama maestros? El aficionado va a ver a alguien capaz de encararse con el máximo peligro en su lugar, y que en vez de temblar o salir despavorido, lo enfrenta con temple, se sobrepone al miedo… y baila con él. Sí, porque en las suertes de muleta, el buen torero ejecuta una danza con la muerte. La vida con el destino. El día con la noche. En San Isidro de 2022, el Juli firmó una faena magistral con un toro de La Quinta. Hubo un momento de tal ligazón que parecía que el animal se gustaba en ese baile, y donde ya no sabías dónde terminaba el toro y empezaba el torero. El toro como hipnotizado. Y el torero como embriagado.
No, no hay que despreciar esa lección para enfrentarse a la vida, a los golpes de la vida, con temple, con determinación, aunque te pille desprevenido y sin armadura… Y con arte, porque sin temple no hay arte, ni estética. El arte de templar un toro empieza por el arte de templarse uno mismo. Sin duda, eso es lo que sedujo a Picasso, a Lorca, a Hemingway, o a Orson Welles, que está enterrado en Ronda, en la finca del torero Antonio Ordóñez, por deseo expreso. Y no parece que fueran tipos insensibles…
En fin, amigos, tengo más de treinta testimonios recogidos de aficionados taurinos, de Bienaventurados, que me impulsan y me retienen a proseguir el encargo de Cuadri que, pasado el tiempo, se ha convertido en un mandato incumplido. Siento vergüenza. Los releo y me digo: son todos muy buenos. Tienen que llevarse al cine, pero a la vez me pregunto cómo, sí, cómo hacerlo con decencia, si no hay un buen guion para el director. Es como si no creyera en mis capacidades. Es tan difícil hablar, escribir y hacer arte del Arte de los toros. En este sentido, como diría el Presidente de la Argentina, Javier Milei, cómo no extrañarse de que un festival de cine tan ideologizado, o sea tan de espalda a lo real, como es el Festival de San Sebastián haya admitido una película de toros. Conozco levemente al director. Gonzalo García Pelayo me presentó el 19 de mayo de 2021 a Albert Serra. Coincidimos en el coso de Vista Alegre de Madrid, toreaban un mano a mano Roca Rey y Pablo Aguado. Serra iba acompañado por todo el equipo de la película que se ha estrenado, Tardes de soledad, en el Festival de Cine de San Sebastián. Seis toros de distintas ganaderías fueron lidiados y matados a estoque por los diestros citados. El primer toro de Vegahermosa, de nombre Juguetón, cogió aporatosamente a Juan José Domínguez, banderillero de Roca Rey, y el último de la tarde, Encumbrado, de Núñez del Cubillo, empitonó a Pablo Aguado a la altura de la parte superior del muslo derecho al entrar a matar. Pudimos ver de cerca, una vez más, el problema de la muerte española. Sí, vimos de frente la elevación de la muerte a espectáculo nacional, o sea, universal. Sí, es cierto, España es el único país del mundo donde el público paga para ver morir en serio, con sangre auténtica y derramada.
La muerte es la protagonista. Es el elemento que nunca falta a la cita. Al hombre, en el toreo como en el baile flamenco, le estremece el miedo a la muerte. Ningún arte, salvo quizá el baile flamenco, ha logrado mostrar ese estremecimiento, angustia y soledad del hombre ante la muerte, como el toreo. El hombre angustiado acaba venciendo, como vence momentáneamente a la muerte matando al toro, pero la muerte está ahí… Ojalá Serra, en la mejor tradición del arte español de todas las épocas, haya conseguido mostrar la obsesión por la muerte de los españoles y sus soluciones plásticas. El resto es mala especulación moral. La estética está aquí por encima de la ética. Si no lo hubiera conseguido, intentaré asimilar sus argumentos. Me siento capaz de nutrirme, como diría el clásico, de jugos venenosos.
¡Suerte, Serra! Y te la deseo con toda mi alma, porque si me gusta tu película, quizá sea la espuela que necesito para superar la modorra que me tiene en barbecho.
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