El 'seny' de Madrid
Los nacionalismos periféricos españoles han conseguido establecer en la conciencia general la noción de que a cada uno de ellos se le opone otro, idéntico y de signo contrario: el nacionalismo español, tan esencialista, bárbaro y dependiente del pasado como los demás. Nada más falso.
Pero para debatir con una cierta racionalidad esa cuestión clave hay que contar con una definición clara de lo que las organizaciones políticas soberanistas catalanas, vascas y gallegas llaman "españolismo", algo que en no pocas ocasiones identifican con el franquismo.
La nación española precede al franquismo y lo supera. Identificarla con ese período concreto no sólo requiere mucha mala fe, también mucha ignorancia, aun cuando la mala fe predomine. Los que promueven tamaña falsificación nada tienen de ingenuos, porque ni siquiera remiten al franquismo en su conjunto, siendo como fue un proceso: el franquismo con el que superponen la idea de nación española es el de la guerra y la inmediata posguerra, el de la represión y el nacional-catolicismo, fugaz en la historia de España y hasta en la del propio franquismo, y por supuesto en la de una Iglesia católica de base muy mayoritariamente antifranquista en la última etapa del régimen.
Pretenden matar así varios pájaros de un tiro: el nacionalismo español, la Iglesia nacional española –opuesta a sectores del clero próximos a los soberanismos regionales– y el ejército español, al que se le supone, pese a todas las pruebas en contra, un golpismo crónico irredimible. El nacionalismo catalán de hoy, además, ha dejado a un lado el proyecto de construcción de una iglesia nacional local: las bases socialistas, comunistas y de ERC son anticlericales, y eso basta para alejar la Generalitat de Montserrat y para establecer distancias insalvables con los cristianos con acciones tan deleznables como la de la corona de espinas jerosolimitana sobre la cabeza de Pérez Carod. Los dirigentes nacionalistas vascos tienen más difícil hacer anticatolicismo práctico que los catalanes, que para más inri, y nunca mejor dicho, son antisemitas y proislámicos. Los gallegos son históricamente anticlericales, aunque sean el pueblo más católico del mundo, y el nacionalismo del Bloque asume ese dato a su manera, sin demasiada teoría.
La segunda falacia, derivada de la primera, es la de considerar el nacionalismo español como un esencialismo del mismo tipo que el vasco o el catalán. Es cierto que algunas de las figuras del nacionalismo español de finales del XIX y principios del XX eran esencialistas –bástenos mencionar a Unamuno y a Maeztu, vascos ambos, por cierto, y discípulo el segundo de Zacarías de Vizcarra Arana, introductor de la noción de "hispanidad" en el debate político–, pero ese esencialismo traslucía tanto una profunda preocupación por España como una dejación de las raíces ilustradas de la nación española, tan seriamente estudiadas por otro vasco, procedente de las filas del nacionalismo violento y pasado, por obra de una experiencia serena y cuidadosamente decantada, a las filas de la democracia: Mario Onaindía, quien, en su obra póstuma La construcción de la nación española. Republicanismo y nacionalismo en la Ilustración (Ediciones B, 2002), analiza los fundamentos ilustrados de la Constitución de Cádiz y del "republicanismo", entendido como forma del nacionalismo político y no como oposición a la monarquía.
El nacionalismo cultural, al que pertenecen de hecho los actuales nacionalistas vascos, catalanes y gallegos, se funda en argumentos de tipo étnico, lingüístico y folclórico. El nacionalismo de origen político, la adhesión a una nación en tanto que pacto respecto de la res publica, en tanto que Estado surgido de la ciudadanía, sea que tenga forma republicana en sentido estricto, sea que tenga forma monárquica, genera cohesión también en lo cultural: nadie duda de la existencia de una identidad americana, en la que se mezclan razas, lenguas, religiones y tradiciones harto diversas, y que, como dice Philip Roth, ha encontrado su propia pastoral en el Día de Acción de Gracias.
A esa cohesión cultural nacida de luchas, mestizajes, expulsiones e invasiones se han opuesto históricamente los nacionalistas periféricos de todas las vertientes, desde Sabino Arana hasta Valentí Almirall, pasando por Blas Infante y Castelao, que tienen más cosas en común que las que sus descendientes desearían reconocer: son iguales, primero, en lo de ser distintos; segundo, en lo de ser victimistas: por pobreza en el caso de Infante y Castelao, por riqueza en el de Arana y Almirall; tercero, en la facilidad con que en todos ellos el ser distintos se trueca en ser superiores. Superiores a los españoles, por supuesto, que son siempre los demás: los no catalanes, los no vascos, los no gallegos, aunque de tanto en tanto, en aras de un ansiado desmedro de España, se asocien en cosas tan peregrinas y efímeras como Galeusca.
La nación española había de ser el producto de sucesivas fusiones étnicas y culturales generadas al hilo de la Reconquista, la Conquista de América y las guerras sucesivas en que el Imperio se vio envuelto a lo largo de los siglos, fusiones entretejidas sobre el tapiz constante del catolicismo. Esto ni siquiera requería un pacto: era el curso natural de los acontecimientos. Sin embargo, católicos todos, hubo y sigue habiendo quienes se resisten a integrarse en ese conjunto. Los políticos españoles, al parecer preocupados por la posibilidad de un nuevo enfrentamiento como el de 1936-1939, y con el firme propósito, en consecuencia, de no perturbar a aquellos de sus colegas que prefieren ser otra cosa que españoles, han elegido tomar la Constitución de 1978 como marco de convivencia, desconociendo que los nacionalistas son insaciables.
Hoy se habla de partidos constitucionalistas y de partidos que no lo son, apelando a un patriotismo constitucional a lo Habermas necesario en el proceso de reunificación de Alemania como escenario razonable para la convivencia en un Estado federal pero que debería sobrar en España, donde hay más de un motivo, histórico o actual, para un sereno orgullo nacional y una sensata solidaridad general. Naturalmente, los nacionalistas desafían la Constitución cada día, pero sigue siendo la racionalidad del proyecto común lo único que cabe oponer a los nacionalismos periféricos en estos momentos: la nación ilustrada, de ciudadanos, de individuos libres, frente a la nación romántica, de iguales arrasados por la identidad común, nutrida de mitologías y asimilada a una lengua distinta del castellano.
El supuesto nacionalismo español ultramontano de quienes se oponen a los nacionalismos periféricos, el españolismo, que dicen ellos –catalanistas, vasquistas, galleguistas–, encarna en una palabra: Madrid. Y razones no les faltan para tomar la capital como bicha: como dice la publicidad turística, si vienes a Madrid, eres de Madrid. O, desde el otro lado: si te vas a Madrid, eres de Madrid.
Madrid es una ciudad integradora, como Nueva York, Londres, Roma, Berlín o Buenos Aires, y sin duda mucho más que París. Basta con saber castellano para la mayoría de los empleos, y para el resto ni eso: un poco de rumano o de polaco mechado en el habla cotidiana no perturba. Madrid es la única ciudad del país y del mundo en la que no se experimenta aversión patológica a la bandera española, un mal surgido con el Estado de las Autonomías y con el renacimiento de los populismos en Hispanoamérica.
En Madrid es raro, si existe, el que se sienta compulsivamente impelido por el deber de disfrazarse de pichi o de manola cada domingo para ir a bailar chotís, y ni la Señora Presidenta de la Comunidad ni el Señor Alcalde se hacen preceder en sus apariciones oficiales por una versión local de los dantzaris del entorno.
Pocos lugares en este planeta se ven menos desbordados por la acumulación de símbolos propios: el Oso y el Madroño, con la Puerta del Sol siempre en obras, ni siquiera se sabe bien dónde paran. Los madrileños son españoles naturalmente y no desperdician un solo minuto de sus atareadas existencias en desear ser otra cosa, en desear no ser lo que son. Así es como se construyen las grandes naciones: puro seny, palabra catalana que significa sentido común, reconocimiento de lo real, y que los catalanes de otros tiempos reivindicaban como rasgo de carácter de su comunidad.
(5-VII-2005)
Número 25
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k es eso?¿ para k escribo este comentario kiero k me contesteis si es sobre el madrid o otra cosa?