Terrorismo y medios de comunicación (I). El oxígeno de la publicidad
La discusión sobre el tratamiento informativo del terrorismo suele producir espectáculos tan aburridos como hipócritas. Aburridos porque, en la mayoría de los casos, todo el mundo –periodistas, estudiosos, políticos– dice defender lo mismo. Puede haber algunas divergencias, pero la unanimidad triunfa en el enfoque general. Así, se proclama que uno de los principios básicos que han de servir de guía en este grave asunto es el de que los medios de comunicación, al tiempo que ejercen el sacrosanto derecho a informar, no deben servir jamás de vehículo para la propaganda del terrorismo. Sin embargo, una y otra vez comprobamos que éste o aquel medio, tal o cual periodista se convierten en transmisores de esa propaganda y en colaboradores –involuntarios o conscientes, que de todo hay– de la estrategia publicitaria de algún grupo terrorista. De ahí que haya que observar con desconfianza esos consensos de País de las Maravillas que se dan en mesas redondas, debates y cursos de verano.
Los debates de guante blanco sobre este tema recuerdan a los que versan sobre la telebasura: todo el mundo está en contra, pero el caso es que sigue produciéndose. Y que la producen también, o incluso especialmente, gentes que en algún foro de discusión se han manifestado enardecidamente a favor de erradicarla para siempre. Si se les preguntara por la incongruencia, probablemente responderían que los programas que se ponen bajo sospecha de ningún modo pertenecen a la categoría anatemizada. Los medios a los que se acusa en algún momento de favorecer a los terroristas con ésta o aquella información o entrevista suelen defenderse de forma similar. No sólo niegan la mayor, sino que arguyen haber presentado una producto objetivo, documentado y plenamente profesional. Existe en ambos casos una hiriente contradicción entre el discurso que se pronuncia de cara a la galería, bien cargado de principios morales, y una práctica que revela que tal bagaje o no existe o no sirve para nada.
Las diferencias en el tratamiento informativo del terrorismo salen a la luz, en primer y significativo lugar, en el lenguaje. Algunos medios prestigiosos, como la BBC o la agencia Reuters, han tomado la decisión de eliminar el término terrorismo de sus informaciones. En el Libro de Estilo de uno de ellos se dice que posee una "carga emocional" que lo hace desaconsejable. Se entiende, pues, que emplearlo deteriora la objetividad de que se quiere hacer gala. Otro escudo habitual para dicha práctica consiste en recalcar que no existe un consenso internacional sobre qué es terrorismo y qué no, una indefinición que hay que poner en el debe de organizaciones como la ONU, en cuya Asamblea General, por cierto, se ha recibido con ovaciones a grandes promotores del terrorismo, como Yaser Arafat. Asimismo, se recurre con frecuencia a esa idea, relacionada con la anterior, de que "los terroristas de hoy pueden ser los estadistas de mañana". Claro que, en boca de un medio de comunicación, eso supondría confesar el deseo –muy poco "objetivo"– de no tratar como terroristas, o sea mal, a quienes pueden llegar al poder en el futuro.
La noción que se proyecta a través de semejantes argumentos es que la calificación de un acto o un grupo como terrorista depende de factores subjetivos y cambiantes; de que no es posible hablar de terrorismo "objetivamente", dado que lo que hoy es terrorismo mañana deja de serlo y lo que para unos es terrorismo no es para otros sino justa lucha por la liberación. Y el caso es que, en nombre de la objetividad, una serie de medios optan por denominar rebeldes, insurgentes, resistentes o guerrilleros a quienes recurren al asesinato, el atentado, el secuestro o la extorsión con fines "políticos". Es decir, conscientes de la carga negativa que porta el término terrorismo, utilizan el lenguaje que resulta más favorable para esos grupos. Así, la imparcialidad que supuestamente los animaba a prescindir de palabras "emocionalmente cargadas" y tocadas por la subjetividad los conduce a ser parciales... en favor de los terroristas.
Un caso típico lo encontramos en la persistencia de numerosos medios extranjeros en calificar a ETA como "organización separatista vasca". Se puede achacar el desliz al Libro de Estilo, a la costumbre o al descuido y negarle intencionalidad. Pero no es preciso realizar juicios de intención para concluir que al describir así a la ETA se contribuye a velar su carácter criminal bajo una denominación que atiende sólo a sus fines políticos, le confiere cierta legitimidad –el separatismo no es una opción ilegítima– y respalda su pretensión de presentar su existencia como fruto de un conflicto político. Al emplear el término separatista y prescindir del de terrorista se refuerza la imagen que quiere dar de sí misma la banda. Otra parcialidad cometida en nombre de lo contrario.
La complacencia
A los medios extranjeros se les aplica la eximente de la lejanía –cada vez menos plausible, dada la accesibilidad de la información–, pero las actitudes favorables al terrorismo aparecen también en los medios de los países o lugares más directamente afectados por su actividad criminal. Los accesos de simpatía hacia el IRA en los medios británicos, incluida la cadena pública BBC, no fueron escasos. Revel[1] cuenta en detalle uno de ellos. En 1985 la BBC preparó un programa en el que Gerry Adams –entonces abiertamente dirigente del IRA– era entrevistado por un presentador que no ocultaba su simpatía por él y que acogía sin reparos su justificación del terrorismo, llamándolo "resistencia a la opresión". Así las cosas, el ministro del Interior del Gobierno Thatcher pidió al Consejo de Dirección de la BBC que suprimiera esa parte del programa. Se aceptó la petición, y la emisión fue aplazada. La respuesta de los periodistas de la cadena fue ejemplar: protestaron con un día de huelga. Una acción que fue apoyada por numerosos colegas de una cadena de televisión privada.
Como señala Revel, una televisión puede organizar un debate e invitar a un terrorista, "aunque sea de dudoso gusto", pero en el caso que nos ocupa "el problema deontológico procedía de la complacencia del presentador con respecto a este último [el terrorista]". Y prosigue: "Se puede ya considerar como una concepción falaz de la equidad [una] que hubiera consistido en presentar como dos opiniones igualmente respetables (...) la de un terrorista hablando a favor del asesinato como medio normal de expresión política en un Estado de Derecho [y] (...) la de un ciudadano reclamando el simple respeto de este derecho y de estas instituciones democráticas. Se habría podido aducir que la simetría entre el asesino y su víctima potencial no habría sido equitativa más que en apariencia. Mas el debate habría existido a pesar de todo y habría puesto de relieve, precisamente, esa asimetría. Pero que sólo tuviera la palabra el terrorista, con la bendición de un presentador casi cómplice o, por lo menos, benévolo, era en cierto modo una falta contra el 'deber de informar'. Porque ese deber habría exigido que se dieran a conocer también al público los argumentos y los hechos que actúan contra el terrorismo y no sólo los que lo glorifican".
Estas reflexiones pueden aplicarse íntegras a diversas piezas publicadas o emitidas en España, pero particularmente a una que difundió la televisión autonómica catalana, administrada por el Gobierno regional, en abril de 2007. Se trataba de un reportaje, coproducido con la televisión autonómica vasca, sobre el grupo terrorista Terra Lluire, disuelto en 1995. En él, además de eludirse en todo momento el término emocionalmente cargado, uno de los entrevistados justificaba un atentado: el que habían perpetrado pistoleros del citado grupo contra Federico Jiménez Losantos, a la sazón (1981) profesor en Barcelona, por haber firmado un manifiesto contra la política lingüística de la Generalidad.
En un artículo publicado ese mismo mes en Libertad Digital[2], José García Domínguez escribió: "El 'activista' Josep Serra, (...) ante la mirada complaciente del director del programa, realizó el siguiente esfuerzo pedagógico con tal de explicar a los espectadores la 'acción' sobre Federico Jiménez Losantos: 'En un determinado momento las cosas se tienen que parar y, por tanto, hacía falta un cierto nivel de violencia respecto a esa gente, entre otras cosas porque nada más entienden ese lenguaje'". Por su lado, Juan Carlos Girauta informó, también en Libertad Digital[3], de que el director del documental basó su pieza en un libro de su propia autoría, titulado El independentismo armado en Cataluña, en el que se transcriben entrevistas con miembros de Terra Lliure, uno de los cuales, llamado Pere Bascompte y condenado a nueve años de cárcel por el ataque perpetrado contra el periodista turolense, dice allí: "Gente de diferentes ideologías y posiciones –incluso gente importante de instituciones determinadas– celebraron el atentado contra Losantos con cava (...) A pesar de que entonces se condenara oficialmente, las acciones de Terra Lliure siempre han despertado una cierta simpatía, sobre todo en determinadas acciones, políticamente bien encontradas y necesarias". En el prólogo del mismo libro, escrito por Isabel-Clara Simó, puede leerse: "En estos momentos, la lucha armada está demonizada en el mundo entero (...) Hace falta que, sin complejos y sin frustraciones, y llamando a las cosas por su nombre –tanto si se condenan como si no–, aprendamos un poquito más de nosotros mismos".
Hay que reseñar que el documental se emitió con Esquerra Republicana, algunos de cuyos dirigentes provienen de Terra Lliure y jamás han expresado rechazo por sus antiguas actividades, insertada en el Gobierno catalán, y en un contexto marcado por la negociación del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero con la banda terrorista ETA, cuyas repercusiones en el tratamiento mediático del terrorismo fueron tan espectaculares como aberrantes. No obstante, es perfectamente posible que se hubiera realizado (otra cosa es que se hubiera emitido) en circunstancias menos proclives al entendimiento con los terroristas y a su blanqueamiento.
El terrorismo afín
La simpatía hacia el terrorismo afín en el ámbito de los nacionalismos periféricos españoles no es ninguna novedad. Pero además se enmarca en un fenómeno global de respaldo y justificación del recurso a la violencia que se ha hecho especialmente visible desde los años 60 y contado con el empujón explícito de relevantes intelectuales. Han gozado y todavía gozan de ese favor los grupos terroristas que se presentan como defensores de causas tales como la "liberación nacional" o la "autodeterminación" y se definen como marxistas-leninistas o socialistas; es decir, aquellos que se sitúan en los espacios del nacionalismo y de la izquierda. Y últimamente se ha unido a esa lista el terrorismo islamista, en la medida en que tiene como blanco de sus ataques a los Estados Unidos y a la civilización occidental en su conjunto.
Ni los medios ni los propios periodistas se han sustraído a la influencia de esa poderosa corriente. Es cierto que la simpatía por tal o cual grupo terrorista se hará explícita pocas veces en los medios independientes, pero se expresará de forma indirecta, a través de recursos como el lenguaje. Cuando resulta demasiado evidente y se censura, se enarbolan las banderas de la objetividad, la imparcialidad y el derecho a informar, tal como hicieron los periodistas de la BBC que se declararon en huelga para protestar por la suspensión del programa a que antes se ha hecho referencia. Es significativo que no se hayan dado casos de lo contrario, de periodistas que protesten porque en su periódico, emisora o televisión se haya tratado con benevolencia a un terrorista o a un grupo terrorista. Ello podría ocurrir si éste se presentara bajo etiquetas diferentes de las izquierdistas o antiamericanas. Pero no es ésa la eventualidad de la mayoría de las bandas terroristas actualmente operativas.
La unanimidad que aparece a la hora de proclamar que no se debe favorecer a los terroristas en los medios cojea del mismo pie que el unánime rechazo al terrorismo que proclaman los partidos políticos. Todos ellos –salvo los controlados por las bandas terroristas– se declaran contrarios al terrorismo, todos lo aborrecen y todos llaman siempre, como ha venido ocurriendo en España, a la "unidad de los demócratas" para acabar con él. Si hace caso de tales pronunciamientos, uno no puede explicarse cómo una banda terrorista continúa siendo un factor político influyente. Sobre todo, cuando se da a entender, como aquí, que esa unidad es la varita mágica que permite acabar con el terror. Pero ¿no están todos en contra? Pues, en realidad, no. Hay fuerzas políticas que, por más que condenen en público los medios violentos, no desean el fracaso total de tal o cual banda terrorista, pues comparten objetivos políticos con ella. De manera similar, hay medios y periodistas –aparte de los vinculados a esos partidos– que, a fuer de simpatizar con las "causas" que proclama defender un grupo terrorista, tratan de presentarlo bajo una luz favorable, o en todo caso bajo la menos desfavorable posible. Aunque también se dan casos en que ese resultado es fruto no de la intención, sino de la incompetencia. Y otros que se explican por la presión y el amedrentamiento, como se ha denunciado que ocurre en los territorios palestinos[4].
La ocultación
Allí donde existe libertad de expresión y de prensa, los medios, a menos que violen la ley y lleguen a estimular un acto de terrorismo o a enaltecer el terrorismo (no todos los países tipifican esto último como delito; España sí, desde hace pocos años), pueden informar u opinar sobre un grupo terrorista en formas que lo justifiquen o blanqueen. Lógicamente, esto lo harán, ante todo, los que giran en la órbita de los criminales. Y sólo se podrá proceder al cierre de ese tipo de medios si se demuestra, como en el caso de Egunkaria, una vinculación orgánica entre la publicación y una banda terrorista. Pero dichos medios no suelen tener una influencia notable en la opinión pública. Nadie, salvo los acólitos, espera información fiable de meros instrumentos propagandísticos. En cambio, sí se espera información fiable y se presta crédito, con todos los matices que se quiera, a los medios independientes. El tratamiento que en ellos se dispense al terrorismo contribuirá a configurar las actitudes sociales ante él. La simpatía, la indiferencia o la pasividad pueden ser fomentadas, lo mismo que el rechazo y la movilización. Se podrá alegar que los medios no han de hacer lo uno ni lo otro, sino limitarse a dar cuenta de los hechos. Pero aun asumiendo ese punto de partida restrictivo, que prescinde de los grandes propósitos antes citados, topamos de nuevo con la práctica.
En España tenemos una experiencia muy ilustrativa al respecto. En los primeros años de la democracia se daba muy poca importancia informativa a los atentados y asesinatos perpetrados por la ETA. Tan escasa, que sólo merecían en los periódicos el espacio mínimo de una nota breve. Y ello justamente en un momento en que la banda terrorista realizaba más atentados que nunca. La actividad criminal de la ETA no decreció con el fin de la dictadura, sino todo lo contrario, como pone de manifiesto la relación de atentados de aquellos años, comparada con la de los anteriores. Era también la época en que los féretros de los asesinados, en muchos casos guardias civiles y policías, salían, como se ha dicho gráficamente, por la puerta de atrás de las iglesias vascas, donde además se llegaba a negarles un funeral o se lo relegaba a horas intempestivas, dada la simpatía y hasta la colaboración de una parte del clero vasco con la ETA. Fue entonces cuando se acuñó la frase "Algo habrá hecho" para justificar los crímenes o mirar para otro lado cuando se perpetraban. La relegación informativa de los atentados se correspondía con la relegación de sus víctimas: eran escondidas y silenciadas, cuando no rechazadas o consideradas incómodas.
La prensa española, puede alegarse, daba cuenta de los hechos, pero lo hacía de tal modo que les restaba la importancia que verdaderamente tenían, no sólo por sí mismos, sino como factores que influían de manera determinante en el desarrollo político y social del país. Es evidente que semejante no tratamiento informativo no obedecía a que los medios hubieran decidido "privar a los terroristas del oxígeno de la publicidad", como pidió Margaret Thatcher en un momento en que su Gobierno afrontaba una campaña de atentados del IRA. Es posible que hubiera una falta de reflexión sobre el alcance del fenómeno terrorista, y que se pensara que la ETA desaparecería una vez consolidada la democracia y establecida la autonomía del País Vasco. Puede, en fin, que aquella actitud fuera explicable en medio de las transformaciones políticas que se producían entonces en España. Si uno repasa ahora las opiniones que se vertían sobre el modo de "resolver el problema" del terrorismo de ETA, se asombra de su ingenuidad; una ingenuidad de la que también hicieron gala los primeros Gobiernos democráticos.
Pero el factor simpatía resulta insoslayable. En esa época había –aún la hay, pero camuflada– una corriente de simpatía hacia la ETA en una parte de la sociedad, en particular en la que se definía de izquierdas. Todavía era considerada parte de la oposición al franquismo, como una especie de brazo justiciero que, a pesar de que ya se había instaurado la democracia, seguía "limpiando" o "castigando" a los residuos del anterior régimen. Quien haya vivido aquellos años recordará la frecuencia con que en la Transición se gritaba, en las manifestaciones promovidas por partidos o sindicatos de izquierda, la consigna "Vosotros, fascistas, sois los terroristas". De ese modo se exculpaba a la ETA tanto de sus crímenes como de ser "terrorista", se cargaban tales culpas sobre otros; y entre esos "otros" se contaban las víctimas. Es ésta una traslación de culpa a la que se procede de forma recurrente. Esa consigna, que yo, al menos, no había vuelto a oír desde entonces, reaparecería durante la legislatura de Zapatero como fórmula de contraataque ante las protestas por la negociación del Gobierno con la ETA.
La propaganda por el hecho
De la experiencia de aquellos años en España se deduce que opacar informativamente los actos criminales de los terroristas no conduce a cortarles el oxígeno y que, en cambio, mantiene apagados los resortes de la reacción social contra el terror. Dicho de otra forma: ocultar los horrores del terrorismo beneficia en último término a los terroristas. Otra cosa es que la información deba incluir o no tales o cuales imágenes o detalles. Es discutible, por ejemplo, la decisión de los medios y el Gobierno norteamericanos de no emitir imágenes de las personas que se arrojaban al vacío desde las Torres Gemelas tras el ataque terrorista de septiembre de 2001, ni de los restos humanos que luego se irían recuperando. Tampoco se emitieron imágenes de cadáveres tras el atentado del 7-J en el metro de Londres. Pero ¿constituyen esas imágenes una parte esencial de la información? ¿Desean que se emitan los familiares de los muertos? ¿Son ellos quienes deben tener la última palabra?
Esas cuestiones merecen un debate y un criterio, pero antes es preciso dilucidar si el terrorismo se beneficia o no de la información sobre sus actos criminales. Con frecuencia se alude a una descripción del terrorismo que procede del siglo XIX y de los círculos anarquistas: "El terrorismo es la propaganda por el hecho"[5]. De ahí parece deducirse que si el hecho no es publicitado, si nadie se entera, el grupo terrorista desaparecerá al cabo de un tiempo. Ello, claro, sólo sería posible en países donde existiera un control férreo de la información. Por otro lado, son muchas las diferencias entre el terrorismo anarquista, o el ruso, del siglo XIX y el contemporáneo, el que surge, principalmente, a partir de los años 60.
El caso es que esos y otros grupos terroristas hacen, ciertamente, "propaganda por el hecho". Así lo reconocían, por ejemplo, los terroristas palestinos de Septiembre Negro tras el secuestro y asesinato de los atletas israelíes en las Olimpiadas de Múnich, que perpetraron el 5 de septiembre de 1972. "A nuestro juicio, y a la luz del resultado, hemos conseguido uno de los mayores éxitos en la acción de un comando palestino", decía el comunicado emitido por la banda una semana después. "Una bomba en la Casa Blanca, una mina en el Vaticano, la muerte de Mao Tse Tung o un terremoto en París no podrían haber alcanzado en la conciencia de los hombres a lo largo y ancho del mundo un eco como el de la operación de Múnich (...) La elección de la Olimpiada, desde el punto de vista puramente propagandístico, fue un éxito al 100%. Fue como pintar el nombre de Palestina en una montaña que se pudiera ver desde las cuatro esquinas de la Tierra".
La desastrosa evolución del suceso fue seguida por unos 4.000 periodistas de prensa y radio y 2.000 reporteros de televisión, que estaban allí para informar de los Juegos Olímpicos; y vista por unos 900 millones de personas en un centenar de países. Sin embargo, lo que resultaría devastador no fue tanto que los terroristas palestinos encontraran la publicidad que buscaban como que fueran retribuidos poco después. A los 18 meses de la masacre de Múnich, la ONU invitaba a Arafat a dirigirse a su Asamblea General, y poco después otorgaba a la OLP el estatus de observador. Los palestinos entendían así que el recurso al terrorismo arrojaba beneficios. Que el terrorismo funcionaba[6]. Y continuaron en el mismo camino. No es extraño que el modelo de los palestinos, pioneros del terrorismo global o internacional, fuera seguido por otros grupos.
El foco
Pero la "propaganda por el hecho" no es suficiente. Los terroristas necesitan desarrollar otro tipo de propaganda, destinada justamente a envolver esos hechos con una cáscara que encubra su carácter, que aminore el impacto de lo que son en realidad. Dedican una parte importante de su actividad a presentar sus atentados como necesarios y justificados, como rodeados de un halo de heroicidad y conducentes a la resolución de agravios e injusticias, o a la consecución de objetivos que presentan como "ideales". Todo ello se les hace indispensable para mantener la seducción sobre su público y sus simpatizantes y concitar la tolerancia o la comprensión de una parte de la opinión pública.
El principal inconveniente del apagón informativo sobre los actos terroristas reside, como antes se apuntaba, en que si no se difunden y conocen los horrores del terrorismo, la sociedad no se situará en contra de éste, o no lo hará con contundencia. A menos que se trate de sociedades profundamente emponzoñadas, donde el odio al "enemigo" haya conducido a la pérdida del mínimo respeto y valoración de la vida humana, como ocurre en los territorios palestinos, donde se celebran los asesinatos de americanos o judíos y se ha imbuido a los niños el deseo de ser "mártires", es decir, terroristas suicidas. En otros contextos menos viciados la información sobre los actos terroristas es un elemento básico para desenmascarar la propaganda justificadora.
Los terroristas colocan el foco sobre sus "causas", sobre agravios, injusticias o exigencias que llegan a tildar de democráticas y que aliñan con términos positivos, como libertad y derechos, a fin de mitigar el impacto de sus crímenes, asesinatos, chantajes, extorsiones, de todos los sufrimientos que infligen. Esa pretensión fracasa cuando se orienta el foco hacia los hechos, es decir, hacia su actividad criminal y sus efectos, que son, en definitiva, los que revelan el verdadero rostro del terrorismo.
Un ejemplo de la importancia de esa labor y, dentro de ella, del papel de las víctimas del terrorismo es el modo en que el IRA perdió el apoyo de que había gozado durante mucho tiempo entre la comunidad irlandesa de Estados Unidos. La labor propagandística que desplegó fue esencial para el mantenimiento de su imagen como grupo "idealista", integrado por "combatientes por la liberación nacional", y la consecución de fondos. Fue una campaña lanzada hace pocos años por los familiares de un disidente del IRA asesinado por la banda lo que acabó por demoler aquella imagen romántica al otro lado del Atlántico (cierto que prácticamente cuando el IRA ya estaba dando sus últimas boqueadas).
En cambio, se demostró ineficaz la medida que adoptó Thatcher en 1988, consistente en imponer a los medios unas normas sobre la cobertura del Sinn Fein y el IRA que prohibían entrevistar en directo a sus portavoces. La radio y la televisión eludieron la prohibición contratando a unos actores que prestaban su voz a los dirigentes de dichos grupos. John Major derogó tales disposiciones en 1994.
Si los medios de comunicación de las sociedades democráticas quieren llevar a la práctica los buenos propósitos de no favorecer a los terroristas y contribuir a su erradicación, no han de prescindir del "derecho a informar", sino ejercerlo con mayor rigor y amplitud. Pues el "oxígeno de la publicidad" puede asfixiar al terrorismo. Claro que no basta con informar de los atentados. Es preciso mantener una atención permanente sobre los estragos que causa el terrorismo.
En ese aspecto, los medios españoles han fallado estrepitosamente. Sobre todo los más influyentes, las grandes cadenas de televisión. El espacio que han dedicado a exponer la situación de las víctimas del terrorismo, el calvario que sufren los no nacionalistas en el País Vasco y en otras regiones, el modo en que viven los amenazados y chantajeados, es insignificante si lo ponemos en relación con la actividad terrorista –que no se limita a los atentados, sino que abarca otras muchas formas de presión– y con el hecho de que aquélla ha condicionado y condiciona la vida de numerosas personas, así como la política española en su conjunto.
[1] Jean-François Revel, El conocimiento inútil, Espasa-Calpe, 2007.
[2] V. "Terra Lliure: punto y seguido", 15-IV-2007.
[3] V. "El atentado que no cesa", 8-IV-2007.
[4] V. "Why terrorist get good coverage", Frontpage Magazine, 19-VIII-2004.
[5] Walter Laqueur (Una historia del terrorismo, Paidós, Barcelona, 2003) indica que la frase la acuñó hacia 1876 el francés Paul Brousse.
[6] V. Alan M. Dershowitz, Por qué aumenta el terrorismo, Ediciones Encuentro, Madrid, 2004.