Federico Jiménez Losantos: el penúltimo español
Es raro asistir al suicidio de un país. Más aún protagonizarlo, aunque sea involuntariamente. Hay países que entran en ciclos largos de decadencia, como Argentina, y otros que se ven sometidos a experimentos bárbaros que pretenden arrasar sus costumbres, sus tradiciones o su genio, como la Rusia y la China comunistas. Pero el suicidio, la muerte voluntaria y premeditada de un país no se rige por el mismo designio. Ninguna de las tres naciones mencionadas se arriesgó jamás a desaparecer del mapa. Aquéllas que desaparecen son derrotadas, invadidas y tal vez ultimadas por una fuerza exterior a la que no han conseguido oponerse. Sin embargo, el que una nación decida, incluso proclame, como si fuera motivo de orgullo, que su ciclo histórico se ha terminado, que no vale la pena ni vivir juntos ni defender la idea de seguir unidos, ni conservar lo que dejaron como legado quienes vivieron con anterioridad en su territorio, eso es algo muy distinto. Y es lo que estamos vivido en España desde hace tres decenios. La pendiente se ha acelerado en los últimos años, con el Gobierno social-nacionalista que alcanzó el poder tras los ataques del 11 de marzo de 2004. Siendo el hecho de por sí una rareza, lo es aún más por las circunstancias en que se ha producido.
España salió hace algo menos de treinta y cinco años de una dictadura que venía durando ese mismo tiempo. Pronto puso en pie unas instituciones democráticas, reformó a fondo el Estado autoritario, instauró la libertad de expresión. Luego se integró en alianzas e instituciones políticas y militares propiamente democráticas. Liberalizó su economía –a pesar del crecimiento sistemático del Estado– hasta hacerla una de las más abiertas del mundo. Se pudo hablar de un gran éxito. De un gran éxito español.
Muchas personas se han dado cuenta ahora de que la realidad no respondía a ese relato, de que había mucho de apariencia. En estos años no ha desaparecido el terrorismo: se le ha tolerado, incluso se le premia, se negocia con él, se conceden prebendas y privilegios a los criminales que lo practican; zonas enteras del país viven bajo la imposición o el terror, muchas veces de buen grado, como los alemanes aceptaban el régimen hitleriano: apenas saben ni quieren saber lo que es la libertad o la democracia. En el plano internacional, España ha dejado de contar: nuestros antiguos aliados, que ahora se limitan a comunicarnos sus decisiones, nos ignoran o desprecian. Las instituciones han dejado de cumplir su misión de contener las arbitrariedades del poder, y a la cabeza del Ejecutivo hay un hombre que ha dado carta de naturaleza política a las organizaciones terroristas, gobierna con los secesionistas y dice desconocer –así será, sin duda– si España es una nación.
Cualquier posible mayoría política está, por otra parte, en manos de los secesionistas. España se está disolviendo, pero en el horizonte no aparece fuerza política alguna capaz de defenderla, de defender aquello mismo sobre lo que se sustenta la legitimidad de su acción. Hemos entrado en un terreno nuevo, en el que no hay más legalidad que el puñetazo en la mesa ni más autoridad que la derivada de la voladura de los equilibrios institucionales. Como decía Ortega en uno de sus textos más sombríos, en pleno hundimiento de Europa y de lo que Europa significaba para él, ya no existe la legitimidad, sólo la fuerza.
¿Cómo hemos llegado a esta situación?
El suicidio de España
Una de las hipótesis para explicar el suicidio de España es de orden político. Hace referencia a la falta de tradición, de voluntad y de proyecto nacional y democrático de las fuerzas políticas españoles, o ex españolas. La izquierda ha cultivado una posición y una ideología en buena medida antinacionales, y sustantivamente antiespañolas. Ha sabido jugar con los complejos de una derecha que en las últimas tres décadas no se ha atrevido casi nunca a definirse como española y que ha retrocedido, atemorizada, ante las consecuencias que una afirmación de esta índole le pudiera acarrear. Abrumada por una culpa que no es suya, ni siquiera ha sido capaz de oponerse con resolución a las construcciones nacionales emprendidas a sangre y fuego –no es hipérbole– por los secesionistas, llamados "nacionalistas" en la neolengua política de lo que va quedando de España. Las denuncias de deslealtad han sido tímidas y tardías. Así las cosas, el Estado de las Autonomías se ha convertido en un vivero de identidades y protoidentidades nacionales, a cuyo cultivo se han sumado el propio Partido Popular, en trance de reconvertirse en una nueva confederación de derechas autónomas, y una izquierda que detesta España y desconoce la naturaleza de la lealtad democrática.
Hay una segunda hipótesis, de orden histórico. España fue derrotada en 1898, y desde entonces, sin apenas victorias militares en el exterior, después de siglos de proclamar su decadencia se ha convertido por fin en aquello que al parecer ella misma –o mejor dicho: sus élites– ha querido ser. La coartada progresista sirve para plegarse siempre a lo más fácil, a lo que dictan los poderosos, lejos de cualquier deseo de intervenir, ni siquiera de defender el interés común (del propio, las élites ex españolas jamás se han olvidado).
Lo primero que se pudre del pescado es la cabeza, dice el proverbio chino; aquí, la infección está ya de sobra extendida. Una mayoría de españoles no quiere responsabilidades ni problemas. Quiere derechos, es decir, vivir de los demás en la medida de lo posible, y un lugar modesto al sol que más calienta. Dos únicos intentos, el de Leopoldo Calvo Sotelo cuando impulsó el ingreso en la OTAN y el de José María Aznar cuando apoyó el derrocamiento de un dictador nazi y terrorista (casualidades de la vida...), suscitaron una reacción tan histérica e irracional, que el orgullo patrio parece haber quedado inutilizado por mucho tiempo. Los españoles están satisfechos con desempeñar un papel de orden muy secundario. Ni siquiera se sienten un poco humillados. El recuerdo de lo que fueron les parece ridículo.
Queda por aludir a una tercera hipótesis, esta vez de orden cultural. España es una nación política desde hace más de quinientos años, pero antes que eso fue una cultura. El genio de los españoles consistió en crear, a partir de sus circunstancias históricas, una forma de concebir el ser humano que se ha plasmado en unas formas de vida, muy ricas y densas, que han sido capaces de integrarse y de recrearse a sí mismas en circunstancias muy distintas de las originarias. Hoy sobreviven los elementos antropológicos de esa cultura: la forma de relacionarse unos con otros, la familia, ciertos patrones de comportamiento. En cuanto a lo cultural propiamente dicho, los últimos cincuenta años han sido testigos de un fenómeno nuevo: por primera vez en la historia de España se ha perdido la continuidad de la cultura española.
El naufragio ha sido consecuencia de una acción premeditada que se empeñó en negar la vigencia de la cultura española. A esa tarea, signada por la bajeza, y que el tiempo pondrá en su justo lugar, se dedicaron a principios del siglo pasado algunos de los mejores escritores y pensadores del país. Luego, en la segunda mitad de la centuria, la ofensiva pasó a ser consecuencia de una consigna: la cultura española debía ser olvidada. Fue censurada y, en más de una ocasión, negada. Ahora el trabajo está cumplido. No hay apenas relación alguna entre la vivencia de los españoles de hoy y el caudal de emociones y formas expresivas inventadas por sus mayores a lo largo de muchos siglos. Como no podía ser menos, algunos admiran el legado de sus ancestros, pero pocos lo sienten como propio, más de lo que marca la contigüidad espacial. El imaginario de los españoles actuales no se nutre ya de lo conseguido e inventado por los españoles pretéritos. Azaña decía que, en contra del tópico, los españoles de su tiempo eran más viejos que sus antepasados, pues éstos carecían de la experiencia de aquéllos.
En lo relacionado con la herencia cultural, el adanismo voluntario nos ha introducido en la senda de lo que algunos pensadores franceses llaman el "juvenilismo" perpetuo. La brecha es de tal envergadura, que la española parece una de esas Atlántidas de las que hablaba Ortega para explicar la imposibilidad de comunicación entre culturas. Tendremos el privilegio de habernos convertido en una Atlántida para nosotros mismos, en un continente engullido por la amnesia y el rencor de los supervivientes que sólo ha dejado el rastro de unas formas externas, ininteligibles, indescifrables.
Una vez anulada la vigencia de la cultura que está en la base del proyecto político, la supervivencia de la propia nación política exige un milagro. Lo que de otro modo habría sido natural, fácil, en cierto sentido indiscutible, se ha convertido en una empresa condenada al fracaso casi sin remedio. ¿Cómo mantener viva una nación cuando quienes la conforman, y en particular quienes tienen la obligación de preservar su legado, ya no se sienten identificados con éste, por lo que ni lo continúan, ni lo enseñan ni le dan vida nueva? ¿Acaso el patriotismo, la lealtad hacia la nación, el agradecimiento por lo que se ha recibido y el orgullo de querer contribuir a la obra común, se mantiene por sí solo, sin nadie que lo alimente y transmita? El experimento español de los últimos treinta años ha consistido en tratar de crear una entidad puramente política sin referencia alguna a la cultura que la habría de sostener y enraizar en la realidad, ajena al hecho nacional mismo. Era lógico que en poco tiempo esta construcción, tan artificial, tan atacada por todas partes, tan indefensa, se viniera abajo. Quienes habían hecho todo lo posible para negar la cultura española no tenían el menor interés, como no fuera puramente instrumental, en conservar la nación. Entraba en lo previsible que ese interés durara poco. ¿Cómo iba a ser de otra manera?
Un recuerdo personal
A mediados de los años noventa, una tarde de primavera madrileña con ráfagas de viento fresco y el cielo encapotado, iba con Federico Jiménez Losantos dando un paseo cerca del Parque del Retiro. No eran circunstancias amables, mucho menos alegres, para ninguno de los dos. Debía de ser sábado, o domingo, porque recuerdo las calles casi vacías, con poca circulación. En un momento de la caminata pasamos por delante de uno de los establecimientos militares que se levantan en la acera norte del Paseo de María Cristina, cerca ya de la Basílica de Atocha. En el patio, solitario y vacío, unos soldados estaban arriando la bandera nacional. Eran unos cuantos cadetes, firmes, ensimismados en una tarea de la que nosotros dos, desde detrás de la valla, éramos los únicos espectadores. Sonó un cornetín. La ceremonia fue limpia, meticulosa. En su seriedad y sencillez, encarnaba como pocas veces he visto la vigencia de la idea nacional española, el respeto que deberían suscitar sus símbolos y su naturaleza eterna, sagrada. Ni Losantos ni yo nos atrevimos a decir nada, pero como él siempre encuentra la forma de expresar lo que hay que expresar, incluso lo más difícil, cuando le miré se llevó una mano a los párpados fugazmente cerrados, como si quisiera reprimir unas lágrimas que a mí me habían inundado los ojos.
Conocía a Federico Jiménez Losantos desde hacía mucho. No recuerdo en qué momento empecé a oír hablar de él, pero fue a finales de los setenta, hace treinta años. Por entonces cayeron en mis manos los primeros ejemplares de Diwan, me reí a mandíbula batiente –y no fui el único– con la revista La Bañera –aunque esta especie de fanzine con la provocación como bandera fue más un proyecto de Alberto Cardín que de aquél– y quedé deslumbrado con los ensayos de Lo que queda de España.
Jiménez Losantos había emprendido un camino completamente inédito en el panorama cultural español. Cierto es que, como se vio en las páginas y en los colaboradores de Diwan, allí apuntaba algo en lo que coincidían y que compartían muchas más personas de lo que parecía. Ya se estaba haciendo con el poder –el poder absoluto– la clase dominante de las décadas siguientes, que se ha caracterizado por hacer de la cultura y la historia españolas objeto de mofa y desprecio. La incuriosa derecha política y cultural abandonó el protagonismo a quienes acabarían socavando su legitimidad política, pero el grupo reunido en torno a Diwan no se resignó: se empeñó en continuar esa historia y esa cultura... sin dejar de interesarse por la realidad presente, marcada en aquellos años por la bancarrota del socialismo. En las páginas de Diwan, la cultura española servía para iluminar el mundo en el que yo estaba viviendo; y al revés: éste se nutría y daba nueva vida a lo que para entonces empezaba a quedar fosilizado.
Había una reivindicación abstracta, general, expresada como proyecto en el famoso epígrafe "Una política de lecturas", que da nombre al cuerpo central de Lo que queda de España. Pero más importante aún que eso era la indagación práctica (la inquisición, como gustaba entonces decir Jiménez Losantos) de lo que en la propia reflexión, incluso en el estilo, era deudor, continuador y recreador de lo español.
Política
Como es bien sabido, Federico Jiménez Losantos procede de la izquierda antifranquista, más exactamente del Partido Comunista. Esa afiliación comunista, muy temprana, no se justifica sólo por el sarampión juvenil propio de la época. Un estudiante universitario español de los años setenta tenía pocas posibilidades de ejercer la oposición al régimen franquista en otras organizaciones que no fueran las de adscripción comunista. Para entonces el franquismo se solía considerar un régimen totalitario. Luego Juan Linz le rebajó el nivel de maldad hasta clasificarlo como autoritario. Durante mucho tiempo Jiménez Losantos albergó serias dudas de que eso fuera así. De atenerse a algunas taxonomías, y a la simple experiencia personal, la distinción no está ni mucho menos tan clara. Puede que no lo fuera, pero el franquismo se parecía bastante a un proyecto totalitario[1].
La enmienda debía ser por tanto a la totalidad, sin posibilidad alguna de transigir con ningún aspecto del franquismo ni la menor esperanza de que éste pudiera evolucionar como luego, de hecho, evolucionó. Jiménez Losantos fue saliendo del Partido Comunista –el partido por excelencia, el Partido– a medida que se daba cuenta de que propugnaba una política tan totalitaria, si no más, que aquello contra lo que luchaba. De manera muy propia de la generación sesentayochista, y francófila –por no decir afrancesada–, a la que pertenece, Losantos buscará en el propio campo marxista una alternativa al comunismo soviético, definitivamente desprestigiado. Su viaje a China en 1979, contado en La ciudad que fue[2], significará su ruptura definitiva con el universo concentracionario socialista.
Las bases de la nueva reflexión política, fuera ya del comunismo y del marxismo, empiezan muy pronto a incorporar elementos liberales. Buena prueba de esto es la atención prestada en Diwan a los textos, los autores y las ideas del CIEL (Comité de Intelectuales por la Europa de las Libertades), grupo de antitotalitarios compuesto por liberales clásicos como Aron y Revel, ex maoístas como Philippe Sollers, algún nuevo filósofo como Jean-Marie Benoist y grandes artistas como Ionesco, Bresson y Rubinstein[3]. Carlos Alberto Montaner recuerda todavía con cariño y admiración el Congreso de Escritores de Las Palmas de 1978, donde conoció a Jiménez Losantos; en el preciso momento en que éste se lanzó, con la pasión y la elocuencia que luego le han hecho famoso, a la defensa de los disidentes del castrismo[4].
El haber evitado con tanta naturalidad la tentación socialdemócrata, que parecía y sigue pareciendo más templada e incluso civilizada que el comunismo de observancia soviética o maoísta –aunque fuera un maoísmo a la parisién–, ha dejado en Jiménez Losantos una huella muy profunda. El desengaño radical, absoluto, con el totalitarismo, y probablemente la conciencia de haberlo asumido durante un tiempo, le ha llevado a una desconfianza instintiva, próxima a la paranoia –sólo los paranoicos sobreviven, dijo un empresario norteamericano–, ante la posibilidad totalitaria. Con olfato casi infalible, suele detectar tras la apariencia más amable el menor rastro de mentira, siempre presente en las relaciones entre los hombres, y más cuando entra en juego el poder. Y le ha quedado una pulsión radical: no puede sufrir que los demás no vean lo que para él es verdad clamorosa.
La contrapartida, sorprendente para muchos, es su absoluta ausencia de sectarismo. Jiménez Losantos, como todos sus oyentes saben, es implacable, minucioso en el análisis, incansable en la autopsia y el desvelamiento de lo que se oculta tras la superficie de las cosas y los gestos. Lo es porque comprende y conoce la raíz del totalitarismo, porque se sabe el principio de los mecanismos morales que pone en juego. Pero también se muestra indulgente con quien deja atrás experiencias como las que él padeció. Y, a pesar de la obsesión política, reconoce explícita y permanentemente lo mucho que en la realidad no forma parte de la esfera de lo político. Esta peculiar combinación de radicalidad –como si su izquierdismo de juventud estuviera enraizado en un rasgo básico de carácter y de alguna manera no hubiera sido corregido– y ausencia de sectarismo es para mí uno de sus rasgos más atractivos –más explosivos también, y más imperdonables para sus enemigos.
La desconfianza de Losantos ante el hecho totalitario permite comprender muchas de sus posiciones desde finales de los setenta. El nuevo régimen fundado con la Transición encarnó para él la posibilidad misma del antitotalitarismo. Tal vez haya concebido en algún momento, a solas, escondido de todas las miradas, una democracia liberal feliz, sin necesidad de movilización. Me extrañaría. La democracia (obligadamente liberal, como bien puntualizó Sartori) será siempre para él un régimen de militancia contra la tentación totalitaria. Y la democracia española, tan prometedora en un primer momento porque heredó el espíritu antifranquista y antisocialista propio de lo mejor del pensamiento y la cultura occidental de aquellos años, debió profundizar en esa situación extraordinaria en que el destino había colocado a nuestro país.
Fue ésa la atmósfera amable en que vivieron los personajes de la Barcelona retratada en La ciudad que fue, la utopía posible, a mi entender un poco sublimada por el recuerdo y, sobre todo, en algunos poemas de Jiménez Losantos. Aunque más hermoseada, es la misma que cualquier persona que viviera la Transición y los primeros años de democracia recuerda bien, con unas sensaciones y unas esperanzas que no por desvanecidas en el tiempo resultan menos intensas, a veces incluso dolorosas. Esto explicará la ferocidad de la crítica con que Losantos acogerá, después de la caída del comunismo –"muerto en la cama", como él mismo ha escrito–, las triunfales proclamas de Francis Fukuyama acerca del fin de la Historia. Losantos, como muchos otros españoles, ya había pasado el sarampión de ese optimismo impostado y conocía bien el precio que más temprano que tarde se paga por el anuncio, de raíz hegeliana –no muy lejano al totalitarismo, en consecuencia–, del triunfo irreversible y universal de la democracia liberal.
Jiménez Losantos se erige así, muy temprano, apenas iniciada la democracia, en centinela insomne de cualquier posible cambio en la naturaleza del régimen. La preocupación por el cambio de sistema, que devendrá obsesión a medida que se confirmen los signos algo más que premonitorios detectados en aquellos años, empieza ya con Lo que queda de España (1979), es decir, antes de la llegada de los socialistas al poder (1982). Frente a la derecha, escribió entonces, "la alternativa no de Gobierno, sino de sistema, tiene el otro polo (...) en el PSOE"[5]. Se confirmará con el socialismo, que no alumbrará, efectivamente, una alternativa de Gobierno, sino un primer intento de cambio de régimen, con la instauración del felipismo. Los artículos clásicos de Contra el felipismo (1994), que para mí sigue siendo de sus mejores libros, y el largo ensayo sobre el totalitarismo[6] incluido en La dictadura silenciosa analizarán cómo la promesa primera de la democracia liberal tomó una deriva totalitaria.
Los artículos recogidos en Con Aznar y contra Aznar dan cuenta de cómo los años de gobierno de José María Aznar, que constituyeron en parte una recuperación del ideal primero y juvenil, esa ilusión democrática ajena a los totalitarismos del siglo XX y a la tiranía de lo político, resultaron también en una traición a dicho objetivo, que entonces, cuando Aznar llegó al Gobierno (1996), se volvió a llamar regeneración. Los acontecimientos registrados en la última parte de la segunda legislatura de Aznar (la campaña del Prestige, la movilización contra el apoyo español a la Guerra de Irak, la negociación socialista con los terroristas y, en general, la decisión de optar por el frentismo radical y la destrucción de la Constitución y la democracia españolas, fijada, ante una opinión pública complaciente, en el Pacto del Tinell, nunca revocado) llevan a Jiménez Losantos a la convicción de que lo que se ha ido preparando desde antes del 82 ha fraguado. Los ataques que llevaron al PSOE al poder en 2004 y la forma en que los socialistas lo han ejercido han confirmado de una vez por todas el diagnóstico previo.
En esta deriva totalitaria de la democracia española las responsabilidades andan muy repartidas. Por utilizar la terminología política tradicional (que en bastantes ocasiones no encaja bien con las actitudes de Losantos, a pesar de su reivindicación de una derecha sin complejos), la izquierda se lleva la palma.
Jiménez Losantos forma parte de un selecto pero bien nutrido grupo –en buena medida el mismo que publicó en las páginas de Diwan– de lo que en Estados Unidos llaman neoconservadores. Hay diferencias importantes, claro está. En el caso español, y en particular en muchos coetáneos de Losantos, la evolución hacia la derecha no se hace desde posiciones moderadas, traicionadas por la radicalización de la izquierda en los años sesenta y setenta, sino desde una izquierda radical pero antitotalitaria que va descubriendo, a su costa, la querencia –al parecer irremediable– por el totalitarismo de casi toda la izquierda española. Otra diferencia estriba en la acogida que los neocon han tenido en la derecha norteamericana y la escasa confianza que, salvo excepciones, han suscitado en una derecha provinciana e insegura como la de aquí.
Vale la pena volver a hablar en este punto de la falta de sectarismo de Jiménez Losantos. Merecidamente, el PSOE será objeto predilecto de su crítica: bajo una apariencia de moderación, incluso de liberalismo, que tanto engañó a parte de la sociedad en los años ochenta, el PSOE esconde una pulsión liberticida y antiespañola. Ahora bien, Jiménez Losantos siempre ha dejado la puerta abierta a la posibilidad de una izquierda no totalitaria, lo que ha llamado una "izquierda liberal". Se trata, en parte, lo que él mismo empezó a articular en Barcelona cuando puso en marcha el Partido Socialista Aragonés (PSA), destinado a detener la marea nacionalista catalana. El Manifiesto de los 2.300 contra el despotismo lingüístico nacionalista pertenece al mismo orden de cosas. Desde hace varios años, algunas reflexiones de Jiménez Losantos traslucen su desilusión ante otros proyectos de esa índole, como el esfuerzo de Antonio Robles con su libro Extranjeros en su país, publicado clandestinamente[7] en Cataluña bajo pseudónimo, y el intento más reciente de Ciudadanos de Cataluña. Es el resultado de la rendición de la izquierda ante el nuevo régimen postconstitucional. Si no ha reaccionado antes frente a esta patología, ¿qué se le va a pedir a estas alturas? La primera línea de El conocimiento inútil, aquélla en que Revel afirma que la mentira es la primera de las fuerzas que gobiernan el mundo, cobra en España, a principios del siglo XXI, nueva actualidad.
¿Hasta qué punto la trayectoria de Federico Jiménez Losantos habría sido distinta de haber elegido Madrid, y no Barcelona, para estudiar Filología Hispánica? Tengo para mí que en lo sustancial habría variado poco. Resulta evidente, de todos modos, que el haber sido testigo de primera fila, y protagonista a la fuerza, del desencadenamiento de la marea totalitaria nacionalista ha marcado su vida. También ha marcado a fuego la evolución de la democracia española, a la que ha desvirtuado y vaciado de su potencial de libertad.
Otra de las consecuencias de la experiencia barcelonesa de Jiménez Losantos es que le ha proporcionado recursos sobrados para analizar los mecanismos totalitarios del nacionalismo. Nada de irremediable hubo en el triunfo del nacionalismo catalán. Lo demuestra la figura de Tarradellas, por la que Losantos siente un afecto especial. Era una forma de ser catalán y español con la que muchos se podían identificar. No así el nacionalismo, que empezaba a ganar terreno. Ante él Jiménez Losantos reunía tres características que lo abocaban a una especial alergia: su trayectoria antifranquista y antitotalitaria, la capacidad para apreciar en lo que valía el progreso que la sociedad española había hecho durante el régimen de Franco (sus oyentes recordarán su insistencia en la beca que le permitió estudiar) y la alergia –casi de clase– ante el elitismo progresista y nacionalista que despreciaba a los mismos emigrantes cuyo voto quería monopolizar.
La denuncia del nacionalismo le llevó a convertirse en ejemplo, protagonista y víctima involuntaria de aquello mismo que estaba analizando, y contra lo que había adoptado posiciones tajantes. El atentado del 21 de mayo de 1981 cierra los años barceloneses con una conclusión trágica. Trágica para el propio Jiménez Losantos y para su familia, que probaron en carne propia hasta dónde llega la bestialidad nacionalista (se justificó e incluso promovió la violencia política, y la práctica generalidad de la clase política catalana se mostró indiferente; todo ello resulta incompatible con cualquier sistema de democracia liberal); y trágica también para la sociedad catalana, porque ese atentado fue un punto de inflexión en la construcción de la nación catalana, emprendida desde bastantes años antes por el nacionalismo y el conjunto de la izquierda española. La elección como víctima de una figura tan estratégica ya por entonces sirvió de escarmiento y aviso a navegantes. Y la sociedad del Principado aceptó el régimen de servidumbre de la nueva oligarquía. No se conoce el número de gente, en particular profesores y profesiones liberales, que salió de Cataluña después de aquella tragedia. Los que se quedaron sabían a qué atenerse.
A partir de ahí, para Jiménez Losantos queda sellada la identificación –ya explorada en textos anteriores– de dos conceptos que son algo más que entidades abstractas: el de España y el de libertad. Sólo la dimensión nacional, propiamente española, puede garantizar la libertad de los españoles, amenazada y combatida por los nacionalismos coligados con el socialismo.
El atentado le confirmó sin duda en una apreciación que corroboraba su análisis de la acción del nacionalismo. El proyecto nacionalista, esencialmente totalitario por su objetivo y su dimensión, requiere del ejercicio y la legitimación de la violencia política. En estos años de postfranquismo se ha hablado mucho de la naturaleza pacífica y conciliadora del nacionalismo catalán, el célebre y bastante ridículo seny, en contraposición con la violencia abierta propiciada por el vasco. El atentado contra Jiménez Losantos demuestra lo contrario. Como lo demuestran la peculiar tendencia a la violencia que caracterizó a Barcelona, una de las ciudades más brutales y primitivas de Europa, durante buena parte del siglo XX, y la facilidad con que en los años de democracia se ha recurrido a la violencia, tal como se ve en los muy numerosos atentados perpetrados por la banda terrorista nacionalista Terra Lliure, algunos de cuyos miembros han pasado limpiamente, y sin ofrecer el menor signo de arrepentimiento, a ocupar cargos administrativos y políticos en la Generalidad. La lista aparece como apéndice en La ciudad que fue, como un comentario más que elocuente a lo que el propio Jiménez Losantos ha llamado el "terror blanco" de Jordi Pujol[8].
La frustración de la democracia española y el suicidio de España tienen en la pervivencia del terrorismo nacionalista –el vasco y el catalán, dentro de poco tal vez el gallego– una de sus explicaciones. No hay democracia que resista tantos años de violencia política. Una opinión pública que tolera este cáncer, amparado, cuando no jaleado, por las propias fuerzas políticas que participan legalmente en el sistema representativo, demuestra que no tiene el menor interés en la democracia liberal. Los atentados del 11 de marzo de 2004, la manipulación a que fue sometida la matanza por parte del partido que fue premiado con el poder en las elecciones inmediatamente posteriores y la negociación del Gobierno socialista con la ETA, una posibilidad abierta a día de hoy y que seguirá abierta mientras gobierne el PSOE, representan la puntilla del proceso de voladura controlada de la nación.
Como era previsible, Federico Jiménez Losantos no iba a contemplar indiferente lo ocurrido con la instrucción y el juicio del 11-M, y con la negociación entre el Gobierno y los terroristas etarras. En sus artículos y en La Mañana, el programa que dirige en la COPE, no ha dejado de denunciar las ocultaciones, la destrucción de pruebas y la manipulación informativa. Libertad Digital, el periódico on line del que es vicepresidente, también ha sido de los pocos que han abierto sus páginas a la investigación de lo ocurrido en marzo de 2004 y después, durante el ocultamiento de los hechos. Y todo ello con independencia de las más que verosímiles repercusiones negativas que tendría esta actitud en los intereses electorales del Partido Popular, irremediablemente marcado por el atentado y la gestión de la catástrofe.
Jiménez Losantos ha insistido una y otra vez en la necesidad de distinguir entre la acción del intelectual, del creador de opinión, del periodista, y la del político. No siempre ha aplicado esta distinción con claridad. Aunque suele ser más respetuoso de lo esperable cuando entrevista a los poderosos, no entra en sus costumbres dejar de decir lo que él considera la verdad. Y es que su manera de entender la acción del intelectual, y del periodista, le conduce sin remedio a una propuesta para cambiar la realidad. Por eso llegó a comprometerse activamente en la vida política. Ahí están los años de militancia izquierdista, el experimento con el PSA en Cataluña (1980), sus simpatías por la operación reformista de Miguel Roca en los ochenta y su apoyo a la renovación liberal del Partido Popular emprendida por José María Aznar.
La clave de este compromiso –dejando de lado su temperamento, que le impide limitarse a la reflexión y el análisis– es su seguridad de que el programa de la izquierda, es decir, el programa del PSOE, partido sin tradición ni voluntad democráticas, comporta un cambio de sistema o de régimen, ante lo cual el único valladar posible es una derecha comprometida con la defensa de la libertad y de España. De eso depende la libertad de cada uno de los españoles. Lo que está en juego no es una abstracción ni una ideología: es la vida de cada uno.
Jiménez Losantos glosa su propia transición desde unas posiciones de izquierda radical a otras de derecha templada en el ensayo "El momento conservador", publicado en Diwan después del golpe de estado de 23 de febrero de 1981. Lo explica en función de parámetros propios de los años setenta y ochenta, en particular el desprestigio definitivo no del comunismo sino del marxismo, considerado el germen del totalitarismo: "Que un extremista cambie de bando, o por mejor decir, de extremo, no es cosa rara, bien al contrario, pero que se pase del marxismo radical al conservadurismo moderado, al liberalismo clásico o a cualquiera de las denominaciones de esas posiciones democráticas en Europa Occidental, eso sí que es un asunto en el que influyen factores nuevos, específicos de nuestra época (...)"[9].
Así es como preconiza, ya entonces, y recurriendo a dos libros que acababan de aparecer sobre el conservadurismo español –uno de Manuel Fraga y otro del antiguo trotskista Víctor Alba, ensayista e historiador hoy injustamente olvidado–, una alianza entre las dos grandes corrientes de la derecha española: la heredera de la tradición liberal-conservadora de Cánovas (y de Maura, añado yo), y la heredera de la tradición liberal-progresista, que nace con los constitucionalistas gaditanos y llega a Azaña. Las referencias históricas variarán, porque eran un poco inconsistentes, pero el proyecto ha permanecido sin cambios sustanciales hasta hoy. La libertad de los españoles, que requiere la supervivencia de la nación española, exige por eso mismo una derecha al mismo tiempo integradora e incluso ecléctica en lo ideológico y firme en unos cuantos principios básicos. Así se explica, entre otras razones más personales (en particular, el apoyo que le brindó tras el atentado, casi único entre los políticos catalanes; algo parecido a lo que le sucedió a Aznar con los socialistas cuando fue atacado por ETA en 1995), la simpatía de Jiménez Losantos por el experimento reformista de Miguel Roca.
Y eso es lo que aclara la profunda dimensión personal que cobró en su vida el proyecto reformista liberal de Aznar. La apasionada relación con aquel intento de poner en pie una derecha liberal-conservadora nacional ha quedado plasmada en el libro Con Aznar y contra Aznar, de título tan sonoro como significativo. Para Losantos era una obligación seguir el desarrollo de ese proyecto, un proyecto en buena medida personal, y denunciar sin contemplaciones sus desviaciones. Así lo hizo en otro ensayo bien conocido: "Viaje al centro de la nada", publicado en el número 2 de La Ilustración Liberal cuando, después de la victoria por mayoría absoluta del PP, se imponían unas tesis que parecían hacer flaquear la voluntad liberal y nacional de la derecha.
Mayor fue el chasco que se llevó tras las elecciones de marzo de 2008, cuando la derrota del Partido Popular llevó a los representantes políticos de la derecha a un giro estratégico, ya apuntado durante la primera legislatura de Rodríguez Zapatero en las reformas de algunos estatutos de autonomía, en particular en los de Valencia y Andalucía. Probablemente la mayor victoria política del socialismo de Rodríguez Zapatero ha consistido en inducir al PP a coquetear con un reparto de poder de tipo confederal. De continuar por esta pendiente se llegará al triunfo de la confederalización del sistema político español, algo totalmente contrario a la Constitución de 1978.
El último episodio de este enfrentamiento son los dos pleitos, sólo en apariencia paradójicos, perdidos por ahora por Jiménez Losantos. Uno lo interpuso el ex director del periódico en el que Losantos escribió durante muchos años sus "Comentarios liberales", esos artículos que contribuyeron decisivamente a que ABC siguiera siendo un medio de referencia en el centro derecha español. El otro, como es bien sabido, fue cosa de Alberto Ruiz Gallardón, antiguo adversario de Aznar por el liderazgo del Partido Popular y eterno candidato a presidir la definitiva adaptación de la derecha española, pero ya no nacional, al régimen social-nacionalista. La escasa simpatía que siente desde hace mucho por Ruiz Gallardón no le impidió invitarle a presentar su Con Aznar y contra Aznar en 2004, junto con Esperanza Aguirre. También pidió el voto para él en momentos tan críticos para el PP como las municipales de 2003, celebradas después de la histérica campaña contra el apoyo de España al derrocamiento de Sadam Husein. Conviene recordarlo para comprender hasta qué punto Losantos considera la supervivencia de un partido nacional (y liberal) de derechas una pieza estratégica en la propia supervivencia de España. Y para comprender hasta qué punto Losantos ha comprobado cómo le han pagado quienes le deben su supervivencia política en momentos, como después del 11-M, en que el PP parecía a punto de desaparecer.
En esto Jiménez Losantos coincide plenamente con una de las ideas de fondo de José María Aznar. Para él, la evolución del Partido Popular desde marzo de 2008 puede ser interpretada como una traición, confirmada por los dos pleitos de marras, interpuestos no por adversarios políticos o ideológicos, sino por sus presuntos aliados. La previsión de lo que iba a ocurrir ha quedado expresada en una crónica emotiva, casi sentimental, en la que narra una ceremonia que tuvo lugar en el Palacio de la Moncloa en enero de 2004: la imposición a Revel, por parte de Aznar, de la medalla de Isabel la Católica. Era el final definitivo y enigmático de una etapa inédita; bajo la sugestión aplastante de que los años de regeneración liberal y nacional de la derecha española estaban a punto de desvanecerse en un recuerdo agridulce[10].
Historia
En los meses previos a la salida de La Ilustración Liberal, Federico Jiménez Losantos, Javier Rubio y yo mismo habíamos bautizado la futura revista con el nombre de trabajo –a falta de uno definitivo– de Nicomedes. Era una referencia esotérica, reservada para los happy few, a Nicomedes-Pastor Díaz, uno de los grandes del liberalismo español. Cierto que Nicomedes-Pastor Díaz es el autor, en fecha tan temprana como 1848 –antes, por tanto, que Donoso Cortés y que ningún otro pensador europeo–, de uno de los más lúcidos y despiadados análisis del socialismo recién nacido, y de su irremediable querencia hacia lo que aquél no podía llamar todavía totalitarismo, aunque en su texto estaban ya descritos los ingredientes de la monstruosidad totalitaria[11].
Aun así, Nicomedes-Pastor Díaz es más conocido –dentro de lo que cabe, que es poco en un país tan ingrato con sus hijos como España– por sus posiciones eclécticas dentro del Partido Moderado, es decir, el de los conservadores de la primera mitad del siglo XIX. En pocas palabras, Nicomedes-Pastor Díaz era un centrista. Eso sí, lo era a su modo, un modo "puritano", como llamaron al grupo que formó con otros amigos políticos, periodistas y financieros. Los puritanos preconizaban algo que todavía no se ha implantado en España, y que al paso que vamos no se implantará jamás: el gobierno de las leyes sobre el de los hombres, forzosamente arbitrario. Nicomedes-Pastor Díaz, que mereció de Jiménez Losantos un encantador retrato en Los nuestros[12], vino a ser, pasada la desviación liberal-progresista, uno de los santos patrones del liberalismo que estaban, y siguen estando, detrás de La Ilustración Liberal. No se limita a ser una actitud vital, un talante, según la expresión de Gregorio Marañón luego degradada por los socialistas. Como tal liberalismo, posee un componente doctrinal consistente.
Jiménez Losantos conoce bien la literatura liberal clásica, las ideas, los debates y la aportación del liberalismo a la ampliación de la libertad y la prosperidad de la humanidad. De hecho, ha contribuido decisivamente a formar grupos, medios y plataformas de comunicación bien conocidos que han hecho de España uno de los países en que más se aprecian, debaten y difunden las ideas liberales. No es pequeña paradoja en una sociedad tan adicta al intervencionismo gubernamental. Con Jiménez Losantos, aunque no sólo con él, el liberalismo ha pasado a ser una bandera clave en la voluntad de reconstruir la derecha española –abandonada cualquier esperanza por lo que hace a la izquierda– según unas exigencias de libertad, sin excesos intervencionistas, sin paternalismos, sin las tentaciones estatistas ni la desconfianza hacia la libertad que han caracterizado a aquélla desde finales del siglo XIX, desde que abandonó el principio de libertad como guía de su acción política.
Se podría hablar del proyecto liberal de Losantos como de una restauración de alcance histórico: la recuperación del principio de libertad como guía de la acción política de la derecha. Habría un componente quijotesco, casi descabelladamente idealista, en esta fantasía si no fuera por la constatación de la que parte, que no es otra que la amenaza de instauración de un régimen liberticida por parte de la alianza o amalgama social-nacionalista. A medida que el peligro ha ido cobrando más inminencia, la insistencia en los postulados liberales se ha ido intensificando.
Aun así, el liberalismo de Federico Jiménez Losantos es más de orden vital y práctico que doctrinal. Como él mismo ha dicho respecto a la polémica un poco abstrusa acerca del conservadurismo de Solzhenitsin, "el amor a la libertad se mide por lo que uno es capaz de sacrificar por ella"[13]. Liberalismo, por tanto, porque la libertad, en sociedad, requiere una articulación política que se llama liberalismo; pero también porque éste es la formulación práctica del apego a la libertad. Con algún matiz, Jiménez Losantos podría hacer suyas las palabras que Azaña puso en boca de Quintana: "La libertad (...) es para mí un objeto de acción y de instinto, y no de argumento y de doctrina; y cuando la veo poner en el alambique de la metafísica me temo al instante que va a convertirse en humo"[14].
Jiménez Losantos entra rara vez en la polémica entre liberalismo y conservadurismo; mucho menos, en la polémica entre liberales y católicos. En plena ofensiva social-nacionalista, cualquier discusión con un posible aliado equivale a perder el tiempo y las energías. Además, para él no parece posible la libertad sin el respeto a unos principios y unos valores que la propia sociedad debe ser capaz de mantener, defender y transmitir, en contra de la acción del Estado si es necesario. Una de las acusaciones más ridículas que se le han hecho es la de que discrepa del ideario y los valores cristianos de la cadena COPE, acusación supuestamente argumentada en su agnosticismo reconocido.
El proyecto de recuperación del liberalismo, primero para la izquierda y luego para la derecha, responde a una convicción de que ha existido una tradición liberal española, la misma a la que antes he hecho alusión al citar el ensayo que recuerda las dos líneas liberales históricas, la liberal-conservadora y la liberal-progresista o, luego, la liberal a secas[15]. Jiménez Losantos no negará que existen diferencias sustanciales entre ambas. Pero es más importante lo que comparten. En primer lugar, el apego por la libertad, aunque no se formule exactamente igual en los dos ámbitos, y luego el calificativo de español, que es algo más que un adjetivo caedizo. No hay, en rigor, distinción entre libertad (o proyecto liberal) y nación española (o proyecto español). El liberalismo aparece en España como construcción de la nación política, y la España que conocemos, o que conocimos hasta hace unos años, es, o mejor dicho, era, el fruto de ese esfuerzo. Queda por ahora el sueño maltrecho de una España liberal, que es tanto como decir la ruina que ha dejado al borde del camino el proyecto de una nación en la que los españoles habrían podido ser libres, de quererlo. También queda, sobre eso, la convicción de que, si se retira de la arena política el concepto de España, se sustrae la posibilidad de la libertad.
Este buceo retrospectivo no entraña historicismo alguno. Jiménez Losantos dedicó a la actitud historicista un análisis inspirado en Popper, y no aceptaría jamás suspender la exigencia de la responsabilidad individual ante la propia circunstancia[16].
La ecuación España=libertad, que casi da título a dos de sus últimos libros de recopilación de artículos y ensayos[17], y que estableció muy temprano, llevó a Jiménez Losantos a profundizar en la tradición liberal española. En primer lugar, discutiendo las descabelladas afirmaciones de los años setenta con las que la izquierda, por esnobismo, ignorancia, despecho y oportunismo, se permitía despreciar, incluso negar, la cultura española: léase a este respecto el ensayo sobre Juan Goytisolo en Lo que queda de España. Sobre todo, lo que intentó en aquellos primeros años fue recuperar del liberalismo español más el liberalismo literario que el estrictamente político, en el que destacan Unamuno, Ortega, Azaña y la España un poco lacrimosamente llamada "peregrina".
Como muchos de su generación, Federico Jiménez Losantos fue un autodidacta. Los malentendidos políticos, las diversiones que ofrecía la Barcelona de los setenta y la inocencia juvenil le llevaron a creerse, como tantos otros, en la obligación de recomponer él mismo su filiación ideológico-literaria. El autodidactismo, sin embargo, no le llevó a la ruptura pura y simple. Al contrario, esto era lo que entonces se empezaba a preconizar desde los círculos ya instalados en el poder cultural. Por eso, y como pocos en su momento, él y sus amigos se esforzaron por recomponer el hilo que consideraban roto. Por una vez, la actitud autodidacta llevaba a la recuperación de la tradición. De ahí su interés, bien evidente en las páginas de Diwan, por los abuelos inclasificables, como Pedro Sáinz Rodríguez, Bergamín, Rosa Chacel, María Zambrano o Ernesto Giménez Caballero.
Esta recuperación histórica y literaria se cifrará en un personaje: Manuel Azaña. El príncipe de los francófilos, de prosa tan macizamente castiza –el único representante de la Literatura Plateresca, lo llamó Losantos–, le fascinó desde temprano[18]. Y es que creyó haber encontrado en Azaña el eslabón perdido de un liberalismo patriótico que ofrecía una oportunidad para reconstruir la filiación de una lealtad a España sin contaminaciones de patrioterismo alguno y, aunque de izquierdas, o progresista, ajeno a los demonios socialistas del siglo XX.
Se equivocaba, como nos equivocamos varios otros, en aquella elección. En busca de antepasados para una genealogía del liberalismo español, más hubiera valido buscar en otro sitio. Pero la historia española del siglo XX obligaba –por lo menos en parte– a aquellas servidumbres y, aunque no los justifica, explica los vericuetos innecesarios en que estuvimos a punto de perdernos definitivamente, tras habernos extraviado, aunque no sin fruto, unos cuantos años.
A pesar de todo, la elección o la predilección por Azaña, al que dedicó una excelente antología, además de un libro de despedida: La última salida de Manuel Azaña[19], no era lo peor que se podía hacer entonces. La prosa de Azaña sigue planteando un enigma, el de la eterna disensión consigo mismo, que sólo después entendimos como expresión de resentimiento, pero que en su rotundidad de bulto luminoso descubre una forma muy unamuniana de ser liberal, enraizada también, hasta la vivencia más dolorida e hiriente de esa circunstancia, en una tradición propiamente española. "Contra esto y aquello", como tituló Jiménez Losantos un ensayo sobre su amigo Alberto Cardín[20]. Es curioso que Azaña, tal vez huyendo de sus propios demonios, recalara en los estudios sobre Valera, así como Losantos, por una razón completamente distinta, se interesó por la figura de Nicomedes-Pastor Díaz, muy querido por Valera, por otra parte.
Federico Jiménez Losantos no se engañaba cuando, siguiendo a Víctor Alba, veía en Azaña un conservador, por debajo de las torturas del rencor y del desdén, y más allá de las delicuescencias platerescas de un egotismo insaciable mudado en voluntad de rectificar de arriba abajo la historia de España y fundar una nueva nación como quien crea un hombre nuevo. En otras circunstancias, tal vez ese "desdén con el desdén", con el que Jiménez Losantos retomó el título de Moreto para hablar de la actitud de Azaña, podría haberse convertido en una base tan sólida como cualquier otra, sino más, para una actitud de prudencia y cautela. No fue así, como Losantos y otros como él, igual de fascinados por la radicalidad del gesto, tardamos algún tiempo en comprender. Ni que decir tiene que la izquierda, excepto en los primeros momentos, cuando todavía permanecía vivo el espíritu de la democracia española, no reconoció el menor valor al trabajo de Losantos.
Con Azaña vinieron otros clásicos, como ya he dicho, y por muchos malentendidos que se acumularan, imposibles ya de disipar a las alturas –o, más bien, las profundidades– en que nos encontramos, sí quedó demostrado que existía y, más aún, que se podía revitalizar una tradición liberal que diera pie a una posición liberal o liberal-conservadora nacional y española. Como en otros asuntos, fue José María Aznar el político que mejor supo comprender –con todos los errores, reparos e inseguridades que se quieran citar– el alcance práctico de esta propuesta. Como a Losantos, tampoco a él se lo han perdonado; ni los adversarios ni, probablemente, los suyos.
Cultura
La obra de Federico Jiménez Losantos, en particular la escrita, recrea un paradigma muy español, o al menos considerado así durante largo tiempo. Detrás de cualquier posición pública, de cualquier manifestación escrita, hay en él un pensamiento consistente y elaborado. Lo que ha contribuido a hacerle célebre –la energía explosiva, la capacidad de repentización, la velocidad de asociación– no debe llamar a engaño acerca del largo y minucioso trabajo previo de fundamentación de aquello que expresa en un momento dado.
La reflexión y la consiguiente elaboración de su obra son indiscernibles de su propia vida. Américo Castro hablaba, con un término que Sánchez Albornoz consideraba bastante pedante, de centaurismo. Se trata de la confusión entre el plano de la realidad y el subjetivo, que, según don Américo, es una de las características de la cultura española.
En Jiménez Losantos, este entremezclarse de los vectores personal y general se puede rastrear en la predilección por el artículo o el ensayo corto. Excepción hecha del dedicado al final de Azaña, sólo ha escrito libros cuando ha llegado al capítulo de la literatura memorialística: De la noche a la mañana y La ciudad que fue. Hasta ahí su obra se compone de libros que son recopilaciones de ensayos o de artículos. No les faltan unidad ni consistencia, pero su autor, como muchos clásicos españoles –desde Azorín a Ortega, y de Unamuno a Maeztu y Azaña–, siente predilección por el género corto. A Jiménez Losantos no le gusta frecuentar las bibliotecas, ni el trabajo minucioso y prolongado –forzosamente un poco aburrido, y para él irremediablemente ligado a una disciplina académica– necesario para construir una argumentación sostenida a lo largo de 300 ó 400 páginas. Por eso mismo, y como muchos escritores españoles, resulta casi intraducible: es difícil entenderle si no se conoce muy bien la circunstancia española.
Pero hay más. Como en algunos casos egregios –Azaña y Unamuno, o Larra–, la propia vida de Losantos es inseparable de su obra y del significado de ésta. Al haber conocido de cerca una parte de esta trayectoria, también he aprendido que conviene tomarse la identificación de la vida –o del personaje– con la obra con cierta prudencia. Conviene no caer en la tentación de entender la obra únicamente como la construcción de un personaje. Y no sólo porque quien tal hace está dispuesto a sacrificar mucho más de lo que sería razonable, aunque habrá que preguntarse qué es lo razonable cuando en el personaje, indiscernible de la obra, se juega el significado de la propia vida.
Ocurre más bien que no hay una relación mecánica entre la construcción del personaje y la obra. Entre ambas se cuela la propia vida, y un afán de vivirla sin tasa. Algunos de los momentos más importantes de la trayectoria de Federico Jiménez Losantos han venido determinados por hechos sobre los que él carecía de la menor posibilidad de intervención: el atentado y la obligada salida de Barcelona –antiguo "archivo de la cortesía"–, o el fallecimiento de Antonio Herrero, uno de sus maestros –el otro es Luis Herrero– en el periodismo radiofónico, hecho que determinó su futura carrera periodística. Estos dos acontecimientos, igualmente trágicos, le llevaron a un protagonismo cada vez mayor en el periodismo.
Quizá por haberse propuesto decir lo que pensaba que era verdad en cualquier circunstancia, y a riesgo de lo que fuera, Jiménez Losantos posee esa especial energía, casi monstruosa en su intensidad, que se requiere para aceptar el destino como un proyecto propio. Él mismo ha expresado bien esta aparente paradoja, tan cervantina y tan española, que consiste en mudar la materia que suministra el destino, indiscernible del deber, en algo parecido al objeto del deseo: "La sensación de vivir arrastrado en una dimensión desconocida sin dejar por ello de ser libre, al contrario"[21].
Si se quieren encontrar más centaurismos en la figura y obra de Federico Jiménez Losantos, hay otro que también es heredero de una tradición muy española. Losantos empezó su carrera de escritor en las muy abstrusas parameras del ultraizquierdismo estético francés transplantado a España, bien es verdad que en una atmósfera heterodoxa, bon enfant a pesar de la golfería barcelonesa y más popular que el decadente underground parisino de los años setenta. La lectura de los clásicos españoles y la búsqueda de un estilo que debía aunar el conceptismo castellano con la afición hacia el mot d’esprit parisino –una cierta perversión del gusto agravada por el interés, pasajero, por el estructuralismo y, más duradero, por el psicoanálisis y la literatura psicoanalítica– le llevaron a cultivar en sus primeros tiempos un estilo nada sencillo, al alcance de muy pocos. A mí aquella combinación de Lacan y Quevedo –incluso de Gracián, aunque a Losantos no le gustara su compatriota– me fascinó. El concepto de lucha de clases, en plena degeneración ya por entonces, era compatible con los insufribles juegos verbales telquelianos. Salvaba el pastel, en parte, la petulancia juvenil, bastante inocente a pesar del esquinado tono aragonés, y la fabulosa brillantez estilística.
La seriedad de lo que estaba en juego en esa política de escrituras, por así llamarla, rescató a Jiménez Losantos de todo aquello. Era la búsqueda de la raíz a punto de ser censurada de lo español. Y es ahí donde, tras su llegada a Madrid, emprende un camino no previsto. En vez de continuar con el ensayismo y su carrera de profesor, se dedicará al periodismo.
Hay detrás de esta elección una constatación varias veces efectuada a lo largo de su obra: la incapacidad de la clase intelectual española para enfrentarse al análisis político de la realidad de su país. Ya sea por miedo, cobardía o voluntad de evasión, es un hecho que los mejores análisis de la realidad política española, los de mayor calado y profundidad, casi nunca han procedido del mundo académico. Han sido los Amando de Miguel (otro intelectual y profesor con una intensa experiencia en los medios de comunicación), los Luis Herrero, Jesús Cacho, Antxon Sarasqueta, José Díaz Herrera, Isabel San Sebastián, Pedro J. Ramírez, Víctor Márquez Reviriego, entre otros muchos, quienes han proporcionado los mejores instrumentos de reflexión sobre el presente español. Así se entiende mejor el título, sólo en apariencia anecdótico, De la noche a la mañana.
Si los intelectuales españoles parecen estar por encima de la realidad, la realidad ha acabado sepultándoles bajo un desprecio de cuya densidad sólo ahora, cuando casi nada de lo que se publica en España tiene repercusión, han empezado a darse cuenta. Tras el ostracismo al que le condenaron los mandarines de El País, luego de una luna de miel que duró poco –el tiempo durante el cual la democracia española parecía prometer aquello mismo que luego El País contribuyó a dinamitar–, Jiménez Losantos sabía muy bien cuál era su posición. En su propia generación hay otros ejemplos, memorablemente cultos, de esa voluntad de bucear en lo popular: José Miguel Ullán escribió crónicas sobre el folklore y la copla, y Tomás Cuesta no ha dejado de cultivar un columnismo de raíz castiza, sin descartar la crónica deportiva. Jiménez Losantos hizo lo propio con la sección de sociedad en Diario 16, pero llegó más lejos que nadie al empezar a colaborar en programas televisivos y radiofónicos, y luego, paso definitivo done los haya, al hacerse cargo de La Mañana, un programa de seis horas en horario de máxima audiencia (millones de personas) y en el que no se admiten éxitos de calidad ni succès de prestige.
Ni Antonio Herrero ni el equivalente norteamericano de éste, Rush Limbaugh, dedicaron parte de su juventud a traducir libros de estética de Jean-François Lyotard, un trabajo, por cierto, que podría haber abierto a Losantos una carrera académica. A ninguno de los dos se les habría ocurrido fundar una Biblioteca Freudiana, como hizo Losantos en Barcelona en los años setenta. Pero esa sofisticación cultural, y el tono profesoral que gusta de adoptar a veces en sus monólogos radiofónicos, un poco como si hablara ante una clase, no le ha quitado popularidad. Al contrario, parece haberla reforzado, como si los que empezaron como oyentes, se convirtieron en seguidores y han acabado siendo adictos reencontraran en los argumentos y la elocución de Losantos algo propio, en lo que se reconocen y, más aún, en lo que no quieren dejar de reconocerse.
Quien predijo en 1979 la disolución, ya que no el suicidio, de España ha acabado dando a luz un venero muy profundo, por donde sigue brotando la misma naturaleza de España, lo que aún sigue vivo de nuestro país. El antiguo intelectual se ha convertido en líder cultural y social de una España que se niega a desaparecer porque sabe que con ella desaparecerá la posibilidad de la libertad. Lástima que la derecha política no haya sabido articular una posición propia y consistente; posición que, en contra de lo que parecen pensar muchos de sus dirigentes, se vería reforzada por una figura tan excepcional como la de Federico Jiménez Losantos.
[1] Ver, por ejemplo, La dictadura silenciosa, Temas de Hoy, Madrid 1993, pp. 38-39. Salvo indicación en contra, todos los libros citados son de Federico Jiménez Losantos.
[2] Temas de Hoy, Madrid, 2007.
[3] El manifiesto del CIEL se publicó en el nº 2-3 de Diwan. V. también La ciudad que fue, pp. 216-217.
[4] V. también La ciudad que fue, pp. 235-237.
[5] Lo que queda de España, Temas de Hoy, Madrid, 2008, p. 319
[6] Bajo el título de "Totalitarismo y libertad. La democracia en el mundo tras la crisis del comunismo".
[7] En 1992. Ha sido reeditado en 2008 (ed. Sepha, Málaga), ya con la firma de Robles.
[8] Op. cit., pp. 461-470. La lista da cuenta de los años 1980-1992, un período estratégico para la construcción de la nación catalana. La expresión "terror blanco", en ibid., p. 371.
[9] Lo que queda de España, ed. cit., p. 300.
[10] V. "Aznar condecora a Revel", Libertad Digital, 28-I-2004; y Federico Jiménez Losantos, "Un muerto que nace todos los días", La Ilustración Liberal, nº 28.
[11] Nicomedes-Pastor Díaz, "Los problemas del socialismo (1848). Lecciones pronunciadas en el Ateneo de Madrid en el curso de 1848 a 1849"; en Obras políticas, edición de José Luis Prieto Benavent, prólogo de Guillermo Gortázar, Fundación Caja Madrid, Madrid, 1996, pp. 551-804.
[12] Planeta, Barcelona, 2000.
[13] "Soljenitsin y Milena Jèssenska o de Auschwitz a Pekín", El Blog de Federico, Libertad Digital, 17-VIII-2008.
[14] Manuel Azaña, "Quintana, en la infausta remoción de sus huesos", Obras Completas, ed. de Juan Marichal, Oasis, México, 1966 t. I, pp. 447-448.
[15] "El momento conservador", en Lo que queda de España, ed. cit., pp. 299-329.
[16] "Totalitarismo y libertad. La democracia en el mundo tras la crisis del comunismo", en La dictadura silenciosa, pp. 61-65.
[17] España y libertad, MR, Madrid, 2006; Más España y más libertad, MR, Madrid, 2008.
[18] "El desdén con el desdén", en Lo que queda de España, ed. cit., pp. 185-211. La referencia a la "literatura plateresca", en la página 191.
[19] Planeta, Barcelona, 1994.
[20] Lo que queda de España, ed. cit., pp. 213-233.
[21] Poesía perdida 1969-1999, Pre-Textos, Valencia, 2001, p. 22.
Número 37
Retrato
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