Manuel José Quintana
El madrileño Manuel José Quintana (1772-1857) puede ser considerado el fundador del patriotismo liberal en España y uno de los abanderados de la poesía lírica del XIX. Sus escritos y su liderazgo le convirtieron durante la Guerra de la Independencia, en palabras de Alcalá Galiano, en el "patriarca de la iglesia político-filosófica". En su tertulia reunió a gran parte de los que armaron el cuerpo doctrinal del primer liberalismo español (con esa misma gente fundó el Semanario Patriótico, el periódico más influyente de la época). Al servicio de la Junta Central y de las Cortes, escribió los manifiestos patrióticos del Gobierno Nacional. Además, su teatro y su poesía ayudaron a crear la interpretación liberal de la historia de España, forjada en torno a la búsqueda de la libertad y de la virtud cívica. A pesar de todo esto, o quizá por ello, su figura ha estado huérfana de biógrafos y de análisis políticos, salvo escasas excepciones, en los últimos cuarenta años.
Un ilustrado liberal
Al igual que otros muchos liberales de comienzos del siglo XIX, Quintana se educó entre ilustrados. La Ilustración española, fuera de tópicos y complejos, se configuró no con originalidad, pero sí con una fuerza considerable durante el reinado de Carlos III. Las obras de Montesquieu, Rousseau y Voltaire, tanto como las de Locke, Bolingbroke y Burke, entre otros, circularon profusamente, a pesar del cordón sanitario de Floridablanca y las prohibiciones de Godoy y la Inquisición.
Juan Antonio Quintana, padre de nuestro liberal, había obtenido una licencia para "leer y retener" libros prohibidos por el Santo Oficio, lo que permitió a su hijo familiarizarse desde niño con las obras más renombradas de la época. Los Quintana pertenecían a una de las familias que constituían lo que se llamaba en España el "Estado General" y "Tercer Estado" en Francia. De clase media, pues, procuró proporcionar a Manuel José la mejor educación: estudió Latinidad en Córdoba, luego Retórica y Filosofía en el Seminario Conciliar de Salamanca, y por último Jurisprudencia Civil y Canónica, en la universidad de esta última ciudad, cuyo rector, el sacerdote Diego Muñoz Torrero, fue quien, el 24 de septiembre de 1810, en las Cortes, propuso el reconocimiento de la soberanía nacional. Cienfuegos, Meléndez Valdés y Pedro Estala fueron los maestros de Quintana en Salamanca.
Tras los años universitarios, fue nombrado agente fiscal de la Junta de Comercio y Moneda y abrió en Madrid un despacho de abogado, aunque inclinó su vida hacia la poesía y el teatro. Su maestro literario, Nicolás Álvarez Cienfuegos, le animó a vincular las letras, la belleza, a lo político. Quintana fundió así la poesía con las aspiraciones liberales, lo que moldeó su patriotismo liberal, tan sentimental, en el que las ideas revolucionarias se guiaban por la limpia construcción lírica. La fuerza y la musicalidad del texto favorecían la extensión de las ideas, la propagación del liberalismo nacional. Un planteamiento político como el del patriotismo liberal, basado en la nación que busca la libertad a través del sacrificio individual, encontró gran eco en aquellos tiempos de guerra y revolución.
El patriotismo liberal
Quintana fundaba la relación entre patria y libertad en un historicismo propio del pensamiento político de la Ilustración y del republicanismo norteamericano. Era preciso encontrar los anclajes históricos del proyecto liberal en España, e interpretar el desarrollo político del país como un enfrentamiento entre la tiranía y la libertad. Con tal objetivo publicó, en 1805, el poema "El panteón del Escorial", una crítica a la tiranía y el fanatismo. Quintana establecía una dicotomía entre los tiranos y la nación esforzada, virtuosa y ansiosa de libertad. En este sentido, escribió, ese mismo año, una oda a los marinos españoles que tomaron parte en el combate de Trafalgar.
El discurso político que acompañaba estas obras era el de la libertad y los valores patrióticos –la moralidad, el amor a la justicia, el sacrificio– como patrimonio histórico de la nación, no de reyes o dinastías. La nación española era a la vez protagonista y público, por lo que Quintana se dedicó a excitar su ánimo patriótico y liberal. Así lo había comprobado el inglés Lord Holland, en una carta fechada el 7 de febrero de 1805, al referirse al estreno de su drama Pelayo. Holland resaltó que el "público [lo] recibió con bastante aceptación y aplaudió cuanto hay de patriótico y nacional en [él]".
La patria era para Quintana la nación soberana, que aseguraba con leyes los derechos individuales, la ciudadanía; de ahí que Álvaro Flórez Estrada escribiera en 1809: "Sin libertad no hay patria". El patriotismo era un comportamiento individual consistente en la búsqueda y defensa de la libertad nacional bajo la guía de las virtudes cívicas. Éstas, presentes en el pensamiento europeo desde el Renacimiento y basadas en la interpretación del esplendor y declive de la República romana, se traducían en la moralidad, la honestidad y el amor a la justicia y la libertad. Quintana infundió ese republicanismo al patriotismo en los manifiestos gubernamentales a la nación; en ellos podían encontrarse proclamas como la que sigue:
"La Patria, Españoles, no debe ser ya un nombre vano y vago para vosotros: debe significar en vuestros oídos y en vuestro corazón el santuario de las leyes y las costumbres, el campo de los talentos y la recompensa de las virtudes".
Quintana y los liberales cimentaban el patriotismo en la historia de España, para lo cual era necesario recordar a los héroes nacionales. Por tal motivo, Quintana comenzó, en 1807, la serie Vidas de españoles célebres, que terminó en 1834 y en la que se retrata a personajes como Juan de Padilla, el Cid, Guzmán el Bueno, el Gran Capitán o Roger de Lauria, cuyas biografías constituían, a su entender, grandes modelos de patriotismo "heroico y sublime".
Quintana ya tenía fama de patriota liberal, así como de gran lírico, antes de 1808, pero su renombre ganó enteros cuando empezó a publicar la revista Variedades de Ciencias, Literatura y Artes. La rica vida cultural madrileña de entonces favoreció el que Quintana, siguiendo la costumbre dieciochista, reuniera en su casa una tertulia con los hombres de letras más significados del momento: por ella pasaron, entre otros, Meléndez Valdés o José de Marchena, luego afrancesados; Antonio de Capmany y el poeta Arriaza, fernandinos no liberales, y patriotas liberales como Blanco White, Isidoro de Antillón, Eugenio Tapia, el poeta Cristóbal de Beña o Francisco Sánchez Barbero, que llegó a ser redactor del periódico liberal El Conciso, editado en Cádiz en 1810.
La importancia de aquella tertulia, de marcado carácter político, no se le escapó a nadie. Alcalá Galiano, que debió de acudir a alguna sesión (pero no destacar, debido a su juventud), escribirá en sus Recuerdos de un anciano que era "[el] punto principal al que concurrían los hombres más señalados de España por su talento y saber, y también por sus ideas favorables a la libertad política y religiosa en grado hasta excesivo". Blanco White, por su parte, señalará en sus Cartas de España que los tertulianos conversaban "con libertad" de "toda clase de asuntos", especialmente de la "tiranía" de Godoy, de la crisis de la Familia Real y de la "creciente influencia del emperador francés en la Corte española". Por cierto, los hombres de letras de finales del XVIII y comienzos del XIX se movían en una extraña contradicción: muchos eran contrarios a Godoy, pero casi todos disfrutaban de buenos empleos gracias a él o a su política.
La revolución de 1808
El motín de Aranjuez (19 de marzo de 1808), que se saldó con la entronización de Fernando VII, fue saludado con verdadero alborozo en la tertulia de Quintana. Éste, de hecho, escribirá en abril la oda patriótica "A España, después de la revolución de marzo". Por aquel entonces todos eran, de una u otra manera, fernandinos. Habían depositado una confianza taumatúrgica, beatífica, en el príncipe Fernando, al que atribuyeron unas cualidades personales que evidentemente no tenía. Esta mitificación de El Deseado, que coadyuvó a la santificación popular de un personaje ruin y acomodaticio –felicitaba a Napoleón cuando obtenía alguna victoria militar sobre los españoles–, facilitó las cosas al golpe de estado de mayo de 1814, que terminó con la experiencia constitucional.
No se conoce qué hizo Quintana el 2 de mayo de 1808, aunque es seguro que no se batió en las calles de Madrid. Sea como fuere, al igual que otros hombres de letras que no se hicieron afrancesados, se negó a colaborar con Murat y, luego, con José I Bonaparte, y permaneció en la ciudad hasta su liberación, en agosto de 1808, tras la batalla de Bailén. Comenzó entonces la publicación del Semanario Patriótico, el periódico liberal más influyente durante la contienda.
El Semanario Patriótico nació con el propósito confeso de crear "opinión pública", de extender el liberalismo entre la población para dotar a la guerra de un objetivo mayor que la expulsión del invasor: conseguir la libertad para la nación. Quintana se rodeó de algunos de los asistentes a su tertulia: Blanco White, Isidoro de Antillón, Eugenio Tapia, Revollo y Juan Álvarez Guerra. Dividieron el periódico en tres secciones –noticias, política y literatura–, si bien todas ellas tenían por objeto, en palabras del propio Quintana, la "defensa y total libertad de la patria".
Los liberales propagaron la idea de que la guerra era la ocasión nacional para librarse de una doble tiranía: la napoleónica –encarnada en José I–, pues en Bayona se habían cedido los derechos al Trono sin el consentimiento de la nación y sometido los intereses españoles a los de Francia, y la de Godoy. La independencia era, pues, la condición para que la nación se diera libremente su ley y su rey.
La nación había tomado la soberanía que la dinastía y las autoridades del Antiguo Régimen habían dejado caer. Levantándose en armas, había formado juntas que, a la postre, constituirían un Gobierno nacional: la Junta Central. No fue, por tanto, el concepto de independencia una invención política o historiográfica de una burguesía centralista para crear el nacionalismo español. Por lo que hace a Quintana, empleó en sus escritos las mismas palabras que inundaron la propaganda política a partir de 1808: independencia, libertad, nación, rey, religión y patria.
Los valores patrióticos empujaban a un tipo de comportamiento que, en gran parte, alimentaba la imagen de honestidad y sacrificio con que los liberales quisieron dotarse. Era un sentimiento noble que guiaba sus vidas, y, por tanto, no tenían reparo en confesar: "Sin duda somos parciales, y lo seremos siempre, de la verdad, de la justicia y de todas aquellas miras que contribuyen a la libertad y a la independencia nacionales". En el Semanario se hacía referencia a la independencia como condición para la libertad de la nación; y como ésta sólo podía conseguirse a través de la lucha, lo patriótico era luchar por la independencia. En este sentido, Quintana afirmaba, en el número del 17 de noviembre de 1808 de la referida publicación:
"Para completar la grande obra a que somos llamados por las circunstancias, son necesarias una energía y una constancia a toda prueba. Sólo con esas virtudes conseguiremos el premio que la Providencia destina a nuestros esfuerzos; la independencia política y la libertad civil, bienes los más grandes del hombre en sociedad".
Aquel primer liberalismo establecía un vínculo claro entre patria, independencia, libertad y regeneración. Así, Quintana escribirá (Semanario Patriótico, 24-XI-1808): "La defensa [de la patria] es para afianzar la independencia política, y el establecimiento de nuevas leyes fundamentales para una administración interior justa y benéfica". Su capacidad para unir sentimientos e ideas políticas hizo que la Junta Central le solicitara que se incorporase a la Secretaría General. Y es que los manifiestos de aquélla no pasaban de ser meros comunicados administrativos, cuando lo preciso y urgente era mostrar fortaleza y convicciones. Los textos elaborados por Quintana desde octubre de 1808 enardecieron la lucha patriótica, dieron un sentido emotivo, político y colectivo a la guerra.
El avance de la Grande Armée de Napoleón sobre Madrid (noviembre de 1808) y la derrota de Somosierra provocaron que la Junta Central y el personal a sus órdenes huyeran hacia el sur, hasta instalarse en Sevilla, donde Quintana reunió a los liberales en torno a la llamada Junta Chica, que se comportó como un grupo de presión.
Contra las tiranías
Los hombres de la Junta Chica se coordinaban para presionar a la Central a fin de que el proceso revolucionario siguiera adelante. La estrategia que desarrollaron fue la de crear opinión pública, para lo cual Quintana y los suyos contaban con cabeceras como Semanario Patriótico, El Voto de la Nación Española o El Espectador Sevillano y con la literatura política de corte liberal. Por otro lado, la Junta Chica ejercía su influencia en las comisiones para las reformas, especialmente en la Junta de Legislación.
La doctrina liberal, surcada por el iusnaturalismo racionalista, el contractualismo y el constitucionalismo, quedó clara y definida: soberanía nacional, derechos individuales, igualdad ante la ley, separación de poderes para impedir la arbitrariedad, unicameralismo; y la Constitución como contrato político emanado de la voluntad nacional. Por su parte, los tradicionalistas pretendían frenar el proceso revolucionario y conducir la guerra hacia una restauración de las instituciones del Antiguo Régimen. Contaban con el apoyo de algunos vocales en la Junta Central, con la ambición de militares como La Romana, Gregorio de la Cuesta o Infantado y con el apoyo del embajador inglés; y no dudaron en intentar dar golpes de estado.
Los liberales entendieron que era preciso acelerar el proceso revolucionario, y Quintana y el vocal Calvo de Rozas prepararon una proposición para que la Central convocase a Cortes Constituyentes. Presentada a finales de abril de 1809, no salió adelante por su marcado tinte liberal. Hubo que esperar hasta el 22 de mayo para que se emitiera un decreto de convocatoria de Cortes, mucho más moderado: éstas se reunirían en 1810 para restaurar la Monarquía antigua, si bien reformaría las leyes para evitar el despotismo.
La decepción en el campo liberal fue considerable. No obstante, la conjura tradicionalista, abortada en septiembre, dio pie a la alianza entre los reformistas de Jovellanos y los liberales de Calvo de Rozas y Quintana. El resultado fue el decreto del 28 de octubre de 1809, obra colectiva de la Junta Chica quintaniana: la reunión de las Cortes quedaría vinculada a la elaboración de una nueva Constitución. A este fin se creó la Junta de Legislación, cuyo secretario era Agustín de Argüelles, que elaboró una verdadera ruta constituyente para los diputados.
El avance francés sobre Sevilla fortaleció a los conjurados tradicionalistas, que culpaban a la Junta Central de las derrotas y que, a finales de diciembre, con el enemigo a las puertas, se hicieron con el poder por la fuerza e intentaron nombrar una Regencia que recondujera el proceso. Al tiempo, los restos de la Junta Central se reunían en Cádiz, donde convocaron a Cortes el 1 de enero de 1810, con dos decretos. El primero, que convocaba al Estado General, se publicó antes de la disolución de la Central, a finales de enero; no así el segundo, que convocaba a los estamentos privilegiados. La Regencia nombrada por la Central antes de disolverse era reticente a la convocatoria de Cortes, por lo que no prestó interés a dichos decretos ni a la reunión de los diputados... y el segundo decreto se extravió o no se quiso encontrar. Acusaron entonces a Quintana de haberlo escondido. Sin embargo, circulaba más de una copia del documento. Blanco White lo público en julio en El Español, editado en Londres, y a los pocos días apareció entre los papeles de la Secretaría entregados por Quintana.
Nuestro personaje no se presentó a las elecciones a Cortes, ni siquiera como suplente, a pesar de que se daba como cosa hecha. Prefirió la vigilancia del poder político y la formación liberal de la opinión pública desde fuera del Parlamento. Escribió en El Observador, y poco después dio inicio a la tercera etapa del Semanario Patriótico. Asimismo, obtuvo el cargo de secretario de interpretación de lenguas, y en 1811 fue elegido por las Cortes para formar parte de Junta Superior de Censura, pero no cejó en su empeño de vigilar al poder e influir en el proceso político. En el Discurso de un español a los diputados en Cortes (21-X-1810) recordó que la misión de los representantes nacionales era elaborar una Constitución que impidiera "toda clase de tiranía" e introducir reformas materiales y morales en la sociedad "[para] que los particulares sirvan a la Revolución, y no la Revolución a los particulares".
El combate, pues, se libraba no sólo contra los franceses, sino contra los serviles, que despreciaban la soberanía nacional y los derechos individuales. La reacción despertó cuando las Cortes se preguntaron sobre el encaje de la Inquisición en un sistema liberal. Era esa misma Inquisición que había condenado el levantamiento del Dos de Mayo y saludado a los Bonaparte, hasta que Napoleón, en Chamartín (diciembre de 1808), decretó la abolición del Santo Oficio y la reforma de las órdenes religiosas. Los reaccionarios criticaron el proceso y Quintana recordó a los liberales que "la verdadera fuerza de una nación generosa está en sí misma", no en una persona, un rey o un dictador. Quintana aconsejó que la revolución avanzara, que los diputados liberales ejercieran el poder que tenían en las Cortes para afianzar la nueva situación e impedir la involución.
En el Cádiz de las Cortes
Las Cortes le nombraron secretario de la Real Cámara y Estampilla el 9 de abril de 1811, por lo que tenía que asistir a los Consejos de Ministros y levantar actas, así como comunicar a los ministros las decisiones de las Cortes y escribir los manifiestos gubernamentales. Antonio de Capmany publicó entonces dos folletos en los que le criticaba personal y políticamente.
Capmany, convertido en un grotesco instrumento de los enemigos de la libertad, fundía la descalificación personal con la política y aseguraba que Quintana, al que calificaba de mal escritor, despreciaba a Fernando VII y a la religión porque sus ideas eran "francesas", es decir ilustradas, enciclopedistas, jacobinas. La polémica en Cádiz fue de envergadura. Escribieron a favor de Quintana sus amigos liberales, como Luzuriaga, Escosura, Martínez de la Rosa o Álvarez Guerra, y en contra Bartolomé José Gallardo y el poeta Arriaza.
Quintana contestó de forma airada pero elegante, y lamentándose de que la bilis que consumía a Capmany dividiera a los liberales y beneficiara a los serviles. Éstos querían suprimir la Secretaría para eliminar la influencia del liberal sobre la Regencia. Atacado en las Cortes por el propio Capmany y otros diputados, Argüelles no consiguió abortar la proposición que instaba a eliminar el cargo de Quintana: finalmente fue aprobada el 14 de julio, diez días después de que el propio Quintana presentara su dimisión.
El papel que no abandonó Quintana fue el de propagandista de las ideas liberales; lo desempeñó desde el Semanario Patriótico y a través de las proclamas que le encargó la Regencia.
Entre 1808 y 1812, nuestro personaje hizo las veces de interlocutor entre el Gobierno y la nación e intentó insuflar en sus compatriotas el patriotismo liberal. Silenciado por la desorganización de los liberales y los ataques periodísticos de los reaccionarios, acabó refugiándose en su faceta de escritor. La Academia Española, que le acogió en su seno en febrero de 1814, le encargó el discurso de felicitación a Fernando VII con ocasión del regreso de éste a España.
De la cárcel al homenaje
La incapacidad de reacción de los liberales sólo fue comparable a su ingenuidad. No hicieron nada tras conocer las reticencias de Fernando VII, nada más pisar tierra española, a jurar la Constitución de 1812. Finalmente, dio un golpe de estado sin mayores problemas. Quintana fue arrestado en su domicilio el 10 de mayo de 1814 y conducido a prisión, junto a Argüelles, Alcalá Galiano, Terán y otros. Se les acusó de haber tratado de subvertir las Leyes Fundamentales de la Monarquía con la Constitución y las Cortes nacionales, así como de traicionar al Rey por haber proclamado que la soberanía residía en la nación. A Quintana se le impuso una pena de seis años de prisión en la ciudadela de Pamplona, que aprovechó para escribir Memoria sobre el proceso y prisión de don Manuel José Quintana en 1814, un repaso muy personal de los años de la Guerra de la Independencia.
La revolución de 1820 hizo posible la salida de prisión de los liberales. Quintana recibió el gobierno político de Navarra (17-III-1820), pero enseguida fue llamado a presidir la Junta Suprema de Censura. Las Cortes de 1820 le restituyeron todos los cargos y honores de que se hizo merecedor durante la Guerra de la Independencia. En mayo de 1821 fue elegido por las Cortes para formar parte de la Junta Protectora de la Libertad de Imprenta, así como presidente de la Dirección de Estudios.
La preocupación de Quintana por la enseñanza pública, tan propia de los ilustrados, se plasmó, por ejemplo, en el informe sobre la instrucción que elaboró en 1814. Entre sus logros en este campo se cuentan el plan de enseñanza primaria y la creación de la Universidad de Madrid (luego llamada Central y después Complutense), inaugurada el 7 de noviembre de 1822.
Durante el Trienio, Quintana se convirtió en un defensor del liberalismo templado, lo que le valió la crítica y el insulto de los liberales exaltados. En opinión de los moderados, el radicalismo perjudicaba la consolidación de un régimen que se mostraba débil ante el acoso de las potencias europeas, el levantamiento armado de los realistas y la conspiración continua de Fernando VII. Caído el régimen constitucional en 1823 por errores propios y la intervención francesa, Quintana fue confinado en Badajoz. Allí escribió sus Cartas a Lord Holland, un lúcido examen de los factores de inestabilidad del sistema político español. Alejado definitivamente de la política, Fernando VII le perdonó en 1828.
La labor que había desempeñado en la Dirección de Estudios y su filiación liberal facilitaron el que fuera nombrado ayo instructor de Isabel II en 1840. La profesionalidad con que desempeñó el cargo le granjeó el respeto del partido moderado, que le tuvo en consideración para el desempeño de servicios al Estado.
Quintana había seguido su conciencia, en la que tanto pesaban los principios del patriotismo liberal. Alejado de las manifestaciones violentas, y dedicado al estudio y a las letras, se granjeó la simpatía de todas las banderías políticas. Entre sus amigos los había progresistas, como Sancho o Martín de los Heros, y moderados, como Alberto Lista. No disfrutaba de renta alguna, y vivía con mucha modestia. El único tesoro que reunió fue una magnífica biblioteca, que sus herederos tuvieron que vender tras su fallecimiento para pagar deudas, entre ellas la derivada del préstamo que Quintana hubo de pedir para comprarse el traje con el que asistió a su homenaje.
La idea del homenaje partió de los redactores del periódico progresista La Iberia, dirigido por Pedro Calvo Asensio, luego de una representación del Pelayo de Quintana que encendió los ánimos patrióticos y liberales. El ambiente revolucionario de aquel septiembre de 1854 era muy propicio para ello: hacía sólo dos meses que los moderados puritanos de O'Donnell y los progresistas de Espartero habían echado del poder a los corruptos y antiliberales.
La representación del Pelayo se produjo, pues, en un momento de paroxismo liberal y patriótico, de conciliación entre los partidos. Se abrió una suscripción pública para financiar una corona de oro para Quintana; pues era la nación, así lo escribió La Iberia, quien le homenajeaba. La inscripción de la corona, que se encuentra por disposición testamentaria de nuestro personaje en la Academia de la Historia, dice: "Al gran Quintana, la prensa periódica, los amantes de las glorias de España, la nación entera".
En su discurso de agradecimiento, Quintana pidió que el acto fuera un homenaje a quienes, casi cincuenta años atrás, habían luchado por la libertad y la independencia para tener patria. Él había sido, como ellos, un "escritor liberal", que había procurado siempre "ser español a toda prueba".
Luego, el país prácticamente se olvidó de él. El propio Quintana se comparaba con los santos de las procesiones: se les viste, adorna y pasea, y luego se les devuelve a la iglesia... hasta la próxima procesión. Desde aquel 5 de marzo de 1855 hasta su muerte, acaecida dos años después, sólo volvió a pisar la calle en una ocasión.
A raíz de su fallecimiento, el progresista Olózaga inició una suscripción pública para levantar un monumento en su memoria. Catorce años y unos cuantos miles de duros recaudados después, el sobrino de Quintana denunciaría que la estatua seguía sin hacerse. Y seguiría: Quintana no tiene estatua.