Terrorismo y democracia: choque de voluntades
El siglo de la paz perpetua
El 8 de enero de 1918 el presidente Wilson pronunciaba ante el Congreso y el Senado norteamericanos su discurso sobre la paz mundial. En medio siglo, el pacto Briand-Kellogg, primero, la Sociedad de Naciones, después, y, por fin, la ONU harían real el ideal del abate de Saint-Pierre. "Nosotros, los pueblos de las Naciones Unidas, resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra...". Por obra y gracia de las resoluciones internacionales, la guerra quedaría proscrita de las relaciones entre los Estados. Por fin los pacifistas veían hacerse realidad su ansia infinita de paz. Los realistas, que siguieron advirtiendo durante todo el siglo XX de lo inútil de cerrar los ojos ante la realidad humana de la guerra, fueron arrojados a las tinieblas del cinismo, el belicismo y la injusticia.
Pero el realismo norteamericano, forjado por inmigrantes europeos demasiado conocedores de las artes políticas del Viejo Continente, no iba tan descaminado. Ese pacifismo utópico, al que ni siquiera sus propulsores se acogían con total sinceridad, tuvo por consecuencia aquello que los realistas no habían dejado de advertir. Con todo, y para no romper la calma del consenso jurídico-pacifista, la guerra se desplazó a otros ámbitos. Las bombas siguieron explotando, y las balas silbando; sólo que ahora al margen de una legalidad que les había dado la espalda en nombre de la paz. Ni el ius ad bellum ni el ius in bello tenían ya sentido. La guerra, en cambio, seguía teniéndolo.
En las Naciones Unidas, los diplomáticos y mandatarios pronunciaban palabras de paz; mientras, sus estrategas planificaban ataques, preparaban invasiones, alentaban insurreciones al margen de cualquier derecho y legalidad. El equilibrio de poder, el demoníaco compromiso a que las naciones occidentales habían llegado tras mucha sangre, y que había limitado la guerra a unos límites aceptables, quedó relegado a la sombra. Tras las maniobras diplomáticas de propaganda en la ONU, la estrategia siguió ocupándose de lo que se ha venido ocupando dede que el hombre es hombre, del uso y empleo de la fuerza. Primera lección del siglo XX: el belicismo y el pacifismo constituyen dos extremos falsos de la política.
Al proceder de tal manera, los Estados cumplían con la primera ley de la política: la posibilidad y normalidad del uso de la fuerza. Pero, esquizofrénicos, los países europeos abominaban de la guerra al tiempo que la libraban a escondidas. Así, sin lograr la paz ni una guerra decente, se precipitaron hacia la mala conciencia y el rechazo de sí mismos. Envueltos en una voluntad pervertida, Europa y América quedaron expuestos a los dos extremos que sí tenían las cosas claras: el pacifismo denunciaba la hipocresía del sistema internacional, que hablaba de paz pero usaba la guerra, y los grupos totalitarios se aprovechaban de su mala conciencia para desgastarlos y alimentar el odio y el autocomplejo. Lamentablemente, los dos tenían razón, y los dos precipitaron el posterior uso absoluto de la violencia.
El siglo de las ideologías
El marxismo había identificado la historia con la lucha de clases, y la política, hasta el momento supremo de la Revolución, con la guerra entre el proletariado y la burguesía. El bolchevismo hizó algo más que dar un golpe de estado en Rusia: concibió la política como una guerra continua, y se propuso aniquilar el orden histórico para poner fin a la historia. La vanguardia del pueblo sería el Partido; la de la politica, el Ejército Rojo.
Mientras en los salones del Viejo Continente se discutía sobre la paz mundial, en las salas del Kremlin se engrasaba la maquinaria militar para marchar sobre Asia y Europa en nombre de la liberación de los pueblos. Segunda lección del siglo XX: ayer y hoy, en la mente del revolucionario, no habrá paz en la Tierra mientras el socialismo no tirunfe. Con su despiadado descaro habitual, Mao escribiría: "La bandera de la guerra justa es la bandera de la salvación de la humanidad (...) Cuando la sociedad humana progrese hasta llegar a la extinción de las clases y el Estado ya no habrá guerras, ni contrarrevolucionarias ni revolucionarias, ni justas ni injustas. Ésa será la era de la paz perpetua para la humanidad".
Al mismo tiempo, otra revolución de signo contrario convirtió la política también en guerra, aunque de modo más brutal. En los discursos de Hitler en elSportpalats, en los desfiles en Berlín, se mostraba un desprecio indisimulado hacia las democracias y sus anhelos de paz. Durante meses, el régimen hitleriano jugó al ratón y al gato con los diplomáticos de Francia y el Reino Unido. El rechazo de las sociedades francesa y británica al uso de la fuerza se convirtió en el arma principal de Hitler antes de 1939.
La Guerra Mundial no alteró la voluntad occidental; ni la voluntad imperialista de los revolucionarios (Corea, Vietnam, Nicaragua...). La autoproclamada comunidad internacional hizo triunfar la voluntad de paz: prohibió la guerra, democratizó la política exterior; miró con desconfianza a sus ejércitos, a los que trató de desmilitarizar luego de desprestigiar una profesión que dejó de estar asociada al honor para estarlo al horror. La paz se convirtió en una obsesión; la guerra, en el mal absoluto. A partir de entonces, la desgana acompañó a las operaciones militares de los países occidentales. La voluntad se puso al servicio de evitar el uso de la fuerza: paz, paz a cualquier precio. Enfrente, la voluntad era bien distinta: victoria, victoria a cualquier precio.
Los revolucionarios del mundo anunciaron su voluntad de guerra, de combatir y derrotar a las naciones que depositaban sus esperanzas en la paz. Enfrente, ni Margaret Thatcher, ni Ronald Reagan ni Juan Pablo II se bastaron para acabar con el Imperio del Mal. No fue la férrea voluntad diplomática y estratégica de Reagan y Thatcher, ni la fortaleza moral de Wojtila, lo que echó abajo el Muro. La voluntad de todos ellos fue necesaria, pero no suficiente. Ironías de la historia, la de 1989 fue la primera revolución marxista de la historia: fue producto de las contradicciones económicas, sociales y políticas del régimen soviético. La voluntad europea brilló por su ausencia. Para desgracia y vergüenza de Occidente, las democracias nada hicieron contra el régimen soviético, salvo mantenerlo con su indiferencia. Turbio presagio para el siglo XXI.
Las democracias, presas del descreimiento, profundizaban cada vez más en los males de la prosperidad, el bienestar y el hedonismo. La voluntad occidental veía en la guerra el horror absoluto, el mal que evitar, mientras que las ideologías revolucionarias veían en la guerra el estado natural del ser humano, y estratégicamente no hacían sino sacar las consecuencias oportunas: había que llevar la violencia más allá de todo límite y medida. En las aldeas vietnamitas, en los pueblos colombianos o en las calles de Praga, la violencia desmedida y el terror indiscriminado se convirtieron en el pilar evidente de la construcción del paraíso. ¿Hay algo más lógico que destruir al actual para construir el hombre nuevo? El Gulag, las checas, Tiananmen y las fosas comunes no son un medio totalitario: son el medio por excelencia de la voluntad totalitaria. Hoy lo son las degollinas televisadas, las mochilas bomba o el secuestro de aviones de la American Airlines.
La guerra, choque de voluntades
La guerra es, afirma Clausewitz, un choque de voluntades. El prusiano no leyó a Sun Tzu: la espina dorsal de El arte de la guerra apunta al alma y al corazón más que a las espadas y los escudos. Romper la voluntad del enemigo significa ganar la guerra. La guerra está ganada tan pronto como se quiebra la voluntad del enemigo. No es la destrucción de un cuerpo de ejército, de las comunicaciones o las líneas de abastecimiento del enemigo lo que proporciona la victoria, sino la imposición a éste de la propia voluntad. Más allá de imponer la voluntad al enemigo, los medios son distintos, salvo que la imperiosa necesidad de resolver la historia para siempre haga necesaria la violencia aniquiladora y, vía Sartre, purificadora.
Es la voluntad lo que define quién gana y quién pierde. En esta lógica, la voluntad de victoria implica empezar a vencer; la voluntad de no luchar implica empezar a perder. En lo temporal, la lucha comienza antes de que se dispare el primer tiro o estalle la primera bomba; comienza con las decisiones tomadas en los parlamentos, cancillerías y ministerios. En lo espacial, la victoria se decide a miles de kilómetros, en las televisiones, los periódicos, las tertulias radiofónicas. La guerra ideológica se libra antes en la opinión pública que en el campo de batalla; se puede perder la paz tras conseguir la victoria.
En consecuencia, para los totalitarios la voluntad puesta al servicio de la victoria tiene un objetivo más moral que material: machacar a la opinión pública en Washington, Londres o Madrid es más importante que destrozar un carro de combate o un vagón de cercanías. En otros términos, destrozar un carro de combate o un vagón de cercanías tiene sentido si se rompe la voluntad del enemigo, pero resulta fútil si ésta no se ve apenas afectada. Es la distancia entre la aniquilación material y la voluntad de resistencia del enemigo lo que interesa a los totalitarios de los siglos XX y XXI. Sus objetivos están en función del daño causado a la voluntad de las sociedades que sostienen a sus Gobiernos de manera democrática.
Mao Tse Tung afirmó, con la seguridad del despiadado, que Occidente era un tigre de papel; un incapaz Ernesto Guevara quiso ir más lejos y preconizó uno, dos, muchos Vietnams, aunque no pudo organizar siquiera uno. Al concebir la sociedad como campo de batalla, los revolucionarios del mundo hicieron suya la versión asiática del comunismo. "¿Cuántas bolsas negras está dispuesto a soportar Estados Unidos?", se preguntaba con razón Sadam Husein. La respuesta la da el pesimista, o el realista; menos que hace trescientos años, menos que hace doscientos, que cien, que cincuenta. Diez muertos, hoy, rompen la voluntad más que diez mil hace cincuenta años. Hoy, la voluntad europea de victoria es inferior a la de ayer; mañana, inferior a la de hoy.
En 1930 las democracias buscaban mantener el statu quo europeo a base de no hacer nada. En 1990 esperaban que el mundo se democratizara sin que ellas hicieran algo al respecto. A partir de 2001 quieren acabar con el terrorismo sin que se les pase factura alguna. Voluntad plana. Pero olvidan que ahí fuera está el enemigo, que, consecuencia lógica de su ideología totalitaria, pretende aniquilarlas. El bolchevismo ayer, el islamismo hoy, los totalitarismos conciben un presente insoportable y ven un enemigo absoluto, culpable de todos los males. ¿Qué sacrificio, propio o ajeno, no es necesario cuando está en juego la paz definitiva? Lenin conoció a Clausewitz tanto como los barbudos iraníes o saudíes lo desconocen. Pero éstos intuyen la verdad fundamental establecida por el prusiano: la guerra adquiere el carácter de la política de la que surge y a la que debe su sentido. Y una política absoluta genera necesariamente una violencia absoluta, esto es, una guerra total.
El mundo cambió el 11 de septiembre de 2001. Pero no tanto: sobre los escombros del World Trade Center flotaba el humo ideológico del siglo XX. Para unos, la voluntad política es, de hecho, voluntad militar, voluntad violenta, voluntad de victoria. Para otros, por el contrario, es voluntad civil, voluntad pacífica, voluntad de no presentar batalla. ¿Qué voluntad oponer a la voluntad de Alá encarnada en el terrorista suicida, en el Irán nuclear, en el palestino que vuela un autobús en Tel Aviv? ¿Qué voluntad oponer a la fatwa que anima a asesinar escritores e intelectuales? Preguntas sin respuesta, pero que sí la tienen en el campo contrario, que también se hace preguntas: ¿cómo imponer la voluntad en Afganistán, Sudán, Palestina?, ¿cómo retirar a los infieles de las tierras sagradas?, ¿como imponer la voluntad a las sociedades democráticas?
En términos históricos, la respuesta a la despiadada pregunta totalitaria queda encarnada en José Luis Rodríguez Zapatero. La voluntad de no luchar, de no vencer, de no defenderse. ¿Cómo ignorar aún hoy que quien se lanza a la victoria en nombre del paraíso ha ganado la primera batalla cuando quien tiene enfrente es alguien que ni siquiera quiere oír hablar de luchar? Ben Laden no hizo sino sacar las consecuencias políticas del siglo XX: "Vosotros amáis la vida, nosotros amamos la muerte", afirmó en 2004. Si el fin de la historia tuvo lugar, fue en el peor sentido posible; el de la constatación definitiva del compromiso europeo con la paz a cualquier precio, incluido el de la voluntad.
La democracia liberal no ha llegado a su extensión máxima. ¿Lo ha hecho la voluntad pacifista occidental? La pregunta fundamental, hoy, no parece hacer referencia al triunfo de la voluntad democrática en el mundo, sino a la voluntad política de las democracias. ¿Pueden desmoronarse aún más la voluntad y la fortaleza moral de Occidente?
Hoy, como siempre, la lucha entre el terrorismo y la democracia es una lucha de voluntades: quien aguante más, quien sea más fuerte en términos morales, encajará mejor los golpes. Cuanto mayor sea la distancia entre las pérdidas materiales y el impacto moral de éstas, mayor será la posibilidad de victoria. En Irak, Norteamérica está ganando materialmente una guerra que en Los Ángeles o Nueva York está perdiendo moralmente. Por el contrario, Al Qaeda está perdiendo materialmente en Irak pero está ganando moralmente aquellas ciudades norteamericanas, porque está quebrando la voluntad de su enemigo. Así las cosas, puede perder aliados sunníes en Bagdad, una célula en Alemania o en Argelia, siempre y cuando lo compense con un golpe, uno solo, que, medios de comunicación mediante, alcance a la voluntad occidental. ¿Cómo no convenir, pues, con Ben Laden en que puede quebrarse la voluntad europea sin demasiados éxitos materiales?
En el mundo islámico muchos se hacen estas preguntas: ¿cómo no tener fe ciega en la victoria, si Alá está de nuestra parte?, ¿cómo flaquear en la destrucción de Occidente, si anda de por medio la voluntad divina?, ¿cómo dudar de la victoria, cuando es el mismo Dios quien la propone y dispone? Enfrente, los occidentales dudan siquiera de que se les haya declarado una guerra. Dudan de que hayan sido puestos en el punto de mira en una guerra total. Y de que merezca la pensa conservar nada. ¿Cómo defender la civilización occidental, cuando se la juzga culpable de todos los males del mundo? ¿Cómo tomar las armas, si cuando uno lo hace, ONU mediante, se convierte en un criminal?
Las voluntades enfrentadas presentan una diferencia tal que la historia parece caminar en una sola dirección. En los albores del siglo XXI, los siglos de la paz y las ideologías han fraguado en una mezcla diabólica. Las ideologías totalitarias siguen sembrando el camino de cadáveres, y proclaman que seguirán haciéndolo, ahora en nombre de Alá, hasta la victoria final. Una política absoluta genera una guerra absoluta y una voluntad de victoria absoluta. El legado revolucionario está hoy en manos islamistas.
En Occidente, el siglo de la paz ha desembocado en el rechazo total a levantar las armas. Cuando es la guerra y no la dictadura el mal absoluto, no hacer nada parece el camino correcto. La voluntad de vencer carece de sentido si no hay voluntad de luchar, de defenderse. Pero esta actitud sitúa la voluntad demasiado expuesta a los reveses terroristas: ocho turistas muertos rompen la voluntad española, mientras que a Al Qaeda apenas le importa perder de una tacada doscientos aliados talibanes.
La diferencia entre unos y otros es demasiado insoportable como para que podamos respirar tranquilos. "Un Estado que se abandona al pacifismo será devorado exactamente como un animal que ha renunciado a defenderse", escribió Erns Jünger en los años 30, en una nueva versión de la ley de hierro que rige la política desde los tiempos de Tucídides. Conviene que lo tengamos bien presente y hagamos algo al respecto, antes de que sea demasiado tarde.