La obsesión antiamericana
Hay dos clases de intelectuales: los que, antes de escribir, piensan, y los que, antes de escribir, sólo piensan qué pensarán de ellos. Jean François Revel es de los primeros, de los que saben que para tener la razón no es suficiente con estar en minoría, pero que también saben que sólo los peces muertos nadan a favor de la corriente. Estos días, acaba de llegar a los expositores de las librerías españolas la última obra de este indómito salmón francés, siempre ajeno a ese zoo de la intelectualidad europea cada vez más repleto de aves de corral y angulas de acuario. Y abrir La obsesión antiamericana por la primera página es un acontecimiento doblemente gozoso; lo es porque a la lucidez conocida del autor se ha unido la del editor, al liberarnos esta vez a sus lectores españoles de un prólogo del siempre prescindible telonero local. Desde esa primera página a la última, el libro es una búsqueda que quiere ser racional del porqué del irracional radicalismo antiamericano que domina la inmensa mayoría de las terminales de creación de la opinión pública continental. Porque hoy, en Europa, el esfuerzo requerido para poder lucir en sociedad la muy preciada vitola de progresista es más liviano que nunca, tanto se ha rebajado que ya está al alcance del más lerdo de los zotes; y es que basta para alcanzar esa atalaya de la respetabilidad moral y cívica con estar sistemáticamente contra los Estados Unidos. Siempre. Sea el asunto que sea y pase lo que pase.
Revel desgrana a lo largo del texto el guión repetitivo y cansino que dicta la intelligentsia europea para racionalizar esa negación permanente. Ése en el que cambian periódicamente los nombres de los actores principales, pero cuyo argumento es invariable. Así, Reagan era un pobre idiota digno de lástima cuando, en lugar de buscar la distensión, puso en marcha la Iniciativa de Defensa Estratégica para acabar con el imperio del mal; algo que, pese a su estupidez manifiesta y a su forma grosera de designar a un sistema que sólo había asesinado a cien millones de personas, para perplejidad de los europeos logró. Y, ahora, Bush también es un torpe vaquero porque, en lugar de buscar el diálogo con los terroristas, resulta que llama eje del mal a los países que los apoyan; y, lo que es más grave, cuando es agredido por ellos, tal como recuerda Revel que denunció irritado el ministro de Exteriores francés Hubert Védrine, “adopta decisiones basadas en su propia visión del mundo y en la defensa de sus propios intereses”. ¡Intolerable actitud! En Europa había que encontrar rápidamente un término para condenarla. Y se ha encontrado: unilateralismo. Inadmisible gendarme del mundo cuando actúa (salvo si es en los muy europeos Balcanes) e inadmisible imperio aislacionista, cuando no pone los muertos para apagar algún incendio. Pero siempre condenados por esa sabia y vieja Europa que lo resuelve todo gritando “No al terrorismo y no a la guerra”, algo, concluye con lógica cartesiana el ex director de L´Express, tan inteligente como gritar: “No a la enfermedad y no a la medicina”.
El libro es una disección metódica y sistemática de esa impotencia europea que alimenta la obsesión por la hiperpotencia americana. Es un retrato puntillista de la compasión cristiana que empuja a un teólogo respetable como Leonard Boff a lamentar que sólo un avión se estrellase contra el Pentágono, porque él desearía que hubieran sido veinticinco; o de lo que se esconde tras el impulso que lanza a un simple como Pasqual Maragall a buscar agravios socioeconómicos para justificar a Ben Laden, agravios que el propio Ben Laden no ha mencionado jamás. Pero, sobre todo, es una lúcida descripción de cómo la ideología —en este caso, la antiamericana compartida con distintos grados de fervor por izquierdas y derechas— “es una máquina de rechazar los hechos, cuando éstos podrían obligarla a modificarse, y también sirve para inventarlos, cuando le resultan necesarios para perseverar en el error”. Así, no deja de desmenuzar, capítulo tras capítulo, el travestismo ideológico de la vieja y ajada izquierda marxista, ahora reflotada en todos esos nuevos movimientos que sólo se mueven, única y exclusivamente, contra los Estados Unidos; desde ese Chernóbil de la coherencia que es el ecologismo militante, siempre mudo ante cualquier agresión al medio que no se produzca en un país libre, hasta el nuevo pacifismo que ya ha paseado por las avenidas de Europa las banderas de la mitad de los sátrapas de este planeta, pasando por esos antiglobalización que no se cansan de tirar piedras para impedir la eventualidad temible de que algún día todas las personas del mundo puedan intercambiar libremente entre sí los bienes que deseen. Todos, siempre, obsesiva, compulsivamente contra América porque, como en una caja de muñecas rusas, el objetivo último, el que no se explicita, es demoler la civilización liberal, de la que Estados Unidos es la concreción más elaborada y, a la vez, la prueba hiriente e intolerable de su triunfo.
También se entretiene Revel en reproducir el inventario de esas falsedades sobre Norteamérica que, después de haber sido repetidas mil veces, siempre se acaban convirtiendo en axiomas —sobre todo, para los periodistas— a este lado del Atlántico. Está la falacia sobre las condiciones de vida de los excluidos por el horroroso liberalismo salvaje que allí impera, esos cientos de miles que viven por debajo del umbral de pobreza. Y como casi ningún redactor pierde su precioso tiempo en averiguar la definición técnica del concepto umbral de pobreza (en cualquier sociedad, el porcentaje de habitantes cuya renta está situada en el cuarto inferior de una escala que se establece a partir de la mediana, un parámetro que no hay que confundir con la media), siempre ahorran a sus lectores el dato de que ocho mil dólares al año —a los que hay que añadir un amplio repertorio de ayudas sociales— vienen siendo los ingresos de esas víctimas del capitalismo que tanta compasión suscitan entre los europeos, sobre todo en los meridionales. O el otro clásico, la terrible inseguridad de Nueva York. Éste compartido por todos los que se guardan muy mucho de zascandilear de noche por las calles de Madrid o París, pero que, al tiempo, no quieren hacer acuse de recibo de que los miles de crímenes que se cometerían allá cada año se quedan en unos seiscientos cuando se consultan las estadísticas reales; y eso en una ciudad por la que pasan más de doce millones de personas cada día.
La obsesión por la verdad llevó a un izquierdista Revel a los Estados Unidos en 1969. Allí descubrió, para su asombro, que la revolución, la revolución de verdad, no estaba ocurriendo en Cuba, sino en California. Y la estaban haciendo los individuos, no el Gobierno. De ahí nació Ni Marx ni Jesús, una crónica sobre los que la iban a ganar. Ahora está empezando otra, la globalización; también parte de Estados Unidos y también la está impulsando la gente, no los Estados ni los Gobiernos. La obsesión antiamericana es otra crónica; la que retrata a los que ya la han perdido.
Jean François Revel, La obsesión antiamericana: dinámica, causas y consecuencias , Ediciones Urano, 2003Número 16
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Leí el libro y me gustó mucho. Las encuestas de opinión, realizadas periódicamente por la Comisión Europea, siguen indicando que España y Francia son los países más antiamericanos de Europa. Por eso lamento que éste libro no haya tenido la misma difusión en España que la que en su día tuvo en Francia, donde al parecer fue un gran éxito de ventas.
La mayoría de la gente en España, tanto los progues como los que no lo son, piensa que Estados Unidos es un país de incultos y débiles mentales interesados solo en comer hamburguesas y ver partidos de béisbol en la Tele, y miran a los americanos por encima del hombro, con un complejo de superioridad cultural que resulta a todas luces patético, como si el españolito medio tuviese alguna inquietud o interés cultural que no fuera crónicas marcianas, el botellón o el fútbol.
Ravel nos recuerda que el capital de la Universidad de Harvard (una sola de los cientos de universidades, y que tampoco es la mayor, que existen en el país) es de 20.000 millones de dólares, aproximadamente el doble del presupuesto anual de Francia para el conjunto de su sistema universitario. Nos dice también que la cultura norteamericana no solo consiste en las canciones de Madonna y en las películas de Bruce Willis, si no que Estados Unidos es un país donde hay 1700 orquestas sinfónicas (si, han leído bien, mil setecientas); junto con 7,5 millones de entradas al año para conciertos de ópera y 500 millones de entradas anuales a los museos. Además, debemos recordar que los museos norteamericanos (en su casi totalidad) se han creado y funcionan gracias a donaciones y a la financiación privada.
Muchas gracias, señor Domínguez, por su excelente artículo
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