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La Ilustración Liberal

11-M. Cómo se destruye una nación

Los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid son un episodio dentro de la guerra que el fundamentalismo islámico declaró a la libertad el 11 de septiembre de 2001, con los ataques contra Nueva York y Washington.

Sin necesidad de saber nada más sobre la yihad, la Administración Bush y la sociedad norteamericana entendieron que los ataques del 11-S fueron una declaración de guerra. Luego el Partido Demócrata, con el candidato John Kerry al frente, cambió de opinión. La campaña electoral para las elecciones presidenciales fue el escenario de un debate sobre la pertinencia de la respuesta norteamericana. La reelección de Bush confirmó el respaldo de la mayoría de los norteamericanos a la política seguida hasta ahí. El éxito de participación en las elecciones de Irak confirmó que también los iraquíes respaldan esa respuesta.

Dos ataques con consecuencias diversas

El cambio en las posiciones del Partido Demócrata y el debate ocurrido durante las elecciones presidenciales venían precedidos de dos ataques con consecuencias políticas contrarias. Uno de ellos fue el atentado de Bali, el 12 de octubre de 2002, en el que fueron asesinadas 183 personas, muchas de ellas de nacionalidad australiana. Australia ha sido un fiel aliado en la guerra de Estados Unidos contra el terrorismo, y el atentado de Bali ponía a prueba el respaldo de los australianos a este apoyo. El 9 de octubre de 2004 los electores australianos respaldaron en las urnas a la coalición gubernamental liberal conservadora que había encabezado el respaldo a Estados Unidos.

El otro ataque ocurrió el 11 de marzo de 2004 en Madrid, y en este caso los electores optaron por rechazar la misma opción política que los australianos respaldaron más tarde. El Gobierno del Partido Popular, que había hecho suya la doctrina norteamericana ante el terrorismo islamista, fue desalojado del poder y sustituido por el Partido Socialista, apoyado en la Cámara de Diputados por diversos partidos radicales, nacionalistas y de extrema izquierda.

La primera medida del nuevo presidente del Gobierno fue, como bien es sabido, retirar las tropas españolas que participaban en la reconstrucción de Irak y en la puesta en marcha de un régimen democrático en este país. España se daba de baja de la guerra contra el terrorismo. El gesto fue corroborado más adelante cuando, en su discurso ante la ONU, en septiembre de 2004, el presidente del Gobierno español propuso un intento de doctrina alternativa a la de la guerra contra el terrorismo apelando a lo que llamó "alianza de civilizaciones", una propuesta que establece el "diálogo" entre el "mundo occidental" y el "mundo árabe y musulmán" como forma principal de acabar con la práctica del terror.

La propuesta de Rodríguez Zapatero es consistente con lo que ha venido siendo una política generalizada entre los países europeos. Los países europeos como España tienen una fuerte presencia de inmigración árabe musulmana, cuentan con programas amplios y consolidados de bienestar que dificultan la integración de esos inmigrantes y han propiciado una nueva forma de convivencia en la que se niega cualquier primacía a la propia identidad cultural.

Los Estados europeos, en principio garantes de la libertad y de los derechos humanos, han permitido que en numerosas mezquitas, centros culturales e incluso escuelas se divulgue la llamada a la guerra contra el infiel. Estos centros han sido tolerados y a veces subvencionados por el Estado, con dinero público o con la puesta a disposición de instalaciones pagadas con el dinero de los contribuyentes. Cuando no ha sido así se han beneficiado de un clima social y cultural, promocionado desde las propias instancias estatales, proclive a lo que se ha dado en llamar "multiculturalismo".

El concepto mismo de multicuralismo no es negativo cuando apela a la necesaria tolerancia ante la diversidad de creencias, conductas y opiniones. No lo es tanto cuando neutraliza la defensa de aquello mismo que permite esa diversidad, como ha empezado a ocurrir en Europa.

El multiculturalismo practicado por las elites y los gobiernos europeos permite la creación de territorios opacos a los instrumentos que el Estado de Derecho cuenta para hacer cumplir la legalidad. También impide –y a veces incluso prohíbe- la defensa de los principios morales y de civilización que están en la base de las sociedades abiertas. El resultado es que los países europeos han sido escenario de la propagación de las propuestas más extremas de la yihad islámica y son uno de los frentes estratégicos de la guerra que el terrorismo islamista ha declarado a los países libres. De hecho, el perfil biográfico de bastantes de los autores de los atentados cometidos en Occidente suele ser similar: inmigrantes musulmanes de segunda generación mal integrados y radicalizados en sus países de acogida.

Después del 11-S era de esperar un ataque contra alguno de los países europeos que han permitido este estado de cosas, al tiempo que dificultaban la defensa de los principios mismos en los que se basa la libertad. Y es que, por mucho multiculturalismo de que hagan gala, los países europeos siguen siendo considerados enemigos por el fundamentalismo islámico. La permisividad no aplaca a los fundamentalistas dispuestos al terrorismo. Al contrario, los refuerza. Por razones morales, primero, porque quien se muestra permisivo da muestras de debilidad. Por razones prácticas, en segundo lugar, porque abre posibilidades de las que los fundamentalistas se aprovechan para adelantar su objetivo, que es la implantación del totalitarismo de la sharia islámica allí donde haya población musulmana.

Un blanco bien estudiado

Por varias razones, España era un blanco ideal para un ataque de este tipo y, sobre todo, para optimizar sus resultados. En primer lugar, la sociedad española lleva más de treinta años padeciendo el terrorismo. Está dentro de la lógica del enemigo terrorista suponer que una sociedad que no ha conseguido en tantos años acabar con el terrorismo presenta debilidades específicas que la hacen particularmente vulnerable a un ataque como el del 11-M.

Los españoles no rechazan menos el terrorismo que cualquier otra nación. Pero sí hay muchos elementos que permiten afirmar que los españoles no están dispuestos a pagar el precio que hay que pagar para terminar con el fenómeno terrorista: las complicidades de numerosos nacionalistas en el País Vasco y en Cataluña, la disposición al diálogo de una parte importante de la izquierda, la marginación de las víctimas del terrorismo durante décadas son tres datos que avalan la hipótesis de que la sociedad española no ha sabido elaborar ante el terrorismo una actitud clara, sin ambigüedades ni zonas oscuras, que es la primera condición para que desaparezca el terror.

En segundo lugar, la sociedad española ha vivido e interiorizado en estos mismos treinta años su propio proceso de conversión al multiculturalismo. Desde la Transición, el Estado español ha renunciado a cualquier legitimación cultural o ideológica de su propia existencia, al abandonar la celebración y la defensa de la nación española, que es su razón de existir. Se suele decir que la razón última del Estado es la defensa de los derechos humanos y las libertades. Ahora bien, es perfectamente concebible que esa defensa pudiera estar a cargo de Estados con otro ámbito geográfico. Un Estado extremeño, alicantino o vasco podrían perfectamente cumplir con los requisitos que debe cumplir un Estado de Derecho.

El Estado español tiene, por tanto, dos obligaciones: defender los derechos y las libertades de los españoles y garantizar la integridad de la nación española. No ha cumplido del todo la primera, como demuestra la perpetuación del terrorismo y la existencia de auténticos guetos totalitarios en territorio español, como ocurre en el País Vasco. Y tampoco ha articulado una posición clara de defensa de la integridad de la nación española. En vez de eso, ha tolerado y propiciado un proceso de creación de identidades culturales que desde el primer momento –así se ha dicho y repetido explícitamente- quisieron ser nacionales y llevan más de veinticinco años en trance de convertirse en tales, sin que el Estado español haya intervenido, salvo en ocasiones escasas y fracasadas.

Esta deslegitimación de la identidad nacional conlleva el debilitamiento del propio Estado y, además, el debilitamiento del lazo de solidaridad básica, primera, que une a los nacionales. Relajado y deteriorado éste, como ocurre en España, la reacción a un atentado como el del 11-M es imprevisible, porque el ataque no se entenderá como un ataque a todos los nacionales (como entendieron los norteamericanos el 11-S), sino a una parte de ellos. Será, por tanto, más fácil de manipular según intereses partidistas.

En tercer lugar, la izquierda española tiene algunas características propias que la distinguen del resto de las izquierdas europeas. Después de la Transición, realizó un considerable esfuerzo de modernización que la alejó de las posiciones socialistas o socialdemócratas más clásicas de los partidos socialistas alemán, francés e incluso del inglés (antes de Blair). Pero el socialismo español actual es también heredero de la tradición progresista intelectual española, y ésta posee dos características específicas: la primera –tan socialista como propiamente progresista- es considerar la democracia como un instrumento al servicio de unos intereses superiores de justicia o de igualdad; la segunda, desconfiar de la idea de la nación española y, por lo tanto, del resorte moral en que se funda la lealtad nacional, que es el patriotismo.

La izquierda desconfía del patriotismo y considera que el patriotismo español favorece a sus adversarios políticos de derecha. La tentación a la deslealtad nacional y a la deslealtad democrática están siempre presentes en la izquierda española, que no ha repudiado definitivamente estas actitudes. Para la actual izquierda española, tanto la nación como la democracia son elementos instrumentales sobre los que priman otros intereses.

En cuarto lugar, el centro derecha español no ha perdido todavía algunos de los prejuicios e inseguridades que le han llevado a abandonar el terreno ideológico y cultural a sus adversarios políticos, dejando muchas veces desamparado a su propio electorado. Aunque en los ocho años de gobierno del Partido Popular se realizó un esfuerzo por recuperar la idea de nación y el sentimiento de patriotismo, no se avanzó lo suficiente ni se adelantaron nuevos principios y nuevas ideas que podían haber contrarrestado el debilitamiento de los fundamentos morales de la nación española.

La velocidad con la que se supo actuar en la economía y la eficacia de la lucha contra el terrorismo nacionalista contrasta con esta desatención al terreno de la cultura y de las ideas. Esta dificultad del centro derecha español para articular una justificación a su propia política ha sido una de sus características más notables desde la Transición. En otro orden de cosas, pero siempre dentro del terreno de las ideas, la incapacidad para articular un argumento de apoyo al compromiso de España en el derrocamiento de Sadam Hussein, por ejemplo, resultó clamorosa.

Por otro lado, y probablemente a causa de las experiencias previas de disgregación e indisciplina del centro derecha español, la naturaleza del liderazgo dentro del Partido Popular ha dificultado siempre la reacción rápida y flexible ante las crisis, como ocurrió durante la del Prestige. A raíz de esta última, mal resuelta ante la opinión pública, se formó la coalición que aprovechó la intervención en Irak y el 11-M, la que gobierna España desde el 14 de marzo de 2004.

Consecuencias

Todos estos elementos estaban presentes en la realidad española antes del 11-M. Hasta qué punto los terroristas los manejaron a la hora de decidir los ataques está todavía por aclarar. Que lo cometieran tres días antes de unas elecciones generales en las que se jugaba no sólo una alternancia política, sino el modelo de Estado y la continuidad de la nación española, como era el caso de las elecciones del 14 de marzo, induce a pensar que los responsables estaban muy bien informados de la situación política del país en el que iban a atacar.

Sobre una opinión pública sin resortes morales tras treinta años de terrorismo, y sin una noción clara de la identidad y de la solidaridad nacional, jugaron dos fuerzas desiguales, que se reforzaban una a otra: la disposición a la manipulación por parte de la izquierda y la incapacidad para tomar la iniciativa por parte del gobierno de centro derecha, que desde el momento en que aparecieron los primeros signos acerca de una posible autoría islamista del ataque pareció estar convencido de que esa hipótesis llevaba aparejada su derrota en las elecciones. La ausencia de argumentos para justificar el respaldo español a la intervención de Irak pesó como una losa en cuanto la oposición, sin la menor prueba y muchas veces mintiendo, empezó a relacionar los atentados con la guerra.

A partir del vuelco de los resultados electorales se produce una situación inédita en la historia reciente de la Transición. El partido que llega al Gobierno lo hizo radicalizando la sociedad española. Después del 14 de marzo la acción de gobierno no tiende a moderarse, sino a continuar y a intensificar la línea radical. Por otra parte, el Gobierno socialista no tiene capacidad para gobernar solo, y sus socios en el Parlamento son organizaciones minoritarias –como los nacionalistas-, radicales –como Izquierda Unida- o directamente anticonstitucionales, como los propios nacionalistas y Esquerra Republicana de Cataluña. La dinámica puesta en marcha por el Partido Socialista se ve acentuada por los socios que necesita para gobernar.

Por un lado se reabre el proceso constituyente, que es la condición con la que el PSOE recibe el apoyo de sus socios, incluido el Partido Socialista de Cataluña, y por otro lado se retiran las tropas de Irak y se realiza una apelación a la deserción de la tarea de democratización de los países árabes y musulmanes, con la propuesta del "diálogo de civilizaciones" hecha por Rodríguez Zapatero.

Estamos ante un experimento político radical: en el exterior España deriva hacia posiciones propias de los países "no alineados" durante la Guerra Fría, rompe su alianza con EEUU, apoya la creación de una Europa que sirva de alternativa a la hegemonía norteamericana y busca amistades en regímenes totalitarios, como el castrismo, o autoritarios, como el de Hugo Chávez; en el interior se abre una auténtica segunda transición cuyo objetivo final es, para los partidos que apoyan al Gobierno socialista, la destrucción de la nación española.

Los dos procesos tienen algo en común: por una parte, la incapacidad –o la falta de voluntad- del Gobierno socialista para aclarar sus objetivos últimos; por otra, su disposición a ceder ante el chantaje terrorista, incluso a dialogar con las organizaciones terroristas.

En cuanto al resto de Europa, no es seguro que el ejemplo español sea generalizable. Los demás países europeos mantienen un grado importante de consistencia nacional. Además, varios factores han introducido cambios importantes en la situación. Las elecciones presidenciales norteamericanas y las elecciones iraquíes (y antes las celebradas en Afganistán) han demostrado el respaldo de la opinión pública a políticas claras de acción contra el terrorismo. La posición norteamericana se ha visto reforzada, lo que no dejará de producir cambios en la posición de los países europeos que se opusieron a la intervención en Irak. Las elecciones generales celebradas en Dinamarca en febrero de 2005 demostraron que el electorado danés sigue apoyando al gobierno que se respaldó la intervención en Irak.

España, por tanto, ha quedado aislada internacionalmente, y con un serio problema de cohesión interna que ninguno de sus vecinos tiene demasiado interés en ver resuelto.

Es cierto que España ha sido sometida a un experimento brutal. Especular sobre la reacción del electorado de cualquier país en circunstancias como las vividas por los españoles el 11 de marzo es sumamente aventurado, y probablemente injusto para los españoles. También es verdad que lo ocurrido demuestra que los terroristas están dispuestos a intervenir en los procesos electorales democráticos, lo que debería llevar a un refuerzo de las medidas preventivas y de seguridad, y también a una seria reflexión acerca cuál es el fundamento moral de las sociedades libres. Ese fundamento es, en última instancia, lo que los terroristas se proponen destruir.

Número 23

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