¿Tiene futuro la OTAN?
Es comúnmente aceptado que la Alianza Atlántica tuvo un pasado glorioso, vive un presente problemático y se le prevé un futuro incierto. El pasado dorado serían los años de la Guerra Fría, donde la OTAN supo cómo disuadir a la Unión Soviética; la confusión actual es producto de la incapacidad de la organización para encontrar su papel estratégico, difuminado entre las tareas de apoyo a la paz de los años 90 y la crudeza de "la misión determina la coalición" de la reacción al 11-S; y lo del devenir más que inseguro obedece al tránsito evidente de pasar de ser la columna vertebral de la defensa colectiva a ser una caja de herramientas para quien tenga la voluntad de emplearla. Esta visión, no obstante, es equivocada.
La OTAN, en tanto que organización permanente para la defensa colectiva de sus miembros, primera alianza militar de esas características en la Historia, murió en diciembre de 1991; exactamente el día 26, cuando la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la URSS, dejó de existir. Ese mismo día la OTAN se encontraba reunida en Roma a su máximo nivel para aprobar lo que entonces se llamó "el nuevo concepto estratégico", su intento de reconocer que el escenario en que se movía estaba cambiando tan profunda como rápidamente.
La OTAN no murió súbitamente, sino que se encontraba en fase terminal desde la caída del Muro de Berlín, en noviembre de 1989; sólo que entonces no supo reconocer los síntomas que comenzaba a desarrollar. El más importante, porque llega hasta nuestros días, era reconocer que, sin la amenaza del Pacto de Varsovia y la URSS, la seguridad colectiva pasaba a ser algo divisible. Durante décadas –desde su nacimiento, en abril del 49–, la Alianza se había basado en una noción: un ataque contra uno de sus miembros sería considerado un ataque contra todos, por lo que la organización se movilizaría en su ayuda inmediata.
El temor de los europeos durante años fue que se produjera una suerte de entendimiento entre Moscú y Washington, voluntario o forzado por las circunstancias estratégicas, y que eso singularizara a Europa Occidental, volviéndola más vulnerable. El despliegue de tropas americanas en la Alemania dividida, o la debilidad de las fuerzas convencionales en Europa para frenar un ataque del Este, con la consiguiente necesidad de recurrir a la escalada nuclear, fueron algunos de los mecanismos prácticos para vincular de manera férrea la suerte de los Estados Unidos con la de sus aliados europeos.
Pues bien, la desaparición de la URSS hizo añicos ese principio de entendimiento y convivencia mutua. Carentes de una amenaza existencial, los riesgos para cada miembro de la OTAN podrían fluctuar en intensidad y naturaleza, y no necesariamente tenían por qué ser compartidos. Los españoles sabíamos bien de eso cuando, en nuestra fase de incorporación a la Alianza, se nos negó que Ceuta y Melilla estuvieran cubiertas por los compromisos establecidos en el Tratado de Washington, la Carta Magna de la Alianza.
La OTAN no desapareció entonces por puro miedo. Miedo irracional a una rápida reconstitución de la URSS –sin que nadie explicara entonces por qué no podría reconstituirse la Alianza con igual rapidez, llegado el caso– y miedo a perder un instrumento válido tanto para disuadir al enemigo como para persuadir a los aliados de hacer algo en común. En 1992 el principal valor que se le encontró a la OTAN era impedir la renacionalización de las defensas de sus miembros. Así, al menos, se decía.
La OTAN se mantuvo, pero se convirtió en un zombi. No pudo impedir la supuesta renacionalización porque ésta era el pan de cada día en la vida interna de la Alianza. De hecho, lo que ocurrió fue que se agudizó en los primeros 90, al estar las capitales ávidas de reducir el esfuerzo en Defensa. No es que sólo se pensara entonces que el mundo entraba en una nueva fase de paz, sino que muchos gobernantes, equivocadamente, creyeron que reducir el gasto militar podría servirles para reducir el déficit al que sus políticas sociales habían llevado. Como sabemos, ni lo uno ni lo otro era verdad.
Es sabido el interés de las burocracias en no morir nunca. Y la OTAN no es diferente en ese terreno. Al miedo de los dirigentes políticos se sumó el horror al vacío de todo el entramado institucional que se había ido desarrollando desde los días de la Guerra de Corea. Si no se podía seguir como hasta la fecha, porque era algo imposible del todo, la OTAN debía experimentar una reconversión.
El leit motiv de la misma lo brindó la carnicería que pronto iba a estallar en los Balcanes. La OTAN, la mayor maquinaria de combate en todo el mundo, no podía, no debía quedar impasible frente a unas guerras civiles y étnicas que sacudían la estabilidad de sus vecinos. Poco importó entonces que Milosevic no amenazara a ningún miembro de la Alianza: lo importante era que la OTAN tenía que ser empleada para mantener su credibilidad como organización. Hay que decir que muchos en Bosnia y Kosovo se lo agradecerán, sin lugar a dudas, pero los planificadores de la OTAN no eran conscientes de que su afán por actuar complicaría aún más las cosas para la organización en el futuro inmediato.
Una organización colectiva no se puede comportar igual cuando está siendo atacada directamente que cuando interviene a favor de terceros movida por un sentido moral y de responsabilidad. Las guerras de los 90 fueron para la OTAN guerras de elección, en las que se inmiscuyó de forma voluntaria, y eso afectó enormemente a la solidaridad colectiva. Unos miembros sintieron esa necesidad con mayor rigor que otros, y cada cual actuó en consecuencia. Para más inri, la OTAN habría perdido una actuación bélica por primera vez en su historia, en Kosovo, de haber sido por los europeos.
Kosovo puso realmente de manifiesto la inadecuación militar de los aliados europeos para dejar de ser una organización de defensa estática, orientada a contrarrestar una invasión proveniente de las llanuras del Este, así como la insalvable distancia estratégica, de medios y sobre todo de orientación que se abría entre Norteamérica y Europa. Unos bombardeos más que limitados sobre posiciones serbobosnias en el verano de 1995 y la claudicación política de Milosevic sobre ese país habían supuesto una inyección de euforia y optimismo a la OTAN. Las misiones de apoyo a la paz eran lo que la organización necesitaba.
Con ese espíritu llevó la burocracia del Secretariado General a los aliados a la guerra de Kosovo, y por poco acaba con la organización. La incapacidad militar de los europeos, su rápida y creciente angustia por una campaña aérea que no parecía tener fin, su terror a un conflicto prolongado y con bajas, puso al borde del paroxismo a todo el mundo. Y todos dijeron, cada cual por sus razones particulares, "nunca más". De ser una organización colectiva donde, como en Fuenteovejuna, todos a una, la OTAN se acababa reconfigurando como un caldo de cultivo sobre el que construir subalianzas temporales o, en el argot otánico, coalitions of the willing.
Hubo un momento de espejismo con el 11-S. Consciente el entonces secretario general de la OTAN, Lord Robertson, de que si la Alianza se quedaba al margen de la crisis emanada de los ataques contra su principal aliado y sustento se vería vitalmente dañada, hizo todo cuanto estuvo en su mano para conseguir lo que pasó: que la OTAN, por primera vez en su historia, invocase la cláusula de defensa colectiva instituida en el artículo 5 de su tratado constitutivo. Es decir, todos los miembros de la Alianza, sin excepción, se consideraban atacados.
Sin embargo, el intento de Robertson de movilizar a los aliados fue baldío. Era imposible lo contrario. Los aliados no sabían ni podían hacer nada contra el terrorismo global. Ni sus procedimientos ni sus medios estaban preparados para ello, ni su alcance llegaba tan lejos. Por otro lado, los Estados Unidos se sabían capaces de actuar de manera decisiva y no querían sentirse maniatados por lentos mecanismos de toma de decisión. El resultado fue que, una vez activado el artículo 5, no sucedió nada. En Kosovo, aunque cerca del 80% de los aviones y más del 90% de la munición inteligente fueran americanos, el esfuerzo bélico llevó claramente la marca OTAN; en Afganistán la OTAN no pintó nada.
La crisis de Irak llevó hasta sus máximos extremos las complejidades de la OTAN. En primer lugar, la división política y estratégica entre franceses, belgas y alemanes, de un lado, y el resto de aliados europeos, por otro, estos últimos más preocupados sobre qué hacer con Irak más que con los Estados Unidos, obsesión de los primeros, también se vivió intensamente en el seno de la OTAN.
Incapaces de obtener un mínimo consenso, la mayoría de sus miembros se sumaron a la coalición internacional de manera individual, relegando todo lo colectivo en detrimento de la propia organización.
En segundo lugar, los mecanismos de la OTAN, que se siguen basando en la necesidad de consenso como en los años de Guerra Fría, impidieron que se pudiera tomar una serie de decisiones sobre la planificación de una posible ayuda a Turquía en caso de que fuera atacada por Sadam. Uno puede no decidir si lo que se discute son medidas que afecten, valga el caso, a la normativa del cine; pero no decidir sobre cuestiones vitales, sobre el empleo de la fuerza y sobre la defensa y seguridad de sus propios ciudadanos, es suicida. Y de hecho, por mucho que se diga lo contrario, la Alianza no se ha recuperado de su inacción en Irak.
El problema es que la OTAN ha pasado a ser un zombi peligroso en su estado actual. Podría decirse que el interés de muchos en mantener la OTAN tal y como está, de cumbre en cumbre haciendo promesas que nunca se cumplen más que marginalmente, es porque se ha convertido en un excelente instrumento para irritar a los americanos. Y como es poco probable que los estadounidenses sean masoquistas, el riesgo de este curso es que, al final, la OTAN pase a ser una rémora del pasado.
El dilema para los europeos que de verdad creen en una Europa atlántica estriba en que la desaparición o la marginación total de la OTAN sólo puede entrañar una mayor vulnerabilidad para todos. Porque la UE no va a defendernos como lo han hecho los americanos tanto tiempo. Pero el sostenimiento de la OTAN actual sólo va a significar un mayor desencuentro con Washington y la progresiva erosión del vínculo atlántico.
Por eso la OTAN que hoy tenemos no puede ni debe tener futuro, porque, aunque parezca mentira, la Alianza se ha convertido en un instrumento francés al servicio de sus intereses estratégicos, que no son los nuestros. Hay, no obstante, otra OTAN posible. La actual no se merece ningún futuro.
(15-III-05)Número 24
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