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La Ilustración Liberal

La imagen de los cubanos o el estereotipo mutante

A Kelsey Vidaillet

Conferencia pronunciada ante los Amigos of the Cuban Heritage Collection en la Universidad de Miami (11 de enero de 2007).

Una buena parte de mi aproximación a estos temas se debe a la obra del muy original antropólogo español José Antonio Jáuregui, muerto a los 60 años en 2005. Jáuregui, a quien nunca traté personalmente, me ayudó por medio de sus libros a entender ciertos comportamientos broncos y enigmáticos vinculados al nacionalismo y a la naturaleza humana.

El cerebro es un fabricante natural de estereotipos. Los necesita. Se dedica a simplificarnos la realidad para que seamos capaces de darle sentido. La simplificación es siempre selección y descarte. El cerebro gobierna, y enseña al ojo, al oído y al olfato a elegir las imágenes, los sonidos y los olores que la persona requiere para poder sobrevivir. El ojo recibe una cantidad enorme de información, pero el cerebro discrimina y escoge automáticamente aquello que realmente tiene interés para la supervivencia de la criatura a la que controla y define. El resto de la información la relega a un segundo plano, donde pasa relativamente inadvertida.

Lo mismo sucede con los sonidos y con los olores. El cerebro sabe que el ruido del auto que se aproxima es más importante que el ulular del viento a través de los árboles, o que la música que sale de una ventana. El cerebro ha jerarquizado los sonidos ambientales de acuerdo con nuestros intereses, y nos percata de aquello realmente significativo. En un cine, el cerebro registra en primer plano la voz de los actores, o el sonido de la puerta que se cierra en la pantalla, mientras apenas nos damos cuenta de la tos de nuestro vecino de butaca. A los olores les ocurre igual. Vivimos en una realidad impregnada de múltiples aromas: nuestro propio cuerpo, los libros, la madera de la mesa, las flores del jarrón, la humedad del ambiente. Pero, súbitamente, es un escape de gas o el olor a quemado lo que nos hiere la atención. ¿Por qué? El cerebro nos está avisando de forma automática. No le hemos pedido que se mantenga alerta. Él vigila de forma incansable y espontánea.

La primera identidad que conocemos parece que no es la nuestra, sino la de la madre que nos amamanta. El pecho cálido, el olor, el sabor de la leche materna van conformando el descubrimiento de una primera criatura borrosa y amable, de la que dependemos. No sabemos dónde termina esa presencia cálida y dónde comenzamos nosotros. La identidad nuestra la vamos descubriendo poco a poco, en un curioso y progresivo proceso de segregación del entorno y afirmación del yo. A partir de que seamos capaces de tener conciencia de nuestra propia imagen se iniciará un proceso tenaz, realizado a lo largo de toda nuestra vida, encaminado a sostener, mantener y destacar esa identidad que nos individualiza. Esta agotadora batalla, de la que parcialmente descansamos durante el sueño, sólo termina con la demencia senil o la muerte.

La conciencia se forja por comparación. Yo soy mayor o menor que H o B. Soy más o menos inteligente, hermoso o agradable que Z. El otro es el que regula y modula nuestra autoestima. El otro es nuestra medida.

La autoestima es necesaria. Nos deprimimos cuando pensamos que todos o casi todos son mejores que nosotros. La euforia nos acompaña cuando sucede lo contrario. Depresión y euforia son los nombres que damos a dos estados anímicos provocados por la acción voluntariamente incontrolable de los neurotransmisores. El cerebro nos castiga o nos gratifica automáticamente para inducirnos a actuar de acuerdo con sus (nuestros) intereses. Nos gratifica si la autoestima es suficiente. Nos castiga si es escasa.

El equilibrio emocional está en un buen balance entre la autoestima y la empatía. La empatía es la facultad de meternos bajo la piel del otro y lograr descifrar sus emociones. Cuando carecemos de autoestima se produce un desagradable malestar. Pero cuando la autoestima es excesiva, la persona extralimita patológicamente su egoísmo y el otro desaparece de su campo afectivo. No hay empatía. No vemos al otro. En esos casos nos encontramos en presencia de los narcisistas. Un narcisista es alguien que necesita imperiosamente elevar su ego por encima del círculo que lo rodea y lo hace constantemente. Su cerebro lo gratifica por ello. Vive para eso, esclavo de sus insaciables neurotransmisores.

¿Por qué nos molestan los narcisistas? Nos molestan porque los sentimos como una amenaza a nuestro propio ego. No nos ven. No reconocer nuestra existencia es una forma brutal de agresión a nuestro yo.

La frontera de la tribu

Pero el yo, el ego, necesita adscribirse a un grupo para sostenerse. No hay yo si no hay otro. No hay ego sin tribu, y la tribu es ya una construcción compleja hecha de historia común, tradiciones, gestos, códigos de comunicación, símbolos y leyendas. Si nos imaginamos un paraguas y un bombín, podemos pensar en la tribu inglesa. Esos símbolos forman parte del estereotipo. Pensamos a los demás y nos pensamos a nosotros mismos de acuerdo con simplificaciones que hace el cerebro. "Los británicos", en realidad, no existen. Hay sesenta millones de personas, todas diferentes, localizadas en una isla situadas en el occidente de Europa, pero lo que los convierte en "los británicos" es una conceptualización arbitraria. Una mirada que los encierra a todos. Es una idea construida con las simplificaciones que el cerebro ha ido acopiando para poder formular juicios y establecer un sistema defensivo.

Si la autoestima es la valoración positiva del yo y está basada en la comparación con los egos ajenos, el mecanismo que regula la pertenencia a la tribu tiene rasgos parecidos. Necesitamos pertenecer. Para pertenecer estamos dispuestos a realizar grandes sacrificios. No pertenecer es una maldición. Los griegos condenaban al ostracismo, es decir al exilio, porque la pena de ser desterrado era muy honda.

Para pertenecer a una tribu estamos obligados a apreciarla. Nuestra tribu siempre es superior. Los mitos y leyendas con que la sostenemos conducen a una valoración positiva. Cuando apreciamos los valores de nuestra tribu, el cerebro nos gratifica por la acción de los neurotransmisores. Es el equivalente de la autoestima. Cuando la despreciamos, el cerebro nos castiga. Por la otra punta, cuando la tribu apreciada nos rechaza, cuando creemos o sentimos que nos rechaza −un fenómeno absolutamente subjetivo−, sufrimos. Cuando eso ocurre, algunos psicólogos o antropólogos hablan de "problema de identidad". El problema de identidad surge cuando el miembro de la tribu rechaza los rasgos del grupo al que pertenece, o cuando se cree rechazado por la tribu. Esa disonancia tiene un costo emocional que nos cobra nuestro punitivo cerebro. A veces puede ser muy alto y generar conductas agresivas.

La tribu cubana mira a Estados Unidos

Los cubanos forman una tribu desprendida de la vasta y compleja identidad española. Durante tres siglos, los españoles fueron moldeando en América una sociedad a su imagen y semejanza. Como todos los poderes imperiales, trasladaron a América a la clase dirigente, y con ella sus creencias y quehaceres, sus ritos religiosos, su cosmovisión, sus instituciones, costumbres y valores; en suma: su cultura. Pero a fines del siglo XVIII, como sucedió en todo Occidente, las sociedades paridas al otro lado del Atlántico, ante el surgimiento del modelo republicano en Estados Unidos y la quiebra del antiguo régimen en Europa, percibieron que podían poner tienda aparte, porque los elementos que las diferenciaban de las metrópolis ya eran muy claros e intensos. Esa percepción, mezclada con la estética romántica del XIX, dio paso a los grandes movimientos nacionalistas que todavía sacuden al planeta.

En Cuba, el afán de segregación de España, esa reafirmación de la tribu, en el terreno político encarnó en tres tendencias que comenzaron a asomarse tímidamente a fines del XVIII y luego acentuaron su presencia a lo largo del XIX: la de los anexionistas, que pretendían crear un Estado propio con el objeto de incorporarlo a la Unión Americana; la de los autonomistas, deseosos de gozar del control de la administración total de la Isla pero bajo soberanía española, y los separatistas, decididos a crear una república independiente. Aparentemente, eran fuerzas políticas y sociales que perseguían objetivos distintos, pero coincidían en lo fundamental: la certeza de que ya existía una criatura, el cubano, diferente al español. Alguien que merecía alguna suerte de tienda aparte.

Como sucedió en Estados Unidos y en América Latina, quienes en Cuba sentían con mayor urgencia la necesidad de romper o modificar sustancialmente los lazos coloniales eran los criollos blancos ilustrados, algunos de ellos muy ricos como consecuencia de una actividad entonces inmensamente lucrativa: la venta de azúcar. Pero este tipo de empresa agroindustrial, además de dinero, generaba en los propietarios cubanos una cierta sensación de superioridad con relación a los españoles. Eran negocios complejos, necesitados de ciencia y tecnología, dotados de numerosos empleados y esclavos, con ramificaciones comerciales internacionales que exigían viajes y conocimiento de idiomas. Los criollos, pues, comenzaron a mirar con cierto desdén a la atrasada España. No se sentían víctimas de un poder colonial superior, sino todo lo contrario: se sentían dominados por una potencia de segundo orden, mientras ellos eran unos empresarios sofisticados y exitosos.

A esa alta autoestima, tras las guerras de independencia se añadió una legendaria visión de las hazañas guerreras de los cubanos. Los nombres de José Martí, Antonio Maceo y Máximo Gómez se convirtieron en objeto de devoción popular. Esto potenció el culto por la violencia y el respeto sacrosanto a "los hombres de acción". Los cubanos no sólo se veían más cultos e inteligentes que los españoles, también se creían más valientes y arriesgados. Lamentablemente, la admiración patriótica que profesaban se centraba en los guerreros y en las proezas militares, y no en los héroes civiles.

Mientras esta percepción de los españoles y de ellos mismos arraigaba entre los cubanos, el juicio que éstos se hacían sobre la sociedad norteamericana era muy benévolo. Estados Unidos era el país de la prosperidad, la libertad y el avance tecnológico. Era a Estados Unidos y no a Europa adonde la élite cubana quería viajar para educarse. Tanto, que el rey Carlos IV de España, sin mucho éxito, llegó a proclamar un edicto por el que se prohibían esos peligrosos contactos. En todo caso, a lo largo de todo el siglo XIX los cubanos, en general, fueron construyendo un estereotipo del vecino norteamericano muy favorable. Incluso quienes rechazaban ciertas actitudes expansionistas de Estados Unidos, como José Martí, admiraban profundamente algunas virtudes atribuidas al pueblo de ese país: era industrioso, creativo, democrático, ordenado. Por eso había construido una sociedad rica y progresista.

La tribu americana mira hacia Cuba por primera vez

Pero la visión norteamericana de sus vecinos cubanos no se correspondía con esa imagen positiva. Los comerciantes apenas los veían como un buen mercado internacional. El mejor de que disponían a fines del XVIII y principios del XIX. Los políticos, por su parte, percibían, fundamentalmente, el aspecto estratégico: era una isla grande situada a la entrada del Golfo de México, y eso podía constituir un peligro potencial si una nación poderosa como Inglaterra se apoderaba de ella. Ese peligro creció cuando Estados Unidos se expandió a Luisiana y luego a Florida. Volvió a aumentar cuando Texas se incorporó a la Unión. Mas la sociedad cubana, dominada por una nación católica de segundo orden, no merecía un aprecio especial. Para los norteamericanos, en aquellos tiempos los cubanos eran una masa borrosa de españoles católicos, es decir, fanáticos atrasados y sanguinarios, más esclavos negros. Esa imagen luego se mezcló con la de los mexicanos. Cuando los norteamericanos comenzaron a construir el estereotipo latino, especialmente tras la creación de la República de Texas y la posterior guerra con México, era en un mexicano en lo que estaban pensando.

Las cosas no cambiaron demasiado tras la guerra de 1898. La actitud de los invasores norteamericanos era, simultáneamente, de desprecio a los españoles y mínimo aprecio por los cubanos. La cubana les parecía una sociedad desobediente y sucia a la que había que enseñar cosas tan elementales como que no se orinaba o defecaba en las calles. Las tropas de ocupación, literalmente, fregaron con agua y jabón todas las ciudades. La correspondencia privada de Teddy Roosevelt lo deja en claro: los cubanos le resultaban lamentables. La Enmienda Platt, que se origina en la búsqueda de varios objetivos, y entre ellos abre la puerta a una hipotética anexión futura, también revela la desconfianza total en que los cubanos sean capaces de autogobernarse. Pero ni siquiera eran sólo los norteamericanos los que así pensaban. El primer presidente de la República, Tomás Estrada Palma, creía lo mismo. Parece que la historia, melancólicamente, en alguna medida le dio la razón. Las dos terceras partes de la vida independiente de la República cubana han transcurrido bajo regímenes dictatoriales.

Los norteamericanos vuelven a mirar hacia Cuba

Disipados esos primeros tiempos, en los que la clase dirigente cubana albergó cierto resentimiento antinorteamericano, parejo con la admiración popular que despertaba Estados Unidos, eliminada ya la Enmienda Platt (1934), y desaparecido el apetito anexionista de Washington, comenzó a cambiar la percepción que los norteamericanos tenían de los cubanos.

El foco político se debilitó. Cuba empezó a ser otra cosa, amable pero distante: cierta música de Lecuona, el Tropicana, Xavier Cugat (que era catalán), Carmen Miranda (que era brasilera), el latin jazz, los puros o tabacos y el ron Bacardí dieron forma a una manera risueña de ver la Isla. Cuba sigue formando parte del amplio panorama latino, pero con un dulce y divertido sesgo caribeño que incluye la rumba, el mambo y el chachachá. Cuba es un asunto de cocoteros, brisa, maracas y tambores. Ésa es la imagen.

No está mal. No es un estereotipo solemne, pero no es negativo. Cuando surge y se afianza la televisión norteamericana, el único cubano profesional que conocen los estadounidenses es Ricky Ricardo, un músico simpático que habla el inglés con un fuerte acento. Estados Unidos, en los años 50, tiene un comportamiento cruelmente racista, pero la sociedad americana acepta de buen grado que la rubia Lucille Ball, graciosa y tonta en los libretos de I love Lucy, tenga como pareja real y de ficción a un cubano, Desy Arnaz, que con esa serie, por cierto, inventó el sitcom moderno.

Pero a fines de los 50 esta imagen empezó a oscurecerse. Aparecieron Fidel y sus barbudos. Lo contó tres veces seguidas Herbert Matthews en la primera página del New York Times. Eran los primeros síntomas de la castromanía. Súbitamente, se fue desvaneciendo el buen rumbero para dar paso al buen revolucionario.

Sólo que la sociedad americana no aceptó de buen grado ni las crueles escenas de los fusilamientos ni las confiscaciones de las propiedades yanquis. Todo eso ocurría en medio de la Guerra Fría. Eisenhower y Kennedy fueron duros con el incómodo vecino.

Todavía Castro no tenía demasiados defensores dentro de la sociedad norteamericana.

De freedom-fighters...

Comenzaron a llegar los cubanos a Miami. Aquellos exiliados, hace casi medio siglo, se sentían freedom-fighters. Se veían a sí mismos como compañeros de Estados Unidos en la defensa de la libertad y la democracia frente a la amenaza soviética. Llegaban a Estados Unidos con carácter provisional. Soñaban con que pronto regresarían a Cuba. Esta sensación se reflejó elocuentemente en la reunión de los ex combatientes de Bahía de Cochinos con el presidente Kennedy, en un estadio de Miami, tras ser excarcelados. En ese entonces los cubanos no percibían el menor indicio de rechazo, salvo un ligero rumor procedente de Liberty City de que quitaban los trabajos a los afroamericanos.

Por aquellos años 60 el anticastrismo violento tenía el aliento y la bendición explícita de la sociedad y el Gobierno norteamericanos. Kennedy había dado órdenes a a su hermano Bobby para que desalojara del poder por la fuerza a los comunistas caribeños. Los agentes de la CIA adiestraban a los cubanos en suelo norteamericano para que llevaran a cabo acciones de sabotaje en la Isla. Era la Operación Mangoose. Pero las operaciones no se limitaban a Cuba. Varias docenas de freedom-fighters fueron reclutados para luchar en el Congo contra la infiltración comunista. Esos desterrados llegaron a enfrentarse en esos remotos parajes con compatriotas cubanos enviados desde La Habana.

En aquel entonces, los expertos en armas y explosivos que realizaban misiones clandestinas dentro de Cuba eran vistos con admiración y simpatía por los exiliados. La gran ironía es que, unas décadas más tarde, esos mismos comportamientos, incluso esas mismas personas, serían severamente perseguidos y censurados. El patriota de los 60 se había transformado en el terrorista del siglo XXI.

... a Cuban-americans

En todo caso, la consolidación de la dictadura puso fin a esa atmósfera de provisionalidad y anticastrismo heroico. Los exiliados, a su pesar, debían permanecer en territorio norteamericano. No habría regreso a Cuba. De visitantes y aliados ideológicos pasaron a ser una subminoría, los Cuban-americans, que a su vez eran parte de otra minoría mayor: los hispanos.

Pero los cubanos no se sentían hispanos. Para ellos los hispanos eran una tribu artificialmente creada por los norteamericanos. Los norteamericanos, a su vez, no distinguían con precisión a los latinos. Todos eran hispanos, ya fueran campesinos guatemaltecos de origen maya, argentinos de padres italianos o cubanos con raíces españolas o africanas. El censo clasificaba a todos dentro de una extraña categoría: hispanos de cualquier raza.

Para los Cuban-americans nacidos o criados en Estados Unidos no fue fácil la asunción de esa nueva identidad. En sus casas jamás habían oído hablar de hispanos. Sus padres eran fiera y orgullosamente cubanos. Les hablaban de Martí y Maceo. En Puerto Rico, los exiliados organizaban anualmente desfiles patrióticos en los que los niños vestían de próceres cubanos. Era una tribu dotada de una fortísima autoestima. Los padres y abuelos describían una isla paradisíaca perdida por culpa del castrismo. La distancia y el tiempo servían para adornar el pasado. Muchos Cuban-americans, especialmente los que vivían en núcleos grandes de exiliados, como Miami o Union City, comenzaron a hacer una curiosa cabriola emocional: inventaron la nostalgia por un mundo en el que jamás habían vivido. Se sentían aproximadamente cubanos, junto a la identidad norteamericana que naturalmente asumían.

Pero, a diferencia de sus padres y abuelos, los Cuban-americans entendían algo que sus familiares no sabían: los norteamericanos, anglos o negros, apenas percibían los rasgos de la identidad cubana, y no tenían mucho aprecio por los miembros de esta etnia. Los elementos que resaltaban eran los que molestaban: el uso cada vez mayor de la lengua española, la cubanización demográfica de ciertos barrios y escuelas, los usos y costumbres diferentes, el más alto tono de voz. Ser un Cuban-american era ser consciente de que los Americans no apreciaban demasiado a los Cubans, como, en general, no apreciaban demasiado a los hispanos.

Había, además, otro elemento que añadía sal a la herida: el Gobierno cubano había tenido éxito en sus campañas dedicadas a desacreditar a los exiliados. Los presentaba como una mafia de ultraderecha, y esa imagen comenzaba a calar en los medios de comunicación norteamericanos. Sobre este matiz ideológico se agregaba un componente siniestro de delitos y corrupción. Después del éxodo de Mariel, el cubano que aparece en la pantalla norteamericana ya no es Ricky Ricardo, sino el duro narcotraficante Tony Montana, representado por Al Pacino. La vasta y plural realidad de dos millones de personas quedaba aplastada bajo el peso de un estereotipo desagradable que los Cuban-americans percibían con más fuerza que nadie porque a ellos, inmersos en el mundo de los anglos, no se les escapaban los códigos de comunicación.

Por otra parte, en Miami la sorda hostilidad de ciertos anglos hacia los cubanos incluía un factor poco frecuente: los Cuban-americans, en lugar de constituir un gueto marginal, en el curso de dos o tres décadas habían forjado un segundo mainstream, con sus buenos lugares de recreo, sus barrios lujosos y sus manifestaciones culturales propias. Un moderno auditorio dedicado a la ópera, por ejemplo, como el inaugurado recientemente en el Downtown, traduce simultáneamente la letra de las canciones al inglés y al español. Eso quiere decir que los refinados melómanos que gustan de la ópera forman parte, indistintamente, de la clase dirigente anglo o hispana, pero a la tribu de los anglos, como sucede con cualquier tribu, este fenómeno del biculturalismo paralelo no suele resultarle grato. De ahí la conocida ironía: "Miami es la ciudad más cercana a Estados Unidos".

Lo políticamente correcto es aplaudir la diversidad, pero, corazón adentro, muchos anglos la rechazan. Probablemente se trata de un fenómeno universal. Sin duda, una parte fundamental de los conflictos del Miami Herald con la comunidad cubana se origina en la confrontación de algunos anglos y algunos cubanos dentro de la propia empresa. Es el choque secreto entre la diversidad y la uniformidad. Eso se vivió intensamente dentro del Miami Herald y en otros medios de comunicación durante el llamado caso Elián. Volvió a vivirse cuando, injustamente, en septiembre de 2006 el Miami Herald descargó sobre once periodistas hispanos −diez de ellos cubanos, más una periodista norteamericana de origen nica− unos injustos ataques profundamente difamatorios, y la empresa, aunque luego en sus propias páginas criticó severamente el artículo calumnioso, no tuvo la humildad ni la decencia de pedir disculpas públicas a las personas a las que había ofendido, ni a los lectores a los que había confundido.

Matices cubanos y cubano-americanos

En ninguna sociedad es sencillo ni placentero formar parte de una minoría que no es gratamente percibida por la etnia dominante. Ya sabemos que el cerebro castiga esas disonancias con sensaciones físicas molestas. Muchos Cuban-americans lo han experimentado, y reaccionan de diversas maneras. En algunos casos, tratando de alejarse totalmente de sus raíces cubanas. En otros, convirtiéndose en críticos muy severos de las formas de vida de sus antepasados. Son los llamados "renegados culturales". Supongo que al resto de los hispanos, en mayor o menor grado, les sucede algo parecido. Incluso existe otra forma de conjurar esa incómoda emoción del rechazo social: la hipertrofia del amor propio. El miembro del grupo minoritario se refugia en su propia excentricidad para protegerse. Todas las manifestaciones de "orgullo" −el orgullo gay, el orgullo hispano, el orgullo negro− son mecanismos de defensa contra la sensación de rechazo del mainstream. A veces ese orgullo se lleva a extremos entre ridículos y crueles.

La persona a la que está dedicado este ensayo, Kelsey Vidaillet, una joven y brillante cubano-americana nacida en Estados Unidos y criada en Wisconsin, hoy estudiante graduada de la Universidad Internacional de la Florida, me contó haber escuchado, en un tono de burla, el calificativo halfie. Kelsey, que amorosamente intenta ayudar a los cubanos a recuperar su libertad, mientras no pierde oportunidad de explicar a sus compatriotas norteamericanos lo que sucede en Cuba, era halfie porque su madre era estadounidense y su padre cubano, lo que supuestamente disminuía su carga de cubanidad.

Kelsey, pues, entre ciertos cubanos pagaba un precio por ser medio norteamericana, y entre los norteamericanos pagaba un precio por ser medio cubana.

Padres, académicos y comunicadores

Cuando elegí el tema de esta conferencia pensé que en una ciudad como ésta, compleja y plural, es muy importante que en los centros de enseñanza y en los medios de comunicación se examine cuidadosamente el tema de la identidad, para que las personas puedan experimentar o convivir con la diversidad sin sufrir traumas.

Los padres pertenecientes a grupos minoritarios tienen que enseñar a sus hijos a vivir en un mundo parcialmente diferente. Deben educarlos para que comprendan que el rechazo cultural a la diversidad, con el que a veces tendrán que enfrentarse, es un reflejo atávico totalmente irracional. Los padres pertenecientes al mainstream deben vacunarse contra las actitudes racistas y enseñar a sus hijos que la mayor parte de las diferencias raciales o culturales carecen de importancia. La grandeza de la sociedad norteamericana radica en algo que se planteó por primera vez en la era moderna en Estados Unidos: que todas las personas eran fundamentalmente iguales, y todas se regían o debían regirse por las mismas leyes. Tal vez sin saberlo, los padres fundadores de la nación americana estaban planteando un modo de organizar la convivencia basado en la razón y no en los oscuros vínculos tribales que habían dominado a nuestra especie por millones de años. El Estado de Derecho era, en cierta forma, contra natura. Era, como el dominio del fuego, la agricultura, las represas o los canales de riego, un saber, una conquista de la inteligencia para someter la naturaleza a la autoridad de los seres humanos. Pero este saber, como todos, hay que aprenderlo y examinarlo constantemente para poder perfeccionarlo.

Miami puede convertir la convivencia de sus diferentes etnias en un conflicto permanente. O puede, por el contrario, dedicar un enérgico esfuerzo intelectual a mejorarla. Sus universidades tal vez sean los lugares indicados para intentar esto último.

Ése ha sido el objetivo de esta charla.