George W. Bush, la búsqueda de un poder absoluto
Tenemos la responsabilidad de que, cuando alguien esté herido, el Gobierno actúe.
George W. Bush
El propósito de América sólo puede encontrar su voz en Washington.
David Brooks
Juzgar a un presidente de los Estados Unidos cuenta con la ventaja de la elegancia: la que imprime la permanencia de las instituciones, dos veces y media centenarias, y la regularidad de su funcionamiento. Llegar a la banal conclusión de tal si mandatario ha sido bueno o malo no diría nada si el escritor no dejara claro cuál es el baremo que utiliza. Siendo esta revista para la ilustración liberal, parecerá de lo más a propósito que el criterio elegido sea el de la libertad. En este caso, por añadidura, parece especialmente adecuado al objeto, ya que la libertad es la idea con la que se concibió aquel país.
Utilizar la libertad como piedra de toque de los políticos tiene evidentes riesgos, ya que su posición les convierte automáticamente en villanos, por lo que el escritor puede limitarse a hacer acopio, acaso ordenado y puede que hasta bien narrado, de las tropelías que vienen con el cargo, más las que haya añadido el personaje de su cosecha. Pero no parecería un ejercicio especialmente útil. La historia es cambio y por tanto avance y retroceso, por lo que lo más interesante bien podría ser observar cuáles han sido las contribuciones del presidente al respeto o a la ampliación de la libertad de su pueblo, o bien a su cercenamiento. Ese, exactamente, será el criterio de este texto sobre George W. Bush y su presidencia durante ocho años decisivos (perdonen el pleonasmo) de la historia.
Bush 2000
Se antoja razonable que a un político, en democracia, se le coja por sus promesas; por las explícitas, que constituyen el índice de una campaña electoral, y por esos mensajes tácitos que se desprenden de su personalidad, y que no son menos importantes.
El gobernador de Texas y candidato a presidir el país por el partido republicano tenía que desembarazarse de la etiqueta de "aislacionista", pese a que las campañas, y especialmente la suya, se centraban en la regeneración moral de la sociedad y en la recuperación económica, en la educación y en la reforma en los asuntos domésticos, con poco espacio para lo que estuviera más allá de las fronteras del país. ¿No se había derrumbado el otro bloque? ¿No florecía la democracia sobre el estiércol del comunismo? Era la época en que Bush prometía menos intervención fuera y apostaba por el unilateralismo... en la desnuclearización de los Estados Unidos.
Su discurso tenía elementos liberales. Se le consideraba un defensor de los derechos de los estados, su principal propuesta era la rebaja de impuestos, e incluso abogaba por poner a dieta a la vaca sagrada de la Seguridad Social y crear unas cuentas paralelas de capitalización. "Sociedad de propietarios" fue el nombre que se dio a aquel ambicioso proyecto, tímidamente anunciado. Bush apostaba por la integración racial sin cuotas, por la ecología desde la propiedad privada, por la regeneración pública desde una moral centrada en la responsabilidad individual. También había razones para preocuparse, como su conservadurismo compasivo, cuyas lindes eran indefinidas, aunque nunca incluyeron a los homosexuales.
No sabemos qué fue de aquel George W. Bush, si se mantuvo incólume ante el gran golpe del terrorismo o quedó sepultado con el hundimiento de las Torres Gemelas. Lo que es seguro es que su política tendría poco que ver con lo que representó en las elecciones de 2000.
Una derecha antiliberal
George Bush se veía ya entonces en la necesidad de definirse como un "verdadero conservador", aunque estuviera, ciertamente, fuera de la ortodoxia. Esa ortodoxia estaba marcada por Ronald Reagan, pero su tiempo había pasado y el movimiento conservador había cambiado sobremanera. Ahora no desconfiaba del Gobierno, sino que se aliaba con él. La desconfianza hacia el Gobierno se fue achicando al paso de otras consideraciones, que provenían de diversas corrientes. Michael Tanner, en Leviathan on the Right, lo explica admirablemente.
La prensa española, tan presta a ver fantasmas, ha exagerado el papel del neoconservadurismo sin hacer siquiera un esfuerzo por entenderlo. Pero tampoco cabe negar su papel en Bush II, especialmente en su rama más joven, con resabios fascistas, que Tanner llama "conservadurismo de grandeza nacional" y que desea unir el país en torno a grandes proyectos nacionales, más importantes que cualquier plan individual. En algunos aspectos tiene insignes antecedentes en Estados Unidos, como Alexander Hamilton o Henry Clay. Uno de sus representantes, Fred Barnes, sentencia en una biografía del presidente: "Su visión del Gobierno es hamiltoniana: es un instrumento valioso para obtener seguridad, prosperidad y el bien común. Su estrategia es el uso del Gobierno como medio para conseguir fines conservadores". Si no se admite palabra por palabra esta afirmación, no se puede entender la Administración Bush.
La derecha religiosa ya no se conforma con pedir al Gobierno que le deje en paz. Ahora se ve cerca del poder y no quiere renunciar a él para imponer su agenda. El neoconservadurismo impregnado de Leo Strauss, que no es todo él, entiende, con su maestro, que el liberalismo es suicida porque desemboca en el relativismo y el nihilismo, por lo que acaba socavando (Bell) sus propias bases. El conservadurismo de Barnes, Brookes y Bill Kristoll es abierta y sinceramente antiliberal. El último se ha propuesto "matar la vaca sagrada del liberalismo: la libre elección", también en línea con Strauss.
Conservadurismo compasivo
Los neoconservadores –y esto se ignora aquí– centraban sus preocupaciones en cuestiones domésticas y sociales. Criticaron, todavía nominalmente en la izquierda, la Guerra contra la Pobreza de Lyndon Johnson, pero no por desconfianza hacia el Estado Providencia, ya que habían hecho suyo el New Deal, sino por su efecto disolvente sobre los valores tradicionales. La respuesta al programa de Johnson no fue proclamar: "La era del Gran Estado ha terminado", como Bill Clinton, sino un "conservadurismo compasivo".
"El Gobierno tiene el propósito irrenunciable de luchar contra el sufrimiento humano". No se trata de un ciudadano con conciencia escandalizado por las torturas de Abu Ghraib, sino de George Bush justificando el paternalismo no laicista que ha caracterizado su política. Se basa en la confianza en las instituciones intermedias para la lucha contra la pobreza. Los socialistas, que están enfermos de economicismo, creen que la solución a la pobreza es el dinero, pero lo importante es la producción, y ésta depende del comportamiento. Luego lo relevante es el comportamiento humano, más que la atención material.
Eso lo entienden las familias, las organizaciones privadas, las parroquias y demás. Hacen una atención individualizada, conocen a la persona y le llaman a un cambio de actitud frente a la vida; le ayudan en problemas que van más allá de la pobreza material. Y evitan la dependencia a largo plazo propia del Estado de Bienestar, porque no son ayudas indiscriminadas y automáticas. Todo eso lo entiende bien George W. Bush[1]. Pero el voluntarismo le parece insuficiente, y por eso ha destinado cantidades crecientes de dinero a organizaciones privadas, religiosas y laicas, hasta alcanzar los 2.000 millones de dólares por año. Es la llamada Iniciativa Basada en la Fe, que entiende que a base de inundar estas iniciativas con fondos públicos se liberarán "ejércitos de compasión". Aunque el esquema es mejor que la titulización de ayudas por formar parte de tal o cual categoría administrativa, el conservadurismo compasivo, esa iniciativa basada en el dinero público (1,2 billones en 10 años), ha liberado ejércitos de buscadores de rentas y crea perversos incentivos que en nada ayudan a reducir la pobreza.
Una economía estúpida
El verdadero impuesto es el gasto público. Los otros son sólo una forma de financiarlo. Si los fondos que éstos procuran al Estado no son suficientes, se recurre a la inflación. O se acumulará una deuda que se pagará con impuestos e inflación. La economía de la oferta tiene un elemento perverso: pone demasiado énfasis en los impuestos. Es más, merced al funcionamiento de la curva de Laffer (adelantada en 1949 por Ludwig von Mises), las rebajas impositivas pueden resultar en más y no menos dinero para el Gobierno, lo que debería ser un objetivo primordial de la política fiscal. De este modo, la economía de la oferta, pese a situarse en la derecha, también ha contribuido a engrandecer al Leviatán. Aun así, suponía un avance respecto del keynesianismo. Con Bush II, Estados Unidos daba un paso atrás en la historia, e iba de la oferta a la demanda.
George Bush se convirtió en un candidato con posibilidades de encabezar el partido republicano sólo después de hacer suyo un programa de enormes rebajas fiscales. Pero, como explica en detalle Bruce Barlett en su libro Impostor[2], aquéllas no tenían nada que ver con las que, animadas por la economía de la oferta, llevaron a Ronald Reagan a simplificar la fiscalidad y reducirla hasta un tipo marginal único del 28 por ciento. Pues las rebajas de Bush han consistido en devoluciones (tax credits), que no tienen el efecto de estimular el trabajo, el ahorro y la inversión, sino que funcionan más como un modo barato y menos burocrático de gasto social. Las devoluciones fiscales de Bush nada tienen que ver con los recortes de Ronald Reagan o Andrew Mellon entre Harding y Coolidge.
Por lo que se refiere al gasto, la ejecutoria de George W. Bush ha sido espectacular. Es el único de los siete sucesores de Lyndon Johnson que le ha hecho sombra en este aspecto. Y no se explica todo por las dos guerras que está librando su país, iniciadas bajo su mandato. Bush heredó un presupuesto federal de 1,86 billones de dólares y el último de los suyos asciende a 3,09 billones[3], un aumento del 65,9 por ciento, con una tasa anualizada del 6,5 por ciento, un 3,8 por ciento en términos reales. Los gastos federales suponían el 18,5 por ciento del PIB en 2001, y alcanzarán el 20,7 en 2009, según lo previsto.
El gasto en defensa, que ha pasado de 305.000 a 675.000 millones de dólares, ha aumentado un 50 por ciento como porcentaje del PIB: del 3 al 4,5 por ciento. El gasto no destinado a defensa o a relaciones exteriores también ha crecido de forma notable: del 1,8 al 2,2 por ciento del PIB, en el gasto discrecional.
Más allá de sus ocho años de desvarío en el gasto, Bush es responsable de lo que Bruce Barlett ha llamado "la peor legislación de la historia": la socialización de las prescripciones médicas, unos gastos que en la actualidad recaen en los seguros privados de salud que ofrecen las empresas a los trabajadores como parte de la remuneración. La agonizante facción fiscalmente conservadora de los republicanos votó a favor sólo después de que se le asegurase que el coste del plan no superaría los 0,4 billones de dólares en diez años. Poco después, una vez superada la votación, por estrecho margen, se reconoció oficialmente que el gasto alcanzaría los 0,53 billones. Los actuarios de Medicare han calculado que el valor presente de la corriente de gastos futura que compromete este plan es de 18,2 billones, lo que equivale al 1,9 por ciento del PIB cada año.
¿Quiénes son los beneficiarios de este plan de transferencias masivas? Los que soportaban los costes de los seguros médicos en el momento de arrancar el plan, es decir, las empresas grandes, muy grandes. Sólo la General Motors recibiría 4.000 millones de dólares;Verizon, 1.400; Bell South, 572; Delphi, 500...[4]
Todo ese dispendio hay que pagarlo, y será con subidas de impuestos, antes o después. Bush es responsable de haber agrandado el Estado como ninguno de sus antecesores, a excepción de Johnson o FDR. No hizo uso del veto para parar al Congreso hasta 2006; y no fue por motivos fiscales, sino para evitar que se investigase con células madre con dinero público.
Una de sus promesas más chocantes, pero más encomiables, fue la de reducir los subsidios a la agricultura y acercar ese sector al mercado, es decir, al mercado mundial. Siempre defendió el libre comercio como fuente de prosperidad y agente civilizador. Pero poco después de convertirse en presidente se volvió sobre sus propias palabras e introdujo aranceles sobre el acero, lo que echó por tierra el capital moral del presidente de los Estados Unidos en las negociaciones comerciales. Y, por si ello fuera poco, aumentó los subsidios a la agricultura, en una decisión que, por sí sola, sería suficiente para arruinar la Ronda Doha.
Todas estas razones, y varias otras de menor peso pero no peores, nos permiten reconocer en George W. Bush un estatista antes incluso de que perpetrara su último crimen económico. Así, ha añadido 7.000 hojas de regulaciones federales, con un coste para la economía estadounidense valorado en 1.1 billones de dólares. El resultado es que heredó el segundo país más libre del mundo económicamente hablando, según el informe de los institutos Cato y Fraser, y lega el octavo. En EEUU las libertades económicas han mermado en unos años en que han experimentado un progreso general en el mundo. Las consecuencias son las predecibles: la presidencia Bush coincide con la menor creación de trabajo en 60 años, y el ingreso medio de las familias, que con Clinton creció en 6.000 euros, ha caído en 1.000.
El terror
Mas si algo ha marcado los años de Bush ha sido el brutal atentado del islamismo contra el corazón de los Estados Unidos. Invadir el país que albergaba al grupo terrorista que realizó el ataque y derrocar a su Gobierno, ¿no es un acto de justicia? Nada asegura la efectividad de una guerra, ni la implantación de un régimen democrático allí donde no se ha impuesto por los avatares de la propia historia. ¿E Irak? Todos los servicios de inteligencia, incluidos los de Rusia y Francia, países opuestos a la guerra, creían que el régimen de Sadam Husein poseía las dichosas armas de destrucción masiva. No fue una mentira, sino un error. Pero esa diferencia no hace más acertada la decisión, cuyos efectos, por lo que se refiere al propio país y a la zona, no están aún claros. Las razones que adujo la Administración para la invasión (Irak alberga terroristas, Irak desafía la comunidad internacional...) son válidas para invadir muchos otros. E Irak no era una amenaza para Estados Unidos.
En cualquier caso, por lo que respecta a este artículo, y más allá de las consideraciones que se puedan hacer sobre la legitimidad, conveniencia o efectos de ambas guerras, lo que interesa es el efecto que han tenido sobre EEUU. Y no me refiero al coste, subsumido en el capítulo sobre su política fiscal, sino al que tiene que ver con las libertades.
De todo cuanto un liberal pueda criticar de George W. Bush, lo relacionado con la lucha antiterrorista es, con diferencia, lo peor. Si una ley recibe el apelativo de "patriótica" es porque antepone consideraciones patrióticas a las legales o a las legítimas. La patria es aquí el Estado, y no el pueblo americano, cuyos derechos no son tomados en consideración más que cuando se habla de agradecer la abnegada labor del Estado que le protegerle. Es un viejo truco; viejo incluso en aquel país: sólo hay que acordarse de las Alien and Sedition Acts de 1798.
Esta ley pasará por el ciclo completo de todas las de su calaña. Suspende los derechos individuales, pero se justifica por motivos de urgencia relacionados con una guerra. Una vez desaparecen la guerra o el enemigo, esas leyes no hacen lo propio, sino que se aferran al orden jurídico, pues el Estado no quiere deshacerse de tales instrumentos, que además se utilizan para objetivos distintos, y mucho más amplios. En el caso de la lucha contra el terrorismo, el Estado tiene la ventaja de que su enemigo no desaparecerá jamás[5].
La Patriot Act otorga al Gobierno federal instrumentos para espiar a los extranjeros y a los propios americanos sin control judicial, una medida muy querida en los regímenes totalitarios pero que en cualquier liberal debería despertar las peores sospechas, y los peores sentimientos. Las medidas encaminadas a luchar contra el blanqueo de dinero procedente del terrorismo ya se han utilizado en el mercado de la droga, en un claro ejemplo de cómo estas leyes finalistas no se confinan a su propósito declarado.
El deterioro de la libertad en Estados Unidos se puede ilustrar, entre muchos otros casos, con el del terrorista José Padilla. En mayo de 2002 la policía le detuvo en el aeropuerto de O'Hare (Chicago). Dos días antes de que una corte federal se pronunciara sobre la legitimidad de dicho arresto, el presidente declara que se trata de un "enemigo en combate" que pretendía lanzar una bomba sucia. De forma inmediata, se le traslada a una prisión naval de California, a cientos de millas de su abogado, donde estuvo retenido sin acusación durante tres años y medio. Luego fue juzgado y cambiado de jurisdicción. Finalmente fue condenado, pero mientras, durante cinco años, un ciudadano americano (una categoría degradada por casos como éste) ha estado en prisión sin condena.
La búsqueda de un poder absoluto
Pero nada de ello se entendería si no se atendiese a dos procesos distintos: la concentración de poder en la rama ejecutiva, hasta la suspensión, como veremos, de los otros dos, y, en lógica concomitancia con ello, un deterioro de los derechos de los estados.
La Décima Enmienda, última de las que contienen la declaración de derechos del sistema constitucional estadounidense, dice lo siguiente: "Los poderes no delegados a los Estados Unidos por la Constitución, o que no estén prohibidos por los estados, están reservados respectivamente a los estados o al pueblo". Los que corresponden al Gobierno federal, "pocos y definidos", según explicaba James Madison en El Federalista, están descritos en el artículo I, apartado 8 de la Constitución. Se trata de una lista bastante exigua. En febrero de 2001, en una convención de gobernadores, y cuando ya había sido elegido presidente, Bush declaró que respetar el federalismo era "una prioridad" para su Administración.
Una prioridad, eso sí, que se vería preterida por casi cualquier otra. En el caso Gonzales vs. Raich, la Administración defendió ante la Corte Suprema que, de acuerdo con la Cláusula de Comercio que le permite regular el comercio interestatal, podía prohibir el cultivo y consumo de marihuana con fines médicos aunque hubiera sido aprobado por un estado. Cómo se puede considerar materia de comercio interestatal el cultivo y consumo doméstico de una planta es todo un misterio. Como advirtió el juez Thomas en su voto disidente, "si el Congreso puede regular esto bajo la Cláusula de Comercio, entonces puede regular virtualmente todo y el Gobierno federal ya no tiene poderes limitados y enumerados". En el caso Gonzales vs. Oregon, la Administración intentó expulsar del ordenamiento jurídico, en este caso sin éxito, una ley de ese estado que permitía el suicidio asistido por un médico; esgrimió para ello la Ley Federal sobre Sustancias Controladas. Pero el caso más sonado fue el de Terri Schiavo, en el que el presidente lideró una intromisión del Congreso en una decisión judicial que permitía al marido de aquélla, que llevaba en coma 12 años, desconectarla.
Esta federalización del poder es sólo una parte de una estrategia de concentración del poder. Bush ha explicado, en sus declaraciones firmadas (notas personales que añaden los presidentes, en calidad de tales, a las leyes), que es partidario de lo que se llama "Ejecutivo unificado", una posición que asienta la autoridad del presidente para interpretar la Constitución independientemente de lo que digan el Congreso o los jueces. Lo dice claramente: "Los presidentes no tienen por qué adherirse a las declaraciones de inconstitucionalidad del Congreso o a las decisiones de la Corte Suprema".
Cuando el Congreso aprobó una ley que prohibía torturar a sospechosos de terrorismo, Bush la firmó, pero hizo lo mismo con una declaración que aludía a las limitaciones del poder judicial y que proclamaba la autoridad del presidente como Comandante en Jefe, lo que le permitiría saltarse la ley que acababa de firmar. Son muchas las leyes de las que se ha declarado independiente y, por tanto, no concernido o limitado por ellas. Pensemos, por ejemplo, en los requerimientos de que la Administración provea de información sobre el quehacer del Gobierno a los comités de supervisión del Congreso.
Al final, la Presidencia se convierte en fuente de derecho, capaz de otorgar nuevos poderes de empleo inmediato, como cuando Bush se declaró competente para designar a una persona como "enemigo en combate", lo que le permitiría detenerla y mantenerla incomunicada por tiempo indefinido. Esto supone la disolución del habeas corpus. Sólo el Congreso, y en casos excepcionales, puede suspender esta garantía judicial. El presidente se arrogó asimismo la capacidad de establecer cortes militares para juzgar terroristas sin autorización del Congreso, algo que fue rechazado por el Tribunal Supremo en Handman vs. Rumsfeld. También ha querido hacer suyo el derecho a declarar la guerra a cualquier nación sin contar con el apoyo, legalmente preceptivo, del Congreso. Es la búsqueda de un poder absoluto, sin frenos ni controles, sin contrapesos ni sometimiento a la justicia. ¿Cómo se puede justificar un atropello como éste? Con las palabras de John Ashcroft: "Para aquellos americanos amantes de la paz que creen en fantasmas sobre las libertades perdidas, tengo este mensaje: vuestras tácticas ayudan a los terroristas".
Si el presidente de los Estados Unidos se coloca a sí mismo al margen de la ley, si suspende las garantías judiciales y derechos como el habeas corpus; si aprueba la práctica de la tortura como método de averiguación; si la ciudadanía tiene razones para sentir miedo de su propio Gobierno, entonces los terroristas han ganado la partida con la ayuda del Gobierno, o viceversa. Y el uno es cómplice del otro.
Un nuevo Hoover
John Adams, Abraham Lincoln, William McKinley, los dos Roosevelt, Johnson... son varios los presidentes con los que se pueden buscar paralelismos con George W. Bush, y en ningún caso para bien. Es también el caso de Herbert Hoover. Le estalló una crisis económica de grandes proporciones, y quiso resolverla con intervenciones sin parangón, siempre en nombre de la economía de mercado. Le siguió un presidente demócrata que, con su New Deal, alargó innecesariamente la crisis, provocando la Gran Depresión.
El plan de rescate de septiembre de 2008 y su secuela de finales de noviembre es historia viva, mucho más cualquiera de los pasos de la Administración Bush, pero ya se pueden adelantar varios juicios. El primero de ellos es que el presidente ha vuelto a traicionar a su país, dándole una nueva puñalada a la economía de mercado, la que ha hecho a ese pueblo tan próspero y a él tan poderoso. Además, no servirá para paliar la crisis, sino para extenderla en el tiempo, pues lo que necesita la economía es liquidar los proyectos indebidamente mantenidos durante el boom especulativo. Y contribuirá a desacreditar a la economía libre, cuando es el intervencionismo el que debiera salir mal parado de este trance. "Ha envenenado el pozo del conservadurismo, porque las políticas conservadoras se asocian ahora con todas las malas cosas que ha hecho Bush", dice Michael Tanner.
El rescate de la historia
George W. Bush se ha caracterizado por traicionar los valores que Ronald Reagan hizo fuertes en su partido. En nombre del conservadurismo, ha engrandecido el poder del Estado, unificado el poder en el Gobierno federal, abierto la espita del gasto y despreciado los derechos individuales y la Constitución. El veredicto no puede ser otro que éste: ha sido uno de los peores presidentes de la historia de EEUU.
Una encuesta realizada por el Pew Research Center entre 109 historiadores recogió que el 61 por ciento de ellos consideraba la de George W. Bush la peor presidencia de la historia americana. Todos menos dos la consideraban un fracaso. Independientemente de las consideraciones que se puedan hacer sobre la muestra, la encuesta no está muy alejada de la opinión mayoritaria. Pero si hay algo seguro sobre el legado del presidente Bush es que, con el paso de las décadas, la opinión de la historia mejorará sobremanera. Bastaría con que, Dios no lo quiera, los terroristas lograran volver a atentar contra Estados Unidos durante la Administración Obama. Pero tampoco sería necesario para que se produzca ese cambio en la visión de esta presidencia. Como demuestran Richard Vedder y Lowell Gallaway en el primer capítulo de Reassesin the Presidency[6], la casta de los historiadores adora a los presidentes que más han hecho por engrandecer al Estado a costa de los derechos y libertades de los ciudadanos.
La historia, pues, le rescatará, pero será por sus propios pecados.
[1] Ver mi artículo "La pobreza" (http://www.juandemariana.org/comentario/277/pobreza/). Bush ha adquirido su pensamiento al respecto, más que de otra fuente, del libro The Tragedy of American Compassion, de Martin Olavsky (Regnery, Washington, 1992). He resumido sus conclusiones en el artículo "Las siete marcas de la compasión" (http://www.juandemariana.org/comentario/830/siete/marcas/compasion/).
[2] Bruce Barlett, Impostor. How George Bush Bankrupted America and Betrayed the Reagan Legacy, Doubleday, 2006, Nueva York.
[3] Los datos están sacados de "Historical Tables. Budget of the United States Government. Fiscal Year 2009" (http://www.whitehouse.gov/omb/budget/fy2009/pdf/hist.pdf). Los cálculos son míos.
[4] Bruce Barlett, op. cit., capítulo 4.
[5] Presenté estas ideas, por lo demás ampliamente conocidas, en una charla en el Campus FAES celebrado en el verano de 2005. Resumí su contenido en el comentario del Instituto Juan de Mariana "La guerra y la salud del Estado" (http://www.juandemariana.org/comentario/231/guerra/salud/estado/).
[6] John V. Denson (ed), Reassesing the Presidency. The Rise of Executive State and the Decline of Freedom, Ludwig von Mises Institute, Auburn, Alabama, 2001.