11-S, un año después
El fracaso previo
El 11 de septiembre tuvo dos prolegómenos: la conferencia de Durban organizada por la ONU, donde se estableció o reiteró la doctrina justificatoria del atentado (antisemitismo, antiamericanismo) y el atentado contra el líder de la Alianza del Norte, Masud. Sólo dos días antes, en Kwaja Bahaudin, una recóndita base de los guerrilleros afganos de la Alianza del Norte, combatientes contra la URSS y luego contra los talibán, su legendario jefe, el León del Panshir, Ahmed Shah Masud, fue asesinado por dos sicarios que se hicieron pasar por periodistas de una televisión árabe. Cuando fueron llevados a su presencia hicieron explotar un artefacto oculto en su cámara. Masud muere a los pocos días, mientras uno de sus asesinos cae en el acto y el otro es abatido cuando intentaba escapar. Los miembros de la Alianza del Norte mantuvieron en secreto su muerte unos días, para no desmoralizar a sus tropas. Fue una de las claves para conseguir parar la ofensiva talibán que se desató el 10 de septiembre.
La estrategia de Ben Laden contemplaba el control total de Afganistán antes del 11 de septiembre, de forma que los norteamericanos tuvieran que implicarse con fuerzas de tierra en el conflicto desde el primer momento. Buscaba, a rebufo de la mitificación de la lucha contra la URSS (en la que fue mucho más decisiva la actuación, precisamente, de Masud que de los terroristas internacionales de Al Qaeda). El islamismo, una religión con fuertes dosis de un totalitarismo providencialista muy simple, sacraliza la tierra. Pretendía presentar la invasión de tierra musulmana -Dar el Islam- y galvanizar a los musulmanes a favor de sus sueños califales.
Puede decirse que antes del 11 de septiembre su estrategia había fracasado, pues, para la respuesta, los Estados Unidos contaban con aliados en una guerra de liberación, frente a la guerra de invasión soñada por Ben Laden. Éste pretendía salir del atolladero en el que estaba el experimento totalitario talibán -la vuelta a la época de la Hégira de Mahoma- y del fracaso del integrismo, cuya exportación había fracasado en Bosnia, Argelia y Egipto, y sólo había conseguido avances en Sudán y Somalia. En Arabia Saudí, el objetivo último, los Saud mantenían el monopolio del integrismo wahabista, frente a su antiguo cortesano. Desde el final de los años noventa, el integrismo estaba en declive, porque, como señaló Gilles Kepel, la orgía de violencia había escandalizado, primero, y atemorizado, después, a las clases medias piadosas y a los grupos de comerciantes de los bazares, sin dar ninguna respuesta a los auténticos problemas de atraso de las sociedades musulmanas.
En términos estratégicos, el 11 de septiembre partía de un fracaso previo. De ahí, al margen de la terrible tragedia, la escenificación surrealista. En un momento dado, con el presidente Bush dando vueltas por el aire con el Air Force One y el vicepresidente Cheney, puesto a buen recaudo, parecía que la serie de atentados tenían alguna lógica bélica, como si de inmediato fuera a producirse una invasión o una toma del poder. Pero se trataba simplemente de acumular cadáveres. En conjunto, para los objetivos conseguidos, la tragedia fue un despilfarro de vidas humanas. ¡Un gran sacrificio a Tanatos sin toma del poder, ni tan siquiera tentativa! Una tormenta de suicidios. El integrismo islámico se mostraba en su plena naturaleza de secta milenarista. Era la terrible escenificación de su nihilismo y de su fracaso.
La idea del suicidio en la civilización occidental -la llamaremos así, por ahora, mientras encontramos un nombre más definitorio- es un gesto de cobardía, una nihilista evasión de la realidad, la consumación de un fracaso. En el integrismo islámico, por el contrario, puede representar el grado más alto de perfección espiritual cuando forma parte de la jihad, la guerra santa para inflingir el mayor dolor posible al enemigo. "Recuerda la batalla del profeta contra los infieles, mientas construía el estado islámico", dice la nota manuscrita leída en la vigilia de su holocausto por Muhamad Atta. El sahid o mártir se purifica por el asesinato, espera sin juicio previo, venerado por sus afines, la resurrección al final de los tiempos en el lujurioso jardín de las delicias de Alá, ¿el misericordioso?, ¿el clemente?.
La trágica chapuza
A las 8,45 hora local (14,45 hora española), un Boeing 767 de American Airlines, que cubría el trayecto de Boston-Los Ángeles, se estrella contra la Torre Norte del World Trade Center. El impacto es captado por un videoaficionado. El avión entra a la altura del piso 80 como un cuchillo en una torre de mantequilla y sus depósitos llenos de queroseno estallan con una intensa llamarada de cristales rotos. Dentro de él viajan 81 pasajeros y 11 tripulantes. Todos mueren en la tremenda colisión. Las televisiones empiezan a retransmitir en directo. La razonable duda de estar ante un terrible accidente se disipa cuando dieciocho minutos después, ante la mirada atónita de los espectadores de medio mundo, un Boeing 757, de la United Airlines, que ha despegado con 56 pasajeros y 7 tripulantes desde el aeropuerto Dulles, en Washington DC, con dirección prevista a Los Ángeles, se estrella a enorme velocidad contra el piso 40 de la Torre Sur. Ya no cabe duda: se trata de un ataque terrorista programado. De inmediato, las autoridades municipales cierran los aeropuertos del área metropolitana de Nueva York, las vías de acceso a Manhattan, los túneles, los puentes y el metro. Minutos después la autoridad federal suspende todos los vuelos del país y ordena desviar a los que desde otras naciones se dirigen a los Estados Unidos. Es la primera vez en la historia moderna que se llevaba a efecto el cierre del espacio aéreo estadounidense.
Ambos aviones habían sido secuestrados por grupos de cinco terroristas. Utilizan para ello sencillas armas blancas, cutter y cuchillos, introducidos en el avión. Se hacen con los mandos y varían su ruta. Son de una especie casi desconocida: pilotos suicidas. Para tener acceso a la cabina, juegan con el instinto de supervivencia de los pasajeros. Uno de los suicidas incluso pide "calma y nadie será herido". En uno de los aviones los terroristas vencen la resistencia del piloto a abrir la cabina haciendo una reclamación a su humanidad: asesinan a azafatas, el personal cuya muerte más impresión puede causar a sus compañeros. Algunos pasajeros, conscientes de su inmediato final, descuelgan el teléfono móvil y llaman a sus seres queridos para transmitirles su testamento emocional. Unas pocas palabras, un sencillo "te quiero". Lo mismo sucede en el interior de las Torres Gemelas entre los que se saben ya atrapados en los pisos superiores envueltos en llamas -Carmen Mejía, una hondureña madre de cuatro hijos recibe hasta tres llamadas de su marido, ¡es difícil despedirse!. Quienes ven alguna esperanza corren escaleras abajo a la búsqueda de la salida salvadora. En las ventanas de los pisos más altos, muchas personas cercadas por el fuego se asoman a las ventanas y agitan prendas para pedir auxilio. Es un día de suicidios. Un pequeño Armageddon. Hay una lluvia de cuerpos lanzados al vacío, rebotando en el edificio.
Las imágenes parecen salidas de una novela o de una película de ciencia ficción. Escenifican guiones bien conocidos. ¿Por qué esa obsesión previa, esa especie de instinto suicida, esa sensación de peligro en el corazón de Nueva York, como el terrorismo nuclear que aparece en "El pacificador"? Una especie de exorcismo previo, un juego autodestructivo del subconsciente colectivo, pero aquí no se trata de efectos especiales La realidad supera la ficción, o cuando menos la iguala. No se ha analizado si el terrorismo encontró demasiados datos válidos en los guiones de Hollywood.
Son las 9,45 cuando el vuelo 77 de American Airlines, con origen en el aeropuerto de Dulles y destino Los Ángeles, inicia un picado suicida, con sus 58 pasajeros y 6 tripulantes, contra el Pentágono. El impacto causa profundos daños estructurales en un área importante del edificio, la destrucción de parte de la zona occidental, y la muerte más de doscientas personas. Los servicios de rescate en Nueva York y en Washington se movilizan desorientados.
Las dimensiones del ataque, con objetivos desconocidos, adquieren trazos de un auténtico golpe de Estado que pretendiera desactivar todos los centros de poder para dejar inerme y sin dirección a la nación más poderosa del mundo. Además, se extiende el rumor de explosiones entorno al Capitolio y de que hay más aviones en poder de los terroristas. Son las 9,45 cuando se comienza a evacuar la Casa Blanca, el más probable siguiente objetivo. En el aire, otro avión secuestrado viaja con destino desconocido. El presidente, George W. Bush, tras un breve mensaje a la nación, casi para mostrar que la presidencia está intacta, sale de Florida en el avión presidencial escoltado por cazas. Deambula por el aire escoltado por cazas para protegerle de avatares como los que imaginó la película "Air Force One".
A las 10,05, la tragedia alcanza las dimensiones apocalípticas de "Independence Day". La Torre Sur del World Trade Center cae con estrépito. Los cables de acero que sostienen el peso de toda la estructura, dañados por el choque y dilatados por la altísima temperatura alcanzada en su interior tras el incendio, ceden y toda la estructura implosiona como un castillo de naipes.
Veinte minutos después, tiene el mismo final su gemela, la Torre Norte. Nubes de polvo cubren a los anonadados supervivientes. Los ejecutivos parecen salidos de un campo de exterminio. Las dos orgullosas torres, símbolo del capitalismo.
A las 10,48, el gobierno anuncia que un cuarto avión se ha estrellado en las afueras de Pittsburg, Pensylvania. Su objetivo previsible era la Casa Blanca.
Si, por un momento, nos hurtamos a la terrible impresión del momento, a su trágica cinematografía, el guión es de una sencillez espeluznante. Nada de ataques nucleares, ni de grandes ejércitos. Se trata de inmigrantes saudíes -14 de los 19 terroristas-, acogidos a la hospitalidad de Occidente -desde Hamburgo a Miami-, que se forman en academias de vuelo norteamericanas, con armas sencillas, que convierten los aviones con su combustible en instrumento de destrucción. No hay planes de huida, ni fuerte financiación, ni complejas infraestructuras, porque los terroristas son suicidas. Utilizan la tolerancia, los beneficios del sistema de Occidente, para su destrucción. ¿Puede hablarse de una trágica chapuza? Creo que sí. Sólo el hecho de que fallaran los sistemas de seguridad norteamericanos, con su fuerte gasto de presupuesto público, viene ocultando esa realidad.
El intento de suicidio intelectual de occidente
Es el suicidio, una idea tan alejada del sentido humanitario de Occidente, lo que convierte el 11 de septiembre en una fecha negra, en un cúmulo de atentados letales. Pero no sólo el suicidio de los terroristas. Su terrible éxito fue sólo posible en combinación con otro suicidio, o al menos su intento: el intento de suicidio de Occidente, perpetrado por sus élites intelectuales atrincheradas tras una fachada de progresismo. Porque el 11 de septiembre es también el efecto perverso de un error intelectual: la incapacidad para discernir, impuesta desde las cátedras de lo políticamente correcto. No se podía decir, por ejemplo, que el Islam legitima y promueve la violencia. Por todas partes, se ha ido creando el mito del pecado original de Occidente. Según el cual, incluso los suicidas son el fruto maduro de una desesperación, motivada por una injusticia atávica de la que Occidente es culpable. Un residuo, una inmundicia de un marxismo de desideratum. Ese odio a Occidente de intelectuales y periodistas que no soportan el éxito de la libertad. Una neurosis que, contra la lógica, no decreció sino que aumentó tras la caída del Muro de Berlín en 1989, y en la que militan desde Greenpeace hasta las ONG subvencionadas. Ser antioccidental ha sido -y es- la moda occidental por excelencia. Los telediarios están llenos cada día de esa ideología suicida de buen tono.
De hecho, el terrorismo suicida no era desconocido. Se llama el modelo tamil. Poca gente, incluso entre los especialistas, sabe que el movimiento de los Tigres tamiles, luchando por la independencia de Sri Lanka, es la organización más eficaz y más peligrosa del mundo. Lo que convierte en imbatible a ese movimiento, representante étnico del 10 por ciento de la población, es la educación suicida que los dirigentes imprimen a sus militantes. Cada uno de ellos debe matarse con una ampolla de cianuro si es detenido. Los más motivados son destinados a los atentados suicidas. Sobre 300 atentados, menos de diez fracasos. Entre las víctimas, Rajiv Ghandi, primer ministro indio -asesinado por un tamil que se hizo explotar abrazado tras ofrecerle un ramo de flores-, un presidente de Sri Lanka, generales, gobernadores, o las instalaciones del estado mayor de las fuerzas armadas contra las que combaten.
El terrorismo suicida no tiene demasiados partidarios entre los movimientos insurreccionales: kurdos del PKK, palestinos de Hamas y la Jihad Islámica, palestinos y libaneses de Hezbolá y los "yihadistas", internacionalistas de Osama ben Laden. Un lejano precedente de éste último en 1030, Hasan Sabbah, fundador de la secta de los "hasaniyun" (los asesinos, los partidarios de Hasan), con su fortaleza en Alamut, norte de Persia.
Pero es una nueva etapa distinta a cuando en 1968 hace su aparición el terrorismo contemporáneo con el secuestro de un avión de la compañía El Al por el Frente de Liberación de Palestina, ni cuando estados como Irak, Libia y Siria lo usan como política de chantaje diplomático. Es una nueva etapa de macroterrorismo. En 1983, en Beirut, dos camiones suicidas matan a 241 marines y a 53 paracaidistas franceses de las fuerzas de interposición de la ONU. Poco después, los soldados occidentales abandonaron el Líbano. En los años siguientes el ejemplo cunde: los atentados contra Israel o en los territorios ocupados pasan a ser suicidas.
En 1997, islamitas argelinos secuestran un avión que piensan estrellar contra la Torre Eiffel. En tránsito en Marsella para repostar es asaltado por fuerzas especiales. Ninguno de los miembros del comando se entrega, todos se suicidan o son abatidos. Ese mismo año, un avión de la compañía de bandera egipcia se precipita al mar. El piloto se encomienda a Alá antes de entrar en picado.
En el fondo, Osama ben Laden no había hecho otra cosa que avisar. En Somalia. En el citado atentado de Beirut. En Yemen, contra el USS Cole. Incluso no era la primera vez que el integrismo atentaba contra las Torres Gemelas. En el anterior atentado, los terroristas estuvieron previamente en manos de la Policía, pero fueron puestos en libertad. El imán que los impulsaba estaba perseguido en Egipto por terrorista, pero gozaba en Estados Unidos del respeto a la libertad religiosa, aunque su prédica era exterminar a los occidentales. ¿O no fue Francia el exilio dorado de Jomeini?. No ver se había convertido en el aspecto característico de Occidente. ¿Cómo puede ver quien, según nuestros intelectuales y periodistas, es culpable de todos los males del planeta? Según Kavafis, no había bárbaros, pero en verdad los bárbaros se entrenaban en las academias de pilotos occidentales y trazaban planes de destrucción en sus escuelas de Ingeniería.
El antioccidentalismo, pensamiento único
¿Cómo no recordar que, tras el 11 de septiembre, la inmensa mayoría de los artículos, de los análisis fueron, ¡contra Estados Unidos!? Occidente, esa idea sencilla y a la vez compleja, del hombre autónomo con derechos inalienables, es siempre contestada. ¿Desde dónde? Con pertinaz insistencia, desde su interior. En su propio ámbito surgen de continuo propuestas de desarme ideológico. Ese instinto de suicidio es constante, prolongado en el tiempo, asumido por sus supuestas élites intelectuales como una segunda naturaleza. ¡No se abandona una ilusión, menos aún una fobia! El capitalismo es el enemigo. Sobre tal cuestión ni se puede ni se debe ceder, ni bajar la guardia. Ben Laden es un heredero de este talibanismo antioccidental. Antes de los talibanes, contemporáneos suyos...hubo y hay otros muchos...en Occidente. No son originales.
El antioccidentalismo es la norma de los docentes occidentales. La marea nunca remite, se retroalimenta. Como en la vida, no hubo fracaso, sino experiencia, pues las ideas no se experimentaron con suficiente pureza, no se puso la necesaria determinación, se trastocaron los principios. No falló la idea sino la praxis, incluso cuando aquella se pretendiera emanación científica de ésta.
La postmodernidad es paradigmática del instinto suicida de Occidente. Fracasado el marxismo con sus dogmas historicistas y sus verdades absolutas, la noción de verdad queda proscrita, con ella son declaradas antigüallas las nociones de bien y de mal, incluso la misma estética pues todo vale igual, la bota de un artesano que un drama de Shakespeare. Derrumbados los juicios morales totalitarios, todo criterio ético es una impostura. ¿Todos? No, menos la condena por sistema del capitalismo, aburrido en cualquier caso al lado de las alegrías totalitarias.
Los valores occidentales no fueron reafirmados tras la caída del Muro, sino cuestionados por sistema. Se ha hecho crecer el resentimiento y la conspiración contra ellos, hasta poner en duda la existencia de la civilización occidental, considerada como amalgama de groseros pecados pretéritos para anestesiarla y sepultarla bajo un abrumador complejo de culpa. De esa manera, el atentado contra las Torres Gemelas llega a ser entendible, no disculpable, aunque la inteligibilidad no se aleja de la justificación. ¡Los integristas son, a la postre, meras víctimas ejecutando un castigo merecido! "Los extremistas -dijo el escritor Javier Ortiz- no son la causa, sino el efecto de una situación marcada por gravísimas frustraciones, injusticias y desequilibrios, a bastantes de los cuales -dicho sea nada de paso- vienen contribuyendo los gobernantes norteamericanos desde hace décadas". "Motivos les hemos dado para su nefasta cruzada", concluyó Javier Reverte.
La mañana del 11 de septiembre había pensamientos casi tan sombríos como los de los suicidas ¡en la Universidad de Nueva York!. Esa mañana Eduardo Subirats "pensaba en las agresivas decisiones globales adoptadas en la breve historia de la Administración Bush. La negativa a reconocer las catastróficas consecuencias del calentamiento global y los millones de vidas humanas que a corto y medio plazo serán afectadas por la destrucción ambiental en vastas extensiones del planeta; el proyecto de desarrollo de nuevas tecnologías de guerra nuclear en las estrellas, mediáticamente empaquetado como estrategia de defensa antibalística; la voluntad de romper acuerdos de desarme global y de renovar las amenazas de holocausto nuclear; el acoso militar y la criminalización mediática de las manifestaciones pacificistas y ecologistas de Seattle a Génova; el rechazo tajante de las resoluciones de Durban contra el colonialismo y la esclavitud, la militarización de los conflictos étnicos y económicos a escala global, la intolerancia religiosa y las agresiones ecológicas y sociales del capital corporativo en el Tercer Mundo". La retahíla parece un ejercicio de oposiciones a ideólogo de Ben Laden. El enemigo no era el terrorismo sino los Estados Unidos y Bush, ¡para un profesor de la Universidad de Nueva York escribiendo bajo la impresión del atentado! "La atrocidad del ataque terrorista a Manhattan me despertó de mis cuitas". Los interrogantes del docente, con toda lógica, son una atormentada exhibición de complejo de culpa: "¿Por qué nosotros? ¿Lo merecía Nueva York? ¿Es culpable EEUU? ¿Quiénes somos? ¿Y quiénes son nuestros enemigos?".
Mientras, por miles, por millones arriesgan su vida ¡para llegar a Occidente, para recalar en sus costas, como si fuera el paraíso! Huyen de Cuba, de los países del Este, de las naciones latinoamericanas, del Magreb, de Afganistán, de los países árabes sin excepción. ¡De los fracasos económicos de utopías, socialismos, colectivismos, estatismos! ¡De todo cuanto ofrecen los antioccidentales como solución! Occidente es el punto de llegada, no de partida. Pero se ha trastocado tanto el sentido común que la culpa -siempre ese concepto moral invadiéndolo todo- no recae sobre las tiranías fracasadas sino sobre las democracias triunfantes y acogedoras. ¡De la pobreza de los pueblos tiene la culpa Occidente! ¿Por qué? ¿En que extraño esoterismo se basa tal estupidez? El talibanismo antioccidental, anticapitalista es irreductible al desaliento. La fórmula es bien sencilla; pues el capitalismo es el mal, es culpable de todo cuanto de malo sucede en el mundo.
Número 12
La Escuela de Salamanca
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