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La Ilustración Liberal

La pose rebelde y el deseo de conformidad

Orthodoxy means not thinking –not needing to think. Orthodoxy is unconsciousness

(George Orwell, 1984)

A principios de los 90 David Horowitz y Peter Collier lanzaron en los Estados Unidos una publicación destinada a los universitarios que se llamó Heterodoxy. Los dos intelectuales, fundadores de la New Left en los 60, batallaban entonces contra los derivados políticos de la reorientación de la izquierda que se había iniciado, con su concurso, treinta años antes. Eligieron aquel nombre para su periódico a fin de subrayar que, en ese momento, ellos representaban a la “contracultura” en un mundo académico e intelectual dominado por la izquierda.

En su primer número, Heterodoxy se dedicaba a examinar “la colección de patologías conocida como corrección política”. Los ataques del establishment intelectual contra los dos autores no se hicieron esperar. Siguiendo una práctica habitual, los descalificarían por contar con el apoyo de varias fundaciones de derecha. Eso, los mismos que gozaban del respaldo de las instituciones con más recursos e influencia en la cultura norteamericana.

Una de las fundaciones de izquierdas, la MacArthur, triplicaba ella sola los recursos de las tres de derechas que financiaban el proyecto de Horowitz. Y la MacArthur era la mitad de grande que la Fundación Ford, que junto con la Carnegie y la Rockefeller promovía –y sigue promoviendo– el ideario de la izquierda.

Eran todas éstas instituciones respaldadas por lo que en términos marxistas se denominaría “la clase dominante”. ¿No era una ironía que algunas de las mayores fortunas capitalistas de América invirtieran millones de dólares en proyectos anticapitalistas? Lo era, pero se les escapaba por completo a los intelectuales de izquierdas que atacaban a Horowitz[1]. Tenían, en todo caso, buenas razones para que se les escapara, pues la realidad a la que apuntaba ese dato chocaba con la imagen de la izquierda como bando de los “débiles” frente al de los “poderosos”.

Las contradicciones entre el mito de la izquierda como eterno David frente a Goliat, y una realidad que testimonia su poder e influencia, han existido siempre, pero no se habían observado de forma tan generalizada y aguda como en nuestro tiempo. Pues nunca como hasta ahora la izquierda, transmutada en “progresismo”, había ejercido tal control en el mundo académico y cultural y en los medios de comunicación de masas. Nunca se habían impregnado tanto de su retórica y sus ideas las sociedades más avanzadas del planeta.

Y es que, al tiempo que se gestaba el final del socialismo realmente existente, y en especial tras él, alcanzarían su mayor expansión una serie de creencias, nociones y actitudes derivadas de la ideología que había generado aquel sistema.

De Vietnam a Irak

Si no todos, una parte sustancial de los dogmas del credo progresista se convertiría, a lo largo de las cuatro últimas décadas, en saber convencional. Por referirme ahora sólo a uno de sus elementos, aunque uno central: el antiamericanismo, que no era un sentimiento generalizado en los 60, sería mayoritario en muchos países –en todos los europeos, menos en los que conocieron el comunismo– años después, como pondría de manifiesto la reacción ante la guerra de Irak.

Como ha observado Horowitz[2], a los que pusieron en marcha el movimiento contra la guerra de Vietnam –entre los que estaba él mismo– les había costado años sacar a la calle a decenas de miles de personas. Sin embargo, la oposición a la guerra de Irak logró congregar a millones de manifestantes en todo el mundo en pocos meses, y aun antes de que comenzara[3].

La extensión del sentimiento antiamericano y de la creencia en que son los Estados Unidos los principales causantes de las disrupciones y violencias en el mundo contribuye a explicar el éxito extraordinario de las movilizaciones.

La comparación entre el caso de Vietnam y el de Irak ofrece otras facetas interesantes, pero me interesa destacar aquí que ambos acontecimientos pueden verse como marcadores del principio y el final –provisional– de un proceso.

Entre el movimiento contra la guerra de Vietnam, donde se gestaría la reorientación de la izquierda, y las movilizaciones contra la de Irak, que supusieron el cenit de su influencia desde entonces, se había cerrado el círculo de un fenómeno fascinante: la transformación de las actitudes, ideas y valores que eran marginales y se consideraban rebeldes en los 60, en actitudes, ideas y valores convencionales. Ora vulgarizadas, ora envueltas en un complejo lenguaje para iniciados, las nociones “progres” habían conformado una suerte de “ideología dominante”.

Una ideología dominante o decisivamente influyente que mantendría, sin embargo, el sello de la rebelión y la marginalidad. Es decir, que se presenta –y logra ser percibida– como lo contrario de lo que es, en una manifestación más de “la antítesis interiorizada entre lo ideal y lo real” que Revel considera el carácter fundador del pensamiento totalitario[4].

La nueva ortodoxia

Lo que había ocurrido en los Estados Unidos y en otros países entre los 60 y el momento en que salió Heterodoxy, y que luego proseguiría, abría otro plano de fricción entre la imagen y la realidad de la posición “progresista”. Resultaba que las ideas y actitudes nacidas bajo la bandera de la rebelión y el antiautoritarismo se habían convertido en un pensamiento y una moralidad obligatorios. Ello, sobre todo, mediante la imposición de códigos de lenguaje y conducta que desde los bastiones universitarios e intelectuales se extenderían al conjunto de la sociedad. La heterodoxia había devenido ortodoxia. O, como se ha dicho también, las tendencias políticas de los 60 habían fosilizado en una ortodoxia represiva[5].

Esa fosilización afectaría a algunas de las nociones más “revolucionarias” de los 60. Los efectos más llamativos se vieron, tal vez, en el feminismo, donde se pasó de defender la “liberación sexual” a la persecución del “acoso sexual”, a la pretensión de regular todos los aspectos de la relación entre hombres y mujeres y a actitudes puritanas. Y también en el movimiento gay, que de la “revolución sexual” pasaría a propugnar el matrimonio.

En este proceso de elaboración e imposición de la nueva ortodoxia, sus guardianes y transmisores lograron un poder inmenso, que se proyectaría en connivencia, en paralelo o en colisión con el poder político representativo. Remedando la analítica marxista, se constituyeron en una clase o una casta dominante. Una que no se definiría por la propiedad de los medios de producción, sino por el control de los medios que crean la opinión: la enseñanza, la cultura, el espectáculo, la televisión, la prensa. Los medios que producen ideas, actitudes, tendencias, modas.

Ahora bien, las elites que generan y difunden la nueva ortodoxia actúan como los intelectuales que condenaban a Horowitz: hurtando y hurtándose el hecho de que cuentan con el respaldo de auténticos emporios, que la asociación al credo progresista propicia con frecuencia el ascenso y el éxito profesional y que la difusión del mismo reporta ventajas materiales. Surtir el mercado creado por la extensión de la mentalidad antiliberal, antimercado, victimista y autoinculpadora en las sociedades modernas es un buen negocio.

Corazón

Examinemos ahora, sucintamente, el contenido del mensaje actual de la izquierda, que desde la caída del Muro ha preferido presentarlo con la etiqueta del “progresismo”, si bien la noción de progreso subyacente poco tiene que ver no ya con la del liberalismo decimonónico, sino con la del marxismo, aunque éste entreabriera la puerta a considerar deseable una vuelta atrás en el proceso de modernización.

La nueva “ideología” mantiene un componente esencial de la vieja: el anticapitalismo. Incluso la aceptación de facto del libre mercado por la izquierda moderada no significa que su “corazón” no sea socialista. En todo caso, quiere que así se perciba. Su retórica sigue trufada de mensajes contra la “dictadura del mercado”, la “codicia” del capitalista, la “especulación” y el “guiarse sólo por el beneficio”. Es decir, insiste en la maldad del sistema y mantiene en el imaginario el “sueño”, que ahora no llaman socialista y sólo insinúan con lemas como “otro mundo es posible”.

La obsesión antiamericana, al igual que la antiglobalización, el fundamentalismo ecologista, el antioccidentalismo y posiblemente también el antisemitismo, que se han enseñoreado del mensaje de la izquierda, pueden considerarse manifestaciones de ese componente básico, aunque también se sustentan en otras raíces.

El corazón anticapitalista continúa rigiendo el organismo de la izquierda, pero sólo los sectores más radicales proponen alternativas, que evitan identificar del todo con los sistemas comunistas fracasados o existentes. La mayoría de las corrientes “progresistas” han optado por arrumbar el dibujo del Paraíso futuro para dedicarse a pintar el Infierno presente.

Esto también lo hacía la vieja izquierda, pero ahora la crítica no abunda tanto en los aspectos económicos, en las privaciones materiales que causaría el sistema, sino en los aspectos psicológicos y espirituales, en los daños morales y psíquicos que provocaría. No obstante, la corriente antiglobalización se dedica a interpretar a escala planetaria la partitura del antiguo discurso marxista.

En términos generales, la izquierda ha sustituido las políticas tradicionales basadas en la clase y la fe en el Progreso por las políticas identitarias tejidas en torno a la nueva trinidad ideológica: el sexo, la raza y la etnicidad. Se ha reorientado hacia una política que pone en su centro los problemas de identidad y autorrealización. Un cambio que le ha generado contradicciones, ya que el nuevo énfasis en las diferencias que ello propicia colisiona con el mensaje tradicional de igualdad.

Como resultado de ese giro, se ocupa menos de la clase obrera, antiguo sujeto revolucionario y cliente electoral, que de los “grupos de víctimas” del sistema que se han ido configurando, en especial, mujeres, homosexuales, grupos étnicos, razas y culturas[6].

Para compensar a esas “víctimas” se han diseñado y aplicado políticas como la “discriminación positiva” y el “multiculturalismo”, que han resultado desastrosas para los grupos que se debían beneficiar de ellas. Mención aparte merece el tema ecológico, en el que el papel de “víctima” lo desempeña la Naturaleza y el de “agresor” el hombre, poseído por el deseo de progreso y beneficios, y en el que resalta la noción de la maldad del capitalismo y de Occidente. También ahí las medidas que se proponen tienden a perjudicar a los presuntos beneficiarios: los países en vías de desarrollo.

Sin razón

Esos cambios no han afectado a un estrato profundo del mensaje. La izquierda dividía antes el mundo entre explotadores y explotados, ahora prefiere dividirlo entre víctimas y agresores. En cualquier caso, entre el bien y el mal, pues el relativismo que impregna su visión actual no ha llevado al abandono de ciertas “verdades absolutas”. La ideología no ha perdido su naturaleza de religión secular. Una “religión” que sigue viendo el mal en el sistema social existente y que ve también en él la raíz de los males del individuo. Si el sistema cambiara, prometía el marxismo y sigue prometiendo la izquierda, no habría individuos malos ni males para el individuo.

Esa visión del mundo como escenario de una lucha entre el bien y el mal, y la proyección de los problemas individuales a la sociedad, es decir, la desaparición de la noción de responsabilidad individual, eran dos de los mayores atractivos del mensaje de la izquierda tradicional, que continúan vigentes. Todas las frustraciones y los descontentos inherentes al proceso de modernización, y en particular el desfase entre las grandes expectativas que genera y una realidad que no esté a la altura de ellas, pueden encontrar satisfacción en ese tipo de pensamiento.

Simplificando: uno puede echarle la culpa de su mala fortuna al “sistema” y constituirse en “víctima” a la que se deben compensaciones, y también puede abominar del “sistema” y proponer su destrucción sin necesidad de ofrecer una alternativa al mismo. La razón ha caído en desgracia, junto al resto de valores occidentales, y la pulsión nihilista ha cobrado fuerza.

Una convicción sentimental

La falta de una alternativa coherente, y el carácter fragmentario y a veces contradictorio de la nueva ortodoxia, ha acentuado el valor de las imágenes primarias en que se basa la izquierda. Como señala Hollander[7], pertenecer a ella consiste, hoy más que nunca, en una convicción sentimental de que se está con los “débiles” frente a los “fuertes”. Y de que representa una “rebelión” contra las injusticias del sistema.

Así, ofrece ahora, sobre todo, estar del lado de los buenos sentimientos, como el humanitarismo, la solidaridad o la lucha por un mundo mejor, dispensando con ello una convicción de superioridad moral que, aunque no es novedosa, ha cobrado fuerza desde que el mensaje ha perdido concreción y coherencia: desde que la “dureza” del envoltorio comunista ha dado paso a la “blandura” del progresista.

A esa convicción sentimental se une la satisfacción de sentirse “rebelde”, algo que en los 60 sólo resultaba atractivo para una minoría pero que hoy forma parte de un conjunto de valores ampliamente asumido, que exalta la diferencia, la desviación, la originalidad, la singularidad, la individualidad y la autorrealización. Otra cosa son los resultados de todo ello, como, por ejemplo, la uniformidad: los que quieren ser diferentes son iguales, pues son diferentes de la misma forma.

Un resultado paradójico que tiene su correspondencia en el ámbito de la izquierda, que por un lado celebra la diversidad y por otro fomenta e incluso obliga a la uniformidad[8]. A medida que la influencia del credo progresista ha ido creciendo, aceptarlo supone uniformizarse, satisfaciéndose así el deseo de conformidad y de integración. Allí donde la nueva ortodoxia está más enraizada, léase el mundo académico, cultural y mediático, concordar con las ideas del entorno llega a ser, además, condición sine qua non para obtener empleos, mantenerlos o ascender.

Cambio de nombre

Un ejemplo de cómo actúan estos factores lo daba un estudio realizado entre los estudiantes universitarios españoles por la Fundación BBVA en 2005[9]. La inmensa mayoría de los estudiantes se definían como de izquierdas y de centroizquierda. Sin embargo, otras opiniones y actitudes que surgían de la misma encuesta no parecían corresponder a ese alineamiento ideológico, si las medíamos conforme a la imagen antigua, pero todavía útil, de la izquierda.

Los universitarios se sentían muy satisfechos con la vida que llevaban, a pesar de que la gran mayoría no vivía de forma independiente, sino con sus padres. Uno de cada cuatro oteaba como horizonte profesional deseable el ingreso en el funcionariado, paradigma de la seguridad y de la inmovilidad. Y la institución en la que más confiaban era la Universidad.

De haberse hecho esta encuesta en los últimos tiempos del franquismo, probablemente la mayoría se hubiera declarado apolítica, tal vez conservadora, y hubiera dado las mismas respuestas. La minoría de izquierdas de entonces hubiera contestado de forma diferente, y desde luego no habría tenido esa confianza en la Universidad. Y no sólo porque estuviera controlada por el régimen.

La hipótesis que surge de esos datos es que los estudiantes no han cambiado mucho de mentalidad; lo que ha cambiado es el nombre de la mentalidad. Ahora se llama “izquierda”.

La adscripción de los universitarios de 2005 a la marca política en boga se manifestaba siendo críticos con la globalización, con los Estados Unidos, con las multinacionales y con la Iglesia católica. Es decir, con asuntos que no les concernían personalmente pero que les permitían afirmar su afinidad con el discurso dominante en el mundo académico y más allá.

El efecto invisible

La adscripción a la izquierda proporciona hoy, así, dos efectos indisolublemente unidos. De un lado, dispensa el “confort moral” de estar con los débiles, las víctimas, los ideales y los buenos sentimientos y contra los poderosos, los agresores, los materialistas, los codiciosos. Del otro, concede la conformidad con las actitudes e ideas más extendidas, y también más agresivamente defendidas.

Pero esa conformidad, “ser como los demás”, permanece invisible. No se reconoce. La capa para lograr la invisibilidad se teje con la retórica, que asegura lo contrario: no hay tal pensamiento dominante de la izquierda, sino que es el otro, el liberalconservador, el pensamiento único, pese a lo que testimonian las universidades, las librerías, las películas, los periódicos, la televisión y las encuestas. No tiene la izquierda el apoyo de las elites adineradas, pese a los casos que lo desmienten y al hecho mismo de que las elites de la izquierda forman parte de aquéllas.

Y así sucesivamente. Todos los datos que contradicen la imagen de la izquierda como “contrapoder” se meten bajo esa capa que lleva estampados los conjuros contrarios. De modo que, estando a la izquierda, uno puede ser al mismo tiempo “distinto” y “como los demás”, “rebelde” y “conformista”, “marginado” y “triunfador”. Si bien lo segundo forma parte de una realidad que no se reconoce, y en cualquier caso no tiene consecuencias negativas para la imagen primordial.

Por ejemplo, el hecho de que Michael Moore triunfe y se haga millonario no menoscaba su prestigio, ni enturbia su imagen de “antisistema”. Lo mismo puede decirse de los actores, cantantes y presentadores de televisión que cultivan poses parecidas y al tiempo logran éxitos y contratos millonarios. En la izquierda siempre se ha absorbido sin problemas este tipo de choque en las figuras populares que le sirven de reclamo. Pero ahora esa disonancia es un fenómeno mucho más amplio, dada la “ideología dominante”.

Es justamente la realidad que quieren invisible lo que finalmente asegura la adhesión y la extensión del mensaje de la izquierda en la sociedad. El hecho de que la moda sea ser de izquierdas, o que la izquierda se haya hecho moda. Y el caso es que serlo no tiene por qué ir más allá de decirlo, de asumir una pose. Pose no suele conllevar coste alguno, sino que, por el contrario, supone consideración y prestigio, y en algunos medios es condición o ingrediente clave para triunfar. Sin embargo, nada de eso se explicita. Se da por sobreentendido. Como en el dicho del Tao, el que sabe no habla. El colchón de las intenciones proclamadas sigue absorbiendo los choques.



[1] Esto se relata en el libro autobiográfico de David Horowitz Radical son. A generational odyssey (Simon & Schuster, 1997).

[2] David Horowitz, Unholy Alliance, Regnery Publishing, 2004.

[3] La amplitud de esa movilización pudo ser un factor que pesara en la decisión de Sadam Husein de rechazar los ultimatos que se le dieron. Es probable que, junto a las posiciones de París, Berlín y Moscú,  eso le indujera a pensar que Washington no asumiría el coste político de la intervención.

[4] Jean François Revel, La gran mascarada,Taurus, 2000.

[5] Morris Dickstein, citado por Paul Hollander en Discontents: Postmodern and postcommunist, Transaction Publishers, 2002.

[6] Esta descripción de la mutación de la izquierda se basa en los ensayos del sociólogo Paul Hollander recogidos en Discontents: Postmodern and postcommunist

[7] Ibíd.

[8] Ibíd.

[9] Estudio presentado en marzo de ese año, con encuestas a 3.000 universitarios. Disponible en www.fbbva.es.