Ladrillos y productividad: el socialismo es una aberración
Los economistas oficiales del PSOE, Miguel Sebastián y Jordi Sevilla, han comenzado la campaña electoral, acompañados, dicen ellos, por cientos de economistas miedosos que no se atreven a darse a conocer. El nuevo mensaje es la crítica del ladrillo, la loa a la productividad y la demanda de más gasto en protección social aunque, simultáneamente, se afirma que no se quiere aumentar la presión fiscal. Un planteamiento, excepto el del gasto social, aparentemente positivo —¿quién no quiere un país más moderno?—, pero repleto de ideología planificadora y desprecio a los ciudadanos.
De entrada, su crítica al crecimiento del ladrillo implica el desprecio a los deseos de los consumidores, de los ciudadanos, que están diciendo que quieren viviendas, para habitarlas, para irse de vacaciones, para invertir; desprecio que incluye también a los extranjeros que compran en España. Este socialismo económico español es "ilustrado"; sabe lo que necesita "el pueblo" mejor que el propio pueblo; en sus manifestaciones lleva implícito el desvarío autoritario y planificador de las viejas dictaduras comunistas, que nunca construyeron viviendas —condenando a vivir hacinados a sus súbditos— porque era supuestamente mucho más productivo invertir en proyectos industriales, diseñados, decididos y organizados por el partido, la vanguardia de la clase obrera.
La vivienda y el sector de la construcción
Entre 1976 y 1994, el número de ocupados en nuestra economía no creció en absoluto; durante casi veinte años sólo trabajaron en España 11,8 millones de personas, mientras se hinchaban las cifras del desempleo y no crecía, acompasadamente, la población activa, por el desánimo generalizado. Es más, entre esos 11,8 millones de ocupados que había en 1994, los funcionarios, o contratados por las administraciones públicas, habían aumentado en un millón, mientras disminuían en otro millón el resto de empleados en la economía, en relación con 1976.
Durante esos años, y hasta 1997/98, la cifra promedio de viviendas iniciadas fue de 280.000 anuales, que pueden parecer muchas para un país sin creación de empleo, pero que respondía a cambios de residencia, sustitución por obsolescencia y segundas viviendas; una política, ésta, fomentada por los gobiernos socialistas, que incentivaban por igual la compra de la primera que de la segunda vivienda. Todo con tal de crecer, aunque fuera en ladrillos.
Entre 1995 y 2003, ha aumentado el número de personas que trabajan en cinco millones los cuales, obviamente, fueran nacionales o inmigrantes, en algún lugar tenían que alojarse; además de que, finalmente, están independizándose y contrayendo matrimonio las generaciones (las cohortes, como dicen los estadísticos) más numerosas de la historia de España, los nacidos entre 1974 y 1978. A lo que se añade que cientos de miles de extranjeros quieren tener viviendas en España y las están comprando (probablemente casi el 20% del total de las que se construyen anualmente). Y el crecimiento de la demanda conjunta de viviendas es tan fuerte que la oferta, aunque se haya duplicado, no es suficiente y, en consecuencia, suben los precios. El crecimiento de los precios tiene que ver, sobre todo, sin embargo, con el nivel de los tipos de interés, que se traduce, vía aumento de la cantidad de dinero, en un alza espectacular del precio de todos los activos de la economía, y no sólo de las viviendas, aunque éstas constituyen la parte más sustancial del conjunto de la riqueza de los españoles.
Pero no quiero discutir, en esta ocasión, sobre el precio de la vivienda, sino sobre el desprecio autoritario que los economistas socialistas manifiestan respecto al crecimiento de la economía española, apoyado en el sector de la construcción. El sector de la construcción supone alrededor del 14% del PIB, frente a cifras en torno al 10%-11% en otros países europeos. Con ese porcentaje se puede influir en la marcha de la economía, pero no determinar su ritmo de crecimiento. De hecho, en 2001, el PIB real aumentó el 2,8% y la aportación del sector de la construcción fue de 0,8 puntos; en 2002, el PIB real aumentó el 2% y el sector aportó 0,6 puntos y en 2003 si el PIB crece el 2,3% aportará 0,5 puntos. El sector, pues, contribuye al crecimiento, pero no es la causa principal, como dicen, de que aumente el PIB.
Lo que dicen los economistas del PSOE es que, en caso de que gobernaran, tomarían decisiones para que hubiera, genéricamente, menos ladrillos y mayor productividad. Un planteamiento que parece teóricamente impecable, pero que está repleto de incertidumbres y de deseos irrefrenables de planificar autoritariamente.
Para empezar, es verdad que la inversión en ladrillos es poco productiva, en el sentido de que lo que aportan las nuevas viviendas al aumento de la productividad general de la economía es, estadísticamente, muy reducido. Aunque me gustaría que pudiera medirse de qué modo y cuánto la condición de propietarios contribuye a aumentar el realismo de los españoles —y su disposición a trabajar—, algo que desdeñan los socialistas, pero que constituye el auténtico motor de la economía de mercado. Un país de propietarios (el 90% de las familias lo son), como es ahora España, con más de 21 millones de viviendas, es una garantía de independencia personal y de compromiso con la realidad, frente a los criterios planificadores de esta nueva generación de economistas socialistas.
En segundo lugar, una proporción importante de lo que ellos denominan, despreciativamente, ladrillos, son obras de infraestructura (quizá el 70% del total de inversiones en el sector de la construcción son edificios y el 30% restante infraestructuras). Y éstas han sido, paradójicamente, otra de las obsesiones de los economistas socialistas, porque a las infraestructuras siempre les han atribuido poderes taumatúrgicos. Lo que ha ocurrido con los socialistas, los del socialismo real, por ejemplo, y los de aquí, es que, a la hora de la verdad, nunca han construido muchas, porque su espantosa gestión económica no les ha permitido liberar recursos para financiarlas. En el caso más reciente del socialismo español, en 14 años, desde 1982 a 1996, las inversiones más significativas fueron la incompleta red de autovías y el AVE a Sevilla; en total, una inversión de algo menos de 3 billones de pesetas, mientras la deuda pública aumentaba, en ese mismo periodo, en más de 40 billones de pesetas. Las infraestructuras, una vez que funcionan, aumentan la productividad general de la economía; según algunos analistas más, incluso, que la investigación y el desarrollo; siempre, por supuesto, que no sean gastos motivados políticamente, sino que respondan a las necesidades de las empresas que, a su vez, se supone que suministran lo que desean los consumidores. Y, probablemente, nunca, en la historia de España, se ha hecho un esfuerzo inversor en infraestructuras como el actual, que, al final de esta década habrá modificado profundamente las comunicaciones, la capacidad de intercambio comercial, la competencia y, finalmente, permitido un significativo aumento de la productividad.
La productividad en los otros sectores de la economía
Por supuesto que es más fácil que se produzca un crecimiento de la productividad en la agricultura y la industria que en los servicios y la construcción. En España, los servicios son importantísimos, mientras la industria mantiene, a duras penas, su porcentaje de participación en el PIB —en torno al 21%— y parece que han terminado los aumentos de productividad más importantes en la agricultura, que es capaz, hoy, de producir mucho más que antes, con menos del 6% del total de la población ocupada, frente a cifras cercanas al 30% a mediados de los setenta.
Para desesperación del gobierno, que concluyó en la cumbre de Lisboa de 2000 que el futuro era el I+D, hasta el punto de que el ministerio de Industria desapareció para dar paso al de ciencia y tecnología, el porcentaje de I+D en relación al PIB lleva estancado varios años en torno al 1% del PIB. A pesar de que el I+D se haya transformado en I+D+I (investigación, desarrollo e innovación), y a pesar del aumento de los gastos en modernización militar, atribuidos a este renglón y a pesar de los beneficios fiscales, que se han ido aumentando continuamente; hasta el punto de que ya no hay que temer que la inspección de Hacienda dictamine —como ha ocurrido habitualmente— que no ha lugar a las exenciones, porque no se han justificado suficientemente esas inversiones; ese dictamen lo hace ahora el ministerio de Ciencia y Tecnología y la inspección de Hacienda no tiene voz ni voto, en teoría, para poner en duda dichas decisiones.
¿Por qué no aumenta el I+D+I? Hay centenares de estudios y publicaciones en los que se dan razones de todo tipo. Al margen de las específicas, las de orden general son:
1º. Nuestro sistema educativo aborrece la excelencia y, si por los socialistas fuera, se suprimirían los exámenes y las notas y no se permitiría que nadie destacara académicamente, para no acomplejar a los que no tienen buenas aptitudes o, simplemente, se niegan a trabajar.
2º. Nuestras universidades son una catástrofe, hasta el punto que los rectores, organizados sindicalmente en defensa de los intereses corporativos de los profesores, han sido, y continúan siendo, la principal fuerza opositora a la renovación, a la competencia, a la libre contratación y al intercambio de académicos. Nuestra enorme universidad absorbe incontables recursos públicos, que son manejados por claustros de profesores inamovibles, elegidos por procedimientos gremiales, sin incentivos para mejorar su preparación ni para educar a los alumnos que reciben. Y, nuevamente, los socialistas son los principales opositores al cambio de esa situación. Tienen mayorías en los claustros, logradas en los años del felipismo y consolidada ahora, antes de la entrada en vigor definitivo de la nueva y modesta ley de Universidades, con la elección apresurada de nuevos conmilitones, a los que se juramenta en la defensa de su familia académica, no de los intereses de los alumnos.
3º. En otro ámbito de cosas, no podemos olvidar que hemos llegado tarde, tardísimo, al desarrollo industrial; nuestra industria, protegida y aislada del exterior durante el franquismo, nunca tuvo suficiente tamaño para hacer "desarrollo". Por supuesto que hay excepciones pero, en general, la integración de la economía española en la economía internacional ha significado la integración de nuestra industria en la cadena de las multinacionales que, afortunadamente, han mantenido, en general, la mayoría de las instalaciones industriales en España, porque, son, todavía, suficientemente productivas (sobre todo tras las cuatro devaluaciones del periodo 92-95). Pero aquí, en nuestro suelo patrio, no se hace "desarrollo"; esa actividad se concentra en plantas e instalaciones con mayor solera, mayor acumulación de capital humano y cerca de las sedes sociales de esas multinacionales. Las posibilidades de que la industria instalada en nuestro país pueda hacer "desarrollo" en un futuro dependerá, seguirá dependiendo, del tamaño de nuestras industrias —que parece difícil pueda aumentar— y de otros factores sobre los que sí se podría influir: de nuestro sistema educativo, de los idiomas —el vascuence y el catalán no califican, y el español sólo un poco más—, del nivel de salarios, de las infraestructuras, de la calidad de vida del entorno, del trato fiscal a investigadores y empresas; en fin, de esa "caja negra" que constituye el factor diferencial entre países atrasados y avanzados. De imposible cuantificación.
Donde la productividad puede aumentar es en nuestro sector servicios, empezando por los que presta el sector público, ya sean oficinas ministeriales, hospitales, centros educativos o juzgados. Los avances informáticos y de telecomunicaciones permiten incrementos de la productividad que antes parecía que estaban reservados a la industria y la agricultura.
Como seguro no se consigue aumentar la productividad, sin embargo, es con decisiones como la semana laboral de 35 horas de los socialistas franceses —también reclamada en España por los economistas socialistas, hasta que el derrumbe de Francia les ha acallado. Esa iniciativa socialista ha dejado, desgraciadamente, rastros en España, en particular entre las administraciones autonómicas y locales, algunas muy significativamente del PP, como la de Madrid, que decidieron que ellas también eran progresistas.
En el resto de actividades del sector servicios, ya sea el turismo y el ocio, los transportes o el comercio, las mejoras en infraestructuras podrán suponer, sin duda, un avance en la productividad, pero el peso del gasto en personal —mucho más alto en los totales costes de producción que en la agricultura, la industria y la construcción—, significa que los salarios serán la clave, no ya para ser productivos, sino para ser competitivos y poder sobrevivir en un mundo abierto. En este sector de los servicios es en el que más se va a notar el nivel de preparación y la actitud ante el trabajo. De lo primero, de la preparación, ya hemos hablado. En cuanto a la actitud, contamos, como se ha expuesto anteriormente, con el apoyo que significa la propiedad individual de un parque de 21 millones viviendas y de otras muchas inversiones en activos financieros.
Contamos también con la presencia y contribución de muchos extranjeros que están dispuestos a trabajar porque carecen de casi todo y ven en nuestra sociedad una oportunidad para mejorar su nivel de vida y el de su familia. La economía norteamericana crece, en parte, por la aportación de los inmigrantes, legales e ilegales; la española, también. Lo cual no obsta para que la inmigración se pueda transformar en un problema que termine por desacelerar el crecimiento, si no se controla a la delincuencia que se ha colado en esta ola inmigratoria, o si se cae en la tentación de ofrecer protección social como alternativa al trabajo, en lugar de como paliativo para hacer frente a situaciones extremas.
El gasto en protección social
Los economistas socialistas, mientras predican la necesidad de abandonar el ladrillo y centrarse en el aumento de la productividad, hacen, simultáneamente, otra crítica al gobierno del PP, "el gasto en protección social en términos de PIB es insuficiente". La conclusión del que oiga tal aserto, sin matizaciones, será, lógicamente, que los gobiernos del PP practican el sadismo con la población, en particular con los más desprotegidos.
Sin embargo, si se desentrañan algo las cifras de lo que se denomina "protección social", nos encontramos con que una de las razones de esa aparente desprotección es el descenso del desempleo, y de los pagos, en consecuencia, a los parados, que han pasado de algo más del 24% de la población activa en 1994 al actual 11,6%. Si, además, ocurre que nuestro PIB avanza, en términos nominales entre el 5 y el 8% anual, (entre un 3% y un 4% de inflación y un crecimiento real de entre el 2% y el 4%), mientras en Alemania y Francia —los modelos de los economistas socialistas— lo hacen en torno al 2% (todo inflación y ningún crecimiento), y allí no disminuye el desempleo, el resultado tiene que ser "desprotección social" en términos de PIB en España, aunque haya mejorado el nivel de todo tipo de prestaciones sociales.
Dentro de éstas se encuentran también las pensiones. Suponen el 9,3% del PIB, pero a los socialistas les parece poco y les gustaría que aumentaran, aunque ese deseo sea exactamente lo contrario de lo que defienden los Pactos de Toledo, que se preocupan por la sostenibilidad del sistema. No obstante, en Alemania y Francia —con un gobierno socialista la primera y la segunda con otro que sería exagerado llamar conservador— se están tomando medidas para reducir no sólo las pensiones sino el conjunto de prestaciones sociales porque, dicen esos gobiernos, son un obstáculo insuperable para crecer y crear empleo.
Nada dicen nuestros amigos socialistas sobre este extremo. ¿Hay acaso mayor protección social que haber logrado que cinco millones de personas tengan empleo? No hay duda de que los más pobres de nuestra sociedad estarán tanto mejor, y más protegidos, cuanto más empleos haya, porque la auténtica protección es la que dispensa la familia y para que la familia pueda funcionar es imperativo que haya empleo.
Una nueva vuelta a la "productividad"
Hay otros factores institucionales que permiten y favorecen el aumento de la productividad. En primer lugar, la baja imposición (al menos, ahora, dicen que no quieren aumentar la presión fiscal, aunque hacen ruidos en el sentido de que se preparen los que más ganan, sin analizar si la productividad aumenta o disminuye con la progresividad fiscal; que, por supuesto, disminuye). En segundo lugar, y más importante aún, es determinante que funcione el Estado de derecho (la separación de poderes y la supervivencia de Montesquieu) y que haya la menor corrupción posible, lo que exige una disminución del intervencionismo público. Cuando los economistas socialistas hablan de la necesidad de aumentar la productividad, lo primero que se me viene a la cabeza es que quieren tomar medidas arbitrarias a favor de determinadas empresas y grupos sociales; y esa práctica discriminatoria se traduciría, sin duda, en corrupción. Si se quiere aumentar la productividad desde el Estado, el camino es la reducción general de los impuestos y una mayor libertad para todos, no impulsos fiscales arbitrarios y sectoriales.
El ejemplo del ladrillo en la Comunidad de Madrid
Volviendo al ladrillo, la propuesta del "non nato" gobierno de Simancas no era aumentar la productividad de la economía de la región más dinámica y moderna de España, sino centrarse en el "ladrillo social"; atendiendo, eso sí, con más realismo que los economistas oficiales de su partido, a la demanda de la población. El objetivo de su gobierno era hacer muchas viviendas sociales —que encargarían a una central de cooperativas amiga, para que ganara una inmensa cantidad de dinero (100.000 millones de las antiguas pesetas)— y que dejaran de hacerse viviendas libres; un planteamiento posible, porque la legislación de la comunidad de Madrid, bajo el anterior gobierno del PP, limitó extraordinariamente el suelo para viviendas libres, con lo que aseguró un aumento adicional de su precio. ¿Funcionaría el plan? Parcial y negativamente.
Habría más viviendas sociales, a las que tendrían más derecho los más pobres, no los más diligentes. Si un trabajador se hubiera pasado en el crecimiento de su productividad, tendría, posiblemente, ingresos demasiados altos para poder optar a este tipo de vivienda y tendría que ir al mercado de libres, que serían más caras, porque habría menos. En definitiva, posible corrupción a la hora de elegir entre los menos favorecidos, discriminación contra los que más se hayan esforzado en aumentar su productividad y disminución de la oferta de ladrillos. Al final, resulta que los economistas oficiales del PSOE se llevarían el gato al agua en una de sus propuestas: menos ladrillos, pero precios más altos. Y Simancas, ni una palabra sobre el aumento de la productividad. Donde sí tendrían éxito todos, Simancas y los economistas oficiales del PSOE, sería en el incremento de la cifra de gasto en protección social, porque se dispararía el desempleo y los pagos a los parados.
La revisión de la contabilidad nacional
Hay otro factor, en relación también con la productividad, que merece la pena ser destacado. En 2005 se van a revisar las cifras de la contabilidad nacional. De un modo semejante a como ocurrió recientemente, al constatarse que se había minusvalorado en los últimos cinco años el número de los que trabajaban (en 700.000 personas) y la cifra total de la población activa, (que era también más elevada), lo que obligó a revisar la EPA (encuesta de población activa) en un proceso que terminó en 2002, los datos de los que ya disponemos indican que la revisión de la contabilidad nacional determinará un aumento de nuestro PIB. Es probable que, para los últimos cinco años, ese incremento se sitúe entre el 3% y el 5%. Eso significaría que el PIB ha estado creciendo a ritmos superiores al 5% durante unos años y que, ahora, el ritmo podría ser superior al 3%. Lo que significaría asimismo que la productividad ha crecido en torno al 1,5% anual, un porcentaje parecido al histórico y al de los países de nuestro entorno. Habrá que esperar a 2005, pero, si la revisión se completa en estos términos, resultará que no sólo hemos tenido un crecimiento apoyado, para satisfacción de los consumidores, en el ladrillo, sino que hemos sido capaces de mantener el aumento de la productividad en las tasas históricas medias y similares a las de los países de nuestro entorno.
Conclusión
Tras unos años de extraordinario esfuerzo constructor de viviendas, (por supuesto, además de otras instalaciones e infraestructuras), hay que enfrentarse a la realidad de que los consumidores, probablemente, no tienen los mismos incentivos para ahorrar e invertir en otros activos. La capacidad de ahorro y de endeudamiento de nuestra población se está empleando en lo que se ha considerado prioritario por los españoles, la adquisición de viviendas. Pero, a partir de ahora, aunque ese esfuerzo y ese destino para los ahorros no desaparezcan repentinamente, hay que invertir —como corresponde a una sociedad más rica y más madura—, en otro tipo de activos. Aunque nadie puede asegurar que la demanda de viviendas por extranjeros procedentes de la Unión Europea no crezca todavía más si, finalmente, se reactiva la economía continental y si siguen llegando inmigrantes dispuestos a trabajar y seguimos teniendo, a nivel nacional, capacidad de ahorro para afrontar este crecimiento.
El crecimiento de la productividad en España hemos visto que depende de muchas cosas, pero, en primer lugar, de que la población continúe ahorrando e invirtiendo. Cuanto menores sean los impuestos, mayor será el ahorro. La inversión más productiva es, sin duda, la educación, pero aquí la nefasta influencia socialista reduce las perspectivas de mejora. La mayor productividad de todo nuestro sistema económico depende, también, de un menor intervencionismo, del estado de la corrupción, de la defensa de los derechos de propiedad, de la capacidad de tomar decisiones libremente por parte de los empresarios. Si, efectivamente, de la evolución de esos temas depende el crecimiento de la productividad, la ideología socialista no tiene nada que ofrecer, porque socialismo es intervencionismo, planificación, despotismo y desprecio a los deseos de los ciudadanos.
Número 17
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?El liberalismo no es una aberración. No hace falta ninguna argumentación para llegar a dicha conclusión.
Argumentaciones y justificaciones han habido muchas a lo largo de la historia del pensamiento. Los racistas hitlerianos argumentaron científicamente sobre la superioridad de la raza aria. Justificaciones "marxistas" han provocado gigantescos crímenes contra la humanidad.
La conclusión del argumentado artículo es clara.
El grado de civilización al que hemos llegado exige un "mínimo" deontológico. En ese mínimo está la tolerancia como suprema virtud. Si virtud. Hace falta fuerza, esfuerzo, para respetar otras foemas de pensar, otras formas de comprender la realidad, otros proyectos de futuro. Y en el momento actual de civilización, llegar a la conclusión del autor, por mucha argumentación que se tenga, es manifestación de intolerancia. La Guerra Fría ya terminó. El comunismo totalitario casi ha desaparecido. Es momento de serenar los espíritus..., las opiniones..., de ser tolerantes.?
que te puedo decir solo que das asco y pena no tengo nada que revatir porque no has dicho nada?
tendrá que demostrarlo. En el artículo hay 3.626 palabras que ofrecen argumentos y demuestran lo que opina el autor.
Puede usted decir lo que quiera que no nos vamos a asentir mal, tenemos las ideas muy claras para que nos afecte unas palabras sin argumentos, sólo le pido que argumente sus "acusaciones".
Espero que tenga usted tiempo y rebata con argumentos su idea de que el liberalismo es una aberración, etc.
Gracias.
Mi enorabuena a D. Alberto Recarte?