La guerra de los valores
Estas Jornadas liberales Iberoamericanas de Albarracín, si la Historia y la vida nos respetan, cumplirán el año que viene los dos dígitos, que es como alcanzar la mayoría de edad en las empresas intelectuales. Nacieron de una preocupación no muy común entre los liberales tras la caída del Muro: la pérdida del horizonte intelectual, ético y político en unos países, los occidentales, que podían observar el colapso de URSS desde dos posiciones muy distintas: la confortable vigencia de unas instituciones basadas en la libertad y la dignidad del individuo –por ejemplo, en los USA y la Unión Europea– o la desesperada e infructuosa búsqueda de esas instituciones liberales que promueven, si no garantizan, la libertad y la prosperidad. Este era el caso de Iberoamérica y también de España, que hace una década, con distintos grados de dureza, padecían la amenaza del totalitarismo comunista –Cuba, Colombia–, del terrorismo racista –España– y del ruinoso intervencionismo económico de la clase política –achaque general. Conviene constatar que, de 1989 acá, todas esas amenazas no han hecho sino aumentar, mostrando así lo limitado de nuestra capacidad preventiva pero también lo acertado de nuestra preocupación.
Aunque suene groseramente socioligista, es una evidencia constatable en las bibliotecas y más aún en las hemerotecas que, tras la caída del Imperio Soviético, el historicismo universitario a lo Fukuyama, no casualmente deudor del filósofo y agente soviético Kojève, consagró como referencia académica el llamado Fin de la Historia. Con raras excepciones, todos los participantes en las Jornadas Liberales Iberoamericanas de estos años han mostrado su animadversión hacia una idea que, además de mostrar cierta indiferencia ante la realidad inclemente de muchos países sometidos al comunismo y que luchan infructuosamente por la libertad, comparte las aberraciones teóricas de ese historicismo marxista cuyo fin político decreta pero cuya ideología canoniza. No es de extrañar que el Fin de la Historia haya sido propagado –siquiera en forma de anatema o vudú– más por los enemigos que por los amigos de la libertad. Es que les va –o les iba– como anillo al dedo. Lo entienden perfectamente porque –aunque su Apocalipsis de bolsillo llegue a extremos opuestos– habla su mismo lenguaje y comparte con la Izquierda una visión íntimamente antiliberal de la existencia.
Aunque ahora se olvida, el gran argumento de aquel historicismo conservador, casi tan antiliberal como antimarxista, fue la génesis, desarrollo y desenlace de la Guerra del Golfo, dirigida por la Administración Bush y que se saldó con una exhibición televisiva de la aplastante superioridad militar occidental, la reconquista del invadido emirato de Kuwait, la estabilización del mercado del petróleo... y el mantenimiento del régimen de Sadam Hussein. Si la caída del Muro y la desaparición de la URSS probaban el fin del comunismo, la Guerra del Golfo probaba la confortable teoría de Fukuyama, que a su vez suponía la desmovilización de todas las fuerzas que desde principios de los años 80 habían desarrollado en todo el mundo, desde la Europa del Este a la Mediterránea, desde Tien An Men hasta Nueva Zelanda y desde el Río Grande hasta la Patagonia una lucha contra todas las formas de socialismo, abrumadoramente presente en todos los ámbitos cuando Thatcher y Reagan llegaron al Poder. La pérdida de ese impulso ético y político podía resultar letal para la causa de la libertad en Iberoamérica. Así lo temíamos y así ha sucedido, superando incluso nuestras peores previsiones de liberales atormentados.
Pero por una de esas ironías de la Historia, tan acabada y tan inédita como siempre, ha sido otra guerra, la desencadenada por el ataque terrorista contra los Estados Unidos de América el 11 de Septiembre del 2001, la que ha barrido de un plumazo todas las cómodas certezas académicas, todas la banales excusas morales, todas las coartadas para la dimisión moral en la lucha por la libertad como tarea ineludible de la Humanidad, como obligación inapelablemente universal. Ha sido el salvaje reto totalitario islámico dirigido contra el corazón y el símbolo del país más poderoso y representativo del mundo occidental, meritorio vencedor del comunismo y despistado paseante en la Guerra del Golfo, el que ha obligado a otro presidente norteamericano apellidado Bush a reconsiderar por completo desde la Casa Blanca la defensa de unos valores, de unos principios éticos, ideológicos y políticos que su padre creyó, en esos años bobos del final del siglo XX, muy dignos de ser respetados, tanto, que convenía cuanto antes archivarlos.
Sin precedentes en la Historia
El 11 de Septiembre de 2001, Estados Unidos ha debido aceptar el reto de vencer en una guerra que no busca la destrucción militar, económica ni política del país más poderoso del mundo sino de algo mucho más frágil, más sutil, pero sin duda más importante: el sistema de valores sobre los que se ha edificado y se sustenta la actual supremacía Occidental.
Nunca en la historia de la Humanidad se había producido un ataque de esa violencia contra el centro neurálgico de un país, en el que de antemano se renunciara a alcanzar un objetivo claramente militar o incluso civil, en el que se renunciara a los objetivos normales de una guerra. El ataque terrorista del 11 de Septiembre no buscaba una reivindicación territorial, un botín económico, una posición militar de dominio, una rendición del país atacado, una crisis de su economía, un colapso de sus comunicaciones, un derrumbe de sus fronteras, una ruptura de su sistema de alianzas, ni siquiera una crisis temporal de su sistema de comunicaciones. Siempre que algún país, confederación, tribu, poderoso imperio o cáfila de bárbaros ha irrumpido en las fronteras de otro lo ha hecho con un fin preciso o con varios, pero siempre mensurables: una porción o la totalidad del territorio atacado, la rendición de sus ejércitos, la entrega de la flota, el pago de un rescate, la entrega de alguna zona del mundo, de algún yacimiento estratégico de alto valor militar, económico o simbólico. A veces, simplemente el reconocimiento de la superioridad del atacante, en otras la destrucción del país atacado. Nada parecido sucedió el 11 de Septiembre.
Si nos detenemos a considerar las tres grandes confrontaciones mundiales del siglo XX comprobaremos también lo nuevo, peligroso y siniestro del ataque a las Torres Gemelas y a las instituciones básicas de los EE UU. La Primera Guerra Mundial se produjo tras el desencadenamiento de una serie de mecanismos militares, políticos y diplomáticos que garantizaban un cierto equilibrio europeo, justamente el que trataban de romper los terroristas serbios que asesinaron al heredero del Imperio Austro-húngaro. Y lo consiguieron. Pero todo funcionó, y todavía causa horror la incapacidad de frenar el proceso, según los mecanismos cuidadosamente previstos para llegar a la guerra. El desarrollo y los resultados escaparon ya por completo a todas las previsiones. No así el comienzo, las alianzas, las batallas, las guerras... todo obedecía a un guión que la acción se encargó de convertir en papel mojado. Pero no hubo sorpresa.
La Segunda Guerra Mundial tiene, al lado de la Primera, un origen escalofriantemente más sencillo. Un día, cuando se consideró con la fuerza militar suficiente, Hitler se lanzó a la guerra para implantar en todo el mundo la hegemonía racial aria mediante la dictadura del régimen nazi, que era además la expresión de su propio poder personal. Será siempre motivo de horror y reflexión la sucesión de actos de cobardía, miopía y vileza por parte de los países democráticos más importantes que permitieron prepararse a Hitler para la que públicamente había proclamado como su misión histórica. Pero salvo el aspecto demoníaco e irracional de la ofensiva nazi, más estremecedora aún por su capacidad tecnológica puesta al servicio de una política genocida fríamente planificada y ejecutada, nada puede sorprender en el estallido de la II Guerra mundial. Si acaso, la pasmosa facilidad con que un psicópata evidente y un sistema totalitario tan arrogante como aberrante puso el mundo patas arriba, gracias a un número infinito de claudicaciones, dimisiones y complicidades.
La Guerra Fría que se desató apenas concluido el Gottërdamerung nazi, no era sino la continuación de otra guerra universal, la declarada por Lenin en 1917 para imponer en todo el mundo el sistema comunista, así como las distintas resistencias civiles, ideológicas, políticas y militares que se opusieron a ese avance. Todo el siglo XX e incluso toda la lucha que desde mediados del siglo XIX llevan a cabo las fuerzas del socialismo contra el liberalismo y la democracia está en la Guerra fría, es la Guerra Fría. Pero incluso dentro de los feroces avatares de esa guerra sin cuartel entre Libertad y Totalitarismo no hubiera sido pensable un atentado terrorista como el del 11 de Septiembre, ya que la voluntad de destruir al enemigo político entrañaba la sustitución de sus sistema político, no su exterminio físico. Cabía como hipótesis la invasión de la URSS y de los USA pero no la voladura del Kremlin o del Empire State Building. Eso no entraba en las coordenadas mentales, políticas y morales de los guerreros de la Cold War.
Sin embargo, el atentado del 11 de Septiembre, novísimo por su concepto destructivo, a la vez material y simbólico, antiguo por emparentar con el nihilismo ruso y el anarquismo, la raíz terrorista del comunismo leninista, no habría sido seguramente posible sin el desarme moral e ideológico de los países occidentales anterior y, sobre todo, posterior a la caída del Muro. No hubiera sucedido, al menos en esos términos, sin esa actitud de autocomplacencia ciega y suicida que Jean François Revel analizó en "Comme finissent les démocraties". La implosión de la URSS no supuso una reflexión en profundidad sobre la incapacidad de las democracias occidentales para haber destruido antes un coloso con los pies de barro. Las teorías estúpidas de Fukuyama no son separables ni de la escandalosa inhibición para crear un Nuevo Orden Internacional al final de la Guerra del Golfo ni del estúpido desmantelamiento de todos los mecanismos de prevención militares y de inteligencia en materia de terrorismo, a pesar del anuncio que supuso el primer atentado contra las Torres Gemelas y las masacres contra embajadas norteamericanas en África a manos ya de los criminales de Al Quaeda encabezados por Ben Laden. La responsabilidad por dejación de la Administración Clinton nunca se subrayará bastante. Pero, si hemos de ser justos, enmarcándola en un panorama de dimisión moral generalizada, de traición más o menos disimulada a los principios morales que sostuvieron a Occidente frente a la expansión del Imperio Soviético.
El terrorismo entre nosotros
La subsistencia y agravamiento del terrorismo maxista-leninista y separatista en España e Iberoamérica (particularmente grave en Colombia, Cuba y Venezuela, pero sin olvidar el esperpento zapatista en México) es una manifestación más, particularmente dolorosa para nosotros, de esa desbandada moral, de esa dimisión política a escala internacional que ha dejado a nuestros países en una situación sólo comparable a la de los primeros años 80. Y con el agravante de que ahora ni siquiera se pueden esgrimir argumentos estratégicos de tipo militar para contar con la ayuda norteamericana y occidental frente a la ofensiva de las huestes de signo castrista que encabezan Tirofijo desde la selva y Hugo Chávez sin salir de ella. El terrorismo como manifestación habitual del totalitarismo ha irrumpido en nuestra vida cotidiana deshaciéndola, alterándola de forma dramática arrancándolos de nuestros países, de nuestra vida familiar, de las costumbres que se tienen por normales en una democracia al empezar el siglo XXI. De los aquí presentes en Albarracín, al menos la mitad ha padecido de una u otra forma el terrorismo y sigue bajo esa amenaza, sin que hasta el 11 de Septiembre pudiéramos atisbar un cambio que no fuera a peor.
Pero ese cambio se ha producido. La convulsión por la masacre neoyorquina marca un antes y un después en la lucha internacional contra el terrorismo, esencialmente por la implicación de los USA en esa larga guerra cuyos mecanismos reales de funcionamiento aún no podemos entrever, porque se irán haciendo al paso de las distintas operaciones de destrucción de redes criminales de tipo internacional. Pero aunque no sepamos en qué términos se desarrollarán las operaciones militares, policiales y políticas contra el terrorismo islámico, sí debemos tener conciencia de que España e Iberoamérica tienen una oportunidad imprevista e inmejorable para tratar de concienciar al resto del mundo sobre la omnipresencia del terrorismo en nuestras naciones, sobre los escombros de unos Estados que hace tiempo dejaron de serlo de Derecho. E, incluso, de pretenderlo. A mi juicio, el caso de Colombia sintetiza todas las lacras de la política occidental y será también la piedra de toque para cuantos avances puedan producirse en ese terreno. No hace falta decir que la lucha contra ETA en España tiene una oportunidad similar.
Pero como durante la Guerra Fría, la lucha contra el terrorismo tras el 11 de Septiembre es ante todo un reto moral, una guerra, en todos los sentidos del término, en la que los liberales iberoamericanos no tenemos posibilidad de desertar. Somos disidentes internos y víctimas propiciatorias del desarme ideológico, político e institucional de las democracias occidentales. Estamos condenados a seguir, como siempre, los dictados de nuestra conciencia, sin mucha esperanza de apoyo y comprensión. Y en unas condiciones de incertidumbre nuevas. ¿De mayor peligro? Seguramente. Pero en términos morales la lucha por la libertad no contempla el peligro o lo ve como un dato del paisaje. Para nosotros es como respirar: no es una opción de salud; es una elemental e imprescriptible necesidad.
Número 10
Especial Once de Septiembre
Reseñas
- El general implacableCésar Vidal
- Reforma judicial y economía de mercadoGuillermo Dupuy López
- Crónica del horrorJosé Ignacio del Castillo
- Luces y sombras del pasadoLujia Escobar
- El hombre al que Castro temióVíctor Llano
- Madera de héroeSagrario Fernández Prieto
- Antes soñar que serJulia Escobar
- La reina, mejor que el reyMaría Luisa Moreno
- Entre Jesús y MahomaCésar Vidal
- Amandín, primera memoria del sociólogoJavier Rubio Navarro
- Elegíaco retratoRubén Loza Aguerrebere
- Verdades como puñosCésar Vidal
Hola me gustaría hablar de “teorías entupidas”
Son esas las cuales no tienen un fundamento científico pero si un fundamento personal el cual es muchas veces tiene hasta un toque filosófico y a las cuales muchas veces no les damos importancia como por ej ¿que es preferible lavarse los dientes antes o después del desayuno?
Les mando un saludo y a los interesados en estas teorías les recomiendo esta pagina que esta muy buena
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Espero encontrar mas gente interesada con ganas de opinar e intercambiar ideas sobre estas teorías por favor regístrense opinen y publiquen sus teorías ya que cuantos mas seamos es mejor http://bolsa.zapto.org/teorias
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