Proyección de la culpa
Un profesor de filosofía, muy anticlerical, que hace años solía ir por el Ateneo, probaba el absurdo del cristianismo recurriendo a la idea del pecado original: "¿Cómo puede tener pecado un recién nacido que todavía no ha hecho nada, bueno ni malo? ¿Puede imaginarse algo más fuera de razón? Es el típico embaucamiento para justificar el oficio y sobre todo el beneficio de los curas".
Sin embargo se trata probablemente de la intuición más profunda de la condición humana: ésta, separándose de la condición animal, entraña la tendencia al mal (y al bien), y en esa tendencia inevitable se encuentra la raíz del pecado. La religión sitúa el bien y el mal en la persona misma, en el individuo, al margen de las circunstancias exteriores. Asimismo, acepta, como queda claro en el libro de Job, el carácter misterioso de esa condición y de la relación entre el bien y el mal, y entre la recompensa y el castigo que en la tierra puedan tener uno y otro, pues, en definitiva el ser humano sería, como el resto de la creación, obra de Dios, cuyos designios sólo en pequeña medida resultarían penetrables a la razón humana.
La inclinación al mal lleva consigo la culpa, sentimiento insoportable que tratamos de proyectar fuera de nosotros por medio de incesantes racionalizaciones. Como explica Paul Diel, buena parte de la actividad psíquica consiste en una rumia de agravios, justificaciones sobrecargadas de emotividad y ofrecidas a uno mismo, etc., cuyo objetivo es en buena medida proyectar la culpa sobre el prójimo, o sobre las circunstancias: rechazarla de una u otra manera. Esto se percibe fácilmente en las conversaciones, cuyo tema frecuente es el ataque emocional, injurioso o burlón, al prójimo, se trate de conocidos o incluso de amigos, o de entes más lejanos, como personajes públicos, o abstractos como diversas instituciones o "la sociedad". De ahí lo fácil que suele ser la solidaridad en el ataque a un tercero, y lo peligroso de aludir a actos o actitudes que pongan en evidencia al interlocutor: "Di las verdades y perderás las amistades", asegura el refrán. Esta proyección de la culpa tiene un carácter casi incontrolable, apenas consciente y apenas racional.
Puede decirse que una diferencia básica entre la religión y la ideología consiste en la actitud ante el mal. La religión sostiene que el mal, y por consiguiente la culpa, es intrínseco al individuo, y que atenuarlo o, en casos ya muy difíciles, superarlo por completo, exige un combate interno y permanente. La ideología niega tal cosa, y considera el mal un hecho accidental, nacido de la ignorancia, la miseria u otras limitaciones. Superando esas limitaciones mediante mecanismos sociales (desde la revolución comunista a la "ingeniería social", pasando por el adoctrinamiento desde la infancia), el mal desaparecerá. La lucha interna del individuo queda descartada así como un absurdo, generador de obsesiones e histerias (y como a veces así ocurre, buena parte de la crítica de las ideologías a la religión se basa en la absolutización de esos casos). El hombre es naturalmente bueno, y en ese sentido la ideología ofrece una liberación radical de la culpa. De ahí su atractivo sobre mucha gente.
Pero en la práctica, la ideología choca con una multitud de hechos y tendencias que impiden a la esencial bondad humana manifestarse con plenitud. En consecuencia racionaliza que, por un mecanismo más o menos claro, aquella bondad no impide el surgimiento de fuerzas sociales opuestas al bien. Ese mal, por fortuna, no es esencial, sino externo, histórico y superable, puede y debe ser combatido. La tarea de los justos -aunque no se llamen así- consiste precisamente en aniquilar esas exteriores fuerzas del mal, y de ahí la engañosa similitud de las conductas ideológicas con las religiosas, especialmente las de tinte mesiánico. Pero, al revés que la religión, la ideología puede definirse como una formidable máquina de proyección y socialización de la culpa, de efectos bien palpables en las matanzas del siglo XX: en los enemigos de la causa se concentra toda la culpa, y por tanto no debe tenerse consideración alguna con ellos.
Desde el enfoque ideológico, el mal puede ser concretado precisamente en la religión, madre de las obsesiones, de la oscuridad y del fanatismo, pero vencible por la marcha de la historia y del progreso. El aniquilamiento de la religión puede intentarse físicamente -como en la Revolución francesa y en la guerra civil española- o a través de la ingeniería social y manipulación de los medios de masas, como en la actualidad. Hoy asistimos a una campaña sin tregua para desprestigiar a la religión, explotando, por ejemplo, el comportamiento dudoso o delictivo de diversos miembros de la jerarquía eclesiástica. Para la gente sometida a la previa ideologización, el argumento tiene mucho peso: si la Iglesia defiende el bien y dice tener la receta para alcanzarlo, ¿cómo hay tantos malos en ella? Sin embargo el argumento valdría mejor para los ideólogos, que son quienes afirman tener esa segura solución para erradicar el mal.
Franz Borkenau cuenta en El reñidero español cómo escuchaba a unos anarquistas mofarse del clero "con esa especie de risa en la que se mezclan el odio y el desprecio". Argüían que la Iglesia, cuyo reino "no es de este mundo, ha mostrado ser muy lista al asegurar para sí lo mejor de los placeres de este mundo". Sobre todo atacaban sus pretensiones de castidad, cuando la conducta real de los clérigos, aseguraban, era la opuesta. "El anarquismo español ha reivindicado y adaptado a sus propios fines todos los argumentos utilizados contra la Iglesia católica por los autores protestantes de libelos durante el siglo XVI", observa Borkenau, que no ve en esos ataques el motivo profundo de la persecución religiosa. No podían serlo, pues con tales argumentos los revolucionarios bien podrían tomar al clero por avanzadilla -si acaso algo exclusivista- de la sociedad de placeres mundanos y "amor libre" soñada por ellos. La razón profunda del odio era la insoportable pretensión religiosa de que la culpa reside en cada cual. No: reside precisamente en la Iglesia, y eliminar ésta traerá la liberación general. Por eso, para aplastarla ("aplastar a la infame", decía Voltaire), cualquier acusación vale, aunque sea contradictoria.
Número 12
La Escuela de Salamanca
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