En la estela de George Washington
Es difícil exagerar la importancia del grupo de dirigentes mundiales que en los años ochenta provocaron una revolución pacífica que acabó con la Unión Soviética y su imperio, con la socialdemocracia intervencionista y con el laicismo militante, que seguía viendo en la religión el opio del pueblo. Ronald Reagan, Margaret Thatcher y Juan Pablo II fueron los defensores de los derechos de la persona, frente a las concepciones estatistas de los intelectuales progresistas que, durante casi todo el siglo XX, dieron cobertura a políticos indeseables en todo el mundo, que aprovecharon el visto bueno de los sacerdotes de la nuevas religiones laicas para masacrar, aterrorizar y atemorizar en los países del socialismo real y en el mundo del subdesarrollo, y para decidir, en sociedades democráticas, qué era correcto pensar y cómo se tenía que organizar la vida política, social y familiar, sin tener en cuenta los deseos y preferencias de los ciudadanos.
Ronald Reagan, como presidente de los Estados Unidos, tenía la máxima responsabilidad y la mayor de las dificultades para cambiar la actitud de la clase política norteamericana frente a la Unión Soviética. Él detectó, en contra de los informes de la CIA y de economistas famosos, como Samuelson, que afirmaba, sin vacilaciones, que en pocos años la Unión Soviética alcanzaría la renta per capita norteamericana, que una sociedad organizada sobre el terror, la dictadura de un partido y la negación de los derechos individuales era una sociedad condenada.
No tuvo necesidad de una alambicada teoría económica ni de cálculos econométricos para llegar a la conclusión de que el imperio del mal iba a desaparecer si se le sometía a una mínima presión, sobre todo porque los habitantes de esos países estaban decididos a jugarse la vida para recuperar la libertad. Entre los economistas, ni los de Chicago ni –por supuesto– los de Harvard, lo previeron. Sólo los de la escuela austríaca continuaron manteniendo, en una tradición que comienza antes de 1920, que el socialismo no podía funcionar. Y de hecho nunca funcionó, simplemente fue capaz de alimentar someramente y educar –sólo en lo que era políticamente correcto– a la población, gracias a las exportaciones de materias primas, de petróleo, gas, oro y diamantes, que desde la creación de la Unión Soviética hasta su desaparición –hasta la Rusia de hoy– supuso más del 80% de los ingresos de divisas del imperio, lo que permitió financiar la carrera armamentística, la conquista del espacio y las revoluciones marxistas en todos los continentes.
Reagan creía que la actuación del estado debía tener límites y respetar la libertad personal. Esos principios también inspiraron su política dentro de Estados Unidos. En política económica llegó a la conclusión, en contra de la opinión de sus colaboradores más estrechos y de los encargados del presupuesto –que lo tacharon de keynesiano e irresponsable, en libros que la progresía leía con fruición, como ahora hacen con los que se escriben sobre Bush–, que la única manera de dinamizar la economía y crear empleo era devolver la iniciativa a las personas. Sus rebajas de los impuestos directos, cuyo máximo en el caso del impuesto sobre la renta superaba el 70%, crearon, en un primer momento, junto con el gasto en armamento para superar definitivamente a la Unión Soviética, unos enormes déficits, que se fueron enjugando cuando el crecimiento económico que produjeron las rebajas de impuestos se reflejaron en aumento del empleo, lo que, a su vez, produjo un incremento de la recaudación impositiva por todos los conceptos, pero también por el de la renta, cuyos tipos máximos se habían reducido hasta el 25%, aproximadamente.
Su decidida lucha contra el poder de los lobbies y los monopolios se puso de manifiesto al comienzo de su primer mandato, al negarse a aceptar el chantaje de los controladores aéreos, empleados de una empresa pública nacional. Todos fueron despedidos y sustituidos, durante un tiempo, por los controladores militares.
Durante su mandato se desmanteló el enorme sistema de intervención de precios y salarios que había provocado, en aplicación de las enseñanzas keynesianas –lo que se denominó la política de rentas–, la estanflación de los años setenta. Los países desarrollados padecieron desempleo, inflación, altos impuestos y grandes déficits públicos, que hubo que corregir con altísimos tipos de interés –mientras los pobres retrocedían dramáticamente en sus niveles de vida–, pero sólo él y Margaret Thatcher –y Juan Pablo II en su ámbito de responsabilidad– se enfrentaron con los grupos de interés, empresas, sindicatos y partidos, que apoyaban ese sistema de organización económica y que era ya una oligarquía tan poderosa como la nomenklatura soviética. El resto de los países desarrollados han ido acercándose a ese modelo económico de crecimiento y libertad, en la medida en que han tenido la fortuna de ser gobernados por líderes políticos capaces de aprender de los logros de Estados Unidos y Gran Bretaña y con el coraje suficiente para enfrentarse a los intelectuales progresistas, como ha hecho en España José María Aznar.
Los superávits fiscales norteamericanos de los años de Clinton fueron el fruto del final de la carrera de armamentos y del control republicano de las dos cámaras legislativas. El actual déficit público, en torno al 4% del PIB, tiene, como lo tuvo el de los años de Reagan, carácter excepcional, porque quizá dos puntos de los cuatro son debidos a la crisis del 2000-2003, y los otros dos a la rebaja de impuestos y a los gastos militares extraordinarios para defendernos, a todos, de las amenazas terroristas, aunque también han crecido los gastos civiles ordinarios. Esa génesis del déficit permite que la preocupación sea mucho menor que si hubiera estado causado por un aumento del gasto público, decidido para dinamizar la economía, como han hecho en estos años Japón, Alemania, Francia e Italia.
No era, académicamente, un hombre muy culto, lo que causaba enorme regocijo a la intelectualidad progresista, que gustaba de calificarle de idiota iletrado, como lo hacen ahora con Bush. Pero tenía algo de lo que suelen carecer la mayoría de los intelectuales, sentido común, respeto a las personas –por encima de sus cualificaciones académicas– y el convencimiento de que en todas las sociedades, empezando por la más próspera y poderosa, la suya, había que poner límites a las actuaciones del estado y a las de los grupos de presión. Ron Chernow, en su gran biografía sobre Alexander Hamilton, dice a propósito de G. Washington: «Si bien Washington no tenía una inteligencia de primer orden como la de Hamilton, Jefferson, Madison, Franklin y Adams, estaba dotado con un criterio superior. Situado ante varias alternativas, casi siempre elegía la más correcta.» Creo que esa opinión sobre George Washington se puede aplicar, en líneas generales, a Ronald Reagan.
Descanse en paz.Número 19-20
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