John Kenneth Galbraith
John Kenneth Galbraith murió el pasado 29 de abril, a los 97 años. Dejó decenas de libros dedicados a analizar el funcionamiento de la economía desde una particular perspectiva, caracterizada la defensa, ante cualquier contingencia, del incremento del peso y poder del Estado. Su pensamiento no era sistemático ni riguroso, pero su gran capacidad narrativa le permitía encandilar muchos. La unión de la sencillez de sus ideas con el poderoso prejuicio antiliberal –que todavía persiste en buena parte de la sociedad– dio por fruto unos absurdos clichés sobre el capitalismo que han llegado a petrificar en afirmaciones, totalmente acríticas, que rozan el dogma de fe.
Las ideas de Galbraith han alcanzado gran difusión en varios sectores de la sociedad –básicamente, entre la casta política y los intelectuales de corte intervencionista–, lo que hace necesario una crítica sistemática de su pensamiento y sus propuestas. Para ello analizaremos sus dos libros básicos: La sociedad opulenta y El nuevo Estado industrial (1967).
El poder de la tecnoestructura
Como heredero del institucionalismo americano, Galbraith negaba la existencia de leyes económicas atemporales: las conclusiones que hoy son ciertas podrían no serlo mañana; es necesario revisar en cada momento la teoría económica y adaptarla al nuevo estadio de la evolución humana.
A juicio del economista canadiense, nos encontramos en una fase de la historia caracterizada por la complejidad de los procesos productivos. A diferencia de las épocas pretéritas, ningún ser humano puede planificar de manera aislada la totalidad de las estructuras productivas, de ahí que las grandes empresas hayan evolucionado hacia un modelo gestor basado en la llamada "tecnoestructura", un grupo de gestores especializados en actividades concretas que toman las decisiones de manera conjunta.
La tecnoestructura no sólo logra desplazar al empresario tradicional, que organizaba él sólo la empresa; además, en las grandes sociedades anónimas consigue imponer su voluntad sobre la de los accionistas. Según Galbraith, la atomización de la propiedad en forma de miles de acciones hace imposible que los propietarios de éstas impongan sus objetivos a los miembros de la tecnoestructura, por lo que las compañías tenderán a perseguir los fines de los gestores y no los de los accionistas.
Así pues, el objetivo de las corporaciones ya no es crear valor para el accionista, sino expandir el poder y la influencia de la tecnoestructura. ¿Cómo? Básicamente, incrementando al máximo las ventas, aun cuando con algunas se pierda dinero. Al multiplicar las ventas, la cuota de mercado de la compañía en cuestión aumentará, así como las responsabilidades de sus gestores. Y así se hará aun cuando pudiera resultar conveniente, para maximizar los beneficios de la empresa, incrementar los precios y reducir las unidades vendidas.
Esta parte inicial del análisis galbraithiano contiene ya suficientes errores como para precavernos de los sucesivos razonamientos del célebre economista.
En primer lugar, diremos que, con su historicismo, Galbraith no hace sino evitar justificar y demostrar sus afirmaciones arbitrarias. Si no existen leyes económicas y los fenómenos son fruto de la casualidad, el economista cumple con su misión con la mera descripción de lo que percibe como la realidad. No podemos recurrir a la lógica ni a la experiencia. En tanto el fenómeno económico y la interpretación de Galbraith formen parte del mundo, deberá concluirse que son igual de válidos que los demás. Si no hay leyes a priori ni categorías constantes, la realidad y la causalidad dependen sólo de la valoración personal.
En segundo lugar, señalaremos que la tecnoestructura se encarga de desarrollar los detalles técnicos de los planes económicos trazados por los empresarios, ya sean directores generales o consejeros delegados. Desde un punto de vista económico, resulta mucho más relevante saber que hay que fabricar un automóvil con ciertas características y a un determinado precio de venta que conocer el proceso tecnológico que nos permitirá hacerlo. La producción responde a unas necesidades, y el primer paso consiste saber de su existencia y extensión. Por tanto, difícilmente podrá la tecnoestructura –entendida como comunión de técnicos– sustituir al empresario en su rol tradicional.
Por otra parte, aun cuando los empresarios encargados de la marcha de una empresa tuvieran la tentación de desviarse del objetivo de maximizar el beneficio de los accionistas, existen numerosos mecanismos para evitarlo: stock options, supervisiones directas, consultorías, opas hostiles que fulminen a la dirección de la compañía; y, en última instancia, el desprestigio derivado de ser un mal gestor. Este último punto, menospreciado por los seguidores de Galbraith, supone una auténtica piedra de toque para su argumentación.
Toda gestión delegada consiste en encomendar a otro el cumplimiento de un objetivo. Por ejemplo, A le manda a B que gane dinero por él. Galbraith sostenía que si el número de mandantes está extremadamente atomizado (como en las sociedades anónimas actuales), una vez B obtenga el poder para cumplir con su misión lo utilizará para satisfacer sus objetivos particulares, que normalmente no estarán asociados con ganar mucho dinero, sino con la fama y el prestigio que le puede deparar el logro de un enorme volumen de negocios. Sin embargo, si ese incremento de volumen comercial no se dirige a maximizar los beneficios de A, B estará fracasando en su misión y se ganará la consideración de mal gestor.
En cualquier caso, las empresas que no logren instaurar mecanismos internos para que sus gestores maximicen el valor de la compañía se verán progresivamente marginadas en el mercado. El valor de sus acciones caerá, y serán opadas o verán incrementado el coste de su financiación mediante una ampliación de capital. Tan pronto como una empresa ineficiente necesite diversificarse para relanzarse en el mercado, el coste de ello le será inasumible y terminará por desaparecer.
Opulencia privada, escualidez pública
Por supuesto, Galbraith no podía asentar toda la maldad del sistema capitalista sobre la acusación de que los empresarios, para elevar su prestigio, vendían sus productos a los consumidores por debajo de coste aun cuando de esa manera no maximizaran sus beneficios. Para rizar el rizo antiliberal, la tecnoestructura debía ser culpable de algún delito contra el buen consumidor. Es en este punto donde damos con una de las afirmaciones de Galbraith que mayor fama han alcanzado: el efecto dependencia.
"La creencia en una economía de mercado en la que el consumidor es soberano es uno de los mayores fraudes de nuestra época", dejó escrito nuestro personaje. "La verdad es que nadie intenta vender nada sin procurar también dirigir y controlar la respuesta". La tecnoestructura utiliza su enorme poder para manipular las preferencias de los consumidores (mediante la publicidad) e incrementar tanto las ventas como su prestigio.
En este punto damos con el otro rasgo determinante del nuevo "estadio histórico" en que se encuentra la economía: la opulencia de los bienes privados frente a la miseria del sector público. Para Galbraith, si la gente no fuera manipulada por las compañías decidiría gastar menos dinero en bienes de consumo privados y más en el sector público (educación, sanidad, cultura, medio ambiente…), así como en su propio tiempo libre. El problema es que el público ha olvidado sus auténticas necesidades y el Estado carece de la financiación necesaria para funcionar.
Galbraith supone, pues, que toda necesidad inducida es necesariamente mala, pero esto es un completo non sequitur. Como recordó Hayek, si toda persuasión fuera nociva, la mayoría de los seres humanos sólo habríamos desarrollado necesidades básicas: alimentarnos, vestirnos, procrear... No habría arte, ni literatura ni ciencia, ni nada que se basara en el aprendizaje y la interdependencia humanos.
Por lo demás, si la publicidad es ese ogro manipulador, ¿por qué no agotamos nuestros presupuestos en la compra de los productos que se publicitan? ¿Por qué alguna gente ahorra o compra bienes que no aparecen en los medios?
Nuestro personaje atribuye todos los males a la publicidad privada, pero se olvida de la propaganda política –como la que preside su obra– en favor de un mayor gasto público. Es más, si la publicidad privada resulta tan efectiva, ¿cómo explica el continuado incremento del peso del Estado? En realidad, el poder político dispone de mayores medios que las empresas para lograr imponer su voluntad; para empezar, dispone de la compulsión y la violencia. Pero nada de esto merece el más mínimo comentario al canadiense.
La publicidad cumple con una finalidad productiva básica: dar a conocer la existencia de un bien o servicio. Esto tiene dos efectos beneficiosos para los consumidores: anticipa las ventas, con lo que se reduce el plazo de amortización de las inversiones (con lo que pueden realizarse más inversiones en un mismo período), e incrementa la competencia entre las empresas, lo que estimula la reducción de precios.
Por otra parte, cualquier empresa que se publicite en exceso entrará en rendimientos decrecientes; esto es, el coste de la publicidad adicional no se verá traducido en un incremento de los ingresos que lo compense. Las compañías que cometan este error tendrán que dedicar menos dinero a mejorar sus productos o reducir los precios, de modo que irán perdiendo progresivamente cuota de mercado en favor de aquellas que gasten una cifra adecuada en publicidad. Por consiguiente, podemos decir que son los propios consumidores los que determinan en última instancia la cantidad de información que desean recibir.
Significativamente, en ninguna parte su obra define Galbraith qué es la pobreza y qué la opulencia. Cuando afirma que hemos llegado a un estadio histórico de opulencia privada, debería proporcionarnos alguna herramienta para delimitar en qué momento se produjo esa transición. ¿Acaso no es posible que ahora seamos más pobres, o menos opulentos, que quienes vivan en el planeta dentro de 1.000 años? Si ello fuera así, ¿dejaríamos de haber vivido hoy en la opulencia? ¿Cuál es el umbral que diferencia a un pobre de un rico?
En cambio, describe a la perfección la situación del sector público (La sociedad opulenta, cap. XX):
La disparidad entre nuestras masas de bienes y servicios privados y públicos no es cosa de apreciación subjetiva del autor. Muy al contrario, es tema de amplios y abundantes comentarios (…) Durante los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, los periódicos de cualquier ciudad importante hablaban a diario de la insuficiencia y de los defectos de los servicios municipales y metropolitanos más elementales. Las escuelas eran viejas y estaban atestadas. A la fuerza policial le faltaba capacidad y sus salarios eran bajos. Los parques y terrenos de juego eran insuficientes. Las calles y solares se encontraban cubiertos por la inmundicia.
Pero mientras Galbraith atribuye esa lamentable situación a la insuficiencia de fondos estatales, la ciencia económica solvente es consciente de que tal situación se reproducirá siempre que el Estado meta la mano en algún sector productivo. Es curioso comprobar cómo el Estado –que copa en casi todo el mundo más de la mitad de la renta nacional– es incapaz de mantener limpias sus calles, cuando cualquier empresa mediana es capaz de mantener adecentadas sus instalaciones.
La opulencia del sector privado es una muestra de su éxito, mientras que la incapacidad del Estado para satisfacer nuestras necesidades, a pesar de que absorbe cantidades crecientes de recursos, representa el ejemplo más claro de su rotundo fracaso como mecanismo de organización social.
Hacia el fascismo
En el mundo Galbraith, tanto propietarios como consumidores son explotados por la malévola tecnoestructura. ¿Qué hacer para remediar esta lacra de las sociedades modernas? Nuestro personaje propone eliminar el culto asociado al "produccionismo", esto es, a la buena consideración social que tienen palabras como "eficiente" o "productivo". Lo importante ya no seria fabricar una mayor cantidad de productos físicos, sino otras cuestiones de orden estético y contemplativo. Para ello, habría de reformarse la educación pública; para que se inculque la desafección por el consumo (El nuevo Estado industrial, cap. XXXIII):
La educación tiene, evidentemente, un carácter estratégico en esa emancipación. La educación es, entre otras cosas, un aparato que afecta a las creencias y promueve la crítica (…) Si la educación fuera superior al sistema industrial e independiente de él, podría ser una fuerza necesaria en pro del escepticismo, la emancipación y el pluralismo.
En otras palabras, Galbraith promueve un adoctrinamiento masificado que despierte el odio hacia lo empresarial en la sociedad. El mismo personaje que se quejaba de que las empresas nos manipulaban a través de la publicidad defendía un sistema educativo obligatorio donde se nos impusieran las creencias dictadas por el político de turno.
Otro camino propuesto por Galbraith: reducir la jornada laboral para que la población tuviera más tiempo libre. No obstante, una reducción de la jornada laboral que no se viera acompañada de una reducción de salarios supondría un incremento masivo del paro entre aquellos trabajadores cuya productividad marginal no superara el salario. Así que muchos terminarían recurriendo al pluriempleo para mantener unos ingresos similares a los que tenían antes de la reducción.
Galbraith era consciente de ello. Por eso afirmará, después de vilipendiar el proceso productivo capitalista por exuberante: "La importancia del proceso productivo continúa subsistiendo en cuanto fuente de ingresos". No hay que producir tanto, pero sí es imprescindible garantizar un ingreso con cargo a esa producción innecesaria.
La cuadratura del círculo se logra, inevitablemente, desvinculando la producción del ingreso y proporcionando a los ciudadanos una renta básica estatal que no los fuerce a buscar trabajo. La receta para pagar todo esto es la de siempre: impuestos, impuestos y más impuestos. Pero esto sólo haría mucho más grave el problema anterior.
La reducción de la jornada laboral sin reducir los salarios o aumentar la productividad supone aumento de los salarios. El aumento de los salarios reduce el capital disponible, con lo que sólo los trabajadores más productivos seguirán empleados. Pues bien, Galbraith propone que, con cargo a ese capital menguado (los ahorros de la sociedad), se pague también una renta básica para todos los individuos. Lo que supone aún más paro, una menor producción y unos precios crecientes.
Lo curioso de los defensores de la renta básica estatal es que parecen creer que la riqueza se encuentra en las transferencias monetarias que provoca. Pero si tales transferencias se cargan la estructura productiva de bienes y servicios, simplemente no habrá bienes que comprar.
Es posible que Galbraith intuyera que algo de eso iba a pasar, aunque no comprendiera exactamente el curso causal de los acontecimientos. De hecho, sostendrá que la instauración de la renta básica estatal provocaría un incremento del poder de negociación de los sindicatos y, con ello, una espiral inflacionista de precios-salarios.
En este punto comprobaremos cómo las aspiraciones personales condicionan los razonamientos y posiciones de los intervencionistas. Para controlar esa espiral inflacionista, Galbraith defendía los controles de precios permanentes, algo que ningún economista sigue haciendo. Pero es que Galbraith fue "el zar de los precios" durante la II Guerra Mundial. Al frente de la Oficina de la Administración de Precios, era el encargado de mantener los controles sobre los mismos.
Con el tiempo su propuesta sería algo poco más refinada: la instauración de comités corporativos, típicos de las dictaduras fascistas (La sociedad opulenta, cap. XX):
El mecanismo adecuado, al que casi inevitablemente llegaremos algún día, es una especie de tribunal público en el que estén representados el trabajo, las empresas y el público.
Recapitulemos: Galbraith pretende salvarnos y emanciparnos de una tecnocracia que explota a los propietarios y a los consumidores, mediante la publicidad y el consumismo desbocado. Para ello está dispuesto a tomar el control de la educación y adoctrinar a los alumnos, impedir la libre contratación, aumentar desorbitadamente los impuestos, incrementar el peso del Estado en todos los ámbitos, ¡incluso fijar precios y salarios en un tribunal público! Tan mala es la persuasión de la publicidad, que pretende sustituirla por la persuasión de las madrasas y las pistolas.
Conclusión
Galbraith fue durante toda su vida un servil del Estado que desarrolló sus teorías al amparo del poder político. Todas y cada una de sus propuestas implican incrementar el poder del Estado y reducir el espacio de las relaciones voluntarias. Al parecer, todo lo que no surja del Estado y vaya en contra de la Arcadia feliz planificada por nuestro economista ha de ser fruto de una manipulación de la tecnoestructura mundial.
Lo lamentable no es que tengamos que refutar argumentaciones tan simplonas y mal construidas: lo auténticamente penoso es que el autor de esas argumentaciones estuviera durante toda su vida al frente de varios organismos estatales; es decir, que gozaba de un sustancial poder coactivo para aplicarlas. No sólo eso: buena parte de los políticos actuales siguen considerándolo un referente intelectual.
La obra de Galbraith ha servido únicamente para emponzoñar con falacias la ciencia económica, incrementar el intervencionismo y reducir nuestra libertad. Todo ello por complejos personales, aspiraciones políticas y una fatal arrogancia que sigue presente en muchos economistas. Recordémosle por lo que fue: un propagandista al servicio del antiliberalismo.