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La Ilustración Liberal

¿Cómo financiar una guerra?

Introducción

La guerra es sin lugar a dudas el enemigo más temible de las libertades individuales. En 1795 James Madison, uno de los padres fundadores de los EEUU pronunció una frase que refleja la inquietud que la guerra provoca en los liberales de todos los tiempos:

De todos los enemigos de las libertades públicas, la guerra es, posiblemente, a la que más hay que temer porque comprende y desarrolla los gérmenes de todos los demás. La guerra es la madre de los ejércitos; de éstos proceden las deudas y los impuestos; y ejércitos, deudas e impuestos son conocidos instrumentos para someter a los muchos a la dominación de los pocos... Ninguna nación puede preservar su libertad en medio de continuas guerras.

Este temor liberal a la guerra es plenamente comprensible. En primer lugar, porque una guerra, aun cuando esté éticamente justificada, es siempre una agresión contra el derecho a la vida y a la propiedad privada; es decir, contraría los valores fundamentales del ideario liberal. En segundo lugar, porque la forma concreta de llevar a cabo una guerra puede fácilmente degenerar en la merma de derechos y libertades dentro y fuera del país que de forma justa se alza en armas: la historia del recorte de libertades individuales en el mundo occidental a lo largo del siglo XX no es, en modo alguno, ajena a las guerras. Y por último, aunque no menos importante, los liberales temen las guerras porque, a través de su financiación, los estados que participan en ellas pueden y suelen dañar gravemente el funcionamiento del mercado, esa institución basada en los intercambios voluntarios y en el respeto a la propiedad privada que hace posible la libertad, el bienestar y progreso de la civilización.

En este trabajo abordaremos esta última cuestión, tratando de exponer cuáles son las ventajas y los inconvenientes asociados a las distintas formas de financiación del esfuerzo bélico, prestando especial atención a su compatibilidad con el respeto a la propiedad privada y al mercado y a su eficacia relativa respecto del objetivo final: alcanzar la victoria. Y seguidamente, intentaremos valorar la forma en que la guerra contra el terrorismo, especialmente las guerras y subsiguientes ocupaciones de Afganistán e Irak, está siendo financiada.

La financiación de la guerra

Una guerra sólo puede lucharse si se dispone de los medios necesarios y éstos se encuentran listos para ser usados. Para quienes tienen que luchar hoy, los bienes pasados y futuros no sirven de ninguna ayuda. Únicamente los bienes presentes pueden ayudar a alcanzar la victoria o evitar la derrota militar. Pero, para poder disponer de la ingente cantidad de bienes y servicios presentes necesarios para la guerra, la estructura productiva de un país tiene que cambiar drásticamente. Por tal motivo, la primera cuestión es cómo lograr esa transformación de la forma más eficaz y menos dañosa posible.

Básicamente, existen dos formas de adecuar la estructura productiva al esfuerzo bélico:

  1. Permitir que las fuerzas del mercado se adapten a la nueva situación.
  2. Desarrollar un plan de ingeniería económica que, por medio de mandatos coactivos, reasigne los factores productivos de acuerdo con las necesidades de la guerra.

La teoría económica y la experiencia histórica han dado sobradas muestras de la superioridad del primer método sobre el segundo. Para entender por qué esto es así, es preciso responder a una cuestión clave íntimamente ligada a la anterior:

¿Cómo financiar la producción de todos aquellos bienes y servicios necesarios para mantener la guerra?

Y para responder a esta pregunta, es preciso saber cuáles son las formas por las que el Estado puede financiar la compra o la producción de los pertrechos bélicos. Siguiendo la lógica más elemental, una guerra librada por un Estado sólo financiarse básicamente de cuatro formas:

  1. La confiscación de los recursos finales y medios de producción.
  2. La imposición sobre rentas, actividades económicas o valores patrimoniales.
  3. El endeudamiento por medio de crédito concedido por personas e instituciones privadas.
  4. El envilecimiento de la moneda, comúnmente conocido como inflación monetaria o crediticia.

No es que estas sean las únicas formas de financiar una guerra, pero son las propias de un Estado. Si el Estado financiara una guerra por otra vía, lo estaría haciendo como agencia privada. A continuación estudiaremos esos cuatro métodos de financiación propios de un Estado y trataremos de analizar sus ventajas y desventajas a la hora de movilizar recursos para la gran empresa que es la guerra, así como la manera en que cada forma de financiación afecta a las libertades individuales de los miembros de la sociedad, con el objeto de averiguar cuál puede ser es el método óptimo, es decir, el más eficaz de cara al esfuerzo bélico y el menos agresivo contra la libertad individual y la propiedad privada.

La confiscación de recursos

La confiscación, por una vía o por otra, de los medios necesarios para llevar a cabo una guerra tiene, sin lugar a dudas, un gran atractivo en la inmediatez con la que pueden conseguirse bienes presentes que, de otro modo, tardarían en producirse; y, cómo no, en la aparente gratuidad o bajo precio que la sociedad tendría que pagar por ellos a corto plazo.

Sin embargo, un pausado análisis económico de esta forma de financiación muestra que la confiscación no carece de problemas. Antes que nada, debemos diferenciar las consecuencias de la confiscación con fines bélicos, según se trate de recursos fácilmente reproducibles o de difícil reproducción. Si el recurso que se confisca ha de poder reproducirse para mantener el esfuerzo de guerra, su confiscación puede llegar a resultar tanto o más dañina el propio fuego enemigo.

Pensemos, como ejemplo de bienes que han de poder reproducirse, en los misiles, los cañones, los tanques, los buques o los aviones. Imaginemos, que al comenzar una guerra, el mando político decide confiscar todos los aviones. Los jets privados, los recién salidos de la cadena de montaje, los que hasta ahora se dedicaban al transporte aéreo de carga comercial y hasta los de pasajeros. Sin duda alguna, la medida tendrá como resultado el que el ejército de ese país cuente de inmediato con todas y cada una de las aeronaves incautadas. El problema se presentará cuando haya que producir nuevos aviones. ¿Qué empresario afrontará el riesgo de producir nuevos aviones cuando el gobierno acaba de confiscar los aviones propiedad de individuos, líneas aéreas y productores? En general, la confiscación de recursos que han de reproducirse destruye los incentivos empresariales para producirlos a través del mercado, y con ella elimina la posibilidad de producirlos usando la menor cantidad de recursos escasos, es decir, de la manera más eficiente. Si se sigue esta vía, para lograr esa profunda transformación del aparato productivo sin las guías del sistema de precios y de los beneficios empresariales, en última instancia será necesario confiscar también los medios de producción. Es decir, habría que sustituir al mercado, precisamente en un momento en el que la eficiencia se hace más necesaria que nunca, por la planificación centralizada.

En cuanto a la confiscación de recursos no reproducibles o de difícil reproducción, los efectos económicos varían sustancialmente con respecto a lo ya visto. Puesto que estos recursos no pueden o no precisan ser reproducidos, no conllevan los mismos problemas de incentivos de cara a su ulterior producción en el mercado. Empecemos por el caso más sencillo. Imaginemos que los mandos militares consideran de extrema importancia contar con un área geográfica determinada por su alto valor estratégico. Ese espacio representa un recurso que no es necesario reproducir. Y, a través de su confiscación, el Gobierno podrá contar con el recurso deseado sin aparentes efectos contraproducentes posteriores. Pero, aún así, la confiscación de este tipo de recursos tiene el posible inconveniente de llegar a minar la moral de amplios sectores de la ciudadanía que ven cómo las cargas de la guerra se reparten desigual y, por tanto, injustamente.

Esto se ve con más claridad en el caso de los recursos humanos. El servicio militar forzoso ha sido a lo largo de los últimos doscientos años uno de los medios más frecuentemente utilizado por gobiernos de todos los colores y naturalezas, evidentemente porque se trata de recursos que no han de ser reproducidos. Sin embargo, no por ello carece la conscripción de inconvenientes. En primer lugar, la conscripción tiende al empleo subproductivo y al derroche de la mano de obra. La mano de obra no es un servicio homogéneo. Unas personas están mejor dotadas o mejor preparadas para la realización de ciertas tareas mientras que otras son más eficientes realizando otra clase de trabajos. La selección de trabajadores para las distintas tareas de la sociedad se realiza como con cualquier otro recurso: a través del sistema de precios donde se refleja la productividad marginal del trabajo. Pero cuando se recurre a la conscripción, el mecanismo de asignación de los recursos humanos se desmorona.

El funcionamiento de la sociedad, incluso en época de guerra total, precisa de la cooperación de innumerables esfuerzos, tanto en primera línea de batalla como en el mantenimiento de la estructura productiva que posibilite la vida en las ciudades y en los centros industriales al menor coste posible. El estado de guerra no implica la necesidad de que todas las personas aptas para la guerra tengan que abandonar sus trabajos e ingresar en el ejército. Todo lo contrario. Unas personas serán más productivas en unas tareas y otras lo serán en otras. La clave consistirá en discernir qué personas deben dejar sus actuales cometidos y engrosar las filas militares y qué otras personas son de mayor valor en su trabajo actual u otros cometidos. La correcta asignación de los recursos laborales puede suponer la diferencia entre la victoria y la derrota final. Pero si el mercado ya no sirve de mecanismo asignador, ¿cómo se decidirá la asignación de la fuerza de trabajo? Sin precios que reflejen la productividad relativa del trabajo en las distintas áreas productivas, la asignación eficiente de recursos laborales es una quimera. Por esta vía, la conscripción disminuye la productividad del trabajo y del capital en un momento en el que ésta es más crucial que nunca.

Por otro lado, la conscripción provoca un efecto al que no se le ha prestado la atención que merece. Se trata de la disminución de la utilidad marginal del soldado. Como ocurre con cualquier otro recurso, cuando se dispone de diversas unidades de un mismo bien, éste se asigna primero a fines más valiosos y luego, de manera sucesiva, a fines de menor valor. En el caso del soldado, y en tiempo de paz, la conscripción tiene el típico efecto del uso de su mano de obra para realizar actividades de muy baja productividad, como hacer de recadero o barrer el patio del oficial de turno. Y en época de guerra, el efecto de la disminución de su utilidad marginal debido a la conscripción tiene efectos perversos. Cuando la utilidad de un soldado ha disminuido en términos relativos frente a la utilidad marginal de un cañón o de otros recursos, aparece un fuerte incentivo a llevar a cabo acciones que sean más costosas en término de soldados, con el objeto de ahorrar material bélico. Basta mirar el esfuerzo que realiza el ejercito profesional de los EEUU hoy para conservar a sus soldados equipándoles con todo tipo de equipos de supervivencia de última tecnología y contrastarlo con la poca preocupación por el soldado en ejércitos coactivos como el cubano o el iraquí, o sin ir más lejos, con el propio ejército de los Estados Unidos cuando la reclutación era coactiva.

Por tanto, las ventajas de la inmediatez de la confiscación y la conscripción son ciertas a muy corto plazo. Sin embargo, en el medio y largo plazo ralentizan e incluso llegan a paralizar por desabastecimiento el esfuerzo bélico, en unos casos, y derrochan recursos valiosísimos, en otros. Si las ventajas de la confiscación y de la conscripción no son más que espejismos del análisis estático de la realidad, ¿por qué no compra el gobierno esos mismos recursos? Esta cuestión nos lleva a la segunda ventaja: su aparente bajo precio. Sin embargo, a poco que se piense, se observará que el coste de los recursos materiales confiscados y del servicio militar obligatorio, no es más reducido que si se comprase en el mercado. Lo que único que varía es quién asume esos costes. En efecto, el avión confiscado, el terreno incautado o los servicios de los hombres y mujeres forzados a trabajar, no se crean de la nada. Todos ellos tienen sus dueños y son precisamente éstos quienes pagan la cuenta final de la confiscación.

La confiscación y la conscripción son, con toda seguridad, los métodos más ineficaces de conducir una guerra, pues adolecen de todos los problemas económicos y éticos del socialismo. Desde el punto de vista del respeto a las libertades individuales, resulta cuando menos paradójico que si la guerra se lleva a cabo con el fin de proteger la vida y la propiedad de los individuos que componen la sociedad, el medio para mantenerla sea precisamente la confiscación de la propiedad privada y de la vida de esos mismos individuos.

La financiación por medio de impuestos

El Gobierno puede obtener importantes sumas para financiar la guerra imponiendo tributos, de acuerdo con la renta, el patrimonio u otras variables. En este caso, los medios de producción permanecen en manos privadas, al tiempo que se reasignan de forma natural en función de las necesidades del esfuerzo bélico en respuesta a la demanda ejercida por el Gobierno con el dinero recaudado. Otra ventaja que tiene la financiación de la guerra a través de impuestos es que no esconde, y más bien expone con claridad, el coste de la guerra a todos los contribuyentes. De este modo se evita el clásico espejismo de la prosperidad inducida por la guerra.

No obstante, no todos los impuestos tienen los mismos efectos sobre la economía y, por lo tanto, no todos contribuyen en un sentido positivo ni con la misma intensidad al desarrollo de la capacidad productiva para afrontar la guerra en las mejores condiciones posibles. Tampoco todos tienen similares consecuencias sobre los derechos y libertades individuales de los distintos miembros de la sociedad. Veamos cuáles son las diferencias.

Impuestos sobre la renta

Como cualquier otra empresa a gran escala, la guerra necesita de una gran cantidad de verdaderos recursos financieros, que sólo pueden provenir del ahorro. Por eso, el Gobierno requiere a los ciudadanos que se abstengan de consumir. Cuantos más recursos se dedique al consumo, menos quedarán a disposición de la industria para producir el material de guerra necesario y, en general, para conducir la guerra. Además, los gastos de los ciudadanos en bienes de consumo desvían los factores de producción a ramas que no son las más importantes para la guerra. Así pues, los consumidores compiten con el Gobierno por la utilización de los siempre escasos medios de producción, con lo que se encarece la financiación de la guerra. Por ello, en este contexto, aunque la renta representa el ítem más importante, su gravamen es contraproducente. Un alto impuesto sobre la renta desincentiva el ahorro al reducir el rendimiento neto de las inversiones, haciendo relativamente más atractivo el consumo. En realidad, la mejor política de cara a la financiación de la guerra sería la reducción o incluso la abolición del impuesto sobre la renta, con el objeto de fomentar mayores niveles de ahorro e inversión que abaraten los costes de financiación. Adicionalmente, es un hecho que en los tramos de renta superiores la propensión al ahorro es mucho mayor; por tanto, una de las medidas fiscales más sensatas en tiempos de guerra es la eliminación de la progresividad en el impuesto sobre la renta.

Impuesto sobre el patrimonio

El impuesto sobre el patrimonio consiste en un gravamen sobre el valor tasado de las propiedades de cada individuo. Puesto que no todas las personas tienen la misma distribución entre bienes patrimoniales más o menos líquidos, si la guerra es larga y costosa, su establecimiento provocará una inmediata y peligrosa redistribución. Los dueños del capital más ilíquido, como las empresas industriales o la tierra, se verán obligados a endeudarse o a liquidar sus propiedades para pagar el impuesto; mientras que aquellos capitalistas que disponen de tesorería o bienes muy líquidos podrán comprar nuevos activos a precios de saldo, enriqueciéndose a costa de los dueños del capital menos líquido. En tiempos de guerra este efecto redistribuidor artificial supondría una elevada tasa de cambio de propiedad del capital que podría perjudicar a la productividad. Además, personas que han sido diligentes en la asignación de los factores de producción ahora podrían verse avocados a vender sus industrias, las cuales pasarían a estar en manos de personas que no han demostrado su pericia en la administración de recursos, sino en el aprovechamiento del "empujón" redistribuidor del impuesto sobre el patrimonio.

Impuesto sobre los beneficios extraordinarios

La justificación de un gravamen extra sobre los beneficios empresariales relacionados con la producción de guerra proviene de un planteamiento ético más o menos intuitivo. Sería inmoral, se dice, que alguien se enriqueciera produciendo o comerciando con armas, cuando lo que está en juego es la vida de las personas, la vida de compatriotas. Aunque también desde una perspectiva más utilitarista, se argumenta que en tiempos de guerra será más fácil recaudar nuevos impuestos allí donde se produzcan nuevos beneficios. Con el añadido de que, normalmente, esas empresas dependerán en muy gran medida de la demanda de material bélico por parte del Estado.

En cuanto al primer argumento, no resulta del todo claro por qué habría de ser inmoral que quien más contribuya a la eficacia del esfuerzo bélico obtenga mayores beneficios. Y por lo que respecta al argumento más pragmático, aunque en principio es cierto que es más fácil incrementar la recaudación allí donde aumentan los beneficios, eso no quiere decir que los efectos de ese gravamen sobre la industria de guerra sea la política fiscal más compatible con la eficacia de esa industria. La ofuscación de la guerra a menudo impide recordar que una de las prioridades es precisamente suministrar a los soldados el mejor equipamiento posible. El sistema de incentivos que aporta el mercado libre constituye el más potente estímulo para producir y suministrar más y mejores armas. Por tanto, el impuesto sobre los beneficios empresariales extraordinarios es un sistema discriminatorio de doble imposición que penaliza a las empresas más eficientes a la hora de utilizar los recursos en favor de las necesidades de la nación.

De lo que no cabe duda es que el impuesto sobre los beneficios empresariales extraordinarios en tiempos de guerra altera el sistema productivo al "recompensar" relativamente aquellas empresas que derrochan más recursos; a aquellas compañías relativamente más improductivas. Además es de esperar que la reducción de la productividad global que trae consigo el impuesto sobre los beneficios extraordinarios abra las puertas a medidas confiscatorias de los medios de producción por parte del Gobierno, a las que seguirían todas las trágicas consecuencias económicas que ya hemos tenido la oportunidad de analizar. Tal y como lo resumió Ludwig von Mises:

Los peores enemigos de una nación son aquellos maliciosos demagogos que darían preponderancia a su envidia frente el interés vital de la causa de su nación."[1] En conclusión este impuesto sobre los beneficios extraordinarios, debido a su estímulo de los procesos de producción ineficientes, está casi más cerca de ser un arma dirigida contra el propio país que una herramienta para financiar la guerra contra el enemigo agresor.

El impuesto sobre el valor añadido

En su calidad de impuesto sobre el consumo, el impuesto sobre el valor añadido es un instrumento para desviar fondos del consumo privado hacia el gasto público. Si tenemos en cuenta lo que vimos más arriba acerca de la importancia del ahorro para la financiación de la necesaria reorientación de la estructura productiva ante las necesidades de la guerra, y si recordamos que el consumidor compite con el Gobierno o el mando militar por los escasos recursos de la sociedad, se entenderá facilmente cuál es la ventaja de este medio de financiación.

Imaginemos que el Gobierno de España decide elevar el IVA como método para financiar una guerra. Si la propensión al consumo es alta el Gobierno obtendrá una mayor recaudación que podrá emplear en armamento o equipamiento. De este modo, acabará produciéndose una variación en los precios relativos de los bienes consumo y del material bélico que inducirá un desplazamiento de factores de producción desde la producción de bienes de consumo hacia la de producción de armamento. Además, el impuesto sobre el consumo tiene la ventaja con respecto a otros impuestos de ser universal, transparente y muy difícil de evadir.

Esta última característica no es nada despreciable si se tiene en cuenta lo complicada que puede llegar a resultar la actividad recaudadora en épocas de grandes transformaciones, incertidumbre y desarticulación de la estructura social, política y económica, como suele ser el caso durante los grandes conflictos armados. El ciudadano percibe de inmediato a quién y por qué se de entregar parte de su propiedad. Además, es previsible y fácil de calcular, por lo que permite la planificación de las economías familiares. Y por otro lado, el consumidor puede tratar de eludir una mayor carga fiscal aplazando sus necesidades menos perentorias –como, por ejemplo, el consumo relativamente suntuario– para el futuro. Incluso, de esta forma estaría inconscientemente contribuyendo a ese fondo de ahorro tan necesario para la transformación de la estructura productiva.

Por último conviene destacar que el impuesto sobre el valor añadido no genera la perversa tendencia a realizar ulteriores intervenciones como la toma de control de la industria o el establecimiento de precios mínimos y máximos. Esto es así gracias a que el impuesto sobre el consumo, a pesar de desviar el protagonismo de la produción hacia bienes y servicios distintos de los que el mercado hubiese presumiblemente elegido, no distorciona las señales que indican la productividad relativa de los distintos métodos y las distintas empresas. Por eso, no produce grandes desequilibrios en la "economía real", y las fuerzas productivas del capitalismo pueden ayudar al esfuerzo bélico. Por eso decimos que no genera incentivos para intervenciones en la estructura productiva que, como en el caso de las expropiaciones de los medios de producción, conducen a la sociedad por la vía de la miseria de la planificación central y la pérdida de todo tipo de libertades propia del dirigismo totalitario.

El endeudamiento

Otra forma de financiar una guerra es mediante la deuda pública. Efectivamente, el Estado puede pedir prestado a instituciones privadas e individuos a cambio de la futura devolución del principal y ciertos intereses. Decimos frente a los agentes privados, porque el endeudamiento del Estado frente a agencias públicas como el banco central, debe tratarse como lo que en realidad es: una financiación a través de la inflación.

A lo largo de la historia, estos empréstitos se han colocado a cabo a través de los conocidos bonos de guerra. Sin embargo, dado que en principio la deuda pública no es finalista, carece de importancia práctica el documento formal que se utilice. La principal virtud que suele atribuirse a esta forma de financiación es su caracter voluntario. Esta característica evita la confrontación social en un momento en que ésta podría socavar el esfuerzo nacional. Como principal problema suele objetarse que el proceso de emisión y suscripción de bonos podría ser lento en relación a los impuestos y la confiscación.

La venta sin coacción de bonos de guerra aparenta ser un medio de financiación tan respetuoso con la propiedad privada, que pocos economistas liberales han presentado objeciones a su empleo. Después de todo, esta es la forma que suelen elegir las empresas privadas para financiar sus grandes inversiones en el mercado libre. Sin embargo, a pesar de la buena reputación y de las claras virtudes de los bonos de guerra, éstos no pueden equipararse con las emisiones privadas de bonos porque tienen naturalezas sustancialmente distintas. Veamos por qué.

Un bono privado vendido en el mercado libre significa que comprador está cediendo recursos a la empresa que lo vende. La empresa puede ahora comprar nuevas máquinas o contratar a nuevos empleados con los que espera incrementar su producción de bienes demandados por el público. Con los ingresos generados por ese incremento de la producción y de las ventas, que no hubiera sido posible sin la emisión y venta del bono, la compañía paga un interés al tenedor del bono. Desde el punto de vista del emisor, el bono es una demanda de préstamo. Desde el punto de vista de la persona que lo adquiere, la compra es una forma de invertir sus ahorros.

Ahora volvamos la mirada hacia los bonos de guerra. Cuando alguien compra un bono de este tipo, El Estado no produce nuevos bienes o servicios para su venta en el mercado. El Estado gasta el dinero pagado por sus bonos en bienes y servicios que no van a ser vendidos. ¿Cómo puede el Estado, pues, devolver ese dinero y pagar un interés por él? En el mejor de los casos el Estado espera poder pagarlo con los impuestos futuros. Se comprende entonces que llamar inversión a la compra de bonos de guerra es un "eufemismo traicionero"[2]. La suscripción de un bono de guerra sólo es voluntaria por el lado de su colocación, pero es claramente coactiva por lo que a su liquidación se refiere; es la compra de un derecho sobre una parte de los frutos futuros del poder coactivo de recaudación estatal.

Si es un hecho indiscutible que la guerra tiene que ser sostenida a base de recursos humanos, capital, bienes y servicios listos para ser empleados –es decir, con producción presente que aún no haya sido consumida–, ¿cuál es la lógica de los bonos de guerra? Se emiten porque empresarios, capitalistas, trabajadores y ciudadanos en general no están dispuestos a renunciar definitivamente a su riqueza para financiar los gastos de la guerra. Pero puesto que el Estado no es una institución productiva, alguien tendrá que pagar finalmente lo adeudado. Por eso, el acuerdo implícito en la compra-venta de bonos de guerra consiste en que alguien cede temporalmente al Estado los recursos necesarios para llevar a cabo la guerra mientras que el Estado se compromete a confiscar esa misma cantidad de dinero más una compensación a los contribuyentes futuros y liberar a quien ha contribuido hoy de tener que soportar finalmente los costes de la guerra. Es realmente difícil de entender por qué tanta gente y, sobre todo, tantos economistas, han visto algo heroico o patriótico en la compra de bonos de guerra.

Tampoco es fácil de entender por qué cuesta tanto admitir lo evidente: que alguien tendrá que pagar por el coste de la guerra, que a no ser que los bonos sólo den derecho a retribución a través de los eventuales indemnizaciones de guerra exigidas al enemigo derrotado, los bonos no se "pagan a sí mismos", que los bonos de guerra desvían el pago final de las cargas de la guerra a ciudadanos que generalmente no tuvieron conexión causal ni relación temporal con la decisión o los principales efectos supuestamente beneficiosos de llevar a cabo la guerra.

No hay que olvidar tampoco que, con frecuencia las deudas de guerra ha provocado el desmoronamiento de muchas monedas, como de hecho sucedió tras la primera Guerra Mundial. Cuando algunas personas empiezan a cuestionar la supuesta eficacia y la bondad de los bonos de guerra, el Gobierno pone en marcha la maquinaria propagandística según la cual la deuda pública no es un problema porque "es algo que nos debemos a nosotros mismos", como sostenía Keynes. Lo menos que puede decirse sobre esta visión de las cosas es que trata a los individuos de la sociedad como una masa amorfa lista para ser modelada. Es el fruto de la idea holista que trata de identificar las consecuencias de la masa con las consecuencias de cada individuo. En realidad, no dista mucho de defender la idea de que el robo no es un grave problema porque, al fin y al cabo, lo que uno pierde, otro en la sociedad lo está ganando.

Inflación

La financiación a través de inflación monetaria consiste en el envilecimiento de la moneda nacional para detraer el poder adquisitivo necesario con el que afrontar los gastos bélicos. La inflación tiene claras ventajas con respecto a otras formas de financiación. En general, suele destacarse la rapidez con la que puede llevarse a cabo y la gran cantidad de recursos que pueden obtenerse. Otra ventaja es que no precisa la colaboración de recaudadores, inspectores u otro tipo de extenso cuerpo funcionarial. No falta quien haya defendido que la inflación es menos traumática otras formas de financiación o que afecta en menor medida al nivel de vida de los ciudadanos por afectar principalmente al lado monetario de la economía.

De lo que no cabe duda es que la inflación ha sido el método de financiación preferido por la mayor parte de los gobernantes en época de guerra. Históricamente, cuanto más grandes han sido las guerras en las que los Estados han estado involucrados, mayor ha sido la inflación que han tenido que sufrir sus ciudadanos. Existen pocas excepciones a esta regla empírica, y las guerras de los Reyes Católicos parecen constituir algunas de las escasas excepciones. Por ejemplo, no resulta exagerado afirmar que debemos a la Primera Guerra Mundial la extinción del patrón oro; uno de los pilares fundamentales del capitalismo. El patrón oro supuso siempre el límite último para la guerra total sin respaldo popular. Por eso, no pudo soportar la presión de políticos deseosos de financiar con recursos ajenos y sin respaldo alguno de sus dueños, la mayor guerra jamás luchada hasta entonces. Los impuestos no eran suficiente. De hecho resultaron ser insignificantes para cubrir las enormes cantidades de recursos necesarios para participar en aquella guerra. Por supuesto, todos los gobiernos, sin excepción alguna, trataron primero y lograron más tarde endeudarse hasta las cejas. Pero la guerra total requiere la totalidad de los recursos de la sociedad, y lo que el endeudamiento podía ofrecer también resultaba insignificante para el nuevo tipo de guerra. Entonces alguien explicó la solución mágica que consistía en obtener crédito bancario e imprimir nuevos billetes o bonos con los que cubrirlos. Pero para poder poner en práctica esta aparente versión renovada del milagro de los panes y los peces, había primero que liberarse del primitivo patrón oro. Así, durante las dos primeras semanas de la Gran Guerra, todos los Estados involucrados, con la excepción de Inglaterra, suspendieron la convertibilidad.[3]

La excusa favorita de los gobiernos para recurrir a la inflación es el argumento de la emergencia nacional. Pero como bien expuso Ludwig von Mises:

"Conviene observar que la inflación no añade nada al poder de resistencia de una nación, ya sea a sus recursos materiales, ya sea a su fortaleza espiritual o moral. Haya o no inflación, el equipo material que precisan las fuerzas armadas deberá adaptarse a los medios disponibles, limitando el consumo de lo no indispensable, intensificando la producción y consumiendo una parte del capital previamente acumulado. Todo esto puede llevarse a efecto si la mayoría de los ciudadanos están firmemente decididos a resistir con todas sus capacidades y dispuestos a sacrificarse para defender su independencia y su cultura. Entonces deberán adoptarse métodos fiscales que garanticen la consecución de estos objetivos. Deberá lograrse lo que se conoce como movilización económica o economía de defensa, pero sin perturbar el sistema monetario. La situación de emergencia se deberá afrontar sin recurrir a la inflación. [...] La situación de emergencia que produce inflación consiste en esto: el pueblo, o la mayoría del pueblo, no está dispuesto a sufragar los costes que comportan las medidas políticas que adoptan sus gobernantes. Apoyan estas medidas sólo en tanto en cuanto creen que no son ellos los que tienen que soportarlas."[4]

Sin embargo, aunque la guerra es siempre un mal negocio e implica, en el mejor de los casos, la destrucción de bienes y la generación de miseria para evitar mayores destrucciones y miserias más acusadas, durante una guerra financiada a través del recurso a la inflación, la economía aparenta estar más saludable que en ningún otro período de tiempo anterior. Pero si la guerra pudiese producir prosperidad, los terremotos y las plagas deberían poder generar por la misma razón inmensas riquezas. Dado que no es posible enriquecerse, en términos agregados, gracias a la destrucción de bienes y vidas humanas —tan sólo es posible evitar males mayores—, la inflación tiene que servir como velo que cubra toda esta producción de miseria. Si no fuese ese velo, la gente reconocería rápidamente que la prosperidad atribuida a la guerra se reduce nada más que a un reducido grupo privilegiado, mientras que el resto de la ciudadanía se empobrece cada día que la máquina de hacer billetes alimenta la maquinaria de la guerra. Porque el proceso inflacionario no es homogéneo: unos precios suben antes y más rápido que otros, del mismo modo que el nuevo dinero llega antes a unas manos que a otras. Quienes primero lo reciben, los empresarios y los trabajadores de las industrias bélicas, reponen inventarios y compran bienes de consumo a precios antiguos; pero cuando el nuevo dinero va inundando el resto de la economía, los precios que deben pagar los empresarios y trabajadores de otras industrias por sus suministros o por los bienes de consumo ya se han elevado previamente con la demanda de los primeros. Para colmo, el incremento de disponibilidades monetarias, que suele interpretarse como un incremento de la riqueza, lo que realmente implica es un consumo de capital. Así, el aparente boom no es otra cosa que un vasto proceso de consumo de capital aderezado con una gigantesca redistribución de riqueza de toda la sociedad hacia los productores, comerciantes y obreros de los complejos de la industria militar.

La financiación de la guerra contra el terrorismo

El once de septiembre del año 2001, los Estados Unidos de América, en un clamoroso fallo de su monopolio de seguridad e inteligencia, fue atacado por primera vez en su historia en suelo continental. El atentado contra las Torres Gemelas del World Trade Center fue un ataque contra la civilización occidental, y en especial contra su modelo pacífico de relaciones económicas, el capitalismo.

Desde entonces los Estados Unidos han puesto en marcha un plan contra el terrorismo internacional que combina aspectos puramente defensivos con guerras en el exterior para tratar de desalojar del poder a gobiernos que presumiblemente colaboran con las redes del terrorismo internacional. El coste y financiación de esta gran campaña militar ha sido completamente secreto hasta hace bien poco. Ahora sabemos que los gastos realizados para llevar a cabo la guerra en Irak se elevan hasta un mínimo de 90 millardos de dólares; a razón de millardo y medio al mes. La cifra de los gastos en las dos guerras libradas hasta ahora, más el incremento de gastos en programas de seguridad interior desde septiembre de 2001, se sitúa en torno los 220 millardos de dólares. Este no es el lugar para discutir si se está gastando demasiado o si se está empleando eficazmente para reducir la actividad terrorista; aunque sin duda son dos cuestiones que merecería la pena estudiar. Lo que sí haremos es examinar cómo se está financiando ese enorme gasto militar, comprobar si hay recursos que se hayan obtenido por medio de la confiscación, la expropiación o la conscripción, y hacer una valoración en función del análisis sobre los efectos de la financiación que hemos realizado.

Por fortuna, el gobierno de los Estados Unidos no ha puesto en marcha medidas generales de confiscación —no tendría sentido cuando la guerra se produce a miles de kilómetros de distancia y se lucha con bienes y servicios que poco tienen que ver con los que poseen y consumen los estadounidenses. Sin embargo, sí ha aprobado algunas leyes y reglamentaciones que limitan de tal forma la utilización de algunos recursos privados, que en la práctica suponen algo parecido a una confiscación o expropiación temporal. El caso más discutido ha sido el de la "venta obligatoria" de todos los datos de satélites situados sobre Afganistán durante la guerra en aquel país. Si bien no se trata de una confiscación propiamente dicha, la negación del derecho de los propietarios a utilizar sus imágenes de Afganistán como mejor les pareciera bastó para que una buena parte de los liberales estadounidenses decidieran plantarle cara a su gobierno. Sin lugar a dudas, la existencia de satélites en manos privadas es una garantía de contrapeso a los poderes estatales que muchos liberales no están dispuestos a tolerar ni siquiera en tiempos de guerra. Este es el tipo de desmotivación y desmoralización que pueden provocar las confiscaciones y las ventas forzosas, a las cuales hicimos mención más arriba. Si esto ha ocurrido por la venta forzosa al gobierno de datos obtenidos por satélites privados, podemos hacernos una idea de la oposición que provocaría la confiscación masiva de materias primas, tierras, armas o cualquier otro tipo de recursos privados.

En cuanto a la conscripción, hay que felicitarse porque no se haya dado marcha atrás en el sistema de ejército profesional que tanto ayudaron a establecer las distintas familias liberales americanas. Sin embargo, por primera vez en un cuarto de siglo, un buen número de personalidades públicas y políticos han defendido la conveniencia de la vuelta al draf. Este hecho es de por sí inquietante si tenemos en cuenta que el respeto a la decisión individual de ir o no a luchar parecía haber arraigado en la sociedad americana. Hasta ahora, los detractores del servicio coactivo superan en número y fuerza política a quienes defienden la necesidad de la vuelta a la conscripción. Sin embargo, cabe preguntarse qué ocurrirá si la guerra contra el terrorismo se alargara y el número de frentes aumentase.

Por otro lado, lo sucedido en materia de impuestos entre finales del año 2001 hasta la actualidad es realmente sorprendente. Es muy posible que estemos asistiendo a una de las pocas ocasiones en la historia en la que los impuestos sobre la renta han sido reducidos al tiempo que tenía lugar un fortísimo esfuerzo por financiar recursos para campañas militares de gastos tan inciertos como las de Afganistán e Irak. Como explicamos anteriormente, esta es una política acertada por cuanto que no sólo no recurre a un impuesto que daña el ahorro nacional, sino que lo reduce de forma decidida. El gobierno de George W. Bush parece haber entendido la importancia de reducir el impuesto sobre la renta incluso en tiempo de guerra, y ha sido valiente al hacerlo en medio de la ofensiva de organismos financieros internacionales como el Banco Mundial y el FMI que reclamaban inmediatas subidas de ese mismo impuesto para cubrir el déficit público. Además, la administración estadounidense ha anunciado su decisión de continuar con los recortes en el impuesto sobre la renta para el próximo ejercicio.

El impuesto sobre los beneficios extraordinarios no ha sido ni tan siquiera mencionado en los diversos debates que se han sucedido tanto en el ámbito académico como en el político sobre la forma de financiar la guerra contra el terrorismo. De no ser resucitados, el estímulo de los beneficios y el toque de atención que suponen las pérdidas empresariales servirán de guía a las industrias de productos tanto militares como civiles acerca de la idoneidad de los productos que ofrecen y la productividad de sus modos de producción.

Por otra parte, aunque se han oído voces para introducir algún impuesto de tanto alzado o elevar el impuesto sobre el patrimonio, ni el primero ha sido introducido ni el segundo ha sido incrementado. Y no parece muy probable que incluso en un escenario de sucesivas guerras contra el terrorismo el primero tenga posibilidades de ser aprobado. De esta forma no se ha corrido el riesgo de reducir productividad por los cambios en la propiedad de los factores de producción debidos a las liquidaciones de quienes no pudieran reunir el efectivo suficiente para pagar el impuesto.

Tampoco han sido incrementados los impuesto sobre el consumo. No se sabe si la negativa a elevar este impuesto se debe a que el gobierno considera que cuenta con métodos de financiación mejores o si es resultado de su impopularidad en la calle y en las cátedras keynesianas.

Un capítulo algo más preocupante es el de la deuda pública. La emisión de deuda pública ha crecido de manera espectacular. El crecimiento de la deuda federal de los Estados Unidos venía reduciendo su ritmo desde el año 1983, cuando crecía al 20% anual y representaba 1.371,7 millardos de dólares. En el año 2000 su crecimiento prácticamente se había logrado detener y se preveía poder eliminarla en cuestión de una o dos décadas. Sin embargo, entre septiembre de 2001 y septiembre de 2003 la deuda ha aumentado de 5.807 millardos a 6.791. Es decir, se ha incrementado aproximadamente un 20% en dos años. Por otro lado, en el mismo período no se percibe una intensificación significativa en el ritmo de crecimiento en la masa monetaria (M3) con respecto a los años inmediatamente anteriores a los ataques terroristas. ¿Qué puede estar sucediendo?

Parece lógico pensar que se ha producido una sustitución de crédito dirigido a individuos y empresas privadas por crédito al Estado con el respaldo de deuda pública. Los datos parecen confirmar en buena medida esta hipótesis. Por ejemplo el crédito industrial ha disminuido en al mismo tiempo que se incrementaba la deuda pública. En este contexto podemos decir que el gobierno de los Estados Unidos ha tenido la relativa suerte de encontrarse en un momento de recesión económica en el que se reducían los préstamos industriales en algo más de 100 millardos de dólares, lo que puede haber dejado crédito libre para colocar sus bonos. Si hubiese tratado de colocar toda esa nueva deuda en una época de bonanza, echando más leña al fuego, es muy posible que a estas alturas ya se estuviese empezando a quemar.

Otro dato importante e inquietante se refiere al fortísimo aumento de la deuda pública en manos de bancos de la Reserva Federal. La deuda federal en manos de esta institución ha aumentado en más de un 20%, pasando de 530 a 640 millardos de dólares. Parece entonces que una parte del aumento de los gastos públicos que tienen a la guerra contra el terrorismo como protagonista destacado se estarían financiando de manera inflacionaria. Se está concediendo un enorme volumen de crédito cuyo respaldo no es otro que las bombas, aviones de combate y misiles que están siendo consumidos. Esto puede funcionar si la guerra es corta y se consigue el objetivo de lograr un mundo más seguro. Pero incluso en ese caso, los efectos distorsionadores de la inflación suponen una amenaza para las libertades y la prosperidad del motor económico y pulmón de las libertades en Occidente. En caso de perpetuarse en el tiempo, esta forma de financiación resultará extraordinariamente dañina para la sociedad.

El gobierno americano podría haber financiado todos los gastos de guerra sin recurrir a la deuda inflacionaria. Una propuesta sensata y realista consistiría en sufragar dichos gastos con un incremento en los impuestos al consumo. Teniendo en cuenta el ritmo de gasto actual, el aumento tendría que situar el impuesto sobre el consumo en torno al doble del actual durante el período de guerra. Convendría además que ese nuevo "tramo" tuviese una denominación que hiciera referencia a la guerra para que todo el mundo sepa lo que cuesta y los políticos se sientan inclinados a quitarlo una vez pasada el conflicto. Esta fórmula de financiación sería la más congruente con un aparato productivo que debe de permanecer dinámico y una sociedad celosa de sus libertades económicas y sus derechos individuales.



[1] Ludwig von Mises, Human Action, Scholar´s Edition, Ludwig von Mises Institute, 1998, pág. 823.

[2] Frank Chodorov, "Don´t Buy Bonds", Analysis, 4 (9): pág. 1.

[3] Inglaterra no suspendió formalmente la convertibilidad de la Libra hasta 1919. Sin embargo, la exportación de oro fue tan restringida que en la práctica dejó de funcionar desde el comienzo de la Guerra.

[4] Ludwig von Mises, La teoría del dinero y del crédito, 1934 (1912), págs. 396-397 de la segunda edición española de 1997, publicada por Unión Editorial.

Número 17

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