Energía, discusión pública y ciudadanía
Una versión muy reducida de este trabajo se publicó con el título de 'La desinformación sobre energía y medio ambiente' en el diario Expansión (27 de octubre de 2005, pág. 36).
Es difícil de exagerar la importancia de una política energética sensata en momentos como los actuales. El gran alza de los precios del petróleo vuelve a hacer resonar el argumento de que estamos a punto de alcanzar la cima de la producción petrolífera y, por tanto, afrontamos tiempos en los que tendremos que confiar cada vez menos en el oro negro. Esté o no en lo cierto ese razonamiento[1], el tremendo crecimiento económico de China (y, en un futuro probable, de la India) seguramente abundará en una creciente escasez de este bien. Por no hablar de la espada de Damocles de la inestabilidad política en Oriente Próximo (y en países como Venezuela). Ni del convencimiento que muchos comparten acerca de que hemos de limitar los gases de efecto invernadero por sus posibles efectos de calentamiento global. De nuevo, sea o no así, lo cierto es que los compromisos internacionales implicarán, de un modo u otro, más costes[2], así como una recomposición de nuestra "cartera" energética.
La especial importancia de una política energética sensata para España
Esos retos son especialmente graves y urgentes para España. Nuestra eficiencia energética (en torno a los 230 kg equivalentes de petróleo por 1.000 euros de PIB, en euros de 1995) se encuentra en los puestos de cola de la Europa de los 15, que tiene una media de 191 (cuadro 1). Además, con algún altibajo, ha empeorado en los últimos treinta años, especialmente desde mediados de los 90 (Ministerio de Industria, 2005: 169).
Cuadro 1. Eficiencia energética y dependencia energética exterior en la Europa de los 15 (2003) |
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Eficiencia energética (consumo interno de energía primaria / PIB; kg equivalentes de petróleo / 1.000 euros PIB en euros de 1995) |
Dependencia exterior (importaciones netas de energía primaria en porcentaje del consumo interno de energía primaria) |
|
Alemania |
160 |
61,6 |
Austria |
151 |
69,2 |
Bélgica |
224 |
88,5 |
Dinamarca |
128 |
-33,2 |
España |
227 |
80,4 |
Finlandia |
281 |
60,2 |
Francia |
188 |
51,0 |
Grecia |
250 |
74,5 |
Holanda |
209 |
43,9 |
Irlanda |
162 |
88,1 |
Italia |
193 |
85,5 |
Luxemburgo |
202 |
98,7 |
Portugal |
251 |
87,2 |
Reino Unido |
213 |
-6,0 |
Suecia |
219 |
44,3 |
UE15 |
191 |
53,3 |
Fuente: elaboración propia con datos de Eurostat (s. f. [a]) (eficiencia) y de Eurostat (s.f. [b] y [c]) (dependencia). |
Asimismo, la dependencia energética exterior de España es de las más altas de la UE15, pues las importaciones netas representaban en 2003 el 80,4% de la energía primaria consumida en España, mientras que la media de la UE15 se situaba en el 53,3% (cuadro 1). Además, la dependencia española casi no ha dejado de aumentar desde el último "mínimo" (62,7%), que tuvo lugar en 1986 (Ministerio de Industria, 2005: 174).
Por el lado de la evolución de las emisiones contaminantes, el panorama es algo más halagüeño, pero no mucho. Es cierto que se van reduciendo las emisiones de óxidos del azufre, de monóxido de carbono y de compuestos orgánicos volátiles, pero no las de NH3 ni las de óxidos de nitrógeno (cuadro 2).
Cuadro 2. Evolución de las emisiones de distintas sustancias contaminantes, España (1980-2003) (1980=100) |
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SOx |
NOx |
NH3 |
Compuestos Orgánicos Volátiles (no NH3) |
CO |
|
1980 |
100 |
100 |
100 |
100 |
100 |
1985 |
84 |
92 |
106 |
101 |
94 |
1990 |
72 |
112 |
119 |
110 |
106 |
1995 |
60 |
119 |
118 |
107 |
95 |
2000 |
49 |
117 |
97 |
66 |
73 |
2003 |
45 |
124 |
100 |
48 |
61 |
Fuente: elaboración propia con datos de Klein et al. (2005: 11). |
La reducción en las emisiones de SO2, sin embargo, es menor en comparación con lo conseguido por otros países de la Unión Europea (de los 15). Si en el año 2002 España emitía el 70,7% de lo que emitía en 1990, la media de la UE15 era del 34,6%, y en un país como Alemania, eso sí, ayudado por el desmantelamiento de la muy contaminante industria de la ex RDA, del 11,5% (cuadro 3).
Cuadro 3. Evolución de las emisiones de SO2, CO2 y CH4 de 1990 a 2002 (1990=100), países de la UE15 |
|||
SO2 |
CO2 (netas) |
CH4 |
|
Alemania |
12 |
86 |
59 |
Austria |
45 |
120 |
80 |
Bélgica |
– |
107 |
84 |
Dinamarca |
14 |
101 |
104 |
España |
71 |
135 |
136 |
Finlandia |
– |
133 |
81 |
Francia |
41 |
96 |
89 |
Grecia |
– |
121 |
131 |
Holanda |
42 |
110 |
68 |
Irlanda |
– |
141 |
108 |
Italia |
– |
110 |
92 |
Luxemburgo |
– |
85 |
95 |
Portugal |
100 |
133 |
99 |
Reino Unido |
27 |
91 |
57 |
Suecia |
55 |
79 |
85 |
UE15 |
35 |
100 |
77 |
Fuente: elaboración propia con datos de European Environment Agency (s.f. [a]) (SO2) y European Environment Agency (s. f. [b]) (CO2 y CH4). |
En lo que toca a los llamados "gases de efecto invernadero", en España aumentan las de CO2, muy por encima de lo asumido por al firmar el Protocolo de Kioto: en el año 2002 el CO2 emitido superaba en un 35% el de 1990 (cuadro 3), mientras que el compromiso español era conseguir, entre 2008 y 2012, emisiones sólo un 15% superiores. A la altura de 2002 España era el segundo país de la UE15 por aumento porcentual de dichas emisiones, y el primero según el aumento de las emisiones de metano (CH4) (cuadro 3).
Los datos sobre emisiones requieren, sin embargo, una salvedad. La evolución de las distintas emisiones se ha visto acompañada de una mejora general de la calidad del aire que respiramos. Como muestra, valga un botón, el de la contaminación en la ciudad de Madrid (cuadro 4). Desde 1990 a 2003 se habrían reducido las concentraciones de casi todos los contaminantes considerados en el cuadro, con las excepciones del ozono (cuya concentración se habría multiplicado por 2,5) y el metano (con un aumento mínimo del 8%).
Cuadro 4. Valores medios de diversos contaminantes atmosféricos en el municipio de Madrid (2003, 1990=100) |
|
Anhídrido sulfuroso (SO2) |
23 |
Partículas en suspensión |
76 |
Monóxido de carbono (CO) |
21 |
Óxidos de nitrógeno (NO) |
42 |
Dióxido de nitrógeno (NO2) |
62 |
Ozono (O3) |
247 |
Metano (CH4) |
108 |
Hidrocarburos no metánicos |
11 |
Hidrocarburos totales |
67 |
Fuente: elaboración propia con datos de Comunidad de Madrid (s. f.). |
Mercados e ingenio humano
Tanto en un contexto de relativa urgencia como en tiempos más calmados, la preocupación central de la política energética en un país capitalista avanzado como España ha de ser la de asegurar el aprovisionamiento de energía en las mejores condiciones posibles. Esta cuestión ha de abordarse, con prudencia, teniendo un cuenta un principio práctico de orientación general y las variadas circunstancias que modulan su aplicación. Ese principio podría resumirse como sigue. Necesitamos poner los medios para asegurar, en lo posible, un aprovisionamiento de energía que permita mantener o mejorar nuestro nivel de vida actual, evitando disrupciones graves en nuestro modo de vida y permitiendo ajustes lo menos onerosos posibles si es necesario efectuar cambios de calado en aquél, por ejemplo, porque la presión de unos recursos naturales limitados así pueda aconsejarlo.
La experiencia de la vida económica y política en las sociedades avanzadas sugiere que para la aplicación de dicho principio contamos con una herramienta fundamental, la del ingenio humano, al que Julian Simon (1981) llamó "el recurso económico fundamental". En su materialización tecnológica, ese ingenio humano ha permitido a nuestra especie adaptarse a las condiciones ambientales más variadas, transformando en recursos, propiamente dichos, los materiales que pueden encontrarse en la naturaleza (Reisman, 2002). Como poco, desde Adam Smith sabemos que la institución que mejor ha movilizado ese ingenio a la hora de aportar recursos para el sustento de la vida humana es la del mercado basado en la propiedad privada, cuyas capacidades de coordinación de una miríada de acciones individuales y del conocimiento local en que se fundamentan (Hayek, 1948), así como de eliminación de errores y de selección de aciertos, no han podido igualar otras formas de orden económico.
Ello es especialmente evidente en el tema que nos ocupa, tanto en el corto como en el medio y el largo plazo. En el corto, en la medida en que funcionen con suficiente libertad los mercados de la energía, los precios transmitirán las debidas señales de escasez que orientarán el ajuste en los comportamientos de los agentes. Éstos, en el caso de una mayor escasez relativa de una fuente de energía, moderarán su demanda de ésta, acudirán, en lo posible, a fuentes alternativas o renunciarán a otros consumos manteniendo su demanda de aquélla. Un conductor, ante el alza de los precios de la gasolina, puede reducir su uso del automóvil (viajando más en transporte público, o a pie; o renunciando a determinados trayectos) o puede seguir haciendo el mismo uso pero disminuyendo su consumo en otros ámbitos (alimentación, ocio, cultura, etcétera). En el medio plazo, una duradera escasez relativa de una fuente de energía puede hacer rentables inversiones en la producción de otras fuentes antes más caras o en investigación destinada a aumentar la eficiencia de la fuente más escasa.
El alza de los precios del petróleo en 1973 y 1979 condujo, en el medio plazo, a automóviles y procesos productivos mucho más eficientes, así como a la extracción de petróleo de fuentes menos accesibles y, por tanto, más costosas. Estos meses, con precios que rondan los 60 dólares por barril de crudo, vuelve a hablarse de aprovechar las arenas bituminosas de países como EEUU, Canadá o Venezuela, pues contienen ingentes depósitos de petróleo, si bien de costosa extracción (Fumento, 2005). Y algunos expertos predicen, a la vista de esos altos precios, un gran aumento de la capacidad extractiva en los próximos años, lo cual "presionaría" los precios a la baja (Yergin, 2005). De igual manera, en el largo plazo, cabe imaginar, como ha ocurrido en el pasado, que la movilización del ingenio humano que permiten los mercados nos permita un ajuste suave al "agotamiento" de recursos finitos como el petróleo, si es que permitimos que se produzcan y circulen con libertad las correspondientes señales de escasez (precios de mercado).
Obviamente, en el tema que nos ocupa, el libre funcionamiento de los mercados energéticos ha de predicarse a escala mundial, por lo que, en principio, será la del libre comercio la política más sensata para los países que mejor quieran aprovechar las ventajas de eficiencia y de movilización del conocimiento que aquellos conllevan.
La experimentación con estilos de vida alternativos
Lo anterior no es óbice para que los ciudadanos de esos países ensayen otros modos de adaptación a las escaseces relativas de fuentes energéticas y/o al impacto de éstas en el medio ambiente. Tampoco para que, en este último caso, en ausencia de "soluciones de mercado" a daños en ese medio, no puedan intentarse soluciones distintas (regulación, intervención estatal, etcétera), mejor con un máximo de flexibilidad y de previa experimentación local, y siempre cuidando de que el remedio estatal no sea peor que la enfermedad, algo que sucede con bastante frecuencia (Tullock et al., 2002).
En cualquier caso, como es apropiado en las sociedades libres, esos ensayos han de implicar el mínimo posible de coerción estatal (y de comportamientos depredadores privados, claro), en la confianza, por otro lado, de que los ensayos de éxito probablemente se extiendan al cundir el ejemplo. En sociedades así, nada impide que unos o muchos individuos elijan modos de vida que impliquen un (mucho) menor consumo de energía y un (mucho) menor impacto de ese consumo en el medio ambiente. Nada nos fuerza ni a consumos elevados ni al despilfarro, aunque siempre hay que recordar que, si no funcionan las señales de escasez (precios libres), el despilfarro está asegurado. Y nada impide, tampoco, que los partidarios de esos estilos de vida distintos intenten persuadir, a través de una discusión pública libre, a los demás de las bondades de su elección. Nada les impide, tampoco, intentar persuadir a estos últimos de la bondad de regulaciones estatales que incentiven esos modos de vida y disuadan de otros menos acordes, según su visión del mundo, con el respeto al medio y la conservación de los recursos. Siempre, recordemos, que esas regulaciones impliquen la mínima coerción estatal.
La experimentación con estilos de vida alternativos tiene especial interés en conjunción con el funcionamiento de mercados libres, pues a través de éstos, si, como hemos dicho, cunde el ejemplo por la imitación o la persuasión, surgirán empresarios dispuestos a aprovechar la oportunidad de ofrecer a esos consumidores "alternativos" los productos y servicios apropiados para el modo de vida elegido (con el añadido de que, por la competición propia de los mercados, tenderán a hacerlo con el menor coste posible).
La posibilidad de graves disrupciones en el curso normal de las cosas
A pesar de lo dicho, pecaríamos de un doble angelismo pro mercado y pro discusión pública civilizada si no tuviéramos en cuenta un tercer condicionamiento, potencialmente grave, de las política energética. Nos referimos a la posibilidad de que estallen crisis internacionales tan severas que la "reacción" de los mercados sea insuficiente para que se cumpla el principio orientador que comentamos. No hablamos del comportamiento cartelístico de los países productores de petróleo en 1973 ó 1979, el cual, por cierto, respondió en gran medida a razones políticas (guerra de Yom Kippur, revolución en Irán). Restricciones de la oferta de tal dimensión acaban volviéndose, en el medio plazo, en contra del cártel, pues los consumidores de petróleo acaban reorientando parte de su demanda a fuentes alternativas (más baratas) y procuran consumirlo de manera más eficiente, en ambos casos reduciendo la demanda y gran parte de los beneficios extraordinarios obtenidos por el cártel. Así ocurrió en los años 80 y 90. En la medida que el cártel del petróleo se guíe por consideraciones económicas en la fijación de la oferta, se cuidará, como así hace (Featherstone, 2005), de no bajarla tanto que estimule adaptaciones como las mencionadas.
Lo que ocurre es que no podemos estar nada seguros de que sean sólo consideraciones económicas las que guíen las acciones de los principales exportadores de petróleo. Un iluminado, digamos, latinoamericano puede pensar que el petróleo que se produce en su país es un arma para luchar contra las injusticias de lo que él puede llamar el neoliberalismo y la globalización, y decidir cerrar el acceso a ese recurso, por ejemplo, al imperio norteamericano y a sus aliados, pero cedérselo amablemente (a buen precio, eso sí) a quienes están en plena sintonía moral e intelectual con él. Le costará, con todo, hacer algo así, pues puede arriesgar ingresos muy útiles para las políticas populistas de redistribución que le ayudan a mantenerse en el poder. Pero puede caer en la tentación, dejándose llevar por lo que él considera el hambre y la sed de justicia que animan su entrega a los desfavorecidos.
También es posible que caiga en una tentación así, digamos, un fundamentalista islámico que, gracias a una revolución, consiga hacerse con el control de la producción de petróleo en un país como Arabia Saudita. De nuevo, el mantenimiento mediante dádivas de un régimen sultanístico y aún más teocrático que el actual en dicho país puede actuar de freno, pero existe la posibilidad de que, efectivamente, aquél intente llevar a la práctica su visión del mundo más allá de las consecuencias para el pueblo que pretenda dirigir. Hágase la justicia, aunque perezca el mundo, piensa, por lo que puede decidir cortar el suministro no ya al Gran Satán estadounidense, sino a los principales países de Dar al Harb (los países "infieles"), si no se pliegan al gobierno de líderes islámicos como él.
Sólo hay que leer las entrevistas a estos líderes, sus fatwas y sus pronunciamientos públicos para entender que algo así es posible. Según ellos, para que el mundo viva en paz Occidente no sólo debe dejar de combatir al Islam, sino que debe aceptar ser gobernado por el Islam. No cabe la coexistencia, pacífica, entre creyentes e infieles: estos últimos han de someterse. Como sabemos, los medios de sometimiento elegidos son todo menos pacíficos, y no cabe descartar ni el uso de armas de destrucción masiva ni el uso de armamento "económico", como podría ser la restricción del acceso a una gran parte de la oferta petrolífera mundial.[3]
Dada esta posibilidad, este tipo de consideraciones ha de entrar necesariamente en la definición estratégica de la política energética de un país como el nuestro. No para dejar de confiar a largo plazo en los mercados, sino, en previsión de crisis de tales dimensiones, reducir la dependencia de esas fuentes de petróleo de manera que el daño, llegado el momento, sea menor y la adaptación más fácil. Si esto es así, caben dos opciones: esperar a que el funcionamiento de los mercados, libres de trabas (y no intervenidos como ahora), produzca "naturalmente" la diversificación de fuentes que reduce esa dependencia o, ante la urgencia de la situación, acelerar esa diversificación quitando con toda rapidez trabas a los agentes privados o incentivándoles convenientemente.
Obviamente, no se trata de recuperar políticas energéticas autárquicas, sino de intentar no depender tanto de eventualidades fuera de nuestro control. Por eso hablábamos antes de un cierto angelismo, del que pecan los que creen que el comportamiento de esos iluminados responde como el nuestro a los esquemas de incentivos a que estamos acostumbrados (por ejemplo: no harán nada por reducir sustancialmente el flujo de ingresos por petróleo) o, peor aún, piensan que el terrorismo que emplean es simplemente una respuesta a provocaciones previas por parte de Occidente. Ambas suposiciones tienen su parte (pequeña) de verdad, pero no dan razón total de las conductas posibles del que está dispuesto a que perezca el mundo por que se cumplan sus valores.
Una parte del retorno a la palestra pública de la energía nuclear como alternativa energética viable y de futuro tiene que ver con la discusión sobre el cambio climático y el calentamiento global, pero otra parte tiene que ver, precisamente, con consideraciones como las que acabamos de hacer.[4] Un país que vela por su seguridad, y por la seguridad del suministro de energía tal y como decíamos al principio, no puede desalojar este tema de la discusión pública. Es decir, puede hacerlo, pero con un coste, quizá, alto.
Ni que decir tiene que en el peor escenario, no ya de la limitación del acceso a las fuentes petrolíferas sino del uso de armas de destrucción masiva (o equivalentes) que provoquen una grave disrupción del tráfico internacional de mercancías, en particular de las energéticas, el confiarlo todo al libre comercio internacional puede llegar a ser suicida. En esas circunstancias, simplemente, cesa (o disminuye enormemente) el comercio, sea libre o no.
Conveniencia de una discusión pública auténtica y una ciudadanía alerta
En cualquiera de estos tres casos (confianza en los mercados, ensayos de estilos de vida, posibilidad de crisis geopolíticas), en una democracia liberal como la nuestra es básica la presencia de una discusión pública auténtica (Pérez-Díaz, 1997) y, por ello, de un número suficiente de ciudadanos bien informados y con sentido crítico.
Si nos planteamos confiar en los mercados energéticos, habremos de discutir (y decidir) sobre el alcance de dicha confianza, sobre la mejor manera de crearlos donde no los hay, sobre la adecuada regulación (o sobre la eliminación de casi todas las trabas), sobre qué aspectos (si es el caso) dejamos fuera de la acción del mercado, etc. No son temas sencillos, pero pueden ser entendidos y se puede conversar razonablemente sobre ellos, siempre y cuando el público, o un núcleo duro de éste, entienda mínimamente cómo funcionan los mercados, cómo producen energía las empresas del sector, qué porcentaje de esa energía se adquiere fuera, cuánta se produce con según qué fuentes, cosas así.
Algo parecido cabe decir de los ensayos con nuevos estilos de vida y de la persuasión que intentan sus partidarios. Al respecto, toca conocer mínimamente los costes de producir energía con distintas fuentes, el impacto medioambiental de cada una de ellas, los costes de oportunidad de optar por unas en vez de otras, los costes de las regulaciones propuestas, y así. Obviamente, no hace falta que cada ciudadano sea un experto en esos temas, pero sí que tenga la suficiente información y conocimiento como, por ejemplo, para mantener una distancia crítica respecto de las posturas de los actores interesados y pueda juzgarlas más allá de los intereses y las posiciones políticas de éstos. Este tipo de ciudadanos, crítico, demandará, por otra parte, mayores dosis de transparencia en las tomas de posición de aquellos actores.
Igualmente, necesitamos una discusión pública digna de tal nombre para la consideración de las opciones de política energética compatibles con amenazas graves a nuestra integridad territorial y, especialmente, a nuestro modo de vida. En particular, necesitamos un número suficiente de ciudadanos que sepan ponderar el peso de factores económicos, geoestratégicos o religiosos, entre otros, en decisiones de tanta envergadura. No como expertos, pero sí con el mínimo conocimiento de causa propio de un ciudadano concernido.
Carencias de los ciudadanos españoles: el caso de la generación más joven
Desafortunadamente, es probable que en España carezcamos, por ahora, de ciudadanos con los conocimientos y la distancia crítica necesarios para que la discusión pública de política energética sea del todo fructífera. Lo cual tiene, a su vez, efectos, probablemente negativos, en las actitudes y tomas de posición de esos ciudadanos.
Hace poco se han publicado los resultados de un Eurobarómetro especial dedicado al tema de la energía y los residuos nucleares (European Commission, 2005). Uno de los resultados más interesantes es la gran variación que hay entre las actitudes dominantes hacia la energía nuclear según el país miembro de la Unión Europea de que se trate. Por ejemplo, el grado de aceptación de la energía nuclear pasa de niveles bajísimos, inferiores al 15% en países como Austria, Grecia o Chipre (España, 16%), a niveles superiores al 60% en la República Checa, Suecia o Hungría. Más interesante aún, desde el punto de vista del tema que nos ocupa, son las amplias variaciones que se dan en el nivel de conocimientos sobre los residuos nucleares, tanto sobre su composición como sobre su peligrosidad o sobre los medios habitualmente utilizados para disponer de ellos. Lamentablemente, si tenemos, por ejemplo, en cuenta el porcentaje de aciertos en una batería de preguntas sobre esos medios de disposición de residuos, España se situaría en el antepenúltimo lugar de los Veinticinco, superando sólo a Irlanda y a Portugal.
El problema es que el nivel de desconocimiento tiene consecuencias. Sin entrar ahora en las bondades relativas de la energía nuclear, el gráfico 1 muestra muy claramente que la actitud favorable a la energía nuclear aumenta con el grado de conocimiento que tienen los entrevistados sobre cómo se dispone de los residuos nucleares (una asociación parecida se da con el grado de conocimiento acerca de la composición y peligrosidad de dichos residuos).[5] El caso español es paradigmático de esta relación: lo encontramos, en consonancia con un nivel muy bajo de conocimientos, entre los niveles inferiores de apoyo a la energía nuclear, una actitud que apenas expresa un sexto de los encuestados. Si lo vemos en términos del rechazo a la energía nuclear, podemos sospechar que en España estaría sustentado, en gran medida, en un desconocimiento amplio sobre esta materia.
Una averiguación parcial así sería importante tan sólo por el hecho de que la energía nuclear vuelve a ser considerada como una seria alternativa, precisamente, para resolver algunos de los problemas que pueden poner en riesgo el gran principio orientador de la política energética en países como España. De todos modos, hay quien podría desdeñarla recordando, por una parte, que una cosa son las actitudes de la gente y otra la política de los gobiernos (véase, por ejemplo, el caso de Suecia, con una opinión pública muy favorable pero con sucesivos intentos gubernamentales, todavía no definitivos, de cerrar las centrales nucleares en el medio plazo), o, por otra, que esto no deja de ser un desconocimiento concreto, sobre un tema muy técnico, en el que no cabe esperar que los ciudadanos del común sean expertos.
El problema con este argumento no es que el tema sea, sobre todo, técnico, sino que el amplio desconocimiento sobre la energía nuclear en España es tan sólo la punta del iceberg de los amplios desconocimientos sobre energía (y su relación con el medio ambiente) que tienen los españoles, al menos las generaciones más jóvenes. Y, más grave aún, esas carencias se muestran no en temas muy técnicos, sino en los aspectos más generales y básicos de la producción y los distintos usos de la energía.
Recientemente hemos publicado un informe que recoge los resultados de una encuesta sobre esos temas a una muestra representativa de los españoles de 16 a 35 años (Los jóvenes españoles ante la energía y el medio ambiente, Fundación Gas Natural; Pérez-Díaz y Rodríguez, 2005). El retrato que obtuvimos del nivel de conocimientos de esos jóvenes era bastante desolador, y en las ocasiones en que comparamos ese nivel con el de sus mayores la cosa varió más bien poco. Tampoco varió mucho según el nivel de estudios del entrevistado.
La encuesta revela desconocimientos profundos y actitudes dudosamente afines con el principio general enunciado más arriba, o con una situación de urgencia como la actual. Dichos desconocimientos y actitudes se muestran en cada uno de los ámbitos considerados (mercados, cambio de estilos de vida, posibilidad de crisis).
En primer lugar, los jóvenes españoles saben bastante poco sobre el origen de la energía que consumen, sobre los fines en que se utiliza y, sobre todo, sobre los costes de cada fuente. Cuando piensan en las fuentes de la energía primaria consumida en España infraestiman muy claramente el carbón, casi invisible a los ojos de los encuestados, que parecen considerarlo una energía propia del siglo XIX. Sobreestiman, en consonancia con una percepción sesgada por la novedad, el peso de las energías renovables (descontando la hidráulica), cuya importancia real apenas llega a la mitad de la del carbón. Yerran también al estimar a qué fines principales se dedica no ya la energía en el conjunto de España (sobreestimando el peso de la industria, tradicional "villano" en las encuestas sobre medio ambiente), sino la electricidad en sus hogares (no ven que el principal consumo energético es el de la calefacción, confundiéndolo con el de la iluminación y los electrodomésticos).
Sobre todo, tienen un entendimiento totalmente trastocado de los costes de producir electricidad a partir de las distintas fuentes, lo cual revela, a su vez, grandes desconocimientos acerca de los procesos de producción de energía eléctrica y, probablemente, acerca de la producción (y los mercados) en general. Una mayoría cree que son precisamente las fuentes más caras, la energía solar (32%) o la eólica (27%), las que tienen menos costes de producción, y son muy pocos los que mencionan fuentes que sí estarían entre las más baratas, como el gas natural (7%), el fuel-oil (5%), el carbón (7%) o la energía nuclear (5%). El error medio, en cualquier caso, no es minúsculo: con datos del año 2000, un Kwh producido con energía solar fotovoltaica costaba catorce veces más que uno producido en una central de ciclo combinado.
Muy probablemente, la mayoría de esos jóvenes ni siquiera sabe que si, en la actualidad, energías como la solar o la eólica tienen alguna, mínima, presencia, ello se debe a las subvenciones directas o indirectas de que disfrutan. Claro que la inmensa mayoría tampoco tiene idea de cuántos impuestos gravan productos de uso tan cotidiano como la gasolina o el gasoil.
En segundo lugar, los jóvenes españoles parecerían contar con que son necesarios grandes cambios en nuestro estilo de vida para resolver los problemas medioambientales. Más de dos tercios estarían de acuerdo con esa idea, quizá porque una amplia mayoría (tres quintos) tiende a pensar que el crecimiento económico es perjudicial para el medio ambiente y mantienen una opinión dividida acerca de la posible contribución de los avances científicos al respecto. Obviamente, un cambio importante en los modos de vida no tiene por qué implicar optar por modos más costosos, pero al menos habrá que afrontar costes extras en una hipotética fase de transición (por ejemplo, los que implicaría pasar de una automoción basada en el petróleo a una basada, es un suponer, en el hidrógeno). El problema es que los jóvenes no parecen muy dispuestos a aceptar un mínimo sacrificio para facilitar ese tipo de transiciones. Muchos son partidarios, en principio, de pagar más por la electricidad si ésta procede de fuentes renovables. Casi un 80% lo cree así. Sin embargo, de éstos, la inmensa mayoría sólo está dispuesta a asumir incrementos de costes inferiores a lo que ha aumentado el precio de la gasolina en el último año. Lo cual es un indicio no sólo de lo limitado de su capacidad de experimentación, sino también de lo difícil que les resulta evaluar cuantitativamente la dimensión de los problemas.
En tercer lugar, tampoco parece que sean muy duchos en sus juicios sobre la calidad de los problemas. Los que afectan a la energía son muy diversos: los hay relacionados con la seguridad del suministro, con la calidad de éste, con la evolución de los precios, con el impacto medioambiental de la producción y los usos de la energía, entre otros. Una ciudadanía concernida, probablemente, sería capaz de tener en cuenta, en algún grado, esas múltiples facetas. Los jóvenes españoles son, al respecto, bastante unidireccionales, primando muy por encima de las demás la faceta medioambiental. Tres cuartos de ellos consideran que lo más importante de una fuente de energía es que no contamine y no genere residuos (la continuidad en el suministro apenas la menciona una décima parte). Igualmente, dos tercios utilizarían el criterio medioambiental para elegir suministrador de electricidad. Por último, un tercio prefiere el de la protección del medio ambiente como objetivo principal de la política española, proporción sólo superada por la de los que creen que es más importante el velar por la salud y la seguridad públicas (así lo cree la mitad). El criterio de la seguridad en el suministro apenas lo menciona un 8%.
Es decir, no parece pasárseles por la imaginación la posibilidad de crisis graves que pongan en riesgo el suministro continuado de bienes tan cotidianos como la electricidad o la gasolina de los coches. Que al apretar un interruptor se encienda la luz o que al girar la llave de contacto funcione el motor son cosas que van de suyo y no requieren de una previsión especial.
Es evidente que esta situación nos plantea un problema de educación cívica. Deben resolverlo los medios de comunicación, las empresas, los profesionales, las asociaciones y los políticos, procurando dar un tratamiento desapasionado de los problemas, atenerse a los hechos, dar mayor cabida a todo tipo de argumentos razonables, yendo más allá de los sentimientos superficiales y los prejuicios. Sin duda, debería aportar su contribución a ello el propio sistema educativo. Es curioso que en esta generación, la más educada de la historia de España, las diferencias en el nivel educativo entre unos y otros jóvenes cuente muy poco y apenas afecte a las diferencias en la calidad de su información, de su juicio y de sus actitudes sobre los temas de energía y medio ambiente. Sin duda habrá que comenzar por mejorar radicalmente la calidad de esa educación.
Razones para la esperanza
A pesar de todo, el estudio ofrece dos interesantes puntos de apoyo para construir una discusión pública sobre energía razonable con la intervención de los ciudadanos de a pie. Por una parte, a pesar de su tendencia a hacer suyos los estereotipos políticamente correctos que circulan en el espacio público, se observa una influencia mínima de la ideología política en las respuestas de los entrevistados. Esto sugiere que el tema de la energía y el medio ambiente está, todavía, al menos, poco afectado por las pasiones partidistas, y que hay, todavía, una oportunidad para tratarlo como un problema de Estado o, mejor aún, de sociedad.
Por otra parte, a pesar de su tendencia a simplificar, los jóvenes encuestados eran receptivos a argumentos que no suelen plantearse con suficiente claridad e insistencia en la discusión pública, tal como el de la dependencia energética española. Un 82% consideraba como un problema importante el que una elevada proporción de la energía consumida en España venga del extranjero, ante lo cual una mayoría amplia de aquellos (tres quintos) creía que había que desarrollar más fuentes de energía dentro de España (no llegaban a un tercio los que proponían reducir nuestro consumo de energía). Que una mitad de esos jóvenes, con el sentimiento antinuclear, en principio, tan extendido en España, considerase correcta la apuesta francesa por la energía nuclear sugiere una cierta apertura a una discusión más sofisticada y compleja que la habitual.
Referencias y fuentes de datos
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[1] Un ejemplo reciente de esta controversia, en Deffeyes y Huber (2005). Véase también, por el lado de los "optimistas", Stern (2006).
[2] Sobre los costes económicos de los compromisos españoles por firmar el Protocolo de Kioto, puede verse PriceWaterhouseCoopers (2004).
[3] Por no hablar de la posibilidad de actos de piratería contra los barcos que transportan gran parte del petróleo y del gas natural que se utiliza en el mundo (Luft y Korin, 2004).
[4] Hace ya unos años, a raíz del 11-S, George Reisman proponía a EEUU liberar los mercados de la producción energética en el país, incluyendo quitar trabas al establecimiento de las centrales nucleares; entre otras razones, para "forzar" una sustancial bajada de los precios del petróleo: dada su elevada inelasticidad, incluso una pequeña reducción de la demanda debida a la utilización de otra fuentes llevaría a caídas de precios muy notables (Reisman, 2001).
[5] R², que mide la fuerza de la asociación, adopta un valor relativamente alto, de 0,52, y es significativo al nivel 0,01.
Número 27
Varia
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