Ojo con Stiglitz
El artículo fue publicado, en tres entregas, en el diario Expansión el 24 de junio, el 1 y el 8 de julio.
La publicación de El malestar en la globalización (Taurus), del premio Nobel de Economía Joseph E.Stiglitz, puede desbordar la felicidad de los antiliberales, por contar con un aliado tan ilustre. Conozco bien el libro, porque lo he traducido, y mi consejo es: señoras y señores intervencionistas, no descorchen aún el champán.
Mi sugerencia de retrasar la fiesta deriva de tres consideraciones: primera, este libro descansa sobre la idea de que no hay más economía, ni más economía liberal, que la neoclásica; segunda, contiene errores sobre el liberalismo, como identificarlo con el Fondo Monetario Internacional; y tercera, bastantes de sus recomendaciones son liberales.
Nacido en 1942 en Gary, Indiana, Joseph Eugene Stiglitz se doctoró en el MIT a la temprana edad de veinticuatro años, y enseñó en Princeton y actualmente en Columbia; pasó por la política y la burocracia como asesor económico de Clinton y economista jefe del Banco Mundial. Antes del Nobel recibió varios galardones, como la John Bates Clark Medal. Su trabajo ha girado en torno a la información y las dificultades que genera una información imperfecta y costosa. La economía neoclásica funciona bajo el irrealista supuesto de que la información es perfecta: Stiglitz y otros demostraron que si no lo es, y no lo es, entonces muchas conclusiones de los neoclásicos no son válidas. En sus propias palabras, "los teoremas fundamentales sobre la existencia, caracterización y bienestar de la competencia perfecta no son robustos". Si las condiciones se debilitan para aproximarlas a la realidad, no hay equilibrio en el mercado, las funciones de precio no son lineales (puede que la oferta nunca iguale a la demanda), ni eficientes en el sentido de Pareto. Stiglitz aplicó el tema de la imperfección en la información a problemas de riesgo moral y selección adversa, al monopolio y la teoría de la empresa –las dos voces que escribió para el nuevo Palgrave apuntan en esa dirección: "principal and agent" y "sharecropping". Stiglitz publicó artículos importantes, como "Information and Competitive Price Systems", American Economic Review, mayo 1976, y entre sus libros podemos mencionar Lectures in Public Economics (1980), con A.B.Atkinson y The Theory of Commodity Price Stabilization (1981), con D.M.G.Newberry. En español destacamos Economía y Microeconomía (Barcelona, Ariel), y La economía del sector público (Barcelona, Antoni Bosch).
Todo esto es muy interesante, pero no tiene nada de antiliberal ni antieconómico, salvo que se identifique el liberalismo y la economía con el neoclasicismo, lo que es un error, puesto que muchos años antes que Stiglitz los austriacos y los neoinstitucionalistas habían criticado a los neoclásicos por eludir los aspectos informativos e institucionales. Decir, como en el Capítulo 1, que Rusia es una economía de mercado es ignorar a economistas relevantes como Ronald Coase, que denunció que no lo era, precisamente porque carecía del marco institucional indispensable para que los mercados funcionen, antigua idea de Adam Smith.
El objetivo del autor apunta a una Tercera Vía: "traté de fraguar una filosofía y una política económicas que vieran a la Administración y a los mercados como complementarios, como socios, y que reconocieran que si los mercados son el centro de la economía, el Estado ha de cumplir un papel importante, aunque limitado". Tras esta declaración (cuyo contenido liberal no escapará al lector y subrayaremos más adelante), Stiglitz se manifiesta como un keynesiano que recela de los mercados pero que no es consciente de los fallos del Estado.
Plantea la vieja patraña de que los que confían en el mercado padecen "ideología" mientras que los intervencionistas son "economistas de primera fila" –los marxistas ya hablaban de ideología contra ciencia, que era la suya. Stiglitz desbarra diciendo que sólo los intervencionistas se ocupan de los pobres -¡si Peter Bauer levantara la cabeza! (véase "Llanto por Lord Bauer", El País, 22 mayo 2002).
Comete audacias como la de afirmar que los países se desarrollaron gracias a un proteccionismo "sabio y selectivo" del tipo de la infant industry, o que aumentó la pobreza en el siglo XIX, algo que ya ni los marxistas defienden. La idea de que el paro se debe a la gente vaga era inaceptable en tiempos de Keynes y lo sigue siendo hoy, como si no importaran las restricciones de los mercados ocasionadas por el intervencionismo político. Aduce que no hay relación entre salarios mínimos y desempleo, contra mucha teoría y evidencia empírica.
El solapamiento del neoclasicismo con el liberalismo contrasta con los numerosos neoclásicos intervencionistas, y con los conspicuos liberales que han criticado a los neoclásicos. Pero Stiglitz no puede salir de allí: desdeña en el Capítulo 5 a Coase por poco realista, como si fuera un neoclásico, lo que prueba que no entendió su teorema. Y quien conozca la nueva macroeconomía clásica o el neoinstitucionalismo o la public choice no podrá sino dar un respingo al leer que según Stiglitz el liberalismo choca con los "avances de la teoría económica en las tres últimas décadas".
La ignorancia de Stiglitz de todo lo que no sea economía neoclásica lo lleva a afirmar en el Capítulo 3 que los liberales no prestan atención a "las instituciones civiles y las estructuras legales que hacen funcionar a las economías de mercado". Es al revés, como bien comprenderá cualquiera que recuerde, por citar sólo a otros Premios Nobel, a Coase, Fogel, North y Buchanan. Es increíble que sostenga que la mano invisible de Adam Smith equivale al mercado perfecto. Dice: "El sistema de mercado requiere competencia e información perfecta". Falso, no las requiere, salvo en el estilizado neoclasicismo, y los liberales no dijeron que las requiere. Con esta engañifa el intervencionismo cae por su propio peso: como el mercado no es perfecto, entonces el Estado debe actuar. Esto no se sostiene y Stiglitz, que es perspicaz, huye por la tangente: "sigue vivo el debate sobre cuál es el equilibrio apropiado entre el Estado y el mercado", un understatement característico del intervencionismo, que nunca termina de aclarar cuánto Estado es menester y qué consecuencias ello puede acarrear.
Y hablando de no aclararse, tras haber identificado tontamente a Smith con el mercado perfecto, en el Capítulo 9 va y dice la verdad: "Adam Smith era mucho más consciente de las limitaciones del mercado, incluidas las amenazas planteadas por las imperfecciones de la competencia, que quienes se reivindican actualmente como sus seguidores. Asimismo, Smith era más consciente del contexto social y político en el que todas las economías deben funcionar". Acierta, por fin, en lo de Smith, y yerra, otra vez, en lo de sus sucesores.
Liberalismo versus FMI
Hemos visto que Stiglitz se basa en el error de creer que no hay más economía, ni más economía liberal, que el neoclasicismo. Hoy abordaremos algunos otros de sus errores, como por ejemplo identificar la globalización y el liberalismo con las burocracias políticas, singularmente el Fondo Monetario Internacional.
Stiglitz acierta al criticar al FMI y sus dirigentes (que son en realidad el objetivo de este libro, más que la globalización), que hicieron las cosas mal en el Este asiático y en Rusia. Lo que resulta extraño, en cambio, es que llame "fundamentalista de mercado" a una organización creada, financiada y manejada por Estados, sus políticos y sus burócratas, que presta dinero a Estados, que sólo trata con Estados, y que sistemáticamente exige ¡que suban los impuestos!
Muchas de las críticas de Stiglitz al FMI –como por ejemplo su énfasis en la privatización sin desregulación, o su vinculación con la banca internacional- fueron planteadas por los liberales antes que él y ponen aún más en cuestión el presunto ultraliberalismo del FMI (véase "En el Fondo, Meltzer", Expansión, 20 marzo 2000). Lo que sí es verdad es que, como todo el mundo no cegado por la propaganda intervencionista, el FMI –tarde, poco y mal- se vio influido por las mayores dosis de liberalismo a partir de los años 1980, y por el aprecio, siempre más vocal que efectivo, por la austeridad fiscal, la privatización y la liberalización de los mercados, que integraron lo que se dio en llamar el "consenso de Washington". Stiglitz cree que en esos tres aspectos se fue demasiado lejos. Nótese que no los está criticando por sí mismos, como no critica la globalización por sí misma, sino sus excesos.
Veremos los aspectos liberales de Stiglitz en el artículo tercero y final de esta serie, pero de momento podemos destacar que lo de los "excesos" liberales es dudoso, a tenor de datos cuantificables en términos de presión fiscal, peso del gasto público sobre el PIB y grado de apertura comercial. Asimismo, su fe en el intervencionismo –que podría haber quedado matizada por mucho de lo que él mismo dice sobre el FMI- es inasequible al desaliento, y mientras condena el gobierno económico de la globalización, alaba ciegamente burocracias politizadas e ineficaces, pero sólidamente antiliberales, como la OIT, la OMS y en general la ONU. El hecho de que el mundo esté gobernado es probablemente la esencia del antiliberalismo de Stiglitz, que como todos los intervencionistas no concibe órdenes espontáneos. Para él la globalización no comporta relaciones libres entre personas sino un gobierno con tres ejes: el FMI, el BM y la OMC. De lo que se trata, pues, es de cómo manejarla. El manejo en sí no tiene problemas, y por eso llega a pedir en el primer capítulo un gobierno mundial. Tranquilamente. Como si lo que sabemos de los gobiernos nacionales o multinacionales no permitiera abrigar temor alguno.
La norma de este libro es exagerar el papel del liberalismo y sofocar el del intervencionismo, en lo que a sus males respectivos se refiere. Así, alude al paro en la Argentina sin decir una palabra sobre la falta de liberalización en el mercado laboral y la persistencia del poder de las oligarquías sindicales. Como parte de la base de que el FMI es liberal, identifica las fluidas correas de transmisión entre el FMI y la banca con el liberalismo de la banca, liberalismo totalmente ausente como sabe cualquiera que se limite a ver en qué se gastan el dinero los banqueros –sería muy divertido hacer ese análisis sólo en España y comprobar que las fundaciones de los grandes bancos financian sistemáticamente a los enemigos de la libertad, y que en el caso de las grandes empresas lo normal es que entreguen sus fundaciones a personas acrisoladamente antiliberales.
Los tópicos se suceden: "En muchos casos los valores e intereses comerciales han prevalecido sobre las preocupaciones acerca del medio ambiente, la democracia, los derechos humanos y la justicia social", en una corrección política que pasa por alto lo que sabemos que sucede cuando los políticos intervienen para conseguir esas bellas metas a expensas de los siniestros "valores e intereses comerciales".
Stiglitz afirma que en ausencia de intervencionismo estatal no hay crédito para el desarrollo, algo históricamente refutable, y expresa una entusiasta y acrítica adoración por Keynes y por sujetos mucho menos recomendables como Bill Clinton y James Wolfensohn, el millonario presidente del BM, que tanto ha hecho por "reverdecerlo" y acercarlo a la vacuidad antiglobalizadora. Niega mérito alguno a Thatcher y Reagan. Supone en el capítulo 3 que el Estado surge porque el mercado falla, algo que no avalan ni la teoría ni la práctica, y que sólo se explica por la divinización estatófila de un Stiglitz que cree que la Seguridad Social protege a los pensionistas y que el Estado ampara a los pobres y las clases medias.
Sostiene que la liberalización comercial es resistida porque crea paro, como si no fuera resistida por grupos de presión proteccionistas, y fantasea con que las protestas antiglobalizadoras se centran en la apertura de los mercados de los países ricos. Muchas protestas son directamente un demagógico disparate anticapitalista. Además, como escribe Jagdish Bhagwati en el Economist, hay mucho proteccionismo en los países pobres que pretende falazmente justificarse por el proteccioimso de los ricos.
No está dispuesto a aceptar la existencia de perjuicios en el intervencionismo. Como vimos, alega que el paro no recibe influencia alguna de los salarios mínimos; tampoco pondera el poder sindical. Y nada en el gasto público tiene efectos negativos; aumentarlo sólo se traduce en ventajas sociales y económicas. Todo en el Estado es eficiencia y "humanidad". El Estado hace las cosas bien y las empresas mal –aplaude, por supuesto, la persecución a Bill Gates, y defiende que los bancos centrales estén controlados por los políticos. Llega a aducir que el Estado puede intervenir incluso si padece las mismas informaciones imperfectas que los mercados –no concibe que su información sea más imperfecta. Y concluye: "El FMI alentaba una visión demasiado optimista sobre los mercados y demasiado pesimista sobre el Estado". El comete precisamente el error contrario.
Ahora criticaremos su visión de las crisis financieras y nutriremos aún más la lista de sus análisis defectuosos, pero también revisaremos sus admoniciones liberales.
Un partidario más de la Tercera Vía
Acabamos nuestro comentario al libro de Stiglitz, El malestar en la globalización, con un malestar aliviado. Junto a todos sus errores, su distorsión del liberalismo y su idolatría del Estado, al final resulta que estamos ante un partidario más de la Tercera Vía.
Según este economista, la globalización financiera, merced a la libertad de movimientos de capitales, produjo las crisis del Este de Asia, la antigua URSS y América Latina. Pero como han señalado Juan José Toribio y muchos otros, las crisis se desatan cuando las autoridades del país receptor de capitales adoptan un tipo de cambio artificial e incompatible con políticas fiscales expansivas. La crisis, que finalmente acaba con la libertad (hasta el "corralito" argentino), no se deriva de la globalización y es a veces agravada por las interferencias en la libertad de movimientos de capitales. En el Este de Asia muchos Gobiernos promovieron estas trabas, algunos de modo suicida, desalentando la entrada de inversión directa pero no la de capitales a corto.
Xavier Sala i Martí (que demostró que la globalización no provoca un aumento de las desigualdades) y otros han subrayado que la crisis financiera asiática no fue culpa de la globalización sino de las malas políticas intervencionistas, en particular la garantía por el Gobierno de las inversiones de los bancos locales. Dice Stiglitz: "la recesión de Malaisia fue más breve y menos profunda que la de cualquiera de los demás países". Pero dice Sala: "la salida de la crisis no fue más rápida para Malaisia que para los demás países que no impusieron restricciones a los movimientos de capitales".
Por cierto, limitar la actividad de los bancos no sólo no es contrario al espíritu liberal sino que está en toda esta tradición, y particularmente en la más liberal de las escuelas liberales, la austriaca. Distorsiona la realidad Stiglitz cuando dice que para el liberalismo el mercado nunca se equivoca. Tanto la macroeconomía del equilibrio de expectativas racionales como la moderna economía financiera derivan conclusiones pertinentes y analíticamente elaboradas sin ese ridiculizador y falaz supuesto.
Hablando de equivocaciones, hemos dicho ya que no ahorró una el FMI en Rusia, y Stiglitz acierta en denunciarlo, pero no dice que los liberales lo denunciaron antes. Y, como apuntó Brink Lindsey en el Wall Street Journal (30 mayo), cuando Stiglitz ataca la terapia de choque de Rusia versus el sano gradualismo de China y Polonia, ignora el desastroso resultado de otros gradualistas como Rumania, Ucrania, Bielorrusia y la mayoría de las repúblicas de Asia central, ni alude a que los éxitos de países poscomunistas como Polonia, Hungría y Estonia tuvieron que ver con su política más liberal. A propósito de Rusia perpetra dos disparates. Uno es comparar a los liberales con los bolcheviques –algo similar han hecho los comunistas siempre, comparándolos con los fascistas. Y el otro es ignorar el desastre del comunismo: llega a decir que cuando cayó el Muro de Berlín sólo el 2 por ciento de los rusos era pobre.
Despacha al Estado idílicamente en el capítulo 8 como un amigable contrato social, y le asigna en el capítulo 9 "un papel crucial en el desarrollo con éxito al estimular a sectores concretos y al ayudar a crear instituciones que promueven el ahorro y la asignación eficiente de la inversión". Asombra su falta de reconocimiento de los vicios de la ayuda al desarrollo, su confianza en la expansión monetaria oficial vía Derechos Especiales de Giro, y su osadía al aventurar que "muchos países en desarrollo" preferirían ser más pobres "para conseguir una sociedad más equitativa".
Pero este hombre, que cae en todos los tópicos de la "globalización con rostro humano", también denuncia la violencia y el antiliberalismo de los antiglobalizadores y afirma que la globalización "ha ayudado a cientos de millones de personas a alcanzar mejores niveles de vida". Los mercados, como vimos en el primer artículo de esta serie, son para él "el centro de la economía" y el Estado debe cumplir "un papel importante, aunque limitado". Más aciertos: "Puede que para algunos en Occidente los empleos poco remunerados de Nike sean explotación, pero para multitudes en el mundo subdesarrollado trabajar en una fábrica es ampliamente preferible a permanecer en el campo y cultivar arroz".
Defiende el fin del proteccionismo en los países ricos y también el liberalismo en los pobres: "los países en desarrollo deben asumir ellos mismos la responsabilidad por su propio bienestar. Pueden administrar sus presupuestos de modo de vivir con sus medios y eliminar las barreras proteccionistas que derraman copiosos beneficios para unos pocos pero fuerzan a los consumidores a pagar precios altos...Y lo más importante: los países en desarrollo necesitan Estados eficaces, con judicaturas fuertes e independientes, responsabilidad democrática, apertura y transparencia, y quedar libres de la corrupción que ha asfixiado la eficacia del sector público y el crecimiento del privado".
Dice que la inestabilidad es mala para el crecimiento, y que sus costes son desproporcionadamente soportados por los más pobres. Se opone a los déficits públicos y la inflación: "Los Estados no pueden gastar año tras año más de lo que ingresan sin tropezar con dificultades –un mensaje importante que demasiados gobiernos olvidan. Las economías no pueden crecer con hiperinflación, que pueden ocasionar una política monetaria laxa y unos abultados déficits públicos. Las empresas públicas a menudo son ineficientes y pagan a sus empleados unos salarios muy superiores a los de mercado; las pérdidas consiguientes drenan los tesoros públicos. Detrás de murallas proteccionistas, las empresas ineficientes no sólo fuerzan a los consumidores a pagar precios excesivos, sino que frenan el crecimiento".
Está a favor del mercado y la competencia, "que hace funcionar a las economías". Más que criticar la liberalización y la privatización, deplora sus ritmos y secuencias excesivamente rápidos. Censura el papel de las administraciones públicas en cuanto a la provisión de incentivos perversos: "Lo que vuelve a la especulación rentable es el dinero de los gobiernos, apoyados por el FMI".
Joseph Stiglitz, el héroe de la antiglobalización, jaleado por el pensamiento único antiliberal, proclama que aunque son azarosos los mercados "sin grilletes", no hay que caer en la peligrosa tentación de irse al "otro extremo". O sea que, como indicamos al comienzo, todo esto para terminar en la (bostezo) Tercera Vía.
Número 12
La Escuela de Salamanca
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