Decadencia y servidumbre
Lo que no es claro no es francés. Era una definición acabada, perfecta, del espíritu de una civilización. Como tal era una exigencia, de la que muchos españoles y otros muchos hispanoamericanos cayeron, ¿sería mucho decir?, enamorados. En la prosa francesa, este ideal de claridad, que es una forma de cortesía, se manifestó en la tensión expresiva que apura los límites de lo que se ha de decir sin forzar las cosas. Ironía, sensualidad, melancolía, y algunas zonas de la pasión, confundida las más de las veces con la introspección atormentada, fueron saliendo a la luz, como recién creadas por aquel espíritu. También reveló una veta aristócrata, un poco españolizante, que arrebata el alma en una frase abrupta, seca y heroica. Los excesos románticos la anegaron de sentimentalismo, y en pleno siglo XX culmina la liquidación con la mentira, aquella mentira heroica tan bien escenificada en la prosa teatral y gesticulante de Malraux. La contrapartida es la expresividad feroz, abyecta, de Céline que exploró, probablemente hasta donde cabía hacerlo, una de las vetas más turbias de la sensibilidad francesa.
Pero lo que debía haber sido un punto final se convirtió en un punto de partida, y desde entonces la prosa francesa, con algunas escasísimas excepciones, se ha precipitado en el fárrago, la autocomplacencia y la confusión. Alabados sean nuestros señores, el libro de memorias de Régis Debray, es un ejemplo acabado de esta decadencia. De entrada, la portada es repulsiva. De arriba a abajo, tenemos los retratos de Ernesto Che Guevara, Fidel Castro y François Mitterrand, los tres "señores" a los que ha servido Debray a lo largo de su "educación política". Le falta el último, Milosevic, al que Debray ha defendido en su Carta al Presidente de la República publicada hace muy poco tiempo, mientras los militares y paramilitares serbios se dedicaban a saquear Kosovo y torturar y asesinar a miles de civiles indefensos.
La cobardía de los serbios es la de Debray. Debray sabe que no tiene nada de qué sentirse orgulloso, que ha echado a perder su vida en causas que sólo han provocado corrupción, miseria y sufrimiento. Pero su cobardía, la combinación de arrogancia y servilismo característica de los intelectuales del siglo XX, le lleva a seguir en la brecha, y tras el socialismo, ese gigantesco paso atrás en la historia de la humanidad, decidió ponerse al servicio del nacionalismo. Nunca, ni por un segundo, habrá sabido Debray lo que es la libertad. Sus memorias son el rastro agrio de quien ha pasado por este mundo sin orgullo ni dignidad.
Pero lo peor no es esa actitud de autocomplacencia en el desastre. Lo peor es la deducción, fundada sólo en la voluntad de elevar un fracaso personal a alegoría universal, de que todo el mundo participa de la misma infamia. El salto que en este punto da la izquierda resulta asombroso. De ser los únicos que estaban en posesión de la verdad y tenían la llave de la Historia, muchos han pasado a ser el epítome de una humanidad incapaz de redención, condenada a revolcarse en la ignominia. El plural del título ("Alabados sean nuestros señores") no engaña. Avatar último del igualitarismo, todos somos lo mismo. En España el ejemplo de la infamia cunde, véase el caso Haro Tecglen que no es el único, ni mucho menos.
En el fondo dan ganas de decir: de acuerdo, pero no todo el mundo es tan tonto. Lo que pasa es que estos pícaros, que siempre han vivido al amparo del poder, han sabido medrar y nunca han dejado de recibir de sus amos alguna prebenda sabrosa: para Debray, despachos en el Elíseo, Consejo de Estado... Por eso, para conocer la realidad de esta izquierda más vale echar una ojeada a otros libros: La puta de la República, de Christiane Deviers-Joncour (¡vaya título para las memorias de Debray!), y su versión española, cutre y rupestre como corresponde al socialismo de por aquí, que es Yo, el hermano de Juan Guerra. Con bastantes menos remilgos, Deviers-Joncour y Guerra dicen una verdad que Debray y sus amigos jamás se atreverán siquiera a apuntar.
Sobre todo eso, el libro de Debray resulta ilegible. Confuso, a medias irónico, lleno de sobreentendidos y citas mal traídas, síntoma de un saber pobre y mal organizado, es un ejemplo acabado de la decadencia de la prosa francesa. ¡Pobre Francia!
Régis Debray , Alabado sean nuestros señores. Una educación política . Muchnik. Madrid, 1999.Número 3
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