Karl Raimund Popper
Karl Raimund Popper nace en el seno de una familia de clase media judía el 28 de julio de 1902, en Viena. Estudia Filosofía, Matemáticas y Física, y hace público su primer trabajo sobre metodología científica a mediados de los años 30, tras haber cursado los estudios de Filosofía en la Universidad de Viena. Popper pertenece, pues, a la generación de los intelectuales europeos que vieron interrumpida su carrera por el incendio que asoló Europa en la tercera década del siglo XX; como ellos, incorporará con seriedad pero sin dramatismo esta experiencia a su vida intelectual.
En 1934, cuando Hitler asume la Presidencia de Alemania, Popper publica La lógica de la investigación científica. En ella recoge el problema que, desde Aristóteles, ha preocupado a filósofos y científicos: ¿cómo fundamentar el conocimiento científico, por definición universal y necesario, en la experiencia empírica, por definición particular? Difícil explicación, que hacía embarrancar cualquier conclusión definitiva. En los últimos siglos la filosofía de la ciencia oscilaba entre sus extremos: Descartes lo confiaba todo a las leyes eternas de la razón, y Hume a las de la experiencia. Desde la universidad de la Viena Roja, Popper reflexiona sobre la cuestión y produce una obra desde entonces imprescindible.
Mientras alumbraba élites intelectuales como nunca, una Europa esquizofrénica se lanzaba hacia el precipicio de la historia. Los positivistas y neopositivistas del Círculo de Viena dieron continuidad a la tradición empirista, haciendo filosofía en medio de la tormenta; la experiencia era el método de verificación de la ciencia. Popper fue amigo de varios de ellos, pero jamás fue positivista: ¿con qué legitimidad lógica –se preguntaba– puede fundamentarse una ley universal en un número siempre particular de experimentos? Poco duró la discusión: en 1936 Moritz Schlick es asesinado y el Círculo de Viena se disgrega. Rudolf Carnap, Carl Hempel, Alfred Tarski emigran apresuradamente, a Estados Unidos, Inglaterra. Popper lo hará en 1937, a Nueva Zelanda. Demasiado lejos. ¿Hasta qué punto influirá en su obra, quedar tan apartado de sus compañeros y de los liberales nacidos, como él, en los albores del siglo? En los antípodas dará clases en la Universidad de Canterbury. Y comenzará a dar forma a la sociedad abierta y sus enemigos, cerrada defensa de las democracias ante las ideologías totalitarias y referente del liberalismo de postguerra.
Hoy, la conexión entre La sociedad abierta y el nazismo se ha convertido en un lugar común. Pero, ¡cuidado!, no son las mentiras nazis lo que abren los ojos de Popper ante el totalitarismo, sino las mentiras comunistas, que, como joven pacifista vienés, conoció de primera mano. Popper no se revuelve contra el irracionalismo y la violencia pura que desgarran Europa bajo el dominio alemán, sino contra el sistema que, en nombre de la humanidad y el progreso, comete los mismos crímenes... en nombre del proletariado. No es la revolución parda de 1933 lo que motiva la obra de Popper; es la roja de 1917.
En 1918 el joven Popper asiste en Viena a la proclamación de la República y al enfrentamiento de republicanos y comunistas con los soldados austriacos. Son tiempos de gran penuria. Las desgracias de la guerra se observan en cada esquina, cada calle, cada familia; ¿cómo no convenir en que la guerra es el mal absoluto? La guerra parecía ser la causa de todos los males que aquejaban a la capital austriaca.
"El mundo en el que yo había crecido había quedado destruido; y comenzó entonces un periodo de guerra civil caliente y fría", escribirá en Búsqueda sin término (1976). Popper recuerda que quedó impresionado con la propaganda desplegada por los comunistas tras el tratado de Brest-Litovsk (marzo de 1918). Realista consumado, retorcido maquiavélico, Lenin concentraba todo su poder destructivo en los rescoldos monárquicos y moderados de Rusia, aun si para ello hubiera de consentir la mutilación de su imperio. Pero en Austria, Francia y Gran Bretaña el cambio de frente bolchevique permitió la ofensiva propagandística de los partidos comunistas, ante la que sucumbió parte de la juventud europea, Popper incluido.
En abril de 1919 se unirá al Partido Comunista. Será el chico de los recados de la sede vienesa. Hace encargos, asiste a reuniones como oyente, es adoptado por los bolcheviques austriacos. Comienza a conocer el comunismo… y a rechazarlo. Quedará horrorizado con los graves incidentes registrados en junio de ese mismo año en la capital de la república recién nacida. No pocos jóvenes, obreros y estudiantes, habían muerto, y los comunistas no sólo no lo lamentaban, sino que lo consideraban sumamente beneficioso: era el tributo que había que rendir al materialismo histórico.
¿Qué tiene que ver todo esto con la obra que redactará en 1938 y que hoy devoramos con entusiasmo? Recordando ese verano, Popper afirmará: "Una vez que se ha sacrificado la conciencia intelectual en una cuestión de poca monta, no se está dispuesto a abandonar el asunto con demasiada facilidad; uno desea justificar el autosacrificio, convenciéndose a sí mismo de la fundamental bondad de la causa (…) Yo mismo vi cómo había funcionado en mi caso este mecanismo y quedé horrorizado". Antes de elaborar su filosofía de la ciencia, antes de alumbrar el concepto de falsación o falibilismo, Popper toma conciencia de lo que supone adoptar una verdad absoluta sin que medie la más mínima discusión y crítica.
No es la pugna filosófica entre experiencia y ley científica, los debates en el Círculo de Viena, lo que le mueve, sino la profunda repugnancia que siente ante una determinada forma de pensar y comportarse. "El encuentro con el marxismo fue uno de los principales eventos de mi desarrollo intelectual. Me enseñó una serie de cosas que jamás he olvidado. Me reveló la sabiduría del dicho socrático 'sé que no sé'". Hizo de mí un falibilista y me inculcó el valor de la modestia intelectual". La sociedad abierta se gestó, pues, mucho antes de que Hitler incendiara el continente, mucho antes de que Popper se enfrentara filosóficamente al positivismo lógico: mientras su autor comprobaba las consecuencias del comunismo en las calles de la capital austriaca.
Popper comienza a escribir La sociedad abierta en 1938 (antes ha redactado La miseria del historicismo, publicada en varias entregas entre 1942 y 1944). Terminará de hacerlo cinco años más tarde, en Nueva Zelanda. Aún no tenía muy claro el título. Pensaba, por ejemplo, Falsos profetas: Platón, Hegel, Marx. Comunica sus dudas a sus amigos, Braunthal, Gombrich, Hayek. Y aunque se quedará con La sociedad abierta y sus enemigos, seguirá dándole vueltas a la expresión falsos profetas.
Durante un tiempo la obra tendrá problemas para ver la luz; y Popper para regresar al epicentro cultural del mundo libre, Londres. En septiembre de 1944 escribirá a Gombrich: "Temo que el libro no se imprima, y que no conseguiré el trabajo". Finalmente, la obra verá la luz en 1945 y el partirá, un año más tarde, a Gran Bretaña, para incorporarse a la London School of Economics y, en 1949, a la propia Universidad de Londres.
La obra principal de filosofía científica de Popper data de 1934; la de filosofía social, de 1945 ¿Porqué recordar estos pasajes de la vida de un filósofo que aún entonces era un joven –casi un niño– de 16 años? Ante todo, porque su filosofía de la ciencia, su filosofía de la historia y su sociología parten de una profunda convicción ética y humana, aquélla que Popper descubre violentamente observando las consecuencias de la creencia en un devenir histórico; la violencia es consustancial a semejante pretensión. No parece que su filosofía social sea consecuencia de su filosofía de la ciencia, sino que ésta sea consecuencia de profundas convicciones morales y humanas, muy alejadas de principios de demarcación o falibilidad.
En La sociedad abierta Popper rastrea los orígenes del totalitarismo; los encuentra en Heráclito y Platón. En el primero, porque defiende la existencia de una ley histórica del devenir a la que todo ser humano ha de plegarse. En el segundo, por su concepción de una sociedad fuertemente jerarquizada y compartimentada, organizada según la razón y el mundo de las ideas. "Mi intento de comprender a Platón mediante la analogía con el totalitarismo moderno me hizo ver, en última instancia, que la fuerza de ambos residía en el hecho de que trataban de responder a una necesidad del bien real", afirma en dicha obra. Para Popper, la vida realmente humana excluye cualquier pretensión de no sobrellevarla como buenamente se pueda, enfrentándose cada día a lo desconocido, a lo incierto.
Pero la rebelión humana e intelectual de Popper es ante todo contra Marx y su concepción de la historia como el desarrollo necesario del espíritu absoluto de Hegel. El determinismo hegeliano-marxista vacía de contenido la acción humana, y reduce la moral a dos reinos: el bien, revolucionario, y el mal, conservador. Marx y sus seguidores cuentan con la ventaja del moralismo: "Su crítica al capitalismo tuvo, ante todo, la eficacia de una crítica moral". Gentes como Engels o Sarte se adjudicaban posiciones de ventaja y, así, se inmunizaban contra toda crítica o debate acerca de sus postulados.
¿Cómo no reconocer la sincera indignación de Marx ante las injusticias de la industrialización? ¿Cómo no reconocer el optimismo de Platón, su confianza en los filósofos y en el concepto de Justicia? No son las intenciones lo que espeluzna a Popper, sino las consecuencias de hacer de ellas el principio y el fin de la reflexión política. Excesivamente severo con Platón, reconoce el rechazo que a éste producía la tiranía, aunque para Popper el totalitarismo nace, precisamente, de la adopción de optimismos históricos no demostrados.
En La lógica de la investigación científica Popper había establecido el falibilismo como teoría metodológica: la experimentación científica tiene por objetivo poner a prueba las leyes vigentes, no construir unas nuevas. Ello exige una comunidad de científicos libre, y el diálogo crítico como función fundamental. La sociedad abierta se convierte, así, en la consecuencia directa del criticismo popperiano: "Nunca la situación es tal que nos fuerce a hacer alto en este enunciado básico concreto en lugar de en aquel otro, o bien a abandonar enteramente la contrastación. Pues todo enunciado básico tiene que ser sometido a contraste" (La lógica de la investigación científica).
La necesidad de una sociedad abierta se observa con claridad; más aún cuando el campo de las ciencias sociales está abocado a la parcialidad del observador y al desconocimiento de la historia. Es en este punto donde observamos la confluencia entre el joven escandalizado por las prácticas bolcheviques, el filósofo de la ciencia y el sociólogo liberal. Ese y no otro es el sentido de su adscripción al liberalismo, como afirma en Conjeturas y refutaciones (1963): "Sucede que no sólo soy un empirista y un racionalista al mismo tiempo, sino también un liberal (en el sentido inglés de la palabra): pero justamente porque soy un liberal siento que pocas cosas son tan importantes para un liberal como someter las diversas teorías del liberalismo a un minucioso examen crítico".
En consecuencia, es la sociedad abierta la que mejor se ajusta al espíritu científico y, sobre todo, al humano. Frente a ella se alza la sociedad cerrada, utópica y unívoca, que se caracteriza por la negación de cualquier posibilidad de crítica. Popper coloca a un lado la verdad incuestionable, el irracionalismo, el fideísmo; al otro, la verdad discutible, el racionalismo crítico y un cierto escepticismo político y social. Popper habla de la necesidad de la crítica y la discusión; y de la sociedad abierta como la menos mala de las posibles, pues permite cambiar de gobernante sin derramamiento de sangre. Estos planteamientos le convertirán en un filósofo respetado por el mundo entero. Tras Conjeturas y refutaciones publicará su autobiografía: Búsqueda sin término (1976), El yo y su cerebro (1977), El universo abierto (1982) y, el año de su muerte (1994), El mito del marco común y En busca de un mundo mejor.
Como Raymond Aron, Popper rechazó cualquier pretensión cientificista de la historia. Como Aron, se planteará preguntas como las que siguen: ¿dónde detener el criticismo social?, ¿puede convertirse la sociedad abierta en el reino del nihilismo moral, del cinismo, de la ley del más fuerte? ¿Hasta dónde llevar la sociedad abierta?, se pregunta el lector del siglo del 11-S y el yihadismo. ¿Sería Popper afín al relativismo y el nihilismo intelectual?
En 1993 provocó no poca sorpresa con su Contra la televisión, producto de una entrevista que le hizo la RAI. Allí afirmaba, con la distancia del sabio, que la televisión era el mayor peligro para la democracia. ¿Cómo no darle la razón, a la vista de la degradación ética y política de la televisión actual? Lejos de considerar los medios de masas una garantía para la libertad, Popper advierte de la posibilidad de que acaben destruyendo la sociedad crítica, y con ella, la sociedad abierta. Ello nos pone sobre la pista de lo que realmente le interesaba.
A no pocos sorprendió la llamada de Popper al control de la televisión. Su alegato final ponía sobre el tapete la cuestión de cuáles eran sus creencias precientíficas. ¿Era Popper un fideísta, al fin y al cabo? ¿En qué creía? Si en el caso de Aron fue un sacerdote francés, Gaston Fessard, quien mostró los presupuestos morales y religiosos de aquel judío no practicante, en el caso de Popper la tarea corrió a cargo de un sacerdote español: Mariano Artigas, considerado el mejor conocedor del pensador vienés. Artigas recogerá, en Lógica y ética en Karl Popper (1998), unas palabras pronunciadas por el pensador austriaco durante una conferencia que dictó en Japón poco antes de morir; éstas: "Confieso francamente que elijo el racionalismo porque odio la violencia, y no me engaño a mí mismo con la creencia de que este odio tiene fundamentos racionales (…) se basa en una fe irracional en la actitud de razonabilidad".
Palabras poco científicas, pero que ponen el acento en dos ideas fundamentales. Contra lo usualmente admitido, la concepción sociológica de Popper no fue una reacción al nacionalsocialismo que fagocitó Austria durante un tiempo. Popper lo conocía bien, y abominaba de él tanto como Aron o Hayek. Pero, lejos de constituir el origen de su reflexión sobre la sociedad abierta, parece más bien su confirmación. A la hora de escribir La sociedad abierta estará pensando en el comunismo, y puede que también cuando compuso La lógica de la investigación científica.
Por otra parte, obras como La miseria del historicismo o La sociedad abierta no representan la continuación necesaria y lógica de su teoría científica; en cierto sentido, estamos en condiciones de afirmar todo lo contrario: es su rechazo visceral a la violencia ejercida en nombre de la raza o el proletariado, al ejercicio del poder en nombre de verdades indubitables, lo que motiva el falibilismo y el criticismo. Es la irresponsabilidad de los comunistas ante el terror y la muerte, observada en primera persona y desde las propias filas comunistas, lo que mueve la formidable maquinaria intelectual de Popper. Como afirma, no sin exageración, su biógrafo Hubert Kiesewetter, "¡un suceso de política local provocó la teoría del falsificacionismo!". Un suceso de política local, sí, pero que trascendía el marco de las calles de Viena y daba cuenta de una forma de entender la historia, la política y la vida del hombre.
Si esto es así, el criticismo de Popper y su defensa de la sociedad abierta no son fines en sí mismos, sino medios que reflejan la creencia de aquél en una determinada concepción del ser humano. "Es, en lo fundamental, una actitud que he tratado de formular (tal vez por primera vez en 1932): quizá yo esté equivocado y tú en lo cierto, quizá con un esfuerzo a la verdad nos acerquemos. [Esto constituye] una confesión de fe; fe en la paz, en la humanidad, en la tolerancia, en la modestia, en el esfuerzo por aprender de nuestros propios errores; y en las posibilidades del análisis crítico. Era un llamamiento a la razón".
Esta frase de Popper constituye todo un programa humano, más allá del simple criticismo. Se trata de una serie de principios sobre los que descansa la sociedad abierta, que ya no es un fin, sino un medio para garantizar una actitud y una vida humanas. Así, no resulta difícil observar, en la era del yihadismo y la Educación para la Ciudadanía, que la defensa de la sociedad abierta se remite a unos principios que la trascienden. Veremos si intelectuales y políticos están a la altura del desafío o, por el contrario, damos en la apología de una nueva remesa de falsos profetas.