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La Ilustración Liberal

El Manifiesto de Euston y la conciencia de la izquierda

Hace algo más de un año, un grupo de escritores, activistas políticos y periodistas se reunieron en un publondinense que queda frente a la Biblioteca Británica y muy cerca de la estación de trenes de Euston. Sus miembros más prominentes eran Nick Cohen, periodista del diario de centro-izquierda The Guardian, y el catedrático marxista Norman Geras. Al igual que el resto, ambos compartían una posición política de izquierda progresiva, cierto apego por las nuevas tecnologías y una absoluta falta de modestia: insatisfechos por la deriva ideológica de la izquierda británica, Cohen, Geras y compañía decidieron contribuir a la creación de un nuevo orden político. Para ello, redactaron un documento, el Manifiesto de Euston, en el que se tiende la mano, "más allá del socialismo", a todos aquellos que consideren que la democracia liberal es un sistema político superior y que los Derechos Humanos son de aplicación universal.

A priori, el Manifiesto no parece nada del otro mundo. No es la primera vez que dentro de la izquierda se producen movimientos de disensión de aliento más o menos anti-radical: ocurrió en los años 30, cuando se empezaron a conocer los aspectos más crueles del estalinismo; también tras el aplastamiento soviético de las rebeliones húngara y checoslovaca, o durante los años 60 y los primeros 70, cuando la polarización generada por la guerra de Vietnam propició la aparición de los neoconservadores en EEUU. En todos estos casos, la raíz aparente de la tensión se situó en la esfera de las relaciones internacionales. También ahora la situación mundial ha tenido su importancia: la invasión de Irak ha servido, qué duda cabe, de catalizador; sin embargo, el foco de tensión, esta vez, hay que buscarlo en el ámbito doméstico, y más concretamente en la percepción que la izquierda tiene y proyecta de las sociedades occidentales en que vive y (lamentablemente) florece.

Tampoco esto es algo nuevo: a finales de los 60 y principios de los 70, en un proceso prácticamente idéntico al provocado por la guerra de Irak, el conflicto de Vietnam llevó a la izquierda norteamericana a un radicalismo tal que impulsó a los llamados neoconservadores en su particular camino de Damasco. No obstante, hay ciertos elementos que pueden transformar esta última fractura en el seno de la izquierda en el principio del fin del radicalismo insensato y suicida.

Dicho esto, es preciso matizar cuando se habla de las similitudes que presentan los firmantes del Manifiesto de Euston con los neoconservadores norteamericanos de los 70. En primer lugar, la influencia de los neoconservadores se limitó en gran medida a Estados Unidos: Europa andaba entonces atareada en la puesta en escena de Mayo del 68. El Manifiesto, en cambio,refleja un fenómeno puramente europeo, que se ha extendido de una forma u otra por todo el Viejo Continente –hombres y mujeres como Fernando Savater, Arcadi Espada y Rosa Díez son dignos representantes del movimiento en España–. En segundo lugar, los neoconservadores lucharon contra una progresía escasamente influida por el comunismo o el socialismo europeos y que se hallaba inmersa en una lucha cultural en torno a asuntos como la liberación sexual de la mujer, el consumo de drogas o el papel de la moral y los valores tradicionales.

En términos comparativos, la izquierda radical europea del siglo XXI se encuentra mucho más desorientada que su predecesora americana de los años 60-70, como consecuencia de la desaparición de la Unión Soviética, del triunfo del capitalismo globalizado... y del éxito alcanzado por sus hermanos mayores en el terreno cultural durante aquellas décadas turbulentas. La izquierda radical ha sido incapaz de proporcionar alternativas creíbles al statu quo socioeconómico, al menos en Occidente. Por eso merece la pena examinar cuidadosamente qué dicen los eustonianos y cuál puede ser su evolución.

Euston y la crítica de la sinrazón pura

El catalizador del debate actual entre la intelectualidad de izquierdas fue la cadena de acontecimientos Once de Septiembre-Segunda Guerra de Irak-Ocupación de Irak. No obstante, ni la guerra ni las calamidades de los últimos cuatro años constituyen el meollo del mensaje del Manifiesto de Euston. No todos los firmantes apoyaron la intervención, y la mayoría se ha mostrado muy crítica con la manera en que se ha llevado a cabo la ocupación; ahora bien, todos opinaban que el mundo sería un sitio mejor sin Sadam Husein, y que, una vez iniciada la guerra, la obligación de cualquier persona decente era apoyar la acción norteamericana para imponer un régimen democrático en aquellas tierras. Más allá de la guerra de Irak, en algo menos de diez páginas los autores del Manifiesto proclamaban su decepción, ira y profundo asco por el discurso dominante de la progresía dentro y fuera del Reino Unido.

En primer lugar, el Manifiesto es un violento ataque contra la izquierda radical británica, que, bajo el paraguas de Respect, una coalición política contraria a la guerra, fue capaz de generar una alianza entre fundamentalistas islámicos, marxistas-leninistas y anarquistas antisistema perfectamente dispuestos a utilizar la violencia, todo bajo el liderazgo de personajes como George Galloway, un parlamentario escocés tan proclive a abrazarse con Sadam Husein como a aparecer en la versión británica de Gran Hermano. En segundo lugar, pero quizás más importante, el Manifiesto denunciaba a aquellos líderes de la intelligentsia progresista que, desde medios de comunicación tan prestigiosos como The Guardian o la BBC, provocaron, o cuando menos permitieron, que la opinión pública optara por apoyar el parafascismo de Husein frente a la intervención norteamericana.

En este sentido, el Manifiesto es una potente denuncia contra el legado que la vieja izquierda estalinista entregó a la nueva izquierda que emergió en los años 60 y 70; un legado que puede resumirse en el antioccidentalismo suicida, del que a su vez se desprende un antiamericanismo instintivo e irracional. En la práctica, esto se traduce en una considerable dosis de relativismo moral, acompañado de un despliegue sistemático de dos varas de medir en lo moral.

La izquierda radical creía y cree que las sociedades occidentales no son meramente imperfectas y mejorables, como cualquier otra institución humana, sino intrínsecamente nocivas y destructivas; asumido esto, creaciones occidentales como la igualdad ante la ley, la libertad de expresión o el derecho de las mujeres a una vida digna y a la integridad física sólo son válidos en determinados contextos culturales. Pues bien, según los propios eustonianos, el Manifiesto se dirige fundamentalmente contra los progresistas que han aceptado el discurso de la izquierda radical hasta el punto de ser "más bien flexibles" en la aplicación de principios considerados fundamentales en cualquier sociedad occidental.

En segundo lugar, el Manifiesto denuncia que la progresía del siglo XXI parece tan inclinada al doble rasero moral como sus predecesores de hace cuarenta años, que condenaban el horror de My Lai mientras olvidaban los campos de detención cubanos. Hoy igual que entonces, las brutalidades cometidas por tiranos no occidentales tienden a silenciarse o relativizarse, mientras los errores cometidos por los occidentales se magnifican hasta lo delirante, especialmente si andan manos norteamericanas de por medio. Así, los asesinatos políticos y los encarcelamientos registrados en Irán raramente son objeto de escrutinio por las intelectualidades europea y norteamericana, obsesionadas, eso sí, con los dislates perpetrados por soldados incontrolados en Irak. Entretanto, Amnistía Internacional no tiene empacho en equiparar los horrores de Abú Ghraib nada menos que con el Gulag, es decir, con un sistema penitenciario en que la tortura y el asesinato sistemáticos eran diseñados, sancionados y estimulados desde las más altas instancias de un poder totalitario. Incluso en asuntos menos dramáticos, causa pasmo observar cómo la prensa occidental otorga a la información proporcionada por sus propios Gobiernos la misma credibilidad que a la suministrada por sujetos como Slobodan Milosevic o aquel célebre portavoz de Sadam Husein, acertadamente bautizado Alí el Cómico, que aún seguía cantando victoria cuando las tropas de la Coalición estaban a punto de tomar Bagdad.

Como bien señala el Manifiesto, en lugar de un proyecto de futuro coherente la progresía ha adoptado el mensaje de la izquierda radical, en el que el análisis y la propuesta de alternativas son sustituidos por un rencor mezclado con notables dosis de estupidez ciega y autodestructiva. Las enormes manifestaciones contra la guerra organizadas por Respect ofrecen un ejemplo ilustrativo de lo que comentamos: llevaban por eslogan el "No a la guerra" incluso cuando el régimen de Sadam ya había sido derrocado. Nunca ha sido Respect capaz de ofrecer una alternativa viable para eliminar a Sadam Husein, liberar a los iraquíes y establecer un régimen democrático en el país. Jamás escuchó a los numerosos refugiados iraquíes, ni prestó atención a las atrocidades de la dictadura baazista. Entre tanto, en el colmo de la esquizofrenia, podía observarse a gays y lesbianas marchar junto a islamistas radicales que consideran la homosexualidad un delito capital; al menos hasta que un grupo de islamistas palestinos expulsó por la fuerza de una manifestación a los miembros de una organización de gays y lesbianas que demandaban respeto por los derechos civiles (y la vida) de los homosexuales en Palestina.

En abril de 2006 Nick Cohen y Norman Geras presentaron formalmente el Manifiesto a través de un artículo en el semanario progresista New Statesman. Allí, Cohen y Geras afirmaban que algunos aspectos del Manifiesto podrían ser tomados como perogrulladas. Y es que, añadían, ése es precisamente el drama de la progresía europea: desde el 11 de Septiembre, ha reproducido el discurso de la izquierda radical hasta el punto de que se ha hecho preciso alzar la voz para proclamar que los derechos humanos son inalienables y que las sociedades occidentales (incluida la norteamericana), aunque imperfectas, ofrecen cotas no igualadas de libertad y prosperidad. Que Occidente, en resumidas cuentas, es el mejor sistema social conocido y que todo ser humano tiene derecho a sus beneficios.

La progresía, los traumas de ayer y el camino hacia adelante

No es difícil trazar una línea continua entre dos movimientos, el de los neoconservadores norteamericanos y el de los eustonianos europeos, que comparten un enorme bagaje ideológico y han surgido de procesos muy similares. Además, ya se sabe que lo que ocurre en Estados Unidos se traslada a Europa más temprano que tarde. Esta hipótesis tiene algunos elementos indiscutiblemente atractivos y, al menos desde el punto de vista analítico, ofrece la oportunidad de dilucidar qué está ocurriendo en el seno de la progresía europea.

El primer elemento común es también, sin duda, el más obvio. Algunos de los miembros más inteligentes de la izquierda, intelectuales, académicos, estudiantes, han abandonado el barco de la progresía como consecuencia de los excesos de su ala radical. Pero, no satisfechos con la apostasía, tanto neoconservadores como eustonianos han dirigido sus ataques no sólo contra la izquierda radical, sino contra la intelligentsia progresista, de la que ellos mismos proceden y que y constituye el principal elemento de formación de opinión en las sociedades occidentales: se trata de un grupo social firmemente instalado en la prensa seria, las universidades, el mundo del arte y el cine; de un grupo social relativamente reducido e ideológicamente homogéneo compuesto por individuos acostumbrados a recibir del resto de la sociedad respeto y halagos y, por eso mismo, extraordinariamente proclive a la autocomplacencia.

La apostasía en un grupo tan influyente como la intelectualidad progresista puede tener consecuencias enormemente subversivas. El neoconservadurismo, por ejemplo, tuvo un efecto casi instantáneo y demoledor para la hegemonía progresista en Estados Unidos. Gracias a la actitud de los neoconservadores, un sector importante del público mejor formado y, más tarde, buena parte de la sociedad en general terminarían rechazando las propuestas progresistas y aceptando la alternativa neoconservadora como mecanismo de regeneración nacional.

Los neoconservadores contribuyeron a sacar a la luz la hipocresía de unos intelectuales que presumían de defender los intereses de los más desfavorecidos mientras se asentaban en barrios exclusivos, señalaron la venalidad de hombres y mujeres empeñados en mantener burocracias ineficientes que sólo beneficiaban a los propios burócratas (es decir, a esos mismos hombres y mujeres venales) y denunciaron la profunda corrupción moral de una presunta élite que despreciaba los valores más básicos de aquellos a los que decían liderar.

El neoconservadurismo se empeñó en deslegitimar el radicalismo progresista y legitimar el mensaje liberal-conservador. No obstante, un examen detenido de su mensaje revela que difería en muy poco, tanto en las formas como en los contenidos, del de los conservadores de los años 50 y primeros 60; quizás aquéllos vieran con mejores ojos algunos aspectos del Estado del Bienestar, pero a veces tampoco aquí se veían diferencias sustanciales entre unos y otros. La primera diferencia fundamental entre neoconservadores y conservadores de toda la vida era, precisamente, que los primeros procedían de la progresía, y de hecho comenzaron a criticarla cuando aún militaban en sus filas. A la élite progresista norteamericana, acostumbrada a marginar a los viejos conservadores por radicales y extremistas, le fue mucho más difícil despreciar a gente de la casa, de la familia.

La crisis sistémica que vivió Estados Unidos durante la transición de los 60 a los 70 contribuyó decisivamente al éxito neoconservador. En el plano económico, el malogrado presidente Nixon terminó adoptando unas medidas, propias de la Europa socialdemócrata más rancia, que contribuirían a la explosión inflacionista de los años 70. En el ámbito político-moral, la tensión provocada por la guerra de Vietnam degeneró en el cuestionamiento de los elementos básicos de la cultura americana tradicional por parte de la izquierda radical, primero, y de grandes sectores de la intelligentsia progresista, después.

Tras poner en cuestión el lugar de la familia tradicional y la relación entre esfuerzo, trabajo y recompensa, la izquierda radical pasó a denunciar la moralidad de la cultura norteamericana, y de Occidente en general. En este sentido, es fundamental destacar que los neoconservadores no centraron su argumento en la defensa de la guerra de Vietnam en sí, pues la mayoría la consideraba un error, sino en el movimiento contra la guerra, según el cual Estados Unidos era una sociedad fundamentalmente corrupta. Los eustonianos han seguido un proceso sorprendentemente similar. En Europa, ha sido la oposición a la segunda guerra de Irak lo que ha hecho emerger de nuevo al radicalismo izquierdista más destructivo. El antiamericanismo irracional y la tolerancia hacia la brutalidad islamista de la coalición Respect y, sobre todo, el apoyo que ésta recibió de la intelligentsia progresista desencadenaron un proceso de reflexión que llevó a los intelectuales que luego firmarían el Manifiesto de Euston a adoptar una actitud no tanto a favor de la guerra como, por emplear las mismas palabras que emplearon en su tiempo los neoconservadores para definir su postura, "contra el movimiento contra la guerra". El resultado fue un discurso beligerante en defensa de los valores y las instituciones occidentales.

Entre tanto, una Europa desorientada se enfrenta por primera vez a su propia debilidad y a los fantasmas que la han creado, en un ambiente de crisis moral asombrosamente similar al que sacudió a Estados Unidos en la década de los 60 y en los primeros años 70. Francia arde ya por dos inviernos consecutivos. Alemania y el Reino Unido están en plena búsqueda de su identidad frente a una masa de nacionales (ya no son inmigrantes) desafectos en la que se camuflan los que están dispuestos a destruir violentamente la sociedad en que viven. En España, el Partido Socialista, al igual que el Partido Demócrata norteamericano de antaño, se ha puesto en manos del sector de la progresía más próximo a la izquierda destructiva (pero conviene recordar en este punto que, mientras el candidato radical George McGovern cosechó una estrepitosa derrota en las presidenciales de 1972, Zapatero se llevó el gato al agua en las generales de 2004). En respuesta, ya han surgido alternativas políticas orientadas a aglutinar a la izquierda sensata, la izquierda consciente del valor de principios como la igualdad ante la ley y la libertad de expresión. No es casual que hombres y mujeres como Arcadi Espada y Rosa Diez hayan firmado el Manifiesto, o al menos expresado simpatía hacia los valores que defiende.

El Manifiesto de Euston señala con claridad meridiana a los principales culpables del drama de Europa. No se trata de George W. Bush, Tony Blair y José María Aznar. Independientemente de que la guerra en Irak fuera la opción más acertada o no, los principales enemigos de Europa y de los valores que le son propios no son otros que el nihilismo de la nueva izquierda y la insensatez de la élite progresista, complaciente e irreflexiva. El Manifiesto nació a causa de un conflicto exterior pero refleja una profunda crisis interna, y el terreno en que se librará la lucha entre quienes lo respalden y quienes lo rechacen es la propia Europa. Al igual que los neoconservadores norteamericanos de los años 60 y 70, los eustonianos han abierto un nuevo frente contra la progresía en su propio terreno, en el ámbito de la prensa, los medios de comunicación audiovisuales y los círculos sociales en que se mueven los líderes de opinión de centro-izquierda.

El Manifiesto de Euston sirve para señalar la revuelta de un importante sector de la progresía moderada y sensata, que aspira a combatirla deriva hacia la vacuidad moral impulsada por la izquierda radical con el fin de regenerar el progresismo de izquierdas. La experiencia americana parece demostrar que ésta es una empresa imposible: la mayoría de los neoconservadores terminó en las filas del Partido Republicano tras ser violentamente expulsada de la familia progresista. La recepción del Manifiesto de Euston y de iniciativas similares en otros países del Viejo Continente (obsérvese la agresividad de José Blanco hacia el partido Unión, Progreso y Democracia) no parece augurar nada bueno.

Y sin embargo, quizá ahí resida el principal fracaso del neoconservadurismo norteamericano y el principal reto de los eustonianos: en EEUU el triunfo conservador pasó por el aplastamiento electoral de todo el centro-izquierda y la creación de un establishment conservador paralelo al progresista. El resultado puede apreciarse en los filmes de Michael Moore y en la manera en que han sido recibidos por el público. Derrotada en lo político, la élite progresista americana continúa aferrada a su estatus y a sus instrumentos de poder; aún peor, no ha abandonado en absoluto los instintos suicidas o la tendencia al nihilismo de los 60: de hecho, en algunos aspectos culturales es difícil no conceder la victoria a los revolucionarios sociales de aquella década.

Los eustonianoseuropeos parecen aspirar a un resultado distinto. Aunque el Manifiesto busca, explícitamente, un entendimiento con quienes están situados "más allá del socialismo", sus firmantes aún se proclaman miembros de la progresía: defienden el papel de unos sindicatos potentes en la búsqueda de una mayor igualdad económica, y del Estado como ente regulador de la vida económica y principal agente en la redistribución de la riqueza; mantienen un notable escepticismo acerca de la religión y sus instituciones, que ocasionalmente raya en lo anticlerical; desconfían del libre mercado y de la globalización económica... La aspiración de los eustionanos no es abandonar la familia progresista, sino convertir a la progresía europea en un contendiente leal de la coalición liberal-conservadora.

Desde el punto de vista moral, éstas son ideas, equivocadas o no, legítimas. Merecen ser derrotadas como resultado de la reflexión y el libre intercambio de pareceres en un campo de juego demarcado por los valores elementales del Estado de Derecho, la democracia pluralista y la igualdad ante la ley. Y, desde un punto de vista utilitario, una progresía regenerada es infinitamente preferible a una progresía resentida, entregada a la izquierda radical y dispuesta a destruir la casa común.

Por una vez, quizás el éxito de cierto idealismo de izquierdas redunde en beneficio de todos.