Elogio de la burguesía
Turista en la Sorbona
Como una tormenta pasajera, una noche de Carnaval, una juerga, una curda, acontecimientos violentos pero fugaces, de los que poco queda, algún barco naufragado, árboles fulminados, resacas, jaquecas, vagos remordimientos o cómplices alegrías, una fiesta salvaje sin sangre y sin sentido paralizó Francia de quince días a dos meses, según los sectores y las regiones.
Curiosamente, los “acontecimientos de Mayo de 1968” se denominan, en Francia, auberge espagnole: en su sentido primigenio, taberna donde se come lo que se trae, pero su significado se ha ampliado a algo parecido a un cajón de sastre, un lío, un barullo contradictorio, ¡cualquier cosa, mariposa! Y en este caso concreto, como en otros, cada cual sacó las conclusiones que quiso de lo que había visto o leído.
Fue un gran escenario en donde se representaban las obras del gran teatro del mundo, obras esencialmente extranjeras y mal traducidas, escenificación del pasado y reproducción barata de acontecimientos ocurridos en ultramar. Así, dos corrientes rivales trotskistas disputaban furiosamente para saber si vivíamos en 1905 (huelga general insurreccional) o en 1917 (revolución bolchevique); en Rusia, se entiende. Los maoístas creían y querían copiar la “revolución cultural china”, versión singular de la religión del libro (rojo), los antiimperialistas de los Comités Vietnam creían participar en la lucha tercermundista contra los USA y el capitalismo al apoyar al heroico pueblo vietnamita.
Teóricamente enfrente, pero juntos en las mismas manifestaciones y barricadas, estaban los libertarios, que luchaban contra todo: el Gobierno, De Gaulle, la Universidad, la jerarquía, l´odre établi, las guerras, el capitalismo, la hipocresía sexual, la alienación de la vida cotidiana y la maldición del trabajo, en favor de la libertad absoluta. Y, a fin de cuentas, los más realistas, o sea los pasotas, los gamberros, que se lo pasaban pipa, divirtiéndose mucho, a sabiendas de que esa fiesta salvaje no iba a durar, pero mientras dure... Podían, algunos, tener sus simpatías por tal o cual grupo, sobre todo, creo, por las ideas antijerárquicas y libertarias, sin tomarlas muy en serio, interesándose más por los aspectos lúdicos de ese inmenso desorden.
Se puede, por lo tanto, en el plano individual, haber vivido intensa y apasionadamente aquellas semanas y sin embargo, con el paso de los años, considerar que toda esa agitación no cambió nada (también es cierto que muchos protagonistas no buscaban la “rentabilidad”). Ni cambió la vida, no faltaba más, ni la sociedad, ni siquiera el Gobierno, y si algo cambió fue un desastre. Se ha insistido mucho y afirmado repetidas veces que, si no hubo cambios políticos inmediatos, la sociedad en sus profundidades cambió mucho debido a Mayo 68. No: la sociedad había cambiado antes, y fueron esos cambios “subterráneos”, en contradicción con el discurso oficial de las élites, los que dieron ese carácter diferente, inédito, a la pasajera revuelta.
En este sentido se entiende que Ernest-Antoine Sellière, presidente de la patronal Medef y futuro presidente de la patronal europea, escribiera en sus memorias que fue muy activo y se divirtió mucho en aquellos momentos, y que se extrañaba que su condiscípulo en la ENA, Lionel Jospin, mucho más de izquierdas y politizado que él, se mantuviera, en cambio, totalmente al margen de los líos. Luego, añade, cuando supo que Jospin por aquel entonces ya era militante clandestino del partido trotskista “lambertista”, lo entendió todo[1]. Porque esa formación, que ha cambiado de nombre varias veces y ahora se presenta como “Partido de los Trabajadores”, mantuvo una postura crítica y distante hacia ese movimiento que consideraba burgués y pequeñoburgés, aunque su federación estudiantil (FER) participara en alguna refriega y desertara en otras. Eso no impide que fuera en su seno donde surgió la tesis según la cual Francia era Rusia y 1968, 1917, por lo que había que preparar el “asalto al Palacio de Invierno”, o sea al Eliseo, a condición de movilizar al proletariado, obviamente. Lo cierto es que el movimiento de Mayo 68 fue esencialmente de jóvenes burgueses contra sus padres, o contra la sociedad que sus padres habían establecido.
En todo caso, y como los negocios no se pierden la menor ocasión de obtener beneficios, los eventos de Mayo doparon el negocio editorial, y no sólo se crearon nuevas revistas y nuevas editoriales, sino que las grandes y tradicionales, con pignon sur rue, incluyeron en sus catálogos sus “rincones rojos” o rojinegros, sus colecciones “contestatarias”, toda una bisutería barata que se agotó deprisa. Habiendo leído bastantes libros de ese “mercado de las pulgas”, me había quedado con la impresión de que lo mejor, entiéndase, lo que más se parecía a mi propia percepción de ese desorden, era el librito Mayo 1968: la brecha, de Edgar Morin, Claude Lefort y Jean-Marc Coudray, seudónimo de Cornelius Castoriadis (mientras no obtuvo la nacionalidad francesa, Castoriadis siempre firmó con seudónimos).
No es que estuviera de acuerdo con todo lo que se afirmaba en las tres versiones personales, y algo diferentes, de dichos acontecimientos, pero me parecían “globalmente positivas”, empleando la jerga burocrática. No hace mucho, topándome por chiripa con ese escueto libro (142 páginas, terminado de imprimir el 21 de junio de 1968), lo releí y se me cayó el alma a los pies. Bueno, han pasado 39 años, y si yo, como lector, he cambiado, es posible que los autores no escribieran hoy lo mismo que antaño (salvo Castoriadis, claro, puesto que ha muerto).
Lo que más salta a la vista es su entusiasmo incondicional hacia esa revuelta estudiantil, o en todo caso esencialmente juvenil, calificada por ellos de “revolución”. Es un coup de foudre, un flechazo, todo es maravilloso, y sus críticas las reservan a los otros, los malos, los que no han entendido nada, o se han opuesto. O sea, sociológicamente, a los suyos, el sector universitario de la burguesía. Apenas si señalan los puntos negros: el viejo fantasma de la dictadura del proletariado, la catarsis guerrillera (pero lejos), las barricadas decimonónicas, lo peor de todo ello simbolizado con la aparición de dos gigantescos retratos de Stalin y Mao en el patio de la Sorbona. Recuerdo que, como me indignaba, se me respondió: “Prohibido prohibir, camarada” (¿qué hubiera ocurrido si alguien hubiera colgado el de Hitler?). La verdad es que los retratos de esos asesinos al por mayor desaparecieron enseguida.
Habiendo terminado sus artículos el 10 de junio, según su advertencia, les faltó tiempo para comentar la consigna que dominó todas las manifestaciones, a partir del momento en que De Gaulle y su primer ministro, Pompidou, con una reacción perfectamente democrática, decidieron adelantar las elecciones legislativas: “Elections, piège à cons!”. Literalmente: “¡Elecciones: trampa para imbéciles!”. Cons, en francés, quiere decir conos, pero también, y así se usa habitualmente, imbécil y todos sus sinónimos. (Lo preciso para Fernando Savater, quien pretende dar clases de traducción y no da pie con bola). Esto reflejaba la persistencia de un profundo desprecio –cuando no odio– “revolucionario” por la democracia representativa, odio que se había expresado mucho antes de Mayo del 68 y se expresó después, hasta ayer por la tarde, cuando, por ejemplo, sesudos intelectuales nos explicaban que Bush no tenía legitimidad alguna para presentarse a las elecciones, y menos aún para ganarlas, porque “la calle” le había dicho “no”. Lo cierto es que la democracia parlamentaria constituye una victoria histórica de la burguesía, y si se odia a la burguesía...
No voy a perder mi tiempo, ni el suyo, desmenuzando detalladamente los artículos contenidos en este librito; diré, sencillamente, que Edgar Morin es, como siempre, el más conformista, bajo sus oropeles modernos, premodernos o posmodernos. En sus dos artículos: ‘La Comuna estudiante’ y ‘La Revolución sin rostro’, muy influidos por los tópicos y con los límites de la sociología sorboniana, influida ésta por los norteamericanos, relata los hechos, los archiva, sin realmente analizarlos, aunque repita los prejuicios de la “gauche divine” sobre los marxismos: marxo-freudismo, marxismo-libertario, maoísta, guevarista, trotskista, etcétera, y concluye afirmando que ese encantador movimiento, tan espontáneo, novedoso, juvenil y hasta sexy, desembocará inevitablemente en un cambio de Gobierno y una victoria electoral de la izquierda.
Dicho sea de paso, Herbert Marcuse comparte con Edgar Morin la opinión de que Mayo del 68 no se explica sin el marxismo, y demuestra su renacimiento. Marcuse insiste más que Morin en este aspecto de la resurrección de Marx en las calles de París. Digo París y no Francia porque en Francia todo lo que ocurre, ocurre en París.
Claude Lefort es, sin lugar a dudas, el más brillante de los tres. Desde luego, comparte el entusiasmo de sus petits camarades, pero no cae en la predicción del futuro ni en las soluciones políticas: la conformista de Morin, quien prevé una próxima victoria de la izquierda oficial, que quitará el pirulí a los jóvenes revoltosos para pasar a cosas serias: un Gobierno de izquierdas, y la leninista de Castoriadis, de la que diré dos cositas más adelante. Lefort mantiene, en cambio, una duda, una interrogación: el fenómeno es nuevo y apasionante, pero sorprendente y en cierta medida opaco, y no se explica por los viejos tópicos de la “lucha de clases” ni con reivindicaciones económicas y sindicales.
No obstante, Lefort se pasa de listo y habla inteligentemente de cosas que no han existido, o muy parcialmente; como esas cosas le parecen simbólicas, comenta los símbolos, pero no los hechos. Me parece, sin embargo, interesante que titule su artículo ‘El desorden nuevo’, y no, como Morin, ‘Comuna’ o ‘Revolución’, o, como Castoriadis, ‘La revolución anticipada’. Expresa Lefort su “divina sorpresa” ante la violencia de la “noche de las barricadas” en la calle Gay-Lussac (del 10 al 11 de mayo), sin darse cuenta de que era una repetición, un happening de todas las barricadas del pasado, un delirio en el que se jugaba a... pero sin armas (aunque se estuvo a punto de que las hubiera).
No se sorprendió sólo Lefort, se sorprendieron muchos, empezando por De Gaulle, su Gobierno y las autoridades académicas. Se quedaron patidifusos ante esa inesperada “revolución”, sin darse cuenta de que era un juego, una forma inédita de teatro callejero. En su conclusión, Lefort afirma que “el Poder, en cualquier lugar que pretenda reinar, se enfrentará a opositores que no están dispuestos, sin embargo, a instalar otro mejor”. Y, más adelante: “Si no me equivoco, ese lenguaje no se nutre de la ilusión de una ‘buena sociedad’ liberada de contradicciones”. Algo de eso había, en efecto, en Mayo del 68.
Castoriadis es otra cosa, y de manera sorprendente para mí, amigo, lector y hasta editor de textos suyos anteriores, vuelve al marxismo leninismo puro y duro. No nos llamemos a engaño, como tantos por aquellos años, porque vista la mona de seda insistiendo sobre algo que podía parecer novedoso, como la autogestión y la necesaria supresión de la división dirigentes/dirigidos en todas partes, y no sólo en la lucha de clases, ya que en realidad aquello formaba parte desde hacía lustros de las reivindicaciones de los sectores libertarios del movimiento obrero. Ni siquiera cuando constata que durante esa maravillosa “revolución anticipada” la clase obrera francesa no pasó de ser una “pesada retaguardia”: aunque eso podía indignar a ciertos obreristas ortodoxos, no pasaba de ser una constatación, pero no sacaba de ella la menor enseñanza.
Sin embargo, la destrucción del capitalismo mediante la “abolición de la propiedad privada de los medios de producción” y la necesidad de construir una organización de vanguardia, aunque “diferente” (¡no faltaba más!), para pasar a una etapa superior de la lucha revolucionaria están perfectamente inmersos en La ideología alemana, o sea en el marxismo leninismo. A decir verdad, el propio Lefort (también fui su amigo, lector y editor...), en su panfleto contra François Furet La complicación (1999), que ya critiqué en el segundo número de La Ilustración Liberal, se echa asimismo para atrás, como si tuviera vértigo ante un acantilado, e intenta desgajar totalmente a Marx y el marxismo del totalitarismo comunista, y para colmo se felicitaba –en privado– porque el trotskista Daniel ben Said en Le Monde y Arnaud Spire en L´Humanité, ¡el diario de Stalin!, hablaran bien de su libro.
La burguesía liberal
Las líneas anteriores no pretenden ser un nuevo recordatorio de Mayo del 68, lo que más me interesa es señalar cómo representantes de, si no de lo mejor, desde luego no de lo peor de la intelligentsia parisina mantuvieron, con más o menos lucidez y firmeza, una lucha muy solitaria contra el totalitarismo comunista; quienes fueron prácticamente los únicos –sobre todo Castoriadis y Lefort, Morin siempre fue más conformista– en atreverse a criticar “desde la izquierda” a los grandes bonzos de la progresía intelectual: Jean-Paul Sartre, Luis Althusser y demás ralea, se hunde la URSS y de pronto se hacen del montón, se funden en el melting-pot de la intelectualidad de izquierdas, desde luego mucho más variopinta que algunos años antes.
Y no sólo Lefort se alegra porque L’Humanité habla bien de él, sino que Castoriadis se pone a escribir en L’Unitá, el diario comunista descafeinado que acompaña la transformación de su partido, el PCI, en hortaliza. Puede considerarse respetable permanecer fiel a los ideales revolucionarios que se han profesado durante la juventud (“Socialismo o barbarie”), pero en su caso, como en infinidad de otros, yo veo una contradicción entre su forma de vida, confortablemente burguesa, y sus conversaciones privadas, que nada tenían que ver con su perentoria y extravagante defensa de los valores revolucionarios y la condena del capitalismo de sus escritos. (Yo, en cambio, y disto mucho de ser el único, por eso me atrevo a poner mi propia carne en el asador, no soy propietario de nada, y defiendo a rajatabla la propiedad privada: soy un burgués venido a menos, convertido en proletario intelectual, y defiendo a rajatabla el capitalismo. El hombre no vive sólo de pan...)
El fenómeno supera con mucho estos casos individuales: trotskistas y comunistas, por ejemplo, ayer enemigos a muerte (la lista de trotskistas asesinados por comunistas es impresionante), hoy bailan juntos el chotis, y tenemos el ejemplo clásico de El País, empresa capitalista que hace fortunas vendiendo anticapitalismo, con un amplio surtido de tenderetes en los que se encuentra algo de nostalgia de la URSS (cada vez menos nostalgia y mayor exaltación), reivindicaciones del “buen comunismo” (sin la generosidad del cual no se entendería el siglo XX), exaltaciones unitarias de todos los “rojos” durante la Guerra Civil (no estoy diciendo que los franquistas fueran mejores), pero también de los Frentes Populares, etcétera; se vende de todo, pero un todo “de izquierdas”, un batiburrillo, desde luego, pero políticamente correcto. ¡Hasta venden a Zapatero! Sin demasiado entusiasmo, la verdad sea dicha.
Esto, evidentemente, se explica por el naufragio de la URSS y del comunismo en general, que obliga a los supervivientes a unirse, o al menos a dejar los puñales en el vestuario. Pero lo que supera mi entendimiento es que prosoviéticos y antisoviéticos de ayer se unan, adversarios del totalitarismo comunista, y comunistas y filocomunistas, que siguen negando que fuera totalitarismo, lo mismo. Claro que los posos comunistas y sus compinches son infinitamente menos poderosos y, por lo tanto, menos peligrosos que cuando el comunismo dominaba medio mundo y tenía mucha influencia en el resto, pero las teorías del comunismo descafeinado y de capa caída siguen siendo nefandas y reaccionarias.
A fin de cuentas, quien se beneficia de este naufragio del comunismo es la socialburocracia. Pero al mismo tiempo que fagocitaba los residuos comunistas y filocomunistas el socialismo se ha transformado: de socialdemocracia se ha convertido en socialburocracia. Y, concretamente, ha ampliado con exceso sus defectos históricos: el culto al Estado y la secreción de burocracia: estatal, política, sindical, universitaria, cultural, etcétera. No es que la socialburocracia en su conjunto sea tan anticapitalista como en sus orígenes: de boquilla aceptan la economía de mercado, y no están personalmente reñidos con los “bienes de consumo”, pero prefieren el capitalismo de Estado o, en todo caso, un fuerte control estatal y burocrático sobre la economía, lo cual, en la práctica, si no en los discursos, es anticapitalista, ya que el capitalismo exige libertad para desarrollarse lo mejor posible.
No le doy exagerada importancia al hecho de que todos los grandes revolucionarios hayan sido burgueses: Marx, el patrón Engels, Lenin, Trotski, Mao, Pol Pot, etcétera. Stalin era de origen más modesto, y en cambio Kropotkin era príncipe, y Bakunin de una familia de la pequeña nobleza provinciana. Poquísimos han sido los obreros que han dirigido las organizaciones y las luchas de la clase obrera. Lo mismo puede decirse de los grandes científicos, inventores, artistas, escritores de los siglos XIX y XX; incluso los más antiburgueses lo eran: Arthur Rimbaud, modelo de “poeta maldito”, cubierto de laureles con el tiempo y después de su muerte, era hijo de un oficial del ejército, y no de un soldado.
La burguesía no es un todo monolítico y estático: desde el burgo a la burocracia, ha evolucionado mucho al compás de la evolución del mundo. Como han evolucionado sus diferentes sectores de actividad, trátese de la pequeña, mediana o alta burguesía. Han evolucionado el comercio, las finanzas y la banca, han evolucionado la industria y las nuevas tecnologías, y ha evolucionado muchísimo la ciencia. Pero la burguesía no se ha librado del virus moderno de la burocracia, al revés, y en muchos aspectos se enfrenta con la burguesía liberal y nuestra defensa de la libertad individual.
Con prejuicios aristocráticos es habitual menospreciar el comercio, pero en la historia de las civilizaciones, y en la Historia a secas, el comercio ha desempeñado un magnífico papel, con sus viajes, exploraciones, descubrimientos e intercambios internacionales, que pueden simbolizarse con la simple mención de las rutas de la seda, del café, de las especies y, ¿por qué no? del opio, o del oro. El comercio constituye uno de los fundamentos de la bienvenida mundialización, aunque no el único.
Si no de la forma lineal y simplista teorizada por el marxismo, es evidente que la lucha de clases ha existido, con su cortejo de errores, aciertos y violencias. Desde luego, la historia de la clase obrera no puede limitarse a sus huelgas, manifestaciones, motines y revoluciones, pero sería grotesco negar que han existido, así como negar que la clase obrera y el movimiento obrero (no son lo mismo) han desempeñado un papel fundamental en la evolución de las sociedades.
Llegado a este punto, voy a afirmar algo pocas veces dicho y que, así espero, provocará escándalo. Las luchas obreras y el “movimiento” (partidos, sindicatos) que reivindicaba su representación, abusivamente muchas veces, han tenido dos resultados imprevistos por Marx y sus herederos “espirituales”: han reforzado y transformado profundamente el capitalismo, y parido un fenómeno moderno, el de la burocracia obrera.
Cuando a través de una serie de conflictos, a menudo violentos, violencia proletaria contra violencia patronal o estatal, los trabajadores han logrado conquistar mejores condiciones de vida y vivienda, mejores salarios, una disminución de los horarios, etcétera, el capitalismo se ha visto obligado a aumentar la productividad, la racionalidad y la eficacia, para compensar lo que cedía a los obreros mediante una modernización tecnológica de las empresas, aumentando así los beneficios propios. Las luchas obreras han constituido, pues, una formidable palanca para el reforzamiento y la modernización del capitalismo. Como el aumento del poder adquisitivo de los trabajadores ha impulsado el consumo, en beneficio del comercio y de la sociedad.
Claro que en la modernización y reforzamiento del capitalismo también han desempeñado un papel el impulso creador, la búsqueda de innovaciones técnicas, la investigación científica, el “genio humano”. Todo esto, resumido a vuelapluma, no encaja con la leyenda “obrerista” de sangre y barricadas, que también existió, pero fue un profundo fracaso en cuanto a su meta: la conquista del poder. La clase obrera jamás ha conquistado el poder, en ningún país, y el proletariado se ha convertido en una especie en vías de desaparición. También es evidente que esas luchas obreras han influido en la evolución política de las sociedades, a veces en beneficio de la democracia, muchas más en contra de la democracia burguesa y a favor de la dictadura del proletariado. Pese a todo, los derechos de huelga, las libertades de manifestación, expresión y organización, negados en los comienzos de la gran revolución industrial, se han convertido en hechos consumados.
Aunque en menor grado, algo semejante ha ocurrido en la URSS y los demás países comunistas, donde oficialmente la clase obrera había conquistado el poder y establecido la dictadura del proletariado. En realidad fue el PC quien conquisto el poder e impuso el totalitarismo, y la pujante burguesía industrial, comercial, intelectual rusa de finales del siglo XIX y comienzos del XX fue barrida por los bolcheviques. La burguesía ciudadana, así como la campesina (los kulaks), fue masivamente deportada, expulsada, asesinada. Ese impresionante vacío quisieron rellenarlo los bolcheviques creando a marchas forzadas una nueva burguesía bastarda: la burocracia de origen obrero y campesino, que sustituyó a la antigua burguesía en las actividades de ingenieros, científicos, médicos, profesores, “ingenieros de las almas” (Stalin), dirigentes políticos, sindicales, militares, etcétera, cargos sin los cuales un país no puede funcionar.
Pero si los rangos de esta nueva “burguesía” burocrática son muy diferentes de los de la burguesía de los países occidentales, pongamos, en algo han terminado por parecerse: durante los últimos años de la URSS eran los hijos de la burocracia quienes iban a la universidad, y ya no los hijos de los obreros y campesinos. En los llamados “países desarrollados” de Occidente –en un sentido amplio, que incluye el Japón o Australia, por ejemplo– es una perogrullada constatar que la clase obrera se ha “aburguesado”, para gran pesar de los nostálgicos de la dictadura del proletariado y satisfacción de los “aburguesados”.
Yo añadiría que la clase obrera no sólo se ha aburguesado, sino que ha disminuido considerablemente, en relación con el sector terciario, sustituida en la producción por robots y otras máquinas modernas. Esto se refleja en los discursos políticos de la izquierda, que ayer tenía la boca llena de obreros, clases obreras, partidos y sindicatos obreros (el PSOE ha guardado el obrero en sus siglas, pero no en sus militantes). Por ello, desde hace decenios el vocablo “obrero” ha sido sustituido por el de “trabajador”, lo cual no significa lo mismo y demuestra la profunda decadencia del discurso “revolucionario”, porque trabajadores ¡maldita sea! lo somos todos, el patrón, el médico, el ingeniero, el mecánico.
Desde el punto de vista del nivel de vida y de la forma de vivir, lo que queda de la clase obrera vive como la burguesía pequeña y media; para dar algún ejemplo sencillo: tienen los mismos, o parecidos, pisos, coches, televisores, máquinas de lavar, etcétera. Existen, sin embargo, diferencias sustanciales, y daré, en este sentido, un solo ejemplo: si en las paredes de los pisos de los burgueses se ven, de vez en cuando (no es muy frecuente), cuadros de calidad, obras de arte, heredadas o compradas, en las paredes de los pisos de los obreros aburguesados, nunca.
Poetas románticos, socialistas “utópicos” o “científicos”, aristócratas desafortunados, muchos han sido quienes han dicho y escrito, a menudo con talento, horrores contra la burguesía. Desechemos con desprecio olímpico todas esas acusaciones, ya va siendo hora, para afirmar que la democracia burguesa constituye la forma superior de la civilización conocida hasta la fecha. Y exaltar la gran revolución burguesa, política, industrial, cultural y científica, que tantos “grandes espíritus” habían condenado y considerado históricamente vencida pero que ha resistido y triunfado sobre todos los totalitarismos, demostrando su vitalidad y su capacidad de reforzarse superando sus crisis.
Esto no significa el fin de ninguna historia. La democracia liberal tiene que seguir luchando en dos frentes: contra sus adversarios socialburócratas, partidarios del “Estado del Bienestar”, máscara sonriente del Estado todopoderoso y de la burocratización total de la sociedad, que mañana podría contar con dos potentes aliados, la dictadura de partido único capitalista china y la falsa democracia rusa de capitalismo “dirigido”, y contra nuestros mortales enemigos del terrorismo islámico y sus aliados, que nos han declarado una guerra sin cuartel, con la consigna de “eliminación total de los judíos y los nuevos cruzados”, y que están ganando diariamente batallas, hasta en nuestros colegios y universidades.
¡Burgueses liberales de todos los países, uníos![1] Jospin fue, creo, el único trotskista clandestino que llegó a ser (primer) ministro socialista y primer secretario del PS.
Número 24
Varia
- El antijudaísmo básico de los españolesAmando de Miguel
- Elogio de la burguesíaCarlos Semprún Maura
- La pose rebelde y el deseo de conformidadCristina Losada
- A dónde ha ido a parar la literatura comprometidaHoracio Vázquez-Rial
- La crisis de las políticas internacional y exterior de España. Entre Aznar y ZapateroAntonio Sánchez-Gijón
- Treinta años después, ¿es posible un Sáhara independiente?Carlos Ruiz Miguel
- El orden natural de la sociedadAlejandro A. Tagliavini
Retrato
Ideas en Libertad Digital
- Contradicciones de un liberalAlberto Recarte
- Bonita pazCarlos Rodríguez Braun
- El Plan ZapateroHoracio Vázquez-Rial
- Trileros de la solidaridadJuan Carlos Girauta
- Nous sommes tous françaisGEES (Grupo de Estudios Estratégicos)
- ¿Por qué tenía que morir Terri Schiavo?Álvaro Martín
- ¡Párelos!Fernando Díaz Villanueva
- ¿Tiene futuro la OTAN?Rafael L. Bardají
- La imposible reforma de Naciones UnidasFlorentino Portero
- Gracias, cambio climáticoJorge Alcalde