Aznar desde esta orilla
Aquellos argentinos que nos definimos a favor de las libertades individuales y el Estado de Derecho, y que consideramos, junto a Winston Churchill, que la democracia es el menos malo de los sistemas conocidos, mantenemos una relación especialmente amable con la democracia española, desde 1976 hasta la fecha.
Al mismo tiempo que los argentinos perdíamos finalmente nuestra democracia, en 1976, los españoles recuperaban la suya. La Península Ibérica se convirtió, entonces, en un remanso de libertad en habla hispana para todos los argentinos que simpatizaban con los valores liberales. Hubo de todo en aquéllas vuestras tierras, que se abrían francamente a la libertad: esbirros de la dictadura militar que hollaban suelo extranjero para cometer sus crímenes y militantes de las organizaciones armadas que consideraban a España una más de las "democracias burguesas", dicho esto en tono peyorativo, y, utilizándola como refugio, despreciaban su sistema político. Pero fuimos mayoría los que, tanto en el exilio como en nuestro propio país, aprendimos a ver en el español un modelo de transición pacífica hacia las mayores cotas de libertad que puede permitir una democracia.
Desde Suárez hasta Zapatero, pasando por González y Aznar, sin importarnos las necesarias disensiones internas, los argentinos tomamos como modelo el proceso español; como una buena receta para reconciliar en un sistema parlamentario a fuerzas políticas opuestas que en el pasado habían tratado mutuamente de excluirse. Fueron muchos los militantes de la izquierda argentina, de la vertiente armada o de la civil, que aprendieron en tierra española a respetar el sistema de disenso y pluralidad, y que cambiaron sus opiniones sustancialmente: de despreciar la "democracia burguesa", pasaron a apoyarla con toda claridad, incluyendo uno de sus mayores méritos: el respeto por la propiedad privada.
Estos cambios los vivieron no a través de libros o de teorías, sino de la simple cotidianeidad. Los defensores del comunismo y de las democracias liberales tienen una única coincidencia: prefieren vivir en los países donde funcionan las segundas. Ése es uno de los motivos por los que el islamofascismo, que es tan heredero del nazismo como del stalinismo, tiene tantos guerreros durmiendo en Occidente: sus militantes prefieren vivir allí antes que bajo los horribles sistemas que imperan en sus países de origen.
Decía que los izquierdistas radicales que por necesidad habían recalado en España regresaron a la Argentina, al menos muchos de ellos, con sabias y fértiles enseñanzas acerca de las virtudes de las libertades y la propiedad de la democracia burguesa, ahora dicho sin comillas y con alegría. Ya no estaban dispuestos a renunciar a la libertad de expresión, al voto secreto o a la libertad de movimiento a cambio de ninguna utopía de muerte, fuera ésta stalinista, maoísta o castrista. Habían aprendido, respirando, comprando en el supermercado, leyendo en los bares, que el modo menos malo de vivir era aceptando la diferencia y resignándose a ella, en todos los órdenes de la vida. Y volvieron hablando bien de España.
El tiempo pasó. El Muro de Berlín cayó. Las hipótesis de los liberales, que el presidente José María Aznar defendió con lucidez y valentía en el mundo de habla hispana, triunfaron, cayeron por su propio peso, con cotidianeidad, sin imponerse por medio de la violencia, sino del sentido común. Y cuando el mundo parecía dispuesto a tomar una bocanada de aire puro, como una ráfaga pútrida se materializó la amenaza mundial del islamofascismo, como lo definió, clara y precisamente, otro defensor de la libertad, George W. Bush.
Si bien los islamofascistas existían desde mucho antes, bajo los nombres de Al Qaeda, Hamás, Hezbolá, OLP, Yihad Islámica, Hermanos Musulmanes, descendientes directos de los militantes nazis del mundo árabe, hay que decir que el atentado contra las Torres Gemelas, el peor de los perpetrados jamás en suelo americano, disparó a esos asesinos, antes agrupados en pequeños grupos de alienados suicidas, a la categoría de amenaza mundial.
Fueron muchos los países que, mayormente por conveniencia, lloraron junto a América cuando los islamofascistas derribaron el centro financiero del continente y aniquilaron a miles de nuestros vecinos; pero sólo dos de las grandes potencias asumieron el atentado como un ataque contra la democracia y, por lo tanto, contra su propia manera de vivir: Inglaterra y España, bajo el liderazgo de dos grandes estadistas: Tony Blair y José María Aznar. Y, con todo el respeto y admiración que el señor Blair me merece, adjudico algo más de mérito al español.
Para Inglaterra era de obligación sumarse a la defensa de los Estados Unidos: los ingleses reclamaron la asistencia americana durante la Segunda Guerra Mundial, y deben su subsistencia a la generosidad, tanto en sangre como en víveres, de sus primos de América. Pero Aznar estaba solo en un continente, en un idioma y en su propio país. Se puso el mundo al hombro, y esta decisión, en mi opinión, lo convierte en el Churchill hispano.
No recuerdo otro líder de habla hispana, desde fines de siglo XX hasta hoy, que haya debido tomar una decisión tan grave y en tanta soledad como José María Aznar; y lo hizo con lucidez y convicción. Yo estoy seguro de que en el futuro se le reconocerá como una de las pocas voces que, desde lo más alto del poder, defendieron la libertad en castellano, contra viento y marea, contra el prejuicio y la ignorancia. Una de las pocas voces que, desde la completa placidez de haber sido votada y apoyada por la población de la mayor potencia en habla hispana, se alzó contra el terrorismo y a favor de la vida sin dobleces ni ambigüedades.
Lo que pocos notan es que Aznar pudo muy bien haber mantenido la posición fría de Francia y haber salido mucho mejor librado ante la opinión pública, española y mundial. Pero el hombre se la jugó por lo justo, por la libertad, por la vida. Es curioso: mientras que Francia y Alemania deben íntegramente su democracia y bienestar a Norteamérica, España no carga con una deuda tan pesada; y sin embargo fue el jefe del Gobierno español quien realmente se alió sin medias tintas con la mayor democracia del mundo cuando el mundo estuvo realmente en peligro.
Durante aquellos días terribles del año 2001 me di a pensar un guión para Hollywood, que luego fui puliendo: Ben Laden triunfa y los islamofascistas dominan la Tierra. Se prohíbe a García Márquez en todo el mundo, las mujeres son obligadas a velarse de negro, los violadores son premiados, las violadas son encarceladas, el suicidio es santificado, la variedad es demonizada. En este contexto, una pequeña patrulla de resistentes occidentales recorren la Tierra incitando a la rebelión: un americano, un israelí, un inglés y un español. Son cuatro, nada más, pero alcanzan para que la palabra Libertad siga repitiéndose en el planeta. Y el español se me ocurrió entonces, por la posición asumida por José María Aznar cuando la libertad estuvo en peligro en todo el mundo.
Cuando José María Aznar tomó la decisión de acompañar a América en su autodefensa y en defensa de la democracia, la libertad se hallaba en peligro. No era paranoia, no era alarmismo, no era una táctica: los islamofascistas tal vez no fueran capaces de dominar (debido, mayormente, a su incapacidad para realizar alguna otra tarea que no sea oprimir y asesinar), pero definitivamente eran capaces de destruir. Había que tomar una decisión. No se podía postergar, o pensar más adelante. Otra vez, Churchill se hallaba sólo frente a Hitler. Su opinión pública, la de Churchill, que apenas comenzaba a disfrutar de la holganza posterior a la Primera Guerra Mundial, no quería saber de guerras ni de lejos. Y el gran inglés tuvo que ponerlos frente a la verdad: no era una opción entre la guerra y la paz, sino entre defenderse o el sometimiento. Entre vivir como hombres libres o aceptar ser una cuenta más del collar nazi. Y así José María Aznar, en el momento decisivo, puso su figura política en el fuego de la opinión pública, para jugársela por la libertad y el derecho a la vida. Con su posición, no se limitaba a defender a sus partidarios, también defendía a todos aquellos que, dentro del sistema democrático, se oponían a él de la manera más radical. Si el islamofascismo hubiera triunfado en Occidente, los izquierdistas hubieran sido los primeros en caer asesinados, seguidos de cerca por las feministas, por los directores de cine que ruedan escenas de amor sexual, por los escritores iconoclastas, por los progresistas en general y por toda una serie de radicales que, equivocadamente, estaban más dispuestos a descalificar a Aznar que a defenderse de los islamofascistas.
Lo más criticado de Aznar en aquel entonces fue su contribución militar a la lucha contra el islamofascismo, que en sí misma fue modesta; pero esto hizo perder de vista su contribución política, que fue decisiva y mayúscula. No hay que olvidar que en toda la Europa occidental y continental, la voz de Aznar fue la más elocuente y poderosa en defensa de la libertad. Aznar era entonces el político de la Europa continental y occidental mejor situado. No hay que perder de vista estos datos a la hora de sopesar la importancia de su decisión, y la hidalguía que demostró al arriesgar su posición. Pero su decisión fue coherente: todo lo que era políticamente se lo debía a la libertad, a la democracia: ¿qué sentido hubiera tenido preservar su imagen si no preservaba la libertad y la democracia?
Conocí un poco más a José María Aznar con la lectura de dos estupendos libros suyos: Ocho años de gobierno y Retratos y perfiles. Hay que decir, para empezar, que ambos son muy fáciles de llevar. Aznar, por lo que había visto de él en la televisión, era un hombre muy serio, y yo soy un devoto del humor; por lo tanto, podía coincidir en mucho con el presidente del Gobierno español pero no necesariamente leer sus libros con amenidad. Pues lo cierto es que no tengo más remedio que elogiarlo también en este punto: me leí los dos con sorprendente facilidad.
Hay dos pasajes, menores para el mundo pero importantes para mí, que me causaron una especial simpatía. Uno es cuando Aznar hace referencia a unos "expertos" en marketing político que le recomiendan afeitarse el bigote, y a los cuales deja hablar con una sonrisa de desinterés; el otro es cuando revela su admiración por Julio Iglesias. Simpatizo con el primer pasaje porque considero que la mayoría de los vendedores de imagen son adivinos del pasado: sólo descubren qué fue lo que hizo ganar a un político después de las elecciones. El otro asunto es que soy un admirador incondicional de Julio Iglesias y que sé perfectamente que es de muy mal gusto reconocerlo, de modo que el hecho de que un jefe de Gobierno lo haga en un libro de tirada millonaria me parece una más de las tan poco usadas prendas de valentía de las que tan a menudo ha hecho gala Aznar, en el poder y fuera de él.
Yo estoy a favor de un mundo en el que uno pueda usar bigote si tiene ganas, y decir sin temor qué cantante le gusta. Y me tranquiliza que alguien lo escriba con claridad.
Por su libro Ocho años de gobierno me enteré, también, de que le pusieron una bomba en su propio auto, con él dentro. El hombre no sólo sobrevivió, sino que se sacudió el polvo y fue a ver cómo estaba el chofer. Sé que muchas veces se han burlado de él por su seriedad, pero déjenme acotar que un hombre que se toma con esa discreción un atentado debe dejar de ser considerado excesivamente discreto para pasar a ser considerado un hombre especial.
Y sin embargo, yo creo que una de las mayores virtudes de Aznar es su sentido común. Ocurre que cuando la libertad es atacada, como lo fue durante el nazismo, como lo fue durante el stalinismo, y como lo es hoy por el islamofascismo, el sentido común pasa a ser una antorcha, una pasión, una bandera. ¿Cuál es el sentido común? El que nos indica que no se debe matar a los inocentes, no se debe violar a las mujeres, no se debe suprimir la libertad de los inocentes. El sentido común dice que no hay nada de malo en que una canción inocente guste a muchas personas, incluso es posible que haya mucho de bueno. El sentido común dice que si millones de personas quieren ver una película romántica sin que nadie los obligue, posiblemente sea porque les gusta. El sentido común dice que si mucho más de la mitad de las personas del mundo desean vivir en sistemas democráticos liberales, posiblemente sea porque los prefieren antes que otros. Y, curiosamente, no es fácil defender este sentido común cuando es amenazado por teorías irracionales. La irracionalidad, para los intelectuales y la prensa, suele ser mucho más atractiva.
A un Gobierno, en una democracia liberal, no se le debe pedir que nos ayude, sino que nos permita hacer en paz nuestras vidas. Aznar cumplió con mucho más que eficacia esta consigna, pero las circunstancias lo obligaron a saltar un listón que pocos gobernantes logran traspasar: el de proteger esta hegemonía pacífica de una amenaza bélica. Como latinoamericano y como hispanoparlante, con el debido respeto que me merece opinar sobre un gobernante de otras tierras, no creo faltar a nadie si me atrevo a repetir que José María Aznar dio la talla.
En 2007 los latinoamericanos hemos sido testigos, en nuestro propio continente, precisamente en Chile (una de las democracias más eficaces y armónicas de América Latina), de un suceso extraordinario: el rey de España, Don Juan Carlos, el actual jefe del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, y el inmediato ex jefe del Gobierno español, José María Aznar, se unieron para enfrentar a un déspota iberoamericano.
En un informativo artículo[1] sobre Hugo Chávez, el premio Nobel colombiano Gabriel García Márquez concluía, en 1999, que el golpista venezolano era un ser escindido: "Mientras se alejaba entre sus escoltas de militares condecorados y amigos de la primera hora, me estremeció la inspiración de que había viajado y conversado a gusto con dos hombres opuestos. Uno a quien la suerte empedernida le ofrecía la oportunidad de salvar a su país. Y el otro, un ilusionista, que podía pasar a la historia como un déspota más". Creo que a estas alturas ya no quedan dudas de que la segunda opción ha prevalecido. Pero con agravantes: no es un déspota más, sino un aliado del islamofascismo en Latinoamérica, cipayo de los islamofascistas iraníes que han cometido la paradoja de prohibir nada menos que a Gabriel García Márquez. Gracias a Dios no lo mandaron matar, como a Rushdie. No quiero imaginar un mundo sin la genial prosa de García Márquez. No quiero imaginar un mundo dominado por Chávez y los islamofascistas iraníes.
Como latinoamericano, en ese intercambio de fuerzas yo estaba del lado de los españoles democráticos, y no del déspota aliado de los islamofascistas, Chávez. Yo estaba del lado de la libertad de Gabriel García Márquez de publicar en cualquier país, en cualquier idioma; y no del lado de la censura de Chávez y los islamofascistas iraníes.
En esa discusión, que tuvo por escenario la cumbre iberoamericana celebrada en Chile en noviembre pasado, José María Aznar no estuvo presente físicamente. Pero fue su compromiso político con la democracia lo que reactivó la duradera lucha entre los partidarios de las dictaduras, Chávez en este caso, y los defensores de la democracia: el Rey de España y el jefe del Gobierno español.
Hay una serie de confusiones que es preciso deshacer antes de continuar, y concluir, este artículo. El primero está relacionado con la costumbre de los golpistas latinoamericanos, llámense Chávez o Velasco Alvarado, de echar la culpa a España o a Estados Unidos de nuestra pobreza y desorden. Se suele achacar a Estados Unidos, por ejemplo, el origen y continuidad de nuestras recurrentes dictaduras militares. Pero debemos decir, por ejemplo, que la dictadura de Pinochet fue tan aceptada por Estados Unidos como por la China maoísta. Con la diferencia de que, a los pocos años, los norteamericanos comenzaron a presionar a Pinochet para que liberalizara la situación y, finalmente, abandonara el poder, mientras que los gobernantes chinos –que, como decía García Márquez[2], eran tan imbéciles que rompían relaciones con Beethoven al tiempo que las mantenían con Pinochet–, apoyaban con decisión la dictadura tanto en Chile como, por supuesto, en su propia patria. En Argentina, por ejemplo, el golpe de Videla contó con la aprobación tanto de Estados Unidos como de la Unión Soviética. El Partido Comunista de la Argentina, embajador de los rusos en el continente, defendió públicamente a Videla y a sus secuaces contra toda evidencia. Pero desde muy pronto el Gobierno norteamericano comenzó una intensa campaña a favor de los derechos humanos y de la democratización en Argentina, con vetos económicos y resoluciones contra la dictadura que fueron lentamente acorralando a los dictadores y disminuyeron su capacidad de movimiento criminal y de permanecer en el poder. En cambio, la Unión Soviética apoyó tanto económica como políticamente a los jerarcas militares argentinos, sin disidencias internas ni externas, hasta el último día de su permanencia en el poder.
Alguna vez hay que decirlo: las dictaduras latinoamericanas deben de todo a todo el mundo, pero las democracias latinoamericanas deben su continuidad especialmente a Norteamérica. Era risueño, si no desquiciante, escuchar a los comunistas argentinos acusar a Raúl Ricardo Alfonsín, el gran conductor de la transición democrática en Argentina, de "proyanqui", cuando éste había estado entre los combatientes por la libertad y ellos habían apoyado a Videla porque los rusos así se lo ordenaron.
Hay que decir que, desde mediados de los 30 y a los largo de los 40 del siglo XX, cuando el nazismo era fuerte, fueron los norteamericanos, no la URSS ni ningún otro Estado, quienes pusieron coto al avance nazi en América Latina.
Hay que decir que el golpe contra Allende no lo dieron militares norteamericanos, sino chilenos. Y que sin los militares chilenos no se podría haber dado golpe alguno. Hay que decir que cuando se hizo el plebiscito a favor o en contra de Pinochet, la mitad del país, la mitad de los chilenos, se manifestó a favor del general, mientras que el Gobierno norteamericano puso toda su fuerza en contra de él. Hay que decir que, en Argentina, al organizador de la peor represión paraestatal hasta entonces vista, José López Rega, no lo puso Estados Unidos, sino el presidente electo, Juan Domingo Perón. Hay que decir que el estado de caos y asesinatos diarios que se registró durante la presidencia de la viuda de Perón, Isabel Martínez, no fue obra de la CIA ni del Pentágono, sino de la ineficacia y la falta completa de reglas de los fanáticos peronistas de derecha y de izquierda.
Hay que decir que la corrupción que es moneda corriente en Argentina y Venezuela no es obra de los norteamericanos ni de los españoles, sino de aquellos ciudadanos corruptos de Argentina y Venezuela que, para nuestra gran desgracia, ocupan puestos en las aduanas, el fisco, la administración pública y las fuerzas de seguridad. Esto ni siquiera es un mal latinoamericano: cualquier chileno puede decir con todo orgullo y verdad que en su país no hay policías corruptos; en Argentina, en cambio, casi no hay adulto que no haya sufrido algún episodio de corrupción policial. Pero eso no es culpa de Estados Unidos, ni de Colón, ni de Cortés: es culpa nada más y nada menos que de cualquier argentino que elija la corrupción en vez de la legalidad.
Para volver al tema, hay que decir que el sangriento golpe contra Carlos Andrés Pérez no lo dio ningún norteamericano, sino el actual déspota islamofascista de Venezuela, Hugo Chávez. No es casual que, después de insultar a los españoles, Hugo Chávez haya corrido a refugiarse entre las kefias de la OPEP, junto a sus patronos iraníes. Toma partido, y muy claramente.
Para volver a nuestro protagonista, entonces, hay que decir que los Estados Unidos, junto a los que Aznar defendió la libertad en los terribles días de septiembre de 2001, fueron el país que detuvo al nazismo, en Latinoamérica y en el mundo, en la década del 40 del siglo XX. Hay que decir que fueron los Estados Unidos los que garantizaron el retorno de las democracias en tierras latinoamericanas en la década del 80 del siglo XX (por cierto, fueron las menos malas de que han gozado los latinoamericanos). Y hay que decir que los Estados Unidos, igual que antes garantizaron la libertad de Europa contra el nazismo y el comunismo, hoy la garantizan contra el islamofascismo. Por eso, no es nada casual que el déspota venezolano se alzara contra el ex presidente del Gobierno español José María Aznar: porque José María Aznar representó, representa y representará una voz de sentido común, de libertad y de individualidad en el sur de América, donde tanta falta nos hace todo eso, si es que deseamos un futuro en paz y fructífero para nuestros hijos.