El Che y la nada
De entre las que han caído en mis manos, la de Fernando Díaz Villanueva es la única biografía del Che que merece tal nombre. Las cuatro o cinco que aparecieron el año pasado exigen otra denominación: hagiografía, pieza de propaganda, portada con páginas de regalo debajo, papel higiénico de emergencia, calza para muebles tambaleantes...
No pudiendo sumar nada a Díaz Villanueva, pero urgido a la vez por la invencible compulsión de interrogarme por el aparente apego de medio mundo a un asesino despiadado, empiezo con una introspección: ¿por qué manchó la imagen del Che mi habitación adolescente? ¿Por qué me emocionaba cantando que aprendimos a quererle desde la histórica altura donde el sol de su bravura le puso cerco a la muerte? Desbrozando mucho para librar al lector de reflexiones intransferibles, llego a una respuesta única, nuclear, ridículamente simple: por su aspecto.
Uno no sabía, cómo iba a saberlo, que aquel ministro de Industria que hace buenos a Montilla y a Clos le había descerrajado personalmente un tiro en la nuca a un niño de doce años. Lo ignoré hasta que se lo leí a Zoé Valdés. Uno no sabía nada. Es decir, uno creía saber que Cuba era un prostíbulo de los yanquis hasta que llegó el comandante (con el otro comandante) y mandó a parar. Para prostíbulo lo de ahora, como saben los viejos verdes progres, o viejos progres verdes, o verdes progres viejos.
Era el aspecto. Era un logro de la fotografía de Alberto Korda. El joven barbado que ya no podía envejecer, la mirada soñadora, la boina, la estrella. Osvaldo Payá, escandalizado por una exaltación que se prolonga cuarenta años y que tiene más visos de crecer que de decaer, advierte que el hombre de las camisetas, el dueño del rostro que explotan hasta las más selectas marcas de moda, contribuyó decisivamente a la implantación del régimen que le ha privado a él y a otros millones de cubanos de libertad durante toda su vida. No servirá de nada.
Algo evidente e inadvertido (como la carta robada de Poe) compensa la inutilidad de las protestas de los disidentes y la dificultad de los hechos para abrirse paso entre los mitos: hoy la imagen de Korda no significa nada. Los periodistas abusan estos días de la palabra "icono", olvidando que en este caso no hay objeto representado. Ya no. El de la boina estrellada, en estado bidimensional, sólo es icono en la cárcel llamada Cuba; y con excepciones notables, como la de Castro. En el resto del mundo, es decir, en el mundo (pues Cuba pertenece a otro planeta), la imagen triunfa pero el símbolo fracasa por falta de realidad subyacente, el significante se desorbita y no hallará significado, el emblema se aborta y cae en el vacío. No habría que preocuparse en exceso por lo que no es.
(Libertad Digital, 9-X-2007)