Menú

La Ilustración Liberal

Por qué España, por qué Argentina

¿Qué han hecho los argentinos para empobrecerse, teniendo un país rico? Sabedores de que he nacido y vivido la mitad de mi vida en Buenos Aires, así me preguntan algunos amigos aquí con tanta simpatía como ignorancia de economía e historia: ¿o acaso no se han enriquecido los españoles en un país pobre?

El primer punto que hay que despejar es que los países no son ricos o pobres de modo mágico, irreversible e independiente de sus instituciones, sus leyes, sus Gobiernos. La presunta riqueza de la Argentina, y pobreza de España, debería derivar según el imaginario colectivo de sus recursos naturales, copiosos en un caso y someros en el otro, pero jamás esos recursos han sido sinónimos de bienestar. Después de todo, un continente pródigo en "riqueza natural" es África, y a millones de sus habitantes aflige la miseria.

Ya en el siglo XVIII Adam Smith acuñó la definición moderna de riqueza: es el trabajo humano, y éste será más o menos productivo según se halle en un entorno institucional más favorable, con más justicia y más libertad, de modo que cada individuo, siguiendo el impulso de "mejorar su propia condición" pueda lograrlo y al tiempo hacer lo mismo con su comunidad.

Esto basta para explicar por qué los africanos pueden estar parados sobre "riquezas" sin cuento, y sin embargo ser paupérrimos. No hay forma, en efecto, de que la población pueda mejorar su condición si los déspotas de turno se dedican a hacerse la guerra mutuamente y a atacar sistemáticamente a sus propios súbditos, negándoles el derecho de propiedad y hasta el de la vida.

También explica por qué los argentinos fueron más ricos que los españoles hasta los años sesenta del siglo pasado. En España no sólo hubo una guerra civil sino también, a su término, dos décadas durante las cuales la política económica franquista no ahorró ninguna tontería. Sin embargo, fue la propia dictadura la que enderezó el rumbo a finales de los años cincuenta. Por eso España se parece más a Chile que a la Argentina, en el sentido de que tuvo una mayor estabilidad institucional y una mayor predictibilidad en sus estrategias económicas, que fueron de peor a mejor. Los inquilinos de la Casa Rosada porteña, en cambio, cambiaron con mucha frecuencia, y sus políticas -y la calidad de las mismas- hicieron otro tanto.

España no se convirtió de súbito al liberalismo; al contrario, el movimiento hacia el mercado fue lento, y se mantuvieron los precios administrados, licencias, créditos orientados políticamente y toda clase de trabas al comercio interior y exterior durante muchos años después de 1959. En compensación, el gasto público fue moderado y fue financiado de modo genuino; no es que la estructura tributaria española brillara por su equidad, pero tampoco se recurrió aquí a un impuesto devastador que sí fue recaudado en la Argentina y que marca una gran diferencia con España: el impuesto inflacionario. Así, aunque las políticas económicas intervencionistas también rigieron al otro lado del mar, la irresponsabilidad inflacionaria de las autoridades argentinas, tanto dictatoriales como democráticas, hasta principios de los años noventa no tiene parangón en España.

Hay otras diferencias, debidas al venturoso azar. Ante todo, los vecinos. No es lo mismo estar rodeado de países pobres y con un mejorable palmarés en cuanto a respeto de las libertades y los derechos humanos, que tener como vecinos a naciones no sólo económicamente "serias" (con políticas más estables y no inflacionarias) sino también opulentas, poderosas y libres, naciones democráticas que, transcurridos los horrores de la guerra y las privaciones de la posguerra, se enriquecieron a gran velocidad justo cuando el franquismo empezó a dejar atrás gradualmente sus extravagancias autárquicas.

Así, España pudo beneficiarse de un mercado rico y predecible, que ejerció un atractivo político indudable y también un triple efecto oxigenador sobre nuestra economía. De una parte, en los "milagrosos" años sesenta torrentes de españoles debieron emigrar -esta vez allende los Pirineos, no a la Argentina- y sus remesas contribuyeron también al despegue hispano; de otra parte, millones de europeos con dinero decidieron gastarlo en España, y el sol y las playas que siempre habían estado aquí se transformaron en un recurso económico que nutrió nada menos que el 10% del PIB español; y finalmente, el proceso de integración en el Mercado Común representó una gran ventaja para España, y mientras que el egoísta proteccionismo de la PAC fue incluyendo secciones cada vez más amplias de nuestra agricultura, fue excluyendo de dicho mercado a las importaciones agrícolas y ganaderas desde la Argentina.

En la etapa predemocrática, pues, los avatares difieren acusadamente a ambos lados del Atlántico. Mientras los argentinos son arrebatados por la hiperinflación, los españoles registran una relativa estabilidad y apertura. En cuanto a la violencia interior, al desastre de la Guerra Civil sucede una paz permanente. Hay terrorismo en ambos países, y Franco muere matando, es verdad, pero se trata de ejecuciones explícitas, ante las cuales el Papa Pablo VI puede protestar desde el Vaticano. En cambio, no sólo el terrorismo argentino alcanzó cotas de extraordinaria gravedad, sino que arrastró a las instituciones oficiales a una terrible represión ilegal donde el Estado se volvió el mayor terrorista, no hubo juicios y los policías y militares mutaron en torturadores, asesinos y ocultadores de cadáveres.

En el aspecto exterior, España se incorpora paulatinamente al tren de Europa y de los países adelantados y democráticos de Occidente, mientras que la Argentina corona su convulsa etapa de alternancia de golpes militares y gobiernos civiles débiles o ilegítimos en abril de 1982, cuando la última dictadura militar decide nada menos que ¡declararle la guerra a Gran Bretaña!

Está claro, pues, que cuando las dos naciones acceden al actual período democrático, con pocos años de diferencia, lo hacen desde posiciones bien distintas, y favorables a España, que en los últimos cuarenta años disfrutó de un marco institucional más propicio para el crecimiento económico, y aprovechó dos importantes ondas de apertura y prosperidad internacional: los años sesenta y los ochenta. La dictadura franquista superó económicamente a los gobiernos argentinos; hubo también otras diferencias en pro de España, como veremos el lunes próximo, pero esta ventaja debe ser reconocida, igual que los aficionados a la historia argentina del siglo XIX recordarán cómo Sarmiento, de vuelta del exilio, se vio forzado a admitir que Buenos Aires había prosperado durante la tiranía de Rosas.

La llegada de la democracia comportó en España la profundización de las tendencias liberalizadoras iniciadas en el régimen anterior; a cambio, el final del intervencionismo microeconómico se vio compensado por un aumento del intervencionismo macroeconómico, y España se volvió un país europeo, es decir, un país con elevados impuestos y gastos sociales, e ineficiencias estructurales reveladas en el persistente desempleo y en desequilibrios en la sanidad y las pensiones.

En la Argentina el saneamiento no fue logrado por Raúl Alfonsín, cuya mala gestión desembocó en hiperinflación. Llega Carlos Menem y el nombramiento de Domingo Cavallo como ministro de Economía se traduce en la llamada "ley de convertibilidad" de 1991, que impone un sistema de caja de conversión con un tipo de cambio de un peso argentino por dólar USA. La inflación desaparece.

Otros factores también mejoran en la Argentina, como la inserción del país en la comunidad de naciones civilizadas, en un contexto en el que casi toda América Latina pasa a ser democrática, y donde la política exterior norteamericana, en tiempos de Ronald Reagan, deja de apostar por regímenes militares. Incluso económicamente los gobiernos argentinos acometen medidas plausibles, como la privatización de empresas públicas y reformas laborales y del sistema de seguridad social, pero todo eso empalidece frente al gran logro de haber dominado la inflación -es decir, de haber dominado su inflación, la que las propias autoridades habían provocado durante tanto tiempo.

El impacto de la estabilidad y la apertura de los años noventa oscureció varios hechos significativos. En el plano económico, tanto el éxito antiinflacionario de la currency board como la corriente de capitales que llegó primero de la mano de las privatizaciones y después de las ayudas del FMI permitieron demorar la reforma del Estado, y de hecho los asuntos empeoraron en términos de gasto público, descontrol de las finanzas provinciales, plantillas hipertrofiadas e ineficientes, etc. El periodista Gabriel Salvia elabora un interesante "burocratómetro" que ilustra esta deficiencia (www.atlas.org.ar). Un remedo del monetarismo puede atraer a los intervencionistas que pretenderán una asimetría entre las políticas monetarias o cambiarias y la fiscal: esto sucedió en la España de Felipe González, durante la segunda mitad de los años ochenta.

La demora irresponsable de la reforma del Estado argentino hizo que en un contexto de imposibilidad de financiación inflacionaria las autoridades recurrieran a subir los impuestos y en particular a la deuda. El mismo Cavallo que eludió las reformas en profundidad reaparece ahora con otra ley que elude lo principal: la del "déficit cero". Esto es menos radical de lo que parece, porque si comporta que Argentina no se puede endeudar, esto es algo que ya sucedía en cualquier caso; otro tanto vale para medidas de devaluación encubierta vía tipos múltiples, y onerosas esperas de la deuda -que eso es el llamado "megacanje"- que siguen demorando la reducción del gasto público y el aumento de su racionalidad y eficiencia. Hay que recordar que el presupuesto equilibrado es una vieja consigna liberal decimonónica que daba por supuesto lo que entonces era obvio y hoy no lo es en absoluto: que el gasto público era pequeño con relación al PIB (véase "El santo temor al gasto", Expansión, 11 septiembre 2000).

Una de las claves para la reforma sería bloquear la estrategia de presión para cobrar dinero público por parte de los sindicatos y otros grupos de presión a través de la violencia; el chantaje de los trabajadores de Sintel es similar a una "carpa docente" que estuvo durante mucho tiempo montada en la bella plaza situada frente al Congreso argentino, y adonde acudieron tontamente todos los artistas españoles que visitaban Buenos Aires; vamos, igualito que Saramago en la Castellana. Otras estrategias de violencia, como los cortes de carreteras a cargo de los "piqueteros", también han tenido su reflejo en España.

La "solución" de la devaluación es una estafa, una solución falsa, y la comparación con España también es sugerente porque, como escribió Jesús Gómez Ruiz en Libertad Digital, España no se enriqueció porque devaluara la peseta en los años cincuenta, setenta, ochenta y principios de los noventa, sino por las cosas que hizo además, y por la buena ventura del contexto internacional, un contexto que en el caso argentino fue llamativamente hostil. No siendo la solución ideal, y no atacando la raíz del problema, para la Argentina es mejor la dolarización, igual que para España lo es el euro.

La imprescindibilidad de la reducción de tipos también puede suscitar equívocos: una economía abierta y en crecimiento requiere capital, pero precisamente por su situación está en condiciones de retribuirlo bien. Eso fue lo que sucedió en la época dorada de la Argentina, en el medio siglo que precedió a la crisis de 1930. El panorama actual es diferente, con tipos altos y crecimiento bajo, pero esto tiene más relación, como hemos visto, con políticas económicas equivocadas que bloquean el crecimiento que con los tipos elevados per se.

Otro aspecto importante, y que ofuscó a algunos liberales que se entusiasmaron demasiado con el gobierno de Menem, es que el liberalismo no sólo requiere estabilidad y reformas privatizadoras y aperturistas sino también respeto institucional al Estado de Derecho, y freno al abuso de poder y a la corrupción. Esto tiene que ver con la economía, cuyo desarrollo está asociado con la seguridad jurídica, un punto en el que, otra vez, España supera a la Argentina (e igual sucede con la seguridad física, pese a que aquí aún padecemos terrorismo). Según el último Índice de Percepción de la Corrupción de Transparency International, España está en el puesto 22 de menos a más corrupto, y Argentina en el 57.

Terminemos como empezamos, con Adam Smith. El filósofo y economista escocés resumió en tres las premisas para avanzar en la riqueza de las naciones: peace, easy taxes, and a tolerable administration of justice. En esos tres frentes, y desde finales de los años cincuenta, España superó a la Argentina durante el tiempo suficiente como para que los habitantes de la una se hayan enriquecido y los de la otra empobrecido.

Número 10

Especial Once de Septiembre

Reseñas

Retratos

Varia

América Latina

El Once de Septiembre en Libertad Digital

IX Jornadas Liberales Iberoamericanas

El rincón de los serviles