Calvin Coolidge
Es más importante matar las malas leyes que aprobar las buenas (Calvin Coolidge).
Como siempre, John Calvin Coolidge Jr. se había ido pronto a la cama. Reinaba la calma en la residencia familiar y en todo Plymouth Notch, un pueblito de granjeros situado al pie de las Green Mountains, en Vermont. No así en el hotel Palace de San Francisco, donde, a las 19:32 horas de aquel 2 de agosto de 1923, había exhalado su último aliento el presidente de los Estados Unidos, Warren Harding.
Tan pronto recibió la noticia, el telegrafista de la vecina Bridgewater puso rumbo a Plymouth Notch para transmitírsela al vicepresidente de la nación, pues los Coolidge carecían de teléfono (y de electricidad, dicho sea de paso). Cuando llamó a la puerta de la casa le salió al paso John Calvin Coolidge sénior; inmediatamente, éste subió a los aposentos de su hijo y le comunicó que era el nuevo presidente del país.
A las 2:47 de la mañana, John Calvin Coolidge Jr. juró el cargo ante su padre, que era justicia del lugar, sobre la Biblia de su madre y ante unos testigos improvisados. Un cuarto de hora después, volvió a meterse en la cama.
No cabe mejor anécdota que ésta para describir la personalidad del trigésimo presidente de los Estados Unidos de América.
Cal el Silencioso
Calvin Coolidge vino al mundo en Plymouth Notch el Día de la Independencia de 1872. Silencioso y reflexivo, pero no taciturno, pasó sus años mozos ayudando a sus padres, trabajando y estudiando. Cursó latín y griego, historia y política. Su conferencia de graduación llevaba por título "La oratoria en la historia", lo que no deja de ser curioso en alguien que acabaría siendo conocido como Cal el Silencioso.
Alguien diría de él que se trataba de un oyente elocuente, que podía estarse callado en cinco idiomas. Y, ciertamente, practicaba la economía verbal: de acuerdo con un estudio llevado a cabo por un estadístico, sus frases tenían una media de 18 palabras, frente a las 26 de Lincoln o las 41 de Theodore Roosevelt. Y no era lo que se dice un egocéntrico: de acuerdo con un estudio llevado a cabo por un analista, sólo una vez empleó el "yo" en sus discursos, que juntos suman 52.000 palabras.
Cal el Silencioso, el reservado, no carecía de sentido del humor. Claro que no. Una vez, una señora se le acercó y le dijo que se había apostado con su marido que sería capaz de sacarle más de dos palabras. Coolidge, entonces, le dijo: "Usted pierde".
Aunque comenzó a ganarse la vida como abogado, muy pronto se decantó por la política, de la que no se apartaría hasta 1929, luego de más de treinta años de servicio público. Tras dedicarse por un tiempo a la política municipal, saltó a la Cámara de Representantes de Massachusetts, estado al que se había trasladado para ejercer la abogacía y del que llegó a ser gobernador (1918).
Nada hacía pensar que Coolidge llegara mucho más lejos, pero se le cruzó por el camino una de esas situaciones que pueden destrozar o encumbrar a un político. A él lo encumbró.
El 8 de septiembre de 1919 los policías de Boston se declararon en huelga y dejaron de trabajar (se sumaron al paro 1.117 agentes, de un total de 1.544). La ciudad no tardó en convertirse en un paraíso para los agitadores y los delincuentes, y en un infierno para el resto de los bostonianos. La noche del día 10 el alcalde llamó a la milicia, pero ni siquiera la Guardia Nacional pudo hacerse con el control de la situación.
De la misma manera que se oponía a que el Gobierno federal se entrometiera en todo lo que fuera competencia de los Gobiernos estatales, Coolidge rechazaba que éstos invadieran el terreno de los Gobiernos locales, así que en un primer momento se mantuvo al margen. Pero a los cuatro días de iniciada la huelga, cuando las cosas pasaron de castaño oscuro, decidió tomar las riendas de la situación: tras advertir de que "nadie, nunca, en ningún lugar" tiene derecho a declarar una huelga "contra la seguridad pública", respaldó la decisión del jefe de la Policía de despedir a los huelguistas y contratar nuevos agentes, que se pondrían a patrullar de inmediato. Sólo entonces el paro fue desconvocado.
En este asunto actuó de un modo muy propio de él: en un primer momento respetó a las autoridades locales y no se inmiscuyó en la crisis, y sólo cuando ésta cobró envergadura decidió tomar cartas en el asunto. Por más que pudiera comprender las exigencias de los policías, antepuso su convicción de que los intereses del ciudadano medio han de prevalecer sobre los de los grupos organizados y minoritarios.
En la Casa Blanca
Coolidge se había convertido en un héroe... y la Convención Republicana estaba prácticamente a la vuelta de la esquina. No pensaba presentarse, pero sus partidarios le convencieron para que diera el paso. Para la candidatura a la vicepresidencia pensó en una mujer, Alexandra Carlisle: toda una novedad en aquella época. Finalmente, los republicanos optaron por el senador de Ohio Warren Harding como aspirante del partido a la Casa Blanca. Ahora bien, Coolidge consiguió hacerse con la candidatura a la vicepresidencia, no en vano muchos le veían como el progresista adecuado para compensar la elección de un hombre de la Vieja Guardia como Harding, en detrimento del hombre de éste, Irvine Lenroot.
Harding cosechó una aplastante victoria en las presidenciales de 1920: obtuvo el 61% del voto popular y 404 sufragios en el colegio electoral, mientras que su rival, el demócrata James M. Cox (que llevaba como compañero de ticket a F. D. Roosevelt), hubo de conformarse con el respaldo del 36% del electorado y 127 votos en el colegio. Coolidge, pues, accedió a la vicepresidencia de la nación.
No se lució. Su estilo directo y sencillo contrastaba con la verborrea florida y pretenciosa de Harding. Era prácticamente una figura decorativa (en aquellos días la única función relevante de un vicepresidente era presidir el Senado), y, como no gustaba de asumir competencias ajenas, lo cierto es que no era muy conocido por el común. Una vez, el hotel en que estaba alojado hubo de ser evacuado a causa de un incendio. Cuando quiso regresar a su habitación para evitar que uno de sus trajes fuera pasto de las llamas, un guardia se lo impidió. "Soy el vicepresidente", le dijo Coolidge. El guardia, entonces, pensó en dejarle pasar; pero recapacitó y le preguntó: "¿De qué?". A lo que un indignado Coolidge contestó: "¡Soy el vicepresidente de los Estados Unidos". "Pase –se disculpó finalmente el guardia–. Pensaba que era el vicepresidente del hotel".
Como hemos visto al principio, Harding murió –de un infarto– el 2 de agosto de 1923, y al día siguiente Coolidge se convertía en el trigésimo presidente de los Estados Unidos.
¿Cómo gobernaría este hombre? Cuando fue alcalde de Northampton, Massachusetts, bajó los impuestos y redujo la deuda local, pero elevó el salario de los profesores. Cuando fue gobernador de su estado adoptivo, vetó una ley por la que se pretendía subir el sueldo de los legisladores un 50% y otra que permitiría la venta de vinos con una graduación inferior a 2,75% (se opuso a esta última porque violaba la Decimoctava Enmienda, la Ley Seca, que no era precisamente de su agrado; pero, nuevamente, no estaba dispuesto a saltarse una ley); asimismo, durante su primer año en el cargo redujo las agencias estatales de más de un centenar a menos de 20; además, era considerado un progresista porque apoyó el sufragio femenino y la elección directa de los senadores estatales; por otro lado, impuso ciertas regulaciones con el objetivo de mejorar las condiciones de trabajo o limitar la publicidad externa; e iba a la oficina en tranvía. Todo esto se sabía, pero seguía siendo un enigma incluso para sus partidarios.
¿Qué haría una vez instalado en la Casa Blanca? Después de la política imperialista de McKinley, el intervencionismo feroz de Theodore Roosevelt y la presidencia casi revolucionara de Wilson, Harding había ganado las elecciones prometiendo "normalidad". Y Coolidge declaró, nada más asumir el cargo, que seguiría la línea de su inmediato antecesor. De hecho, mantuvo el equipo de Harding, que tenía en Herbert Hoover (Comercio) y Andrew Mellon (Tesoro) sus figuras más señeras.
Su aversión a las extralimitaciones y su preferencia por la descentralización le llevaron a delegar, siempre que podía, en sus hombres de confianza. Creía en el federalismo y la división de poderes, y llevó a la vida pública las virtudes privadas que tenía por sagradas y guiaban su vida personal: trabajo, honradez y austeridad. Pasaba horas y horas "pensando, pensando, pensando", al decir de uno de sus colaboradores, y tenía una peculiar manera de encarar las situaciones difíciles. "Si ves diez problemas en el camino –le dijo una vez a quien sería su sucesor, Herbert Hoover–, puedes estar seguro de que nueve acabarán en la cuneta antes de que te alcancen, así que sólo tendrás que lidiar con uno". Esta manera de pensar, que ponía de manifiesto su confianza en los procesos sociales, le provocó no pocos quebraderos de cabeza; sobre todo, cuando eran menos de nueve los problemas que quedaban en la cuneta, o cuando las circunstancias concedían extraordinaria importancia al ejercicio del liderazgo.
Coolidge compartía el "modelo americano", concebido por Hamilton, pregonado por Henry Clay y puesto en macha por Lincoln, sólo en un aspecto, aunque muy sangrante: la preferencia por el proteccionismo económico y las aduanas elevadas. Se negó a condonar deudas a los países europeos tras la Gran Guerra ("Bueno, ellos pidieron el dinero, ¿no?"), pero rechazó rebajar las tarifas aduaneras, medida que hubiera favorecido considerablemente la recuperación económica del Viejo Continente. Ahora bien, aunque en la Comisión de Aranceles dejó las cosas como estaban, para gran alegría de las industrias que se aprovechaban de los impuestos que soportaba la importación, no alentó las inversiones masivas en infraestructuras ni el aumento del gasto público. Por otra parte, fue el último presidente de la Unión en creer de veras en el federalismo, es decir, en los derechos de los Estados.
El primer problema al que hubo de hacer frente fue la corrupción. Harding, que aparece en todas las listas elaboradas al respecto como el peor presidente de EEUU, no era una persona corrupta, pero eligió mal a sus colaboradores, varios de los cuales estuvieron implicados en sonados escándalos. La honradez de Coolidge estaba fuera de toda duda, mas al principio dio la impresión de proteger a la gente de Harding frente a las crecientes exigencias del Congreso. Ahora bien, cuando pareció que el asunto iba a estallarle en las manos, decidió ponerse manos a la obra, a resultas de lo cual sus abogados pidieron la incriminación de varios de los sospechosos. Así, a los ojos de la opinión pública apareció como una persona que no albergaba prejuicios hacia los sospechosos pero que era muy capaz de actuar con firmeza, con lo que vio crecer su popularidad, justo cuando las presidenciales de 1924 estaban a tiro de piedra.
Tras obtener la candidatura republicana sin oposición interna, hubo de competir en las urnas con John W. Davis, del Partido Demócrata, y Robert LaFollete, del Partido Progresista, una escisión del Grand Old Party. Arrasó: obtuvo el apoyo del 54% de los sufragios y 382 de los 531 votos del colegio electoral.
Apenas pudo disfrutar de semejante victoria: al poco, su hijo Calvin Jr. se hizo una herida mientras jugaba al tenis en la Casa Blanca y la sangre se le envenenó con estafilococos; como aún faltaban cuatro años para que Flemming aislara la penicilina, los médicos nada pudieron hacer por su vida. "El poder y la gloria de la presidencia se fueron con él", escribió en Coolidge su autobiografía. Jamás volvería a ser el mismo. Hasta la fecha, sólo él y Lincoln han perdido a un hijo mientras ostentaban la más alta magistratura de la nación.
Bueno y maltratado
La expresión "prosperidad Coolidge" está más que justificada. Harding se enfrentó a la crisis del 1921, la última cuya recuperación se confió por entero a las fuerzas del mercado, rebajando el gasto, que había aumentado considerablemente a raíz de la Gran Guerra. Coolidge lo mantuvo en unos niveles moderados, de 3.300 millones de dólares, mientras dedicó los ingresos, en alza, a recortar en un cuarto la deuda de guerra.
La más conocida contribución de Harding y Coolidge a la prosperidad de los años 20 se debió en buena medida al secretario del Tesoro de ambos, Andrew Mellon. Cuando accedió al cargo, Mellon heredó unos tipos sobre las rentas más altas del 70%. Con Harding logró rebajarlos al 50%, y Coolidge quiso dejarlos en la mitad de esta última cifra. Las relaciones de Coolidge con el Congreso eran muy malas, y finalmente tuvo que aceptar una tasa del 40% en la ley de 1924. Pero dos años más tarde Coolidge emprendería una nueva reforma fiscal, diseñada por Mellon, que rebajaba el tipo máximo al 20%, recortaba los impuestos directos, eliminaba el impuesto de donaciones y dejaba en la mitad el que pesaba sobre los bienes inmuebles. En un resultado característico de las reducciones impositivas, los ingresos del Estado, lejos de caer, crecieron un 61% entre 1921 y 1928.
"La colecta de cualquier impuesto que no sea absolutamente necesario es sólo una especie de latrocinio legalizado". Palabra de Coolidge. Sus argumentos contra la voracidad fiscal no eran sólo económicos; de hecho, eran sobre todo morales: "Quiero que la gente de América pueda trabajar menos para el Gobierno y más para sí misma. Quiero que obtenga las recompensas derivadas de su propia industria. Este es el principal significado de la libertad".
Desconfiaba de las agencias que regulan los sectores económicos, excepción hecha de la radio y las aduanas. Colocó al frente de la Federal Trade Comission a William Humphrey, que había dicho de esta agencia que era "un instrumento de opresión e injerencia e injusticia", y eliminó su facultad de vigilancia de malas prácticas; asimismo, retiró los inspectores a la Food and Drugs Administration, la hoy todopoderosa DEA, y convirtió la Interstate Commerce Commision en un fantasma.
Los resultados de la política de Hardin y Coolidge fueron espectaculares: entre 1921 y 1924 la economía creció al 9%, un ritmo se reduciría hasta 1929. Los distintos sectores económicos fueron adoptando el modelo Ford de producción en serie, salarios al alza y precios a la baja. La electricidad, que sólo llegaba a uno de cada ocho hogares en 1912, estaba presente en el 60% a mediados de los años 20. Los estadounidenses comenzaron a comprar acciones y otros activos, como los inmobiliarios. Los mercados se inundaban de nuevos productos, a precios cada vez más bajos. A medida que se reducía el número de pobres, la clase media iba ganando terreno y capacidad de consumo. Los norteamericanos disfrutaban de más horas de ocio que nunca. Los empresarios pasaron de ser "magnates ladrones" a "capitanes de la industria". H. L. Menken decía por entonces: "El empresario exitoso recibe el respeto y la adulación que en otros lugares obtienen sólo los obispos y los generales". Coolidge favoreció conscientemente este estado de cosas. Y es que, como él mismo aseguraba, "los beneficios y la civilización van de la mano".
Nuestro hombre se ganó la admiración y el respeto de sus conciudadanos. Con toda seguridad, hubiera ganado las elecciones de 1928, pero decidió no presentarse. Por un lado, la muerte de su hijo le había quitado la ilusión por seguir en la Casa Blanca; por otro, no consideraba conveniente que nadie ostentara la jefatura del Estado durante tanto tiempo: "Si sirviera de nuevo como presidente estaría en el cargo casi diez años, que es demasiado", llegó a comentar a su secretario.
A pesar de tan resonantes éxitos, Cooligde ha sido muy maltratado por la historiografía. ¿Por qué? En primer lugar, por los prejuicios anticapitalistas y antiliberales de la profesión: el libro Reassessing the Pressidency, editado por John V. Denson y el Mises Institute, muestra cómo los historiadores han favorecido a los presidentes más belicistas y que más han aumentado el gasto; después, porque se ha solido achacar la Gran Depresión a las Administraciones que presidieron él y Harding.
Benjamin Anderson, Lionnel Robbins y Murray Rothbard, entre otros, han señalado a la Reserva Federal como principal responsable de aquella crisis, que, por otro lado, habían predicho Ludwig von Mises y Friedrich A. von Hayek. Coolidge podría haber promovido el cierre de la Fed, que sólo contaba diez años cuando asumió la presidencia. Pero no lo hizo. Acaso no comprendiera lo que estaba pasando. Por otro lado, lo que alargó la depresión y la hizo tan dolorosa fue el New Deal, que en realidad echó a andar con Hoover.
De haber continuado cuatro años más en el cargo, Coolidge habría seguido la misma política que siguió su antecesor ante la crisis de 1921, y la de 29 nunca hubiera pasado a la historia como "la Gran Depresión". "Las nociones socialistas de gobierno no son de mis días –escribirá–. Mientras estuve en la presidencia, presté atención a la reducción de la deuda y de los impuestos, a la estabilidad aduanera y al ahorro. Y tuvimos éxito".
Calvin Coolidge murió el 5 de enero de 1933, de un ataque al corazón. Medio siglo después, cuando Reagan accedió a la Casa Blanca y vio los retratos de Jefferson, Lincoln y Truman en la sala del Gabinete, llamó al jefe de conservación, Clement Conger, le pidió que retirara a Jefferson y a Truman y que pusiera en su lugar a Eisenhower y a Coolidge. Conger, entonces, dijo: "Es una nueva era".