Genealogía de los progresistas españoles
Detrás de la política seguida por el Gobierno de Rodríguez Zapatero en estos casi tres años hay varias cuestiones. Una, la personalidad del protagonista, que por ahora parece un misterio y dentro de algunos años causará asombro, como lo causan las de otros caudillos de un pasado no muy lejano. Será difícil explicar que alguien con tan escasa entidad intelectual haya llegado a gobernar y estar a punto desmantelar una nación de siglos, con una cultura propia como muy pocas han sido capaces de alumbrar. Otra cuestión es cómo ocurrieron los hechos que llevan al Partido Socialista, entre 2000 y 2002, a decidirse por una línea de gobierno radical como la encabezada por Rodríguez Zapatero. ¿Hubo una decisión estratégica? ¿Quién la tomó? ¿O se trató más bien de un conjunto de factores independientes y más o menos espontáneos, que van de la urgencia de volver al poder hasta la cultura propia del progresismo, que se aunaron para provocar el giro desde lo que parecía una actitud reformista a otra de un extremo radicalismo? Son preguntas para periodistas y futuros historiadores, que tendrán que tener muy en cuenta los acontecimientos que desembocaron en la fecha del 11 de marzo de 2004. Por el momento, lo que nos interesa aquí es la actitud y la mentalidad –la cultura– que han hecho posible y aceptable esa política.
Socialistas: sindicalistas antisistema
En primer lugar, y dado que el partido de Rodríguez Zapatero no ha cambiado de nombre, está el socialismo. El socialismo de Zapatero tiene poco que ver con el imaginado por Pablo Iglesias y los fundadores del partido (1879) y la Unión General de Trabajadores (1888). Nunca hubo gran dosis de utopía en aquellos socialistas, más sindicalistas que otra cosa. No parece que creyeran de verdad en la instauración de una sociedad sin clases, o que fueran capaces de imaginar el nacimiento de un nuevo hombre. Habrá quien diga que hay que agradecérselo, y no sin razón. Pero tampoco se caracterizaron por sus afanes utópicos los socialistas franceses, ni los socialdemócratas alemanes ni, más adelante, los laboristas ingleses. Ahora bien, a diferencia de lo ocurrido con el socialismo español, esos partidos sí manifestaron una voluntad firme de integrarse en el sistema parlamentario.
El debate acerca de la participación en los parlamentos correspondientes fue vivo. Lo fue en particular la posible colaboración con los que llamaban "partidos burgueses". En España esta última posibilidad se descartó pronto, tras un debate que acabó con la expulsión de partidarios de esa colaboración. La victoria de los tipógrafos autodenominados marxistas, encabezados por Pablo Iglesias, acabó con cualquier discusión ulterior de las tesis de los puros. Impusieron una política de aislamiento sanitario de sus huestes que impidió cualquier colaboración con los enemigos de clase y, por si eso fuera poco, cultivó la crítica drástica del sistema parlamentario.
El marxismo de aquellos hombres, de una profunda ignorancia, era muy relativo. Más que propiamente revolucionarios, eran radicales, sin que se supiera muy bien –tampoco lo sabían ellos– lo que proponían para el futuro. Por supuesto que es difícil, por no decir imposible, calcular en qué medida esta abstención militante contribuyó a desacreditar el sistema liberal parlamentario. Es posible por tanto atribuir este descrédito a los propios partidos burgueses, que no supieron defender el sistema o adaptarse a los cambios requeridos. Ahora bien, es indudable que la desconfianza radical hacia el mismo por parte del socialismo sindicalista español y su negativa a participar en él no contribuyeron a facilitar la transición que se planteaba entonces, aquí como en cualquier otro país europeo: el paso de una monarquía constitucional a otra parlamentaria, o, en otras palabras, la democratización de los regímenes liberales.
Los dirigentes desconfiaban del parlamentarismo, que les parecía una trampa, un engaño. Mientras sus homólogos de otros países europeos contaban con decenas de representantes en sus respectivos parlamentos nacionales, los socialistas españoles no tenían ninguno. Cuando por fin Pablo Iglesias consiguió un escaño, en 1910, treinta años después de la fundación del PSOE, lo consiguió gracias al apoyo de los republicanos. Su primera intervención, en la que amenazó a Antonio Maura, rompió todas las reglas de la cortesía y la decencia parlamentarias. No deja de ser consistente con estos planteamientos del PSOE que Largo Caballero –otro líder venido del sindicalismo, la pata primigenia y fundamental del proyecto socialista español– colaborara con la dictadura de Primo de Rivera con mucha más facilidad que con el régimen nacido de la Constitución liberal de 1875.
La Segunda República advino, como se dijo del nuevo régimen, con el propósito explícito de integrar a las masas proletarias en el sistema parlamentario. La dictadura había hecho fracasar cualquier intento de reforma pacífica y pareció necesario el ensayo de un nuevo régimen, hasta ahí considerado de extrema izquierda. No sin razón, como se vio pronto. El Partido Socialista aceptó participar en él, incluso se incorporó al Gobierno. Los burgueses republicanos, tanto los nuevos (Azaña, Alcalá-Zamora y tantos otros) como los veteranos (Lerroux), lo entendieron como el sello de legitimación de la República. Habían conseguido lo que el régimen liberal no había logrado.
La realidad desmentiría pronto cualquier ilusión. La participación en el régimen democrático no quería decir que el PSOE aceptara las reglas del juego, mucho menos que considerara como bienes últimos la democracia y la defensa de la libertad. Para la inmensa mayoría de los socialistas, la democracia –en aquellos momentos la República– era un simple medio para acceder a una nueva forma social, siempre mal definida pero que, con el triunfo de la Unión Soviética, iba adquiriendo más y más el perfil de una fórmula próxima al comunismo.
La revolución de Asturias despejó cualquier malentendido. El PSOE tomaba por pretexto la llegada de la derecha al Gobierno para intentar una revolución proletaria. Al demostrar que no tenía intención alguna de integrarse en la democracia ni de asumir sus reglas fallaba uno de los presupuestos del propio régimen republicano, vaciado de uno de sus principales objetivos estratégicos. La Segunda República no tenía razón de ser y se convirtió, en los pocos meses que sobrevivió, en una ficción infinitamente más precaria y esperpéntica de lo que lo fuera nunca la ficción parlamentaria de la Restauración.
El PSOE había optado por seguir fiel al proyecto de un hombre dogmático y profundamente ignorante: Pablo Iglesias. Al final, durante la Guerra Civil, esa fidelidad a los orígenes acabó poniendo el partido al servicio del Partido Comunista, una paradoja de la que fue víctima Largo Caballero –otro sindicalista– durante su presidencia del Gobierno en guerra. Largo sufrió en primera persona la enemiga que los comunistas dedicaban a los socialistas: los radicales con veleidades totalitarias habían quedado al servicio de los estalinistas, totalitarios puros.
Toda esta historia pareció quedar atrás a finales de los 70 del siglo pasado, cuando un Felipe González joven todavía anunció que el socialismo renunciaba al marxismo, como lo había hecho la socialdemocracia alemana muchos años antes. Cabe preguntarse hasta qué punto el PSOE había sido marxista alguna vez. Sí había sido, sin duda, radical, un partido encerrado en la defensa de su pureza ideológica y la lucha de clases. En 1979 se entendió que el PSOE renunciaba a su ideario revolucionario para aceptar lo que hasta entonces no había aceptado: la democracia parlamentaria no ya como un medio para conseguir objetivos políticos o sociales, sino como un fin en sí mismo.
En aquel momento no había por qué dudar de la sinceridad de la nueva posición. Además, el Partido Socialista, renovado desde dentro, desde lo que entonces se llamaba "el interior", se había convertido en una organización de aluvión, con presencia de sindicalistas, socialdemócratas e incluso liberales. Hubo algún intento de imprimir cierta coherencia ideológica a aquella alianza, por ejemplo el Programa 2000, que intentaba darle un giro hacia la izquierda (a iniciativa de Alfonso Guerra), pero sin mayores consecuencias. En cualquier caso, el intento de compatibilizar liberalismo y socialdemocracia no tuvo mayor futuro doctrinal. Todo aquello acabó, como se recuerda, con la huelga general de 1988, que precipitó al Gobierno por la pendiente del intervencionismo y la corrupción.
La llegada del Partido Popular al Gobierno era el gran test para comprobar si el PSOE había aceptado de una vez las reglas de juego de la democracia como lo que son: normas inviolables destinadas a garantizar la estabilidad de las instituciones y la libertad de las personas. Cuando el PP ganó por segunda vez (2000), y además por mayoría absoluta, el problema se planteó con toda crudeza. El PSOE se enfrentaba a un período de oposición más largo de lo que parecía haber previsto, similar tal vez al que el centro-derecha había tenido que vivir durante los años de gobierno de los socialistas.
Entonces se demostró hasta qué punto era tenue el barniz de reformismo de los 70. Bastaron dos años, de 2000 a 2002, para que el PSOE pasara de ejercer como leal oposición a recuperar, intacto, su antiguo radicalismo. La manipulación política de la catástrofe del Prestige, la campaña contra el Ejecutivo del Partido Popular tomando por pretexto la guerra de Irak, los ataques a las sedes del PP, el acoso, las mentiras y la violación de la normativa electoral entre los días 11 y 14 de marzo de 2004 fueron los signos inequívocos de la involución del socialismo español hacia posiciones antiliberales.
El Pacto del Tinell, por el que los socialistas catalanes se comprometieron a no pactar en ningún caso con el Partido Popular, la estrategia de expulsar de la vida pública a la oposición con la ayuda de los nacionalistas, el revival guerracivilista y las negociaciones para la legalización de ETA-Batasuna han demostrado, por si quedara alguna duda, que el Partido Socialista no tiene ningún reparo en dinamitar los principales consensos establecidos durante la Transición, que resultaron en la promulgación de la Constitución de 1978. Tras la sonrisa y el buenismo de Rodríguez Zapatero estaba el mismo radicalismo antidemocrático, adusto y dogmático del abuelo Pablo Iglesias.
Del "todo o nada" a "la destrucción de todo lo existente"
La actitud radical del PSOE tiene un antecedente en el siglo XIX, el Partido Progresista, que apareció en 1834 para hacer frente al Estatuto Real promulgado con el objetivo de posibilitar la creación de un régimen liberal en España.
El nombre tiene una componente ideológica o, si se quiere, filosófica. Los progresistas dan por supuesto que el ser humano es eternamente perfectible, en más de un sentido moldeable mediante un designio racional, del cual, ni qué decir tiene, se atribuyen el monopolio. Se alejan tanto de los conservadores, poco dados al optimismo sobre la naturaleza humana, como de los liberales, que aunque comparten la benevolencia de los progresistas se muestran sumamente escépticos ante el proyecto de implantar un proceso de mejoramiento racional de la especie humana, y mucho menos desde el poder.
El Partido Progresista se proclamó heredero de los liberales doceañistas, así llamados porque consideraban la Constitución de 1812, la de Cádiz, como el referente obligado para el progreso de la vida política de la nación. Es cierto que la Constitución de Cádiz fue, desde su proclamación, un mito liberal. Pero también resultaba un instrumento político utópico y poco realista, escasamente adecuado para la instauración de un nuevo Estado, éste sí liberal, tras el hundimiento total del Estado de la Monarquía Católica en 1808 y el paréntesis nostálgico y cruel de Fernando VII. La demostración se produjo durante el Trienio Liberal (1820-1823), cuando la puesta en vigor de la Constitución del año 12 provocó el desorden completo. Tras el caos, los españoles acogieron sin problemas, a diferencia de lo ocurrido en 1808, la invasión de las tropas de la Santa Alianza para reponer en su trono absolutista a Fernando VII.
Aquel fracaso no impidió que la Constitución de 1812 y el Trienio Liberal quedaran, en lo que hoy algunos llamarían "memoria histórica" de la parte del liberalismo que empezaba a declararse progresista, como un momento "emblemático", un "icono" de una revolución siempre por hacer. Algo parecido ocurre con Rodríguez Zapatero y los actuales progresistas españoles, que han decidido hacer de la Segunda República –uno de los momentos más desastrosos de la historia de España– un proyecto de emancipación frustrado por las fuerzas reaccionarias. Nada más lejos de la verdad, obviamente, pero en el siglo XIX la referencia nostálgica quedó como parte fundacional del mito progresista, y luego, cuando la posible aplicación de la Constitución del año 12 se fue desvaneciendo, quedó la idea, depurada y transformada en un material de orden puramente mítico, de una revolución pendiente reprimida por lo que acabarían llamándose los "obstáculos tradicionales", o sea el Altar, el Trono y el Ejército.
Es en nombre de esa revolución pendiente que los progresistas rechazaron los resultados de 1838, una de las pocas elecciones limpias de todo el siglo XIX español, que devolvieron el poder a la derecha. El general Espartero instauraría luego su dictadura, terminada en 1843. Aquella intentona acabó con la reputación de los progresistas durante muchos años. Su descrédito permitió que los conservadores liberales, liderados por Narváez, sentaran las bases del Estado liberal, que en sus rasgos fundamentales se ha conservado prácticamente intacto hasta hoy. Ahora bien, siempre quedó la nostalgia de la revolución pendiente; la suya, no la que habían hecho, y de qué manera, los conservadores liberales, los liberales a secas y, en general, el conjunto de la sociedad española.
A veces optaron por la integración, incluso llegaron a gobernar, como ocurrió tras la llamada, algo hiperbólicamente, Revolución de 1854, mediante la cual Espartero volvió al poder, durante el llamado Bienio Progresista. Como se ve, acabó pronto. Cuando los progresistas no gobernaban adoptaban una táctica que llamaron "de retraimiento": consistía en proclamarse representantes de un sector importante de la opinión pública sin acudir a las elecciones. Las daban por inútiles, en la seguridad de que no se les llamaría nunca para formar gobierno por miedo a la radicalidad de sus propuestas. Se habrá reconocido la estrategia del PSOE algunas décadas después. Olózaga, uno de sus grandes representantes, la llamó entonces la fórmula del "todo o nada".
La tensión que esta actitud provocó acabó erosionando la legitimidad del propio régimen. No fue, como ocurrió con el PSOE en las primeras décadas del siglo XX, la única causa de esa deslegitimación (el Partido Moderado de Narváez tuvo una responsabilidad importante, sobre todo a partir de 1864), pero contribuyó decisivamente a ella, hasta el punto de provocar el desplome de la monarquía isabelina en 1868.
Fue el triunfo de los progresistas. Lograron reunir en torno a su proyecto de revolución pendiente a buena parte de las fuerzas políticas, incluso a algunas sumamente moderadas, y también a las que habían surgido a su izquierda, los llamados demócratas, léase republicanos, que preconizaban el sufragio universal, la libertad de conciencia y la instrucción primaria gratuita.
Todos se reunieron contra el régimen isabelino, pero sin un programa claro, como no fuera lo que se llamó, en frase que parece un anticipo de las que se escribirían en las calles de París cien años después, "la destrucción de todo lo existente". El resultado de aquel proyecto no tardó en llegar. Entre 1868 y 19874, cuando Martínez Campos se pronunció en Sagunto a favor de la restauración de la dinastía en la figura del hijo de Isabel II, el futuro Alfonso XII, se sucederían a velocidad cada más acelerada una transición dramática y violenta, una monarquía parlamentaria y democrática, una república que acabó derivando en federalismo (con tres guerras abiertas: la carlista, la primera por la independencia de Cuba y la del Estado contra la sublevación federal-cantonalista, que llevó a promulgar realidades nacionales y soberanas por doquier, incluso en Cartagena, que se declaró independiente) y, finalmente, un directorio militar, con el general Serrano al frente.
El desastre en que naufragó la revolución progresista desacreditó otra vez a sus protagonistas. Quedaron muy pocos capaces de defender los eslóganes (ideas había pocas, y las que había eran completamente ajenas a la realidad) puestos en práctica en lo que llamó el Sexenio –en recuerdo del Trienio igualmente catastrófico de entre 1820 y 1823– y el Bienio –de características idénticas– de entre 1854 y 1856. Prácticamente todos los progresistas, aprendida la lección, ingresaron en el Partido Liberal Fusionista de Sagasta.
Se reconvirtieron al liberalismo templado. Lo eran más en las formas que en las propuestas. Sagasta y su partido, que se empeñaron en imponer el sufragio universal sin una auténtica demanda por parte de la opinión pública (entre otras cosas, porque la población era en su inmensa mayoría analfabeta), aceptaron lealmente la Constitución canovista de 1875. Bien es verdad que Cánovas también había aprendido la lección y, en vez de reconstruir el Partido Moderado de tiempos de Isabel II, fundó un instrumento nuevo, el Partido Liberal Conservador.
Este régimen, fundado en el consenso y el pacto leales, permitió la libertad en España hasta 1923. No era el paraíso en la tierra, obviamente, pero el lamentable final, ocurrido cincuenta años después de su implantación, no se puede achacar a quienes lo fundaron, sino a quienes, a partir de 1898 y sobre todo de 1902, cuando accedió al trono Alfonso XIII, no supieron responder a las nuevas demandas, como la democratización (real, no ficticia, como hasta ahí) de un régimen liberal bajo el cual se fundaron, y hubieran podido tener una influencia relevante, de no haberse encerrado en posiciones intransigentes, organizaciones como el PSOE.
En vista de lo que percibieron como bloqueo de la situación, y tras la desaparición de los fundadores del régimen, los liberales, que entonces eran la izquierda, empezaron a recuperar posiciones que recordaban las de los antiguos progresistas. El caso más claro se produjo en 1909, cuando el Partido Conservador, con Antonio Maura a la cabeza, pareció consolidar una derecha verdaderamente democrática en el Gobierno, lo que se llamó "Gobierno Largo" de Maura. La reacción de la oposición fue fulminante. En vez de emprender la reforma para la democracia que hubiera exigido el desafío de Maura, los liberales, encabezados por Segismundo Moret –un hombre procedente de la Institución Libre de Enseñanza– se coaligaron con las fuerzas entonces consideradas de extrema izquierda, como los republicanos. Organizaron la gigantesca campaña del "Maura no", de la que la campaña contra el Gobierno Aznar cuando la guerra de Irak fue una repetición. Y presionaron directamente al rey Alfonso XIII, que retiró la confianza a Maura y aceptó así el primer golpe serio a la reforma del régimen.
En vez de confiar en el trabajo democrático, obligadamente lento, de convencer a la opinión pública, utilizaron los resortes del régimen liberal para apartar del poder al único reformador serio. La actitud progresista volvía a ocupar el primer puesto en la lucha política y, como ocurrió en el reinado de Isabel II, a bloquear la evolución pacífica de la situación. Por desconfianza en las instituciones y, sobre todo, en la posible democratización de éstas –lo que hubiera dado el poder a los conservadores–, la coalición progresista saboteó la reforma del régimen. Habían dejado claro que no aceptaban la alternancia en el poder.
Krausistas e institucionistas. Del progresismo al relativismo
Volvamos por un momento a 1875. La Restauración señaló el final de los progresistas en la vida pública española... excepto en un pequeñísimo círculo, apenas detectable durante casi treinta años. Era un exiguo grupo de profesores universitarios que rechazó todas las ofertas de diálogo que se le hicieron directamente desde el círculo de Cánovas, fue a la provocación en nombre de los principios en 1874, tras la restauración dinástica, no consiguió nada con ello y, en vista del fracaso –lógico, después del desastre del Sexenio–, se refugió en una empresa privada.
Nos referimos a Francisco Giner de los Ríos y a su núcleo de amigos. La empresa es la Institución Libre de Enseñanza. La supervivencia del grupo se debió a la inteligencia y a la tenacidad de Giner, que supo explotar la mala conciencia de los ex progresistas reconvertidos al consenso liberal-conservador, y más tarde a la inseguridad ideológica de los conservadores.
Paradójicamente, las ideas de Giner y de la Institución Libre de Enseñanza tienen su antecedente en un intento de modernizar el ideario progresista ocurrido en los años 40 del siglo XIX. Muchos progresistas en trance de reconvertirse al liberalismo e integrarse en lo que acabaría siendo la monarquía liberal de Isabel II comprendieron que había que airear, por así decirlo, el progresismo, sacarlo de la eterna nostalgia de la Constitución doceañista y de la pulsión obsesiva de la revolución pendiente. Por eso uno de ellos mandó a Francia a Julián Sanz del Río. Pero éste, en vez de dedicarse al estudio de los doctrinarios franceses, que era el auténtico propósito del viaje y de la subvención, se fue a Alemania (sin saber alemán), siguiendo el rastro de un idealista, un poco místico y bastante extravagante, llamado Friedrich Krause. De ahí el nombre de la capillita que Sanz del Río formó a su vuelta a España: los krausistas.
Se fijaron un ideal de vida ascético, que no cumplieron; sí lo haría Giner, tras hacerse con la imagen de marca y actualizar las propuestas fundadoras. En la brillante y efervescente atmósfera del Madrid isabelino, supieron mantener los contactos con los liberales y también con los progresistas y los masones, herederos de quienes habían participado activamente en el experimento del Trienio Liberal. Su filosofía era una traducción literal de las ideas de Krause, que se empeñó en elaborar un programa para un mundo ideal de esferas autónomas, cada una dedicada a una actividad humana, donde reinarían la armonía universal y la paz eterna. Incluso se acabaría con la acción del Estado, que en este universo armónico de esferas autónomas sólo se ocuparía del Derecho.
La utopía krausista tuvo un éxito muy limitado, pero respondía, en parte, a las preocupaciones de unos liberales que en España, y a mediados del siglo XIX, se mostraban muy beligerantes contra las intervenciones arbitrarias del poder del Gobierno. De ahí que algunos se interesaran por aquello de las esferas autónomas.
Tenía otra faceta, sumamente atractiva para los propios krausistas. Y era que las dichosas esferas, aunque autónomas y rodando cada una a sus anchas por el amplio universo, probablemente acabarían chocando, como demostraba la desgraciada historia de la Humanidad. Pues bien, para resolver estos problemas se instauraba otra; no la del Estado, como hasta entonces, sino la de los sabios, es decir la de los propios krausistas, obvio es decirlo. Aquellos intelectuales que empezaban hablando de libertad y autonomía de las esferas se arrogaban así el papel de árbitros, jueces y más que probables planificadores. Del mundo de las esferas se llegaba al de las castas, y del liberalismo a un organicismo en el que los krausistas eran la cabeza pensante, el sujeto consciente.
Bastantes de los primeros krausistas eran ex curas, puestos en la calle por la desamortización. El krausismo vino a sustituir la fe perdida. Lo que Sanz del Río creó fue, en el estricto sentido del término, una secta, en la que se ingresaba por decisión del maestro y cuyos miembros abandonaban en las manos de éste su voluntad. Los integrantes de la secta tenían la llave del verdadero saber, resumido en los textos del maestro, que eran un refrito, cuando no un plagio puro y simple, de los de Krause.
También hicieron suya una obsesión propiamente progresista, la de erigir una iglesia nacional española, una iglesia reformada –como, según ellos, no lo había sido el catolicismo español en el siglo XVI–, de la que serían la casta sacerdotal. El anticlericalismo de aquellos ex sacerdotes encajaba bien con una de las obsesiones del progresismo y con las ensoñaciones conspiratorias de los masones.
En cuanto al fondo ideológico del krausismo, aparte de la reflexión sobre las esferas autónomas –liberal, si no hubiera derivado hacia el predominio de una de ellas–, resultaba novedoso por su posición de fondo ante el problema del fundamento de la moral. Efectivamente, Sanz del Río había suprimido la divinidad personal de la tradición judeocristiana para sustituirla por una naturaleza divinizada, un panteísmo en el que, como inmediatamente advirtieron y señalaron sus críticos, no había forma de fundar una distinción estable e inteligible entre el Bien y el Mal.
En aquel universo confundido con la divinidad, el juicio moral quedaba definitivamente relativizado, por recurrir a un concepto actual. A menos, claro, que alguien asumiera el papel de definir lo que eran el Bien y el Mal. La tarea correspondía, como ya se habrá adivinado, a la esfera o secta de los sabios, y más en particular a su jefe de filas, en un primer momento Sanz del Río. El puesto pareció luego destinado a Fernando de Castro, una figura que se consumió en el Sexenio, y acabó, no sin una lucha muy dura, en manos de Francisco Giner de los Ríos.
Giner ejercería durante décadas de gurú de aquella secta, cuyos miembros abdicaban en él, voluntariamente, su libre arbitrio. Así, pudo instaurar sin que nadie le pidiera cuentas su propio proyecto moral, relativista y postmoderno mucho antes de que esos conceptos existieran como tales, aunque ya habían empezado a germinar en la crisis de la modernidad que se fraguaba a finales del siglo XIX.
Antes de la revolución de 1868, el grupo krausista se alineó con los suyos, los progresistas. Los krausistas fueron los auténticos ideólogos del Sexenio. De ahí su descrédito al final de aquellos años turbulentos; pero también el prestigio, del que supieron aprovecharse durante la Restauración. Giner y su grupo de la Institución Libre de Enseñanza, convertida en un colegio para la formación de una futura elite progresista y vivero de adeptos fieles a la enseñanza del maestro, eran como los testigos vivos de la antigua militancia progresista. Y fue Giner, con una personalidad más acusada que la de Sanz del Río, quien dio al grupo el auténtico carácter sectario, cerrado a cualquier influencia externa.
No tendrían ninguna oportunidad, en cualquier caso, mientras se sostuviera en firme el consenso liberal-conservador en que se fundaba la Restauración. Pero gracias a la tenacidad de Giner, que mantuvo encendida la llama durante la larga travesía del desierto, empezaron a emerger públicamente, y con importancia renovada en cuanto el consenso empezó a romperse; justamente en el momento en que con más intensidad hubiera hecho falta renovarlo: al iniciarse el trance, siempre peligroso, de la democratización de un régimen liberal como el de la Restauración.
Es en estos años de principios de siglo XX, tras la crisis de la guerra de Cuba y una vez desaparecida la generación que fundó el régimen, cuando la Institución Libre de Enseñanza recobra la importancia ideológica que tuvo el krausismo hasta 1874. Ya hemos visto a uno de sus hombres, Segismundo Moret, encabezando la campaña antidemocrática contra Antonio Maura. Los veremos en circunstancias parecidas cuando la Segunda República ofrezca la Presidencia al discípulo preferido de Giner de los Ríos, Francisco Cossío, ya mayor y con la sensatez suficiente para rechazar el homenaje, que aun así dejaba bien claro cuál era la raíz sentimental e ideológica de la República. La mayor parte de los dirigentes de la Segunda República, incluso algunos de los socialistas más importantes, se habían visto expuestos a la enseñanza de la Institución más aún que a la masonería, también relevante en este asunto.
Desde principios de siglo, la Institución Libre de Enseñanza había dejado de ser una escuela de primera enseñanza para ampliar su campo de trabajo a la formación de investigadores y científicos. Prácticamente monopolizaron el dinero público para la investigación y las becas al extranjero. Todo ello, con una campaña muy bien dirigida de descrédito de las instituciones estatales, contaminadas por el pecado original de haber nacido del consenso liberal-conservador. En aquel momento de crisis, allí estaba la alternativa que casi todos andaban buscando.
El prestigio de la secta institucionista creció como la espuma. Convertida en un grupo de presión, se hizo con el cuasi monopolio de la modernidad y la ciencia gracias a organismos financiados por el Estado pero férreamente controlados por ellos mismos, como la Junta para la Ampliación de Estudios e incluso la mítica Residencia de Estudiantes, un colegio mayor para señoritos de buena familia costeado con el dinero de los contribuyentes.
No está en duda la calidad intelectual de su trabajo. Pero ese esfuerzo tenía un sentido político. A pesar de su posición central, Giner y los suyos seguían siendo ajenos, o bien opuestos, al sistema político liberal que los sostenía y les apoyaba financieramente, y sin el cual eran, sencillamente, inconcebibles. Pero Giner fingía ignorar la política, y delante de él estaba prohibido hablar de una actividad tan despreciable. Su misión, infinitamente más alta, era salvar España del atraso en que la habían hundido siglos de monarquía católica y décadas de gobierno liberal conservador.
Han seguido ostentando el mismo prestigio desde entonces. Algo absurdo, si se tiene en cuenta la inconsistencia de las ideas –por así llamarlas– en que se basaba su proyecto. El caso es que aquel asalto a la legitimidad cultural por parte de los restos del progresismo triunfó y se ha convertido en un dogma de la cultura española. Durante muchos años la cultura española sólo podría ser progresista. Prácticamente todo el mundo, incluido José María Aznar cuando fue presidente del Gobierno, ha rendido pleitesía a los herederos de aquella burbuja, por buena voluntad o por recelo ante su implacable sectarismo.
La ideología antiespañola
Hasta principios del siglo XX los españoles no habían padecido lo que hoy se llamaría una crisis de identidad colectiva, y eso a pesar de haber sufrido varias guerras civiles y la pérdida de casi todo su imperio, aquellos territorios de ultramar que la Constitución de Cádiz, como la Monarquía Católica, consideraba españoles, al mismo título que los territorios peninsulares. Había habido una profunda reflexión introspectiva, como era lógico, en los años de mayor esplendor, y luego cuando, a mediados del siglo XVII, se desvaneció el sueño de la hegemonía española y católica. Había habido debates acerca de la aportación de la cultura española a la civilización occidental, a partir de algunos textos críticos escritos por ilustrados franceses. Ya en el siglo XIX, algunos heterodoxos, como Blanco White y luego Larra (aunque se puede especular acerca de cómo habría evolucionado, dado su giro al conservadurismo tras el golpe de estado progresista de La Granja), habían hecho suya esa idea muy francesa de una España incapaz para la modernidad por no haber participado en la Reforma.
Salvo estas excepciones (que hoy parecen de una importancia desmedida por la evolución histórica posterior), la construcción del Estado liberal y, en consecuencia, la articulación política de la moderna nación española se vivieron con un optimismo característico de la época. Fueron años de expansión económica y progreso general de la sociedad, promocionados en parte por el establecimiento de un Estado liberal. Este estado de espíritu se prolonga a lo largo de todo el siglo XIX, y no desprecia lo que de favorable tenía la peculiaridad española: su historia exótica y orientalizante, su raíz cristiana, su expansión por el mundo y la creación de una gran cultura dentro de la civilización occidental. Galdós en la literatura y Modesto Lafuente en la historia son algunas de las muestras insignes de un estado de opinión generalizado que acompaña a la creación de la nación española moderna.
El ambiente cambia de raíz con la pérdida de Cuba y Filipinas y la derrota ante Estados Unidos. En el conjunto de la opinión pública no hubo, en realidad, más que una depresión, la esperable tras la pérdida de los últimos territorios nacionales de ultramar. En los ambientes conservadores, la aplastante superioridad militar norteamericana dio pie a lo que acabaría siendo una combinación particular de admiración y resentimiento: Estados Unidos había empezado a suplantar el poder de las antiguas potencias europeas. En la izquierda, en cambio, la derrota del 98 apuntaló una interpretación del régimen de la Restauración que hasta el momento había permanecido recluida en círculos minoritarios. Probablemente se trataría de un desencanto previo al 98 avivado por los hechos entonces ocurridos.
La Restauración sería, según esto, no una superación de las fantasías progresistas y las tendencias retrógradas del desaparecido Partido Moderado, sino el triunfo de la pura reacción. No continuaría la historia de España al modo en que Cánovas lo enunció, trabando el régimen liberal y constitucional con la nación española nacida cinco siglos antes; todo lo contrario: continuaba la historia más negra de una España que se había apartado de la modernidad en el siglo XVI, al rechazar la Reforma, y hundido a partir de ahí en lo que Ortega y Gasset, a punto de entrar en escena, llamaría "tibetanización", es decir, un aislamiento voluntario y un narcisismo letal, con el consiguiente atraso económico, la ignorancia y el apego a las tradiciones caducas.
Justo en el momento en que el régimen liberal necesitaba un refuerzo de legitimidad para emprender la reforma que le debía conducir a la democratización surgía el mito de la España negra, irreformable. En esta visión influyó de forma determinante el grupo krausista. Los krausistas, sobre todo a partir de la llegada al liderazgo de Giner, cultivaron una imagen puritana. Venían a reencarnar la esencia pura, impoluta, incontaminada, de una España prostituida por el mal gusto –el peor de los pecados para aquel grupo– de los burgueses isabelinos y la Restauración.
Para desgracia de los españoles, esta visión brutalmente negativa de la sociedad, la tradición y la historia españolas alcanzará un grado de elocuencia superlativo al encarnar en una generación de escritores geniales, la del 98, que cumplirá con entusiasmo la tarea de destrozar, arrasar y esterilizar la raíz, hasta ahí viva, de la cultura española. Casi todos ellos se arrepentirán después de sus arremetidas de juventud, pero para entonces el daño ya estaría hecho. Después de aquella brecha abierta a propósito, con saña y entusiasmo, sería muy difícil reconstruir la continuidad. Casi toda la historia española, y buena parte de la cultura que había creado, quedó distorsionada, degradada, irrecuperable hasta muchos años después. Se redescubre al Greco, por ejemplo, pero como expresión de una excepcionalidad individual o nacional. En cambio, se decide que no existe escuela de pintura española y se niega al teatro español –a Lope, a Calderón y a Tirso, ni más ni menos– la categoría que se reconoce al francés o al inglés.
La intensidad de aquella ruptura, contra la que elementos más prudentes no pudieron oponer sino buenas intenciones, marcó toda la cultura española. Hasta hoy. Fue retomada por la llamada generación del 14, que le dio una nueva dimensión, intelectual y política. España, dijo Ortega, era la historia de una enfermedad. La Segunda República, desde este punto de vista –que es el de Azaña, otro esteta enfermo de resentimiento, de los muchos que abundan en esos años–, es una empresa de demoliciones llamada a desmantelar la falsificación instaurada por sucesivas generaciones de liberales traidores a los principios de sus mayores, los gloriosos doceañistas.
La mistificación ideológica e histórica, alimentada por una imaginación estética tan brillante como ajena a cualquier responsabilidad cívica –y moral–, recupera así el mito progresista de la revolución pendiente. Y lo legitima con toda la fuerza emocional de la persuasión estética. Se la puede calificar de antiespañola; no por la crítica de la tradición, sino por la violencia con que destruyó la continuidad. A partir de ahí los españoles no podrán reconstruir con naturalidad su filiación cultural y espiritual.
Lo que a finales del siglo XIX era patrimonio de una minoría exquisita: el gusto por la execración de España, se convierte, ya a finales de la década de 1920, en lugar común. En torno a 1898 los españoles se escandalizaban de que unos cuantos compatriotas se permitieran el lujo de despreciarlos, cuando no de insultarlos; treinta años después, una parte importante de la sociedad le ha cogido el gusto a la actitud masoquista y se estremece de placer cada vez que se le recuerda lo atrasada, ignorante y zafia que es. En buena medida se trata de una coartada, porque los mismos que no consiguen democratizar el régimen liberal, que incluso obstaculizan su democratización en la primera década del siglo XX, cuando se oponen a la derecha democrática de Antonio Maura en vez de crear –por su parte– un partido democrático, son los que elevan a categoría de dogma cultural el mito de una España negra y decadente.
Bajo esa atrocidad correría el agua pura del sentimiento popular, siempre manipulado en su buena fe. El razonamiento prosigue postulando que el pueblo, el único que se había salvado de aquella decadencia cultural, venía a ser la encarnación de una España que a lo largo de muchos siglos de falsificación se habría mantenido milagrosamente impoluta, virgen. Bastaría que aquellos batallones populares se pusieran al servicio de la inteligencia progresista –a estas alturas republicana– para que renaciera la España eterna, la auténtica y al mismo tiempo la eternamente nueva.
Uno de los problemas de aquellos batallones es que estaban encuadrados por los socialistas, que nada tenían de democráticos, y, si es que se puede utilizar el término encuadramiento en este caso, por los anarquistas, que de democráticos tenían aún menos. Pero había otro problema: el auge de los nacionalismos.
Los escasos republicanos que habían surgido al debate público en la España del siglo XIX representaban una corriente extrema dentro del progresismo, aunque alguno de ellos se reconvirtiera al sistema liberal tras el fiasco del Sexenio, como ocurrió con Castelar, un republicano no invocado nunca en el santoral republicano del actual jefe de Gobierno. Su programa estaba lleno de buenas intenciones democráticas, pero no articularon nunca un pensamiento consistente acerca del significado del bien público. Cuando el actual presidente del Gobierno habla de republicanismo, virtudes cívicas y democracia participativa tiene que echar mano de autores extranjeros. Sólo Azaña, en algunos textos, intentó traducir, más que pensar, el significado del republicanismo.
Del republicanismo los progresistas, muy influidos por los masones, heredaron el mito escenográfico de la Revolución Francesa, que luego teatralizaron en 1931. En general, el republicanismo se convirtió con el paso del tiempo en federalismo, que servía de cauce, en buena medida, a algunas reivindicaciones de orden social. Quedaba el matiz puramente federal, que debía haber elaborado una concepción del Estado distinta a la centralizada que había triunfado en España tras el desplome del Antiguo Régimen y la revolución liberal-conservadora. La confusión y los errores intelectuales del ideario federal, como el de Pi y Margall, condujeron al desastre de la Primera República, cuando el Estado liberal pareció desintegrarse en la sublevación cantonalista. El federalismo quedó tan desacreditado como el progresismo.
La derrota del 98 y la crisis de la nación liberal le dieron una nueva oportunidad. El guante no lo recogieron ahora los antiguos federalistas, gente de izquierdas, sino políticos e ideólogos de ideario conservador (en Cataluña) e incluso, aunque muy primitivamente, prefascista (en lo que entonces se llamaba las Vascongadas). Los nacionalistas reivindicaban la patria sagrada, la tradición, la subordinación del individuo al grupo. Era una puesta al día de las tesis contrarrevolucionarias venidas de Francia y Alemania. Pero los nacionalistas llegaban en un momento oportuno: en la crisis de la identidad nacional y en el momento de la crisis de la democratización del régimen liberal.
Los conservadores, en los años de transición entre el liderazgo de Cánovas y el de Antonio Maura, y luego tras la quiebra de éste, se sentían inseguros de su propio ideario. Vieron en los nacionalistas catalanes, mucho más conservadores y mucho menos liberales que ellos mismos, un posible aliado. Ahí se inició una actitud a la que la derecha española sigue siendo fiel: considerar Cataluña un problema catalán y abandonar el liderazgo de esa región a los nacionalistas, creyendo –o fingiendo creer– que son sus aliados naturales. Los nacionalistas consiguieron así una legitimidad inesperada.
También les llegó por otro lado, aún más sorprendente.
Los socialistas y los republicanos –los encuadrados en el radicalismo lerrouxista– se mantuvieron firmes en su defensa de un sistema político nacional. No así, en cambio, una parte del progresismo. O bien por puro oportunismo, o bien porque una parte del progresismo –en particular, la muy influyente encabezada por Giner– había abandonado ya a esas alturas cualquier rastro de liberalismo y evolucionado, como era previsible, hacia una concepción organicista, no individualista, de la sociedad (recuérdese la especulación de las esferas, en la que los individuos tienen poco que hacer), los hubo que se interesaron por aquella renovación en clave conservadora de las ideas federales –o mejor dicho, confederales– que tan mal resultado dieron en 1873. Pero aquello caía ya tan lejos...
Así empezó a fraguarse una idea inédita pero que venía a añadirse al mito progresista de la traición de los liberales al ideal primero de la revolución. Y es que la nueva España que los progresistas debían alumbrar tendría obligadamente que incorporar las realidades nacionales que el régimen centralista liberal había querido borrar del mapa. Los progresistas hacían suya una parte del argumentario nacionalista, heredero a su vez de una veta carlista, en nombre de la España nueva primero y luego directamente de la famosa revolución pendiente...
La Segunda República intentaría dar cauce a esta síntesis improbable –por no decir incongruencia, o algo peor– abriendo la puerta del Gobierno a los nacionalistas de izquierda, con los resultados de todos conocidos. La construcción nacional iniciada por los nacionalistas conservadores a principios de siglo se acelera a partir de 1931, con los nacionalistas de izquierda y la proclamación de la soberanía de Cataluña.
Sabemos bien en qué concluyó todo aquello. La España nueva y eterna cayó en manos de sindicalistas, anarquistas, estalinistas y burgueses compañeros de viaje (más o menos a la fuerza). Hubo que elegir entre una dictadura, la de Franco, y el comunismo totalitario, que ganó la guerra civil que se abrió, dentro del conflicto nacional, en las filas de los defensores de la legalidad republicana.
La victoria de Franco condujo a la sociedad española a su primer momento de auténtico aislamiento desde muchos siglos atrás, pero le evitó las monstruosidades del comunismo. Siempre se puede especular acerca de lo que quedaría a estas alturas de la tradición progresista española de haber triunfado los comunistas al servicio de Stalin. Probablemente ni las cenizas. Pero con Franco el mito de la España de las nacionalidades, la España plural, quedaría inscrito en la genética del progresismo español. Desembocó en la nación de naciones en que nos estamos convirtiendo hoy en día, sin que nadie, excepto quienes quieren culminar la creación al margen de la española, sepa lo que quiere decir esa expresión.
La batalla cultural. Socialistas, progresistas y posmodernos
En el discurso oficial franquista triunfó una parodia antiliberal de la España que el progresismo estético, intelectual y político había querido borrar para siempre, la de la exaltación de la unanimidad cultural y la nación católica. Las ramificaciones de la visión progresista continuaron abriéndose paso en el exilio, y rebrotaron en España en cuanto la dictadura abrió un poco la mano. La mala conciencia de algunos antiguos partidarios del régimen franquista vino a añadirse entonces a una nueva generación de intelectuales y estetas incapaces de ofrecer una auténtica alternativa al régimen pero que encontraron en aquellas ideas una nueva coartada para su incompetencia política.
La situación recordaba, en cuanto al bloqueo de la situación, a la de los años finales de la Restauración. Con una diferencia, entre otras: los tópicos que una vez parecieron presentar una nueva idea de España –siempre muy frágil, desde luego– se habían visto reforzados por una corriente que llegó desde Francia pero que en rigor había sido sintetizada en Estados Unidos. Se trataba de las propuestas que la nueva izquierda norteamericana había empezado a elaborar en los años 60 a partir del movimiento por los derechos civiles surgido para acabar con la segregación racial.
Por razones todavía difíciles de explicar –la riqueza de las naciones occidentales, la llegada a la primera madurez de una generación que no había tenido que hacer nunca la guerra, la oposición a hacerla en Vietnam–, el movimiento abrió paso a una fulgurante mutación social que fracasó en lo político, como demostraron el hundimiento el Partido Demócrata cuando hizo suyas aquellas propuestas y la reacción liberal-conservadora ocurrida en Estados Unidos y en Gran Bretaña bajo Ronald Reagan y Margaret Thatcher. En cambio, triunfó en las costumbres y en la cultura.
Nada más lejos de la izquierda tradicional europea, socialista o comunista, que aquella batería de alternativas que exhibían orgullosamente su condición de tales y combinaban pacifismo, antinorteamericanismo, feminismo, reivindicaciones identitarias, incluidas las nacionales, y la libre exploración, por así llamarlo, de las posibilidades individuales, sin límite moral alguno, como demostraba la legalización del aborto. Ahora bien, una vez caído el Muro de Berlín, y tras el colapso del comunismo, una parte de la izquierda, huérfana, encontró en ese movimiento social una nueva argumentación. La izquierda europea, en general, seguía atenida a algunos grandes consensos morales –la nación o la familia–, por lo que sólo en dosis moderadas era capaz de absorber todo lo que aquellas propuestas tenían de libertario y ajeno a las tradiciones propias.
La izquierda española, en cambio, tenía una historia propia, una trayectoria y una tradición únicas. En cuanto a la nación, hubo quien llamó "nuevos nacionalistas" a los jóvenes socialistas llegados al poder en 1982. Pero aunque se intentó poner coto a algunos excesos de los nacionalismos vasco y catalán, los socialistas españoles –a diferencia de los franceses, los italianos o los alemanes, por ejemplo– no elaboraron nunca una posición de defensa patriótica de la nación española. Pesaba demasiado la herencia antinacional –antiespañola– de la tradición cultural que se había empezado a urdir con el cambio de siglo, en torno a la fecha simbólica de 1898.
Bastó la llegada al poder del Partido Popular, y sobre todo su victoria por mayoría absoluta en 2000 y la perspectiva de un ciclo largo de gobierno del centro-derecha similar al que había disfrutado el PSOE, para que en el socialismo español, en el que confluía toda la tradición progresista, se considerara con naturalidad la posibilidad de apropiarse del legado de la nueva izquierda norteamericana. La actitud es compatible con un antinorteamericanismo feroz, símbolo y resumen de una ideología caducada tras el colapso del comunismo y convertido por eso en el principal instrumento de propaganda para alcanzar el poder y mantenerse en él. También es un símbolo de identidad: los antinorteamericanos se reconocen entre ellos.
No sabemos si estos progresistas que tienen el antinorteamericanismo por bandera conocen que la mayoría de sus posiciones viene de Estados Unidos, de la gran ruptura de los 60 y los 70. Probablemente algunos creen que vienen de Francia, a través del izquierdismo. No se equivocan del todo, porque los norteamericanos, a su vez, habían reciclado algunas ideas marxistas europeas: el sujeto revolucionario, por ejemplo, permaneció, aunque con una nueva identidad: ya no era el proletariado lo que había que emancipar, sino las nuevas identidades, de género, de etnia o de nacionalidad. Era un marxismo degradado, por supuesto. Pero los progresistas españoles siempre fueron ajenos al marxismo, y el de los socialistas nunca fue demasiado sofisticado.
En cambio, aquí los progresistas ya disponían de una larga historia en el campo de las batallas culturales, tan propiamente norteamericanas antes de que se difundieran por todo el mundo. Era la batalla cultural librada por el núcleo sectario krausista, primero, y luego por todos los que hicieron suyas, con más o menos conciencia de lo que hacían, aquellas posiciones. En España, gracias al krausismo reelaborado por Giner, el progresismo ya había cuestionado hacía mucho tiempo la moral judeocristiana, como decían los izquierdistas de los años 70, y la había sustituido por un panteísmo a punto de naufragar en el relativismo. También había desplazado el eje del cambio político de lo social a lo individual, núcleo de la futura revolución en las costumbres. Y había difuminado –por no decir sustituido– la ética en una inquisición estética que ponía el buen gusto por encima de cualquier otra virtud.
El núcleo krausista, por otra parte, no había sido nunca partidario de la democracia. La especulación sobre las esferas soberanas se compadecía mal con el poder –la "dictadura"– de las mayorías, juzgadas siempre deleznables y bastas e incapaces de ajustar su conducta –menos aún, sus decisiones en el campo político– al ámbito de lo racional y lo estético, reservado a la esfera más soberana de todas, la de la elite de los profesores, intelectuales, artistas y gurús de la nueva era. (Parece contradictorio con el experimento de la Segunda República. No lo es. Los republicanos de izquierda no respetaron nunca el sufragio universal. Preferían el secretismo y las intrigas de pasillo). Finalmente, también había abandonado, hacía mucho tiempo ya, nada más acabado el experimento del Sexenio, su interés primero por el liberalismo económico. No por eso se había hecho socialista, aunque algunos institucionistas –es decir, los educados en la Institución Libre de Enseñanza– se incorporaron al PSOE, con la vana pretensión de convertirlo en un partido fabiano, laborista, es decir socialista a la inglesa, respetuoso de la legalidad parlamentaria.
En otras palabras, una parte esencial del progresismo español había sido posmoderno mucho antes de que se inventara la posmodernidad. Así se entiende mejor que la izquierda española, a diferencia de la de otros países europeos, haya podido recurrir sin más dificultades al repertorio posmoderno e incorporarlo con tanta naturalidad a su programa político, como si no contradijera en nada sus supuestos ideológicos previos. A la tradición antiespañola y antinacional que permite una coalición en apariencia contra natura con los nacionalistas, los progresistas españoles suman esta tradición de posmodernismo que les lleva a proclamar como propios, sin que al parecer haya en sus filas el menor atisbo de debate moral, el matrimonio entre personas del mismo sexo, el cambio de género a voluntad o –mucho más grave– la irrelevancia del concepto mismo de nación, sustituida por una imprecisa conceptualización de los llamados "pueblos de España", reconvertibles en naciones o realidades nacionales a voluntad, como en la cuestión del género.
Ese mismo relativismo hace posible una propuesta como la de la alianza de civilizaciones. La armonía de las esferas se ha convertido en "ansia infinita de paz". Hoy, los socialistas, imbuidos de progresismo, apoyan al mismo tiempo el matrimonio entre personas del mismo sexo y la alianza con culturas que, como la islámica, reprimen brutalmente la homosexualidad. La pluralidad de España va más allá de la peregrina idea de nación de naciones y se propone recuperar una supuesta convivencia entre tres culturas –la cristiana, la judía y la islámica– que trivializa y destruye la raíz de la cultura española.
A partir de aquí ya es imposible cualquier continuidad. Estos nuevos españoles, si es que se les puede llamar así, no tendrán nada que ver con sus antepasados ni con lo que éstos crearon; ni con aquello que soñaron ni con aquello por lo que se sacrificaron.
Son todas cuestiones que afectan a lo identitario. Tocan una fibra que empezó a cobrar vida y a situarse en el centro del debate político en Estados Unidos en los años 60 y 70, cuando la preferencia individual quedó situada por encima de cualquier otra noción, entendida siempre como imposición. Ni allí ni aquí desemboca este movimiento en una propuesta libertaria, como parecería natural. En España se reasume en un programa socialista que nunca lo fue del todo y, habiendo dejado atrás su radicalismo político, se ha reconvertido sin solución de continuidad a este nuevo radicalismo, que ya contaba aquí con una tradición propia, abundantemente elaborada. La socialdemocracia se reviste del ropaje solemne de la posmodernidad.
En el fondo, da pie a una estrategia política que consiste en la ruptura de cualquier consenso y en el desmantelamiento de cualquier posible unidad del electorado, disperso en identidades fácilmente transformadas en grupos de presión o de interés alimentados por un Estado sobre el que, como consecuencia del antiguo ideal socialista, nunca ha pesado restricción alguna, ni en la capacidad de intervención regulatoria ni en cuanto al gasto. Más aún: en la visión progresista la estrategia política de atizar el desmantelamiento de la unidad nacional y los grandes consensos morales, destinada obviamente a hacer imposible la vuelta de sus adversarios liberal-conservadores al poder, goza de una legitimidad indiscutible. El Gobierno, o el Estado –incluido el poder judicial y cualquier otra instancia–, debe convertirse en instrumento de ingeniería social o activismo político puesto al servicio del progresismo en el sentido cabal del término: no hay límite alguno para la experimentación y el avance del ser humano, concebido como un puro proyecto abstracto, emancipado al fin de cualquier límite, de cualquier restricción natural o moral.
No sabemos hasta qué punto este proyecto triunfará en una sociedad a la que hasta ahora no se le han ofrecido alternativas culturales o ideológicas consistentes. Hay que recordar, sin embargo, que cada vez que el proyecto progresista ha tomado el poder en España se ha producido un proceso de aceleración radical que ha acabado en una regresión general, seguida de un largo periodo en el que las ideas progresistas quedan desacreditadas. Los propios progresistas reniegan de ellas. En el siglo XIX hubo quien siguió siendo puro, mientras que otros, los resellados, se pasaron a las filas del liberalismo. Buena parte de los protagonistas del Sexenio y la Gloriosa Revolución del 68 acabaron en las filas templadas del Partido Liberal de Sagasta. Con el tiempo, casi todos los noventayochistas renegaron de la labor destructora de su juventud, y buena parte de los progresistas que apoyaron la Segunda República se apartaron de ella o tuvieron que exiliarse lejos del movimiento que habían puesto en marcha. Incluso algún institucionista, como Castillejo, se vio obligado a teorizar una tercera España para distanciarse de la monstruosidad que su propia escuela había contribuido a traer al mundo.