La problemática de seguridad en Colombia desde una perspectiva liberal
"Un gobierno sabio y prudente, que impida que los hombres se hagan daño entre sí, y que en todo lo demás los deje libres para perseguir el logro de sus propósitos (...): he aquí la suma de lo que es un buen gobierno."
Thomas Jefferson
Primer discurso inaugural, 1801.
Introducción
Tras los muy penosos sucesos que el 11 de septiembre de 2001 recordaron al mundo los peligros del fenómeno conocido como terrorismo, buena parte de la atención de quienes se dedican a las cuestiones políticas, tanto en la teoría como en la práctica, se ha desviado hacia asuntos de seguridad nacional y la lucha contra estas novedosas y algo enigmáticas manifestaciones de violencia. Cabe anotar que, en buena medida, muchos de los estudiosos liberales de políticas públicas fueron tomados por sorpresa en este proceso. Por décadas, la atención de la mayoría de liberales se había dirigido hacia áreas como la reforma institucional, la privatización y la liberalización comercial. Por consiguiente, el mundo del pensamiento liberal fue un poco tardío en su reacción ante los sucesos de aquella nefasta fecha. Es más, cuando del asombro por lo sucedido se pasó al examen de las alternativas para contrarrestar el terrorismo, muchos pensadores liberales se quedaron sin palabras, pues esta temática no encajaba bien dentro de su marco tradicional de ideas y reflexiones.
En Colombia, país en el cual nací y he pasado toda mi vida, la situación fue algo diferente. Sin duda alguna, fuimos sorprendidos y alarmados por la magnitud y violencia de los ataques del 11 de septiembre. Más sin embargo, a diferencia de lo que ocurrió en muchas partes del mundo, los colombianos estábamos desde hace ya mucho rato familiarizados con el terrorismo, y los debates sobre las políticas antiterroristas no nos eran ajenos. Es más, desde el punto de vista de las ideas liberales clásicas, era posible para muchos de nosotros entender y legitimar ciertas políticas de combate al terrorismo que, o bien no son comprendidas por otros, o no se entiende cómo estas puedan encajar dentro de una perspectiva ideológica centrada en la libertad individual.
Este artículo tiene como propósito presentar un examen, desde el punto de vista liberal, de las políticas de lucha contra el terrorismo y de recuperación de la seguridad necesarias en la Colombia de hoy. Estas reflexiones pueden no ser exactamente aplicables a la situación de otros países, o incluso al problema global de lucha contra el terrorismo, pero los principios sobre los cuales ellas se basan sí son útiles y necesarios en la formulación de cualquier política de seguridad.
Como los lectores habrán escuchado, la administración del presidente Álvaro Uribe Vélez, quien inició su mandato el 7 de agosto del año 2002, ha puesto un énfasis muy marcado en la recuperación de la seguridad dentro de las prioridades de su programa. Pese a que las reflexiones que ofrezco aquí a ustedes giran en buena medida en torno a los programas de lucha contra el terrorismo de esta administración, debe quedar muy claro que este artículo no tiene un contenido ni una intención política. Lo aquí escrito es fruto del trabajo intelectual que se realiza en el INSTITUTO DESARROLLO Y LIBERTAD, un centro de pensamiento plenamente independiente con sede en Bogotá y el cual, junto a otros temas como la globalización y la reforma institucional, ha incluido siempre los temas de seguridad y lucha contra el terrorismo dentro de su espectro temático.
La seguridad: particularidades colombianas
El día 7 de febrero del año 2003, un poderoso carro-bomba estalló en un centro recreativo de Bogotá conocido como Club El Nogal. Como consecuencia de la explosión, 36 personas murieron y 160 resultaron heridas. Todas ellas eran civiles que desarrollaban actividades propias de su condición civil. Los colombianos, pese a estar ya algo acostumbrados a la ocurrencia de actos de terrorismo en nuestro país, presenciamos con horror la crueldad extrema de este atentado; mayor fue nuestro asombro cuando, tras las primeras investigaciones técnicas, se descubrió que el mecanismo de la bomba estaba preparado para hacer colapsar todo el edificio, lo cual habría causado un número de muertos que se contaría por miles. Como si estas noticias no fuesen suficientes, las investigaciones policiales posteriores señalaron que las FARC, el más antiguo y poderosos grupo armado ilegal de Colombia, había planeado el ataque, y había contratado para ejecutarlo a un hombre llamado John Freddy Arellán quien, engañado por el grupo, murió también víctima de la explosión.
Este horrendo acto, que heló la sangre de un país acostumbrado al terrorismo, fue el producto de una cambiante dinámica de violencia, en la cual la lucha política armada inspirada en ideales marxistas evolucionó hacia formas de guerra poco conocidas dentro del contexto de los conflictos internos.
Las FARC, el más importante grupo armado ilegal de Colombia, nació hace cerca de cuarenta años como producto de la confluencia de ciertos movimientos armados campesinos, los cuales, adoctrinados por el Partido Comunista Colombiano, constituyeron un grupo armado rebelde de orientación pro-soviética. Con el pasar de los años y las décadas, y gracias en especial a la negligencia y a la torpeza sucesiva de varias administraciones, este grupo fue creciendo en dimensiones y en poder. A principios de los ochenta se involucró en el negocio del tráfico de drogas; desde entonces, su participación en este negocio ha ido creciendo y se ha hecho más directa, lo cual permite a este grupo ostentar el orgullo de ser la única agrupación terrorista del mundo que no tiene preocupaciones financieras, sino que por el contrario, dispone de cuantiosos recursos para financiar sus operaciones. Otro aspecto de importancia en la evolución de este grupo ha sido el cambio en sus métodos. De la guerra de guerrillas tradicional, en la cual todavía había algún asomo de aquella actitud justiciera que muchos europeos quieren a la fuerza ver todavía en este grupo, las FARC decidieron a principios de los ochenta constituir un ejército cuyo objetivo sería la toma del poder. Por un momento, a finales de los noventa, parecía ser que lo habían logrado: en aquella época las FARC propinaron golpes significativos a unidades importantes del ejército colombiano, y realizaron varias operaciones que implicaban la concentración de un gran número de efectivos y el uso de tácticas propias de la guerra regular. Por fortuna, esto no se debía a un aumento exponencial de su capacidad, sino a una mayor negligencia de la administración de turno, cuya única tarea era la de salvar al presidente Samper de las múltiples y muy graves acusaciones de corrupción que enfrentó. Además de estos cambios, debe notarse que el uso del terrorismo por parte de los grupos armados ilegales colombianos creció en las últimas décadas, llegando incluso a realizar acciones que se creían imposibles en el entorno de nuestro conflicto, como los secuestros masivos, los ataques con bomba contra concentraciones civiles, etc.
En lo referente al tema que hoy nos ocupa, una de las características más importantes del conflicto armado colombiano es la ausencia de control estatal en vastas zonas del territorio nacional. En muchas de estas zonas, el poder es de facto ejercido por grupos armados ilegales de diverso color y orientación. Como consecuencia de este fenómeno, la vigencia del ordenamiento institucional colombiano en estas áreas es meramente formal, ya que el aparato estatal que estaría a cargo de hacer cumplir las leyes y brindar seguridad a los derechos de los ciudadanos está ausente.
Varios factores conspiran para que esta lamentable circunstancia se presente. Colombia es un país con una muy diversa y difícil geografía: la existencia de grandes cadenas montañosas y de vasta áreas selváticas dificulta la presencia de los órganos de gobierno y administración de justicia en todo el territorio. A esto se ha sumado una crónica ineficiencia en la ejecución de planes de infraestructura y expansión de los servicios estatales de seguridad y administración de justicia. Muchas de las zonas donde hoy dominan los grupos ilegales fueron hace décadas fronteras de colonización, a las que llegaron miles de personas en busca de oportunidades, y se instalaron allí sin que hubiese posibilidad alguna de recurrir a la protección de las autoridades para hacer respetar los derechos y los convenios. Y en muchas de estas zonas las autoridades jamás llegaron a hacer una presencia efectiva. Nuestro país ha sufrido, entonces, una situación en la que la ausencia de control del territorio y la imposibilidad de establecer el imperio de la ley en todo el país ayudó a la consolidación de fenómenos y prácticas ilegales, entre los que están el narcotráfico, la guerrilla y los paramilitares.
Puede verse en esta descripción que la problemática colombiana de seguridad es bastante sui generis, y no es correcto encasillarla dentro de modelos simplistas de lucha subversiva, como se hace con frecuencia en el primer mundo. Para muchos colombianos resulta sorprendente, cuando no repugnante, escuchar en conversaciones informales a ciudadanos europeos describiendo a los grupos guerrilleros colombianos como luchadores por la causa de la justicia social. En Suecia, por ejemplo, funciona una emisora de radio de las FARC, y varios grupos políticos de izquierda trabajan en la búsqueda de apoyo material para los grupos terroristas colombianos los cuales, en su visión ingenua y deformada por sus propios prejuicios, luchan por liberar a los pobres de nuestro país del yugo de la oligarquía.
Tampoco es posible, por consiguiente, analizar y juzgar las políticas de seguridad en Colombia desde una perspectiva ingenua y simplista.
Aspectos objetivos
Los problemas de seguridad que hoy sufre Colombia son el fruto de muy complejos procesos, y es un error tratar de comprenderlos usando moldes predeterminados y simplistas, los cuales usualmente provienen de otras experiencias de conflicto interno en países en desarrollo. Generalmente, estos moldes simplistas abordan el problema de seguridad colombiano dentro de un marco muy estrecho, el cual consiste en presumir una situación de rebeldía popular legítima y generalizada, la cual está motivada por causas justas, y que tiene como objetivo el cambio de un régimen dominado por una oligarquía excluyente y en todo caso minoritaria, la cual se vale de un Estado y unas instituciones no democráticas para perpetuar su dominación. Como veremos, hay varios elementos que hacen imposible encuadrar el conflicto colombiano dentro de este marco. Podemos adelantar que los principales son: primero, el muy bajo (casi inexistente) nivel de apoyo popular de que goza la guerrilla colombiana; segundo, la penetración de los grupos armados ilegales colombianos en el jugoso negocio del narcotráfico; tercero, el carácter indiscriminado de la violencia que practican estos grupos (cuya mayor víctima son los pobres) y, en último lugar, la existencia en Colombia de unas instituciones políticas las cuales, aunque de manera imperfecta, garantizan un apreciable grado de democracia, libertad de prensa y expresión, libertad de asociación, y alternación del poder. De hecho, todos los sucesos y circunstancias que atentan contra estos valores provienen de la violencia de los grupos ilegales y no del exceso de poder en las instituciones. Son los grupos ilegales los que asesinan periodistas y líderes sindicales, los que impiden las elecciones en algunas áreas apartadas, y los que amenazan con secuestrar o asesinar a los candidatos que no sigan su línea. Recuérdese que, durante la anterior campaña presidencial, las FARC realizaron más de 10 planes específicos para atentar contra la vida del hoy presidente Álvaro Uribe Vélez. Varios de esos planes se llevaron a cabo, uno el propio día de la posesión del presidente, cobrando la vida de más de 30 personas muy pobres en Bogotá.
En Colombia operan tres grupos armados ilegales de dimensiones apreciables. Dos de ellos son agrupaciones revolucionarias de izquierda, nacidas hace varias décadas, y que tienen la intención de reemplazar el actual régimen político colombiano con un sistema que siga sus puntos de vista. El primero y más importante de ellos es el llamado Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia FARC, que sigue una orientación comunista ortodoxa, cuenta con aproximadamente 20.000 combatientes, y ejerce una importante presencia en varias zonas del territorio nacional. Las FARC se involucraron en el negocio del narcotráfico desde la primera mitad de la década de los ochenta, lo cual explica su cómoda situación financiera. Este grupo ha estado involucrado en tres procesos de conversaciones con el Estado, y al menos en dos de ellos, el grupo aprovechó las concesiones hechas durante los procesos para ampliar su cobertura y poderío militar, en una jugada que a muchos en Colombia ha parecido tramposa.
El ELN, por otro lado, nació en los años sesenta bajo la doble inspiración de la revolución cubana y la teología de la liberación. Su presencia y poderío han sido bastante menguados en los últimos años, y muchos expertos opinan que este grupo, con unos 4.000 hombres, se ha convertido en un títere de las FARC.
En Colombia existe también una multiplicidad de grupos de autodefensa ilegales, los cuales combaten a las guerrillas en diversas regiones del país. Pese a que en varias ocasiones han intentado unirse en un solo ejército, sus diferencias y rivalidades son ostensibles. Se cree que estos grupos cuentan con cerca de 15.000 hombres, bien armados y financiados gracias al negocio del narcotráfico, por un lado, y por otro al apoyo financiero que les brindan personas en sus zonas de influencia. La mayor parte de estos grupos nacieron de la desesperación popular con los abusos de la guerrilla en ciertas zonas rurales de Colombia. Otros nacieron como ejércitos privados de terratenientes y narcotraficantes. Los grupos de autodefensa han sido sumamente efectivos en su actuar, desterrando a la guerrilla de varias zonas de importancia, para lo cual se han valido de métodos crueles y condenables.
Un actor externo que ha venido a jugar un papel de mucha importancia en el conflicto colombiano es el gobierno de Venezuela. Los grupos guerrilleros colombianos nunca han ocultado sus simpatías por el presidente Chávez y su proyecto revolucionario. Este mandatario y su aparato de gobierno, por su parte, han prestado un constante apoyo a los grupos guerrilleros colombianos. Esto se ha constituido en un problema que amenaza gravemente la estabilidad democrática del continente.
Como hemos dicho, la presencia del narcotráfico introduce elementos extraños en la ecuación de nuestro conflicto. Algunos pensadores liberales creen que la legalización de las drogas tendría, como efecto colateral, el fin de la mayoría de problemas que aquejan a la nación colombiana, incluido por supuesto el conflicto armado. Aunque este autor está, desde el punto de vista filosófico, de acuerdo con la legalización de la droga, no cree que esta decisión actuaría como fórmula mágica para acabar con nuestro conflicto. Para empezar, no hay garantía alguna de que la legalización de la droga acabe con el negocio del narcotráfico, entendido este como provisión de drogas en el mercado negro. Es muy probable que la legalización de la droga, de hacerse, sería complementada con un marco regulatorio tan estricto que aun daría lugar a la existencia de un mercado negro. Pero bien, si la legalización de la droga normaliza la situación de mercado de estas sustancias, acabando con las enormes utilidades del negocio ilegal, es claro que las finanzas de los grupos ilegales sentirían tal choque. Pero aun así, la falta de presencia del Estado, entendido este como las autoridades que administran justicia y prestan seguridad, en la mayor parte de las áreas rurales colombianas, garantizaría la persistencia de estos grupos ilegales, los cuales posiblemente han acumulado ya jugosas reservas para una eventualidad así.
El conflicto armado colombiano tiene un muy alto costo para nuestra sociedad, sin mencionar el penoso costo humano que nos impone. En primer lugar, la situación de inseguridad que vivimos desincentiva la inversión y la actividad económica. En segundo lugar, la presión sobre las finanzas públicas nacionales es apreciable y creciente. Esta presión, en un Estado consumido por el derroche de gasto burocrático y por el exagerado tamaño del sector público, hace que sea necesario buscar más recursos por la vía tributaria, lo cual impone una carga adicional a la economía privada. En el año 2002, se aplicó un impuesto por una sola vez del 2% sobre el patrimonio de las personas cuyo capital estaba por encima de los 40.000 dólares. Hoy día, las esperanzas de la administración están puestas en la reducción de gastos por vía del referendo de octubre. De no aprobarse este, es posible que nuestra sociedad deba soportar más cargas tributarias. La extrema inflexibilidad de nuestro gasto público (reducirlo requiere reformas que tomarían mucho tiempo), sumada a la urgencia de obtener más recursos, nos haría aceptar de forma estoica esta sobrecarga tributaria.
La seguridad desde la perspectiva liberal
La incertidumbre y la perplejidad son tal vez los estados de ánimo más presentes en la historia de la Colombia contemporánea. Hay incertidumbre, ya que nadie sabe si su propia vida o su patrimonio serán víctimas del terror y la violencia que hemos vivido. Al haber incertidumbre desaparecen o se debilitan los sueños, los planes y los proyectos, pues, ¿qué sentido tiene esforzarse en planificar el futuro, cuando ni siquiera sabemos si mañana estaremos vivos, o podremos disfrutar de nuestra libertad? Y cuando en un país no se planifica, no se sueña, y no se hacen proyectos, el futuro, que fuera él mismo una promesa de vida y prosperidad, se convierte en un vacío y estéril pasar de los años (por fortuna esto ha cambiado, ya que las recientes políticas de seguridad han hecho resucitar el optimismo).
Ha habido también perplejidad, en especial porque existe una situación que los colombianos han encontrado difícil de entender, ya que desborda toda la lógica y el sentido común. Se supone que, en una comunidad, el Estado es el garante de la vida, la libertad y las propiedades de las personas. Igualmente, se supone que a través de una red compuesta por el sistema jurídico, la administración de justicia, la policía y las fuerzas armadas, el Estado realiza todos los actos necesarios y posibles para garantizar que las personas puedan disfrutar en paz de su vida, su libertad, su trabajo y su patrimonio. Sin embargo, una serie de complejos procesos ha llevado a que los colombianos hayan percibido, no sin razón, que nuestro Estado no está cumpliendo de forma adecuada este rol. Mas aún, en años anteriores, y de nuevo no sin razón, ha parecido a muchos colombianos que el Estado invierte más en proteger a aquellos que vulneran los derechos básicos, que a aquellos que son víctimas de dicha vulneración. Esta era la sensación que existía durante la vigencia del fallido, absurdo y mal concebido proceso de paz del presidente Pastrana. Y como si esto no fuera suficiente, la perplejidad crece al constatar que, cuando quiera que se reclama al Estado más efectividad en el cumplimiento de su papel fundamental, este reclamo es inmediatamente tachado con las más graves acusaciones. Frecuentemente, a quienes se pronuncian en este sentido se les tilda de autoritarios, para no mencionar otros rótulos más ofensivos. El ciudadano común no entiende, entonces, cómo es posible que su más justo reclamo, a saber, que el Estado proteja su vida, su libertad y su patrimonio, resulta ser una censurable expresión de autoritarismo.
¿Cómo podría entenderse, por ejemplo, que quien escribe estas líneas se declare filosóficamente liberal y al mismo tiempo afirme que Colombia necesita una política de seguridad nacional más activa en contra de los grupos generadores de violencia? Este último reclamo es visto por muchos como una expresión de autoritarismo incompatible con las ideas liberales. Sin embargo, la necesidad de garantizar la seguridad ciudadana no sólo es compatible con el liberalismo, sino que es parte de su cuerpo esencial de doctrina.
Quienes rechazan el reclamo por mayor seguridad ciudadana caen en un error fundamental, al no reconocer que la garantía de la seguridad es mucho más que una mera función del poder público; es, en realidad, su razón de ser fundamental, y ella misma constituye la justificación última de su existencia. Incluso aquellas personas que, sobrepasando los límites que los liberales creemos sensatos reclaman del Estado más acción en otras áreas (bienestar, políticas de industrialización, empresas estatales, etc.), reconocen que ante todo los esfuerzos del poder público deben estar encaminados a garantizar la preservación de los derechos individuales y la administración de justicia.
Este argumento se remonta a aquellas discusiones que ocuparon e incluso atormentaron a muchos de los pensadores políticos tempranos de la edad moderna. Al someternos al imperio de la ley dentro de un Estado, los hombres perdemos buena parte de nuestra autonomía y nuestra libertad, bienes preciadísimos que se hallan en lo más esencial de la dignidad humana. ¿Por qué, entonces, lo hacemos? ¿Por qué no preferimos vivir en un Estado de plena libertad? Porque, lastimosamente, en esa condición existe también un estado de inseguridad absoluta. Al no existir un poder imparcial, comprometido con garantizar la seguridad de la vida, libertad y patrimonio de las personas, la vida social se convierte en una interminable guerra, en la que nadie, absolutamente nadie, tiene garantizada su supervivencia. Como decía el filósofo Thomas Hobbes, este es un estado en el cual "incluso el más débil puede matar al más fuerte". Sin un poder dedicado a garantizar la seguridad ciudadana, la vida y el trabajo pierden todo sentido: se vive bajo la eterna posibilidad de perder la vida, o ver los frutos del trabajo saqueados por la fuerza. Y lo peor es que, como dice Hobbes, incluso los ladrones e invasores están sometidos a tal incertidumbre.
Es por eso que se hace necesario instituir un poder cuyo mandato provenga del consentimiento ciudadano, y cuya razón de ser fundamental sea evitar la agresión, el saqueo y el asesinato. Al someternos a este poder, perdemos una pequeña parte de nuestra libertad y de nuestra propiedad, pero a cambio recibimos la promesa de que las instituciones evitarán que nuestra libertad, nuestra vida y nuestra propiedad, sean injustamente vulneradas. ¿Cómo se cumple tal promesa? A través de tres mecanismos, identificados en el siglo XVII por el filósofo John Locke: una ley establecida, conocida y firme; un cuerpo judicial aceptado e imparcial; y un poder suficiente que haga cumplir la ley y la sentencia. Esto no es autoritarismo: es el corazón mismo de las ideas políticas liberales, aquellas que ponen al individuo y a sus derechos como fin sagrado e inviolable de toda organización social.
De igual forma, y como muy bien lo sabemos los colombianos, el progreso económico y social depende de que la seguridad ciudadana esté garantizada, al menos en un grado suficiente. La vida en sociedad es posible sólo porque los ciudadanos, al confiar su seguridad al Estado, pueden dedicarse con confianza a trabajar en pro de sí mismos y de su comunidad, realizando las actividades propias de su vida. Cuando esto no es posible, o cuando existe el temor de que los frutos de un trabajo lícito puedan ser arrebatados mediante la fuerza, los individuos pierden interés en los negocios, en el trabajo y en cualquier actividad económica. Como consecuencia lógica, la riqueza del país disminuye, siendo los pobres los que más resultan perjudicados por tal situación.
El Estado de Derecho
Como lo hemos dicho, la plena vigencia de la ley, y el ejercicio legítimo de la autoridad estatal con miras a la protección de los ciudadanos, enmarcada dentro del respeto por el orden jurídico, son sin lugar a dudas las más importantes y fundamentales funciones del poder público dentro de la perspectiva del liberalismo político. No obstante, y por razones que son increíblemente complejas, hoy día es común ver cómo quienes defienden estos principios son tachados de autoritarios y ultraderechistas, para mencionar sólo los epítetos más amables. Ante la persistencia de esta actitud, la idea de que el orden público y el imperio de la ley son aspiraciones propias de la derecha, y que están relacionadas con proyectos políticos dictatoriales o totalitarios, ha penetrado en las mentes de muchas personas de buena fe. Pero es necesario que seamos capaces de desprendernos de algunas modas intelectuales y preguntarnos, con rigor y seriedad, si tal discurso tiene algún fundamento.
La respuesta es claramente negativa. La mencionada posición descansa sobre una falsedad fundamental, consistente en omitir u ocultar la más básica realidad humana en lo relacionado con la sociedad política: los hombres buscamos, en el Estado y en sus instituciones, protección en contra de agresiones injustificadas a nuestra vida, a nuestra libertad y patrimonio. Buscamos que el Estado nos brinde esa protección a través de un sistema jurídico de observancia general, que impere, y que sea imparcial en el tratamiento que da a las personas. No hay razón alguna, entonces, que justifique calificar como autoritario o extremo el más básico reclamo que los humanos hacen de sus instituciones, que es también el mínimo beneficio que esperan obtener de su existencia y potestad.
Por otro lado, resulta abiertamente absurdo vincular la idea de Imperio de la Ley con el autoritarismo, cuando ambos conceptos son verdaderos antónimos. En la historia, la idea de Imperio de la Ley ha surgido en contraposición a la idea de imperio de los hombres. Es el gobierno de las normas, generales e imparciales, opuesto al gobierno de los volátiles e impredecibles caprichos humanos. En un régimen autoritario, la voluntad de quien ejerce el poder no está sometida a la ley ni limitada por esta. Esto es la verdadera tiranía. Es la tiranía de la inseguridad jurídica y personal, es la tiranía de la inestabilidad y la incertidumbre. El Imperio de la Ley, que es el imperio de la estabilidad y la certidumbre normativa, es la más importante condición política para la existencia y desarrollo de una sociedad libre y abierta. Lo mínimo que un ciudadano puede esperar de su gobierno es que garantice el imperio de la ley a través de su legítima autoridad, que está en todo caso enmarcada y limitada claramente por el propio orden jurídico.
No hay lugar alguno a vincular esta legítima aspiración, como lo han querido hacer algunos, con el fascismo ni con las dictaduras militares latinoamericanas. Precisamente, si algo caracterizaba a estos regímenes era la inexistencia de un Estado de Derecho en el que imperara la ley.
Pero el ejercicio legítimo de la autoridad dentro del imperio del derecho, además de ser la más básica cláusula de cualquier sociedad política, tiene también unas importantes dimensiones prácticas: como lo decíamos anteriormente, ninguna sociedad puede sobrevivir sin que las leyes imperen de forma general y efectiva. Más aun, la democracia, que algunos consideran amenazada cuando se habla de recuperar la autoridad, no puede existir sin que esta se ejerza dentro de sus debidos términos. El profesor Eduardo Pizarro lo ha puesto bien claro, al preguntarse en su columna de EL TIEMPO (Junio 10 de 2002): "¿El orden y la democracia son aspiraciones antagónicas? ¿Es el orden una aspiración de derecha y la democracia una aspiración de izquierda? No, por el contrario, como lo demuestra la experiencia internacional, no es posible construir una democracia auténtica sin conciliar ambas aspiraciones, es decir, sin un orden público básico. La democracia sólo puede florecer en un clima de respeto a la vida, a la diferencia y a las opiniones ajenas".
Ahora bien, negar que en Colombia existe un gravísimo problema de ausencia de autoridad e inexistencia del Estado de Derecho, es una actitud que choca frontalmente con las experiencias diarias de todos nosotros. Y para constatarlo no se necesitan estudios profundos: una breve lectura de cualquiera de nuestros diarios bastaría para poner en evidencia esa realidad. El irrespeto por la vida, por la opinión ajena, por la libertad, y por el patrimonio de las personas, ha alcanzado unos niveles que hacen que la vida sea imposible para muchos individuos, y que la sociedad, en su conjunto, deba admitir con horror, impotencia y desconsuelo, que su propia supervivencia es incierta.
Esta evidente realidad trasciende el ámbito de la discusión ideológica: cualquiera que sea el conjunto de ideas políticas que se siga es necesario admitir que Colombia sufre de ausencia de autoridad, de esa autoridad legítima y sujeta a las leyes. Y quienes se oponen a la recuperación de la autoridad deben entender que, sin esta, ninguno de los valores que ellos mismos enarbolan pueden tener vigencia práctica. El valor de la democracia, por ejemplo, no tiene forma real alguna cuando los alcaldes son obligados a dejar sus poblaciones, cuando los candidatos son asesinados o amenazados, y cuando mediante las armas o el terror se impide a las personas ejercer libremente sus derechos políticos. "El problema central del país es la ausencia de condiciones mínimas para el ejercicio de la democracia", dice muy bien el ya citado columnista.
Cuando ocurre, como en Colombia, que la autoridad es inexistente e inoperante, los ciudadanos deben vivir a merced de quien tenga la capacidad de imponerse sobre ellos por la fuerza. Así lo pueden atestiguar miles de colombianos, aquellos hombres y mujeres indefensos que deben someterse al imperio de las armas y del terror, a la irrestricta voluntad de quien tenga la capacidad de dominar su entorno mediante la violencia. Esas personas, cuyas vidas están en permanente riesgo, cuya libertad es sólo un sueño, y cuyo patrimonio es tan incierto como lo es el exiguo fruto de sus humildes trabajos, son los que reclaman que se ejerza con rigor la autoridad legítima. ¿Son acaso estas personas fascistas, autoritarias o militaristas?
Un justo límite
Por supuesto, cualquier perspectiva liberal de los problemas de seguridad nacional y de orden público, si bien descansa sobre la idea de que la función primordial (y única para algunos) del Estado es la garantía de la seguridad, las políticas que se dirijan hacia el cumplimiento de tal misión no pueden ir en contravía de ciertos valores básicos del liberalismo. Ahora bien, las experiencias recientes en la lucha contra el terrorismo global han enseñado que, en ocasiones, es necesario establecer en la legislación normas excepcionales en las que algunas garantías liberales sean de alguna forma alteradas. ¿Puede esta necesidad conciliarse con el espíritu liberal garantista? La respuesta es afirmativa.
Para empezar, y por difícil que sea asegurar a priori que así ocurrirá, estas normas deben ser de carácter temporal, excepcional y transitorio. Su propósito, sin el cual perderían toda legitimidad, debe ser el de preservar la libertad en el largo plazo. Una sociedad como la colombiana puede enfrentar (y de hecho enfrenta) un dilema como este: o bien ceder en algunos detalles jurídicos procesales de forma temporal y excepcional, o caer en un régimen político similar al de Cuba o Corea del Norte, donde esas garantías ni siquiera existen. La sociedad no debe pensarlo dos veces, y debe diseñar un sistema excepcional y transitorio que restrinja algunas garantías para asegurar que la propia sociedad seguirá existiendo. En estas circunstancias hay instituciones que jamás deben alterarse, pues eso significaría una herida fatal contra el espíritu liberal de la sociedad: la división del poder, el sistema de mutuos controles y la democracia electiva y representativa.
La solución negociada
Hace ya tiempo ha hecho carrera en nuestra sociedad el dogma según el cual nuestro conflicto sólo puede terminarse por la vía negociada. Esto es por supuesto falso, y ha llevado a muchos a ignorar u olvidar lo que debería ser el principio básico de toda negociación de paz desde el punto de vista liberal: la sociedad no debe entregar nada para que se le devuelva lo que en pleno derecho le pertenece. Para obtener la paz, la garantía de la vida, la libertad y la propiedad, la sociedad no debe otorgar nada a cambio. Estos bienes le pertenecen, y si están en peligro no ha sido por la propia voluntad de los individuos, sino por lo actos criminales de los grupos armados.
Síntesis concluyente
El liberalismo político, es decir, la idea según la cual la primacía del individuo sobre el poder de la autoridad debe ser la piedra angular de cualquier construcción política, concibe al poder público como una institución necesaria para evitar que los derechos de los individuos sean vulnerados por los actos de otros, y para asegurar que los convenios entre individuos libre se cumplan. Las políticas de defensa y seguridad que se encaminen hacia la restauración de este papel fundamental del Estado son plenamente válidas dentro del contexto liberal. Si el poder público no cumple tal función a cabalidad, ni las libertades individuales ni la democracia podrán tener vigencia plena. Incluso en algunos casos, es necesario ceder en algunos aspectos marginales para impedir que la sociedad sea arrastrada hacia regímenes en esencia anti-liberales.
Número 18
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