Auschwitz, un regreso a pie
Tres veces, en sesenta y tres años, la venezolana Trudy Mangel de Spira ha traspasado las macabras cercas del campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. La primera ocurrió el 4 de mayo de 1945, tres meses después de que el ejército soviético liberara el averno donde los nazis asesinaron alrededor de un millón de judíos, 74.000 polacos, 21.000 gitanos y 15.000 soviéticos prisioneros de guerra. Era entonces una niña, un saco de huesos. Durante meses había sido sometida a trabajos forzados, estaba sola, aterrada, no podía caminar.
La segunda vez, el 27 de enero de 2005 –instituido por la ONU como Día de la Recordación del Holocausto–, lo hizo sometida a la excesiva formalidad de las conmemoraciones del 60 aniversario de la liberación del emblemático Auschwitz, sin que se le permitiera ver de cerca los lugares que escindieron su memoria. Fue una más de los 2.000 supervivientes invitados a participar en una ceremonia cuyos protagonistas terminaron siendo la nieve y un puñado de líderes mundiales, entre ellos los presidentes de Polonia, Rusia y Francia, Aleksander Kwasniewski, Vladimir Putin y Jacques Chirac, respectivamente.
Aquella frustrante procesión hizo que volviera por voluntad propia el primero de mayo del 2008, vestida como turista, abrazada al afecto de 140 paisanos judeovenezolanos. A sus 75 años entró y salió del campo caminando, erguida, impetuosa, aunque con la mirada líquida y el pie derecho muy adolorido, secuela de la brutal amputación de tres dedos perpetrada por los nazis días antes de que todo acabara. O comenzara.
En esta última ocasión volvió a Auschwitz-Birkenau por rigurosa necesidad. Para desmantelar sus pesadillas. Para dar fe de que la supervivencia puede ser un milagro y un destino. Pero, sobre todo, asegura ella, para rendir un último tributo a su esposo, fallecido hace tres años, y que fue víctima –en enero de 1945– de las llamadas Marchas de la Muerte. Alfred Spira y el hermano de Trudy, Nisu Mangel –los futuros cuñados no se conocieron en aquellos calamitosos días del fin de la Segunda Guerra Mundial–, fueron de los poquísimos que escaparon vivos a las caminatas de más de 50 kilómetros a las que los nazis sometieron a 60.000 prisioneros de Auschwitz y sus subcampos ante la cercanía de las fuerzas soviéticas. La intención era desaparecerlos en el insolente invierno o, en el mejor de los casos, enviarlos a campos de concentración en Alemania y Austria. Al menos 15.000 evacuados de Auschwitz murieron en el obligado éxodo hacia la Alta Silesia, rendidos ante el hambre, la debilidad o fusilados por los guardias de la Schutzstaffel (SS), cuyas órdenes eran acabar con los rezagados.
"Desde 1988 se organiza en Polonia la Marcha por la Vida, en la que miles de personas de todas partes del mundo, no todas judías, caminan los tres kilómetros que hay entre el campo de Auschwitz y el de Birkenau", explica Trudy en un español sosegado, con dejos caraqueños, que cuida no entretejer con las siete lenguas que domeña. "Hasta el año pasado no oí de la existencia de ese evento. Pero apenas me enteré, pensé: no me queda mucho tiempo para homenajear a mi esposo. Me dije: él estuvo en una marcha de la muerte, durante tres años caminó entre Auschwitz y Birkenau, pues trabajaba en un campo y pernoctaba en otro, así que yo voy a hacer una por la vida en su memoria, porque él nunca habría regresado a Polonia. Mi esposo habló muy poco del campo de concentración, no fue capaz, se llevó todo a la tumba. Durante mucho tiempo tampoco yo pude hablar. Hace apenas veinte años conseguí fortaleza espiritual para contar lo que me ocurrió, y desde entonces no he parado. Al principio, como la mayoría de los sobrevivientes del Holocausto, tenía miedo de que no me quisieran escuchar o no me creyeran. Por eso hoy, donde voy, cuento mi historia. Por eso viajé a Polonia. Necesitaba ver si todo lo que digo es como lo recordaba".
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Cuando Trudy nació, el 14 de agosto de 1932 en Kosice –entonces Checoslovaquia, luego Hungría y hoy Eslovaquia–, la vida de los judíos era ya una tragedia. El arribo de Hitler al poder en 1933 afincó en buena parte de Europa las espuelas de un antisemitismo que comenzó limitando la participación de los judíos en la vida pública y que llegaría a impulsar uno de los más cruentos genocidios de la historia de la Humanidad. Pese a obvios aires de suplicio, ella recuerda una infancia feliz en su ciudad de 70.000 habitantes, de los cuales 17.000 eran judíos organizados en comunidad, con sus sinagogas, su cementerio y sus escuelas. Su familia era observante ortodoxa, dueña de un próspero negocio de telas que le permitió adquirir todo un edificio en una transitada calle.
En 1938 Trudy comenzó a ir a la escuela. "Pero apenas un mes después cerraron las aulas y nos mandaron a casa por seis semanas. Fue el momento en que Checoslovaquia pasó a ser Hungría. Tuvieron que cambiarlo todo, los libros, el pensum, había un nuevo idioma. En ese momento todos éramos iguales, éramos amigos. La única diferencia era que a quienes proveníamos de hogares judíos no nos daban tareas para los sábados. A partir de 1939 comenzaron a suceder verdaderos cambios más allá de mi pequeña vida infantil. Mi papá perdió su negocio, no le renovaron el permiso y cuando quiso hacer otro tipo de negocio ya fue tarde, los judíos pasamos a ser ciudadanos de segunda clase. Por suerte teníamos rentas fijas de las que vivir, además mi papá había guardado la mercancía que quedó y la seguía vendiendo, aunque no a la luz pública".
Hasta 1941 los judíos de Hungría habían conseguido, a su manera, esquivar la desgracia. Pero ese año el Gobierno aprobó una ley que, como las de Núremberg, determinaba quién era o no judío. Trudy recuerda que fue en ese momento cuando vislumbró por primera vez que su credo la hacía distinta: "Hubo un concurso de composición libre en toda Hungría. Y como a mí me gustaba escribir, participé y mi trabajo ganó el primer premio, pero cuando se enteraron de que era judía me lo quitaron. Para mí eso fue terrible, un dolor muy grande, porque yo siempre tuve mucho orgullo de lo que hacía; me gustaba destacarme y sentí que merecía el premio, que me lo había ganado y me lo quitaron sólo por ser judía".
Al despuntar el año escolar de 1943, todos los judíos fueron obligados a portar una estrella amarilla cosida a la ropa: "Yo no quería volver al colegio, no quería ir marcada. Mi mamá trató de convencerme de que era una situación pasajera. Suponía que los niños no judíos se acercarían y nos dirían que nada había cambiado. Pero ni uno solo de los compañeros con quienes compartí las aulas desde el kindergarten dijo algo para tranquilizarme. Vieron el sufrimiento en nuestras caras, pero no dijeron nada. Algunos hasta llegaron a maltratarnos. Salió de pronto en ellos el antisemitismo y se acabó la camaradería. Esta fue mi primera decepción en la vida".
En casa de Trudy la cotidianidad se desbocaba. A partir de 1941, el padre fue llamado constantemente a realizar trabajos forzados y la madre, que debía ir tras él para conocer de su estado y ayudar a liberarlo a través de sobornos o influencias, dejaba a los hijos solos durante días enteros, en los que ellos se las arreglaban para buscar comida. Para más, la familia tuvo que hacerse cargo de seis primos que vivían a sólo 60 kilómetros, en una zona de la que ya se estaban llevando judíos a Auschwitz: "Mis tíos fueron enviando a los niños a la frontera de dos en dos, siempre una hermana y un hermano. Mi madre los esperaba en el bosque con los documentos de mi hermano y los míos: los llevaba a Budapest, donde los ponían presos, y luego como tía los reclamaba. Era un proceso terrible. Eso duró como mes y medio hasta que los seis niños estuvieron en nuestra casa. Otro hermano de mi mamá envió también a su hijo, pero a ése sí lo fusilaron en el camino. La situación era muy difícil. Un hogar que estaba acondicionado para dos niños de repente debió albergar a ocho, en una época de racionamientos. Nuestra vida cambió absolutamente. Eso sí, para mi mamá ningún sacrificio fue demasiado grande. A sus hijos nos exigió que nunca discutiéramos con los primos. Decía que mientras nosotros todavía éramos una familia unida, esos niños no tenían a sus padres. Mamá insistía en que teníamos que acostumbrarnos, dormíamos dos en una misma cama".
Un viernes en la mañana irrumpieron en casa de los Mangel soldados preguntando por la madre, que estaba en el mercado. Los hijos corrieron a avisarle, y cuando volvieron el padre –que había salido del edificio en busca de ayuda para rodar los muebles– les gritó que huyeran: "Y mientras corríamos nos decía: '¡Esto es la mano de Dios, los alemanes adentro y nosotros todos afuera!'".
El siguiente día lo pasaron ocultos en casa de unos tíos. "El domingo contratamos a un guardabosques húngaro para cruzar la frontera. Íbamos vestidos con ropa de campesinos de la zona. El guardabosques partió con mi mamá y mi hermano; mi papá salió con otra señorita y yo con una señora. Los alemanes habían revisado nuestras fotografías y las llevaron consigo para ubicarnos. Sabíamos que a las dos en punto nos esperaría otro guardabosques en la frontera. Pero llegamos todos menos mi papá. El guardabosques no quería seguir esperando y pidió que continuáramos. Mamá se negó, dijo que sin su esposo no iba a ningún lado. Hizo que nuestro guía regresara a buscar a papá. Y él estaba en casa de los tíos. Hasta el día de hoy no entiendo por qué. Cuando por fin nos reunimos había pasado la hora acordada. Una vez más entendimos que Dios así lo quiso, pues el lugar por donde debíamos pasar estuvo repleto de alemanes".
La familia logró llegar a Bratislava, capital eslovaca, donde la comunidad judía los ayudó a conseguir documentos falsos. Su padre halló trabajo en una fábrica y unos primos adinerados, para despistar, les alquilaron un apartamento en un lujoso barrio prohibido a los judíos. "En ocasiones los alemanes irrumpían en esa casa, nos pedían documentos y se iban. Mi hermano temblaba temiendo que algo nos pudiera pasar. Y nos pasó. Una noche de mediados de 1944 escuchamos un tiroteo y golpes a la puerta. Entraron unos alemanes gritando que nos vistiéramos, que cargáramos con lo que nos entrara en las manos. Afuera había un camión estacionado, lleno de gente con caras tristes, asustadas. Habían arrasado con todo el barrio. También a nosotros nos llevaron. Sabíamos que era el principio del fin. Yo alcancé a cargar con una pijama de satén y la muñeca con la que siempre jugaba. Nos montaron en el camión y nos condujeron a un lugar donde habían reunido a todos los judíos de Bratislava. Era mucha gente, no había comida ni bebida para todos. Al día siguiente, nos llevaron a un campo de trabajo en la misma Eslovaquia. Cuando bajamos de los vagones nos esperaban alemanes que nos exigieron entregarles dinero, joyas. Nadie se atrevía a darles nada, pero una pareja de ancianos se salió de la fila, rompió las hombreras de sus abrigos y sacaron montones de dólares. Entonces los alemanes empezaron a rompernos los abrigos a todos y cuando no encontraron nada más golpearon a esos viejitos, los tumbaron al piso, los mataron a patadas".
La mañana siguiente la familia fue llevada de nuevo a la estación de tren y encerrada en vagones de transporte de ganado. Tres días más tarde estaban a las puertas del temible campo de concentración y exterminio de Auschwitz. "En ese tren la familia estuvo junta por última vez. Hoy trato de recordarlo como algo grato, incluso con una sonrisa. Hasta se me olvidó lo malo: las limitaciones de espacio, la falta de comida y bebida. Me pregunto dónde hacíamos nuestras necesidades. Cuando abrieron las puertas del vagón nos dimos cuenta de que había cadáveres entre nosotros".
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Auschwitz fue el campo de concentración y exterminio más grande de todos los erigidos por el Tercer Reich, situado a pocos pasos de Oswiecim, en el sur de Polonia. Era un complejo integrado por varias edificaciones salpicadas a lo largo de 40 kilómetros cuadrados. Auschwitz I fue construido en 1940 por orden del primer comandante de las SS, Rudolf Höss, en un antiguo cuartel de la monarquía austro-húngara. Preparado para albergar a 7.000 presos, lo formaban 28 edificios de ladrillos de dos plantas y varias barracas de madera, rodeados por alambradas electrificadas. Allí funcionó la primera cámara de gas, estrenada el 5 de agosto de 1940, aunque la parca acudía también a través de pelotones de fusilamiento, horcas y búnkeres. A su entrada puede leerse aún el irónico letrero que reza Arbeit macht Frei (El trabajo libera). En 1941 el jefe de la Gestapo, Heinrich Himmler, impuso la construcción de un segundo campo con mayor capacidad, conocido como Auswitz-Birkeanu o Auschwitz II, que llegaría albergar la mayor población de prisioneros. Un tercer subcampo de trabajos forzados, Auschwitz III, fue edificado en la cercana ciudad de Monowitz, alrededor del cual funcionaron otros 45 campos anexos.
A la llegada de Trudy, Auschwitz-Birkenau era una eficaz industria de muerte, arropada por los preceptos de la llamada Solución Final (Endlösung), que pretendía exterminar a todos los judíos europeos. Había 250 barracones de madera y de piedra, cuatro cámaras en las que a diario se gaseaba con ácido cianhídrico, Zyklon B, a casi 6.000 condenados que entraban mansamente a ellas, creyéndolas salas de duchas desinfectantes. Sus cuerpos –antes se les extraían los dientes de oro y se revisaban sus orificios en busca de joyas– eran desaparecidos a través de las chimeneas de cuatro hornos crematorios, encendidos sin descanso hasta noviembre de 1944. Quienes sobrevivían a la primera selección hecha por los nazis a las puertas del campo –niños, ancianos y enfermos eran llevados directamente de los andenes a las cámaras de gas– eran puestos en cuarentena en barracas inmundas, con camastros en los que dormían apiñados, sin colchones, sin mantas, a la zaga de piojos y enfermedades contagiosas. Hombres y mujeres eran tatuados con un número, rapados y vestidos con raídas pijamas de rayas. Algunos –sobre todo gemelos y gitanos– eran sometidos a las lúgubres experimentaciones del médico Josef Mengele, el temible Ángel de la Muerte. La alimentación consistía en un mendrugo de pan y un caldo descrito como nauseabundo.
Junto a Trudy, unos 430.000 judíos –bajo la mirada apática de la comunidad internacional, enterada ya entonces de los procedimientos nazis– fueron deportados de Hungría a Auschwitz entre mayo y julio de 1944. La mitad fueron asesinados inmediatamente, y la otra fueron sometidos a los demenciales ritos de los soldados alemanes, siempre seguidos por sus perros. "Apenas bajamos del tren, llegó un alemán muy alto y guapo. Era Mengele. Decían que con solo mirar a alguien sabía su edad y condición física. Hablaban de él como si fuera un superhombre. Cuando llegó mi turno, me miró. Papá me había advertido de que dijera que tenía dieciséis años para que me llevaran a trabajar. Yo era entonces muy alta, por lo que el médico no dudó y me hizo una seña para que me fuera con los adultos. Más atrás venía mi hermano, él dijo que tenía catorce años por las mismas razones. Mengele no le creyó, pero dijo que como era un muchacho inteligente podía irse. En ese momento pensamos que habíamos ganado el primer round: seguíamos juntos. Pero enseguida nos separaron. Yo me fui con mamá y mi hermano con papá. Mamá lloraba. Fue la última vez que mis padres se vieron".
Madre e hija fueron marcadas con un número consecutivo. El de Trudy, que aún perdura legible en su antebrazo izquierdo, es el A27165. Tres días después de estar en Auschwitz-Birkenau hubo otra selección y fue separada de su madre, con quien se reencontraría milagrosamente en la casa natal después de la guerra. A su padre volvería a verlo unas pocas veces más. "Mi trabajo en Birkenau consistía en tejer mechas para bombas. Había un capataz checo, no judío, que me tomó cariño. Una vez hablamos de mi papá. Al día siguiente el hombre que trajo la materia prima fue mi papá. No podía creerlo. Resulta que se conocían, que estaban en la misma barraca. Durante varias semanas, dos veces al día, cinco minutos, pude estar con mi papá, aunque no podíamos mostrar nuestra relación. Una mañana quien apareció fue un nuevo capataz alemán. Esa noche vi de lejos una fila de hombres y entre ellos a mi papá. Le hice señas para que notara que tenía buenos zapatos, porque él siempre estaba preocupado de que mis pies se congelaran. Al día siguiente, un señor se me acercó y me dio unos zapatos que me enviaba mi papá. Esa fue la última vez que vi a mi papá. Todavía no me recupero de su muerte. No sé dónde lo enterraron, cuándo murió. Cuando uno no sabe es peor. A veces he pensado que anduvo deambulando por ahí, amnésico".
En aquellas postrimerías de 1944, el cuerpo de Trudy estaba a punto de claudicar. Todas las mañanas, entre las cuatro y las siete, era obligada a hacer una fila a la intemperie, sin nada en el estómago. Tras un castigo que la hizo permanecer un día entero de pie en la nieve, regresó a la barraca arrastrándose: sus piernas estaban hinchadas, ampolladas, ennegrecidas. "Grité toda la noche del dolor. Me llevaron al hospital. Pero en esos días el frente de batalla estaba cerca y en el hospital se ocupaban de destruir los registros y no de los enfermos. Mis heridas eran enormes, estaban infectadas, el dolor era terrible. Tenía los dedos del pie congelados, y como no podían curarlos, para evitar más infección o para torturarme, no lo sé, me los cortaron sin anestesia. Grité mucho, me taparon la boca para que no gritara más. La herida pasó mucho tiempo totalmente abierta".
Aquella misma noche infernal comenzó la evacuación de Auschwitz-Birkenau. Los nazis incendiaron los edificios de los hornos crematorios y las cámaras de gas para no dejar huellas. "Advirtieron de que nadie se quedara. Pero yo no podía levantarme, mucho menos caminar. Los que pudieron salieron. Yo también quería escapar. Me tiré de la litera al suelo, me pisaron. Me quedé sola, esperando que en cualquier momento la barraca se encendiera. Afortunadamente, quedó intacta".
Unos días más tarde, el 27 de enero de 1945, el Ejército Rojo ingresó a Auschwitz, hallando a unos 7.000 prisioneros, fantasmas a punto de diluirse. Trudy –que marcó ese día como el de su verdadero nacimiento– no pudo ser evacuada sino hasta mayo, cuando su pie se alivió. Una película de aquel día tomada por los rusos –que puede verse en el Museo del Holocausto de Washington– muestra a una Trudy más muerta que viva. "Tras seis años de persecuciones, ¡estábamos libres! No sabíamos qué hacer con eso, qué era ser libre. No podía imaginar que afuera había otro mundo. No entendía cómo la libertad podía cambiar mi vida".
Lo que vino después, aunque menos cruel, no sería fácil. Consiguió regresar a la ciudad natal, donde se reencontró con su hermano y su madre. "A mi hermano y a mí nos llamaban 'hijos del milagro', porque era muy raro que dos niños se hubieran salvado de Auschwitz y sus hornos. Más de un millón de niños murieron durante la guerra. A nuestra ciudad no regresó ningún judío de nuestra edad. Cuando volví al colegio los compañeros me parecían infantiles, nada teníamos en común. A pesar de que mi hermano y yo siempre fuimos de los mejores alumnos, cuando acabó la guerra habíamos perdido todo interés en el estudio, no entendíamos en qué nos ayudarían a sobrevivir las matemáticas, la ciencia; pensábamos que de ahí en adelante sólo tendríamos que luchar por salvarnos. Mamá se dio cuenta de eso y supo que tendría que sacrificarse y enviarnos a otro ambiente que no nos recordara el pasado. Por eso en 1948 nos mandó a Inglaterra y luego a Canadá, y ella se fue a Israel".
En 1952 Trudy decidió no seguir lejos de su madre. Lo que en principio fue una visita se convirtió en mudanza. Gracias a su dominio del inglés, halló trabajo con el Gobierno. Poco después conoció a Alfred Spira, quien ya residía en Venezuela y estaba de paso por el Medio Oriente. Se casaron en 1955, y desde entonces vive en Caracas, sintiéndose tan judía como venezolana. Aquí nacieron sus dos hijos y sus cinco nietos. En esta Tierra de Gracia, donde ha podido rehacerse y cuya nacionalidad adoptó sin resquemores, no hay un solo día que no se pregunte cómo fue que sobrevivió. La respuesta, aunque tamizada por el optimismo que ha aprendido con los años, sigue teñida de incertidumbre. A ratos piensa que la salvó su fe en Dios. "Los sobrevivientes del Holocausto a veces nos sentimos culpables de haber vivido. Ahora que soy mayor, pienso que por alguna razón me salvé, que por algo fui escogida. Se habla mucho de la guerra y poco de lo que ocurre después, de cómo nos enfrentamos a la vida que queda".
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Trudy Mangel de Spira ha consagrado estos últimos años a honrar la memoria. La del Pueblo Judío, la de sus parientes asesinados durante el Holocausto, la suya propia. De ahí que forme parte del Comité Venezolano de Yad Vashem, ramal criollo de Yad Vashem (del hebreo "monumento y nombre"), institución creada por el Parlamento israelí en 1953 como ente para el Recuerdo de los Mártires y Héroes del Holocausto y que en 2007 obtuvo en España el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia. Desde esa tribuna explica la importancia de jamás olvidar. Son ya incontables las veces que ha desgranado la cronología de sus infortunios ante auditorios estudiantiles. Siempre se le quiebra la voz. Pero continúa, como quien obedece un mandato sagrado.
Viajar a Auschwitz el año pasado fue una más de las valientes calistenias de su espíritu. Lo hizo con la certeza de que hallaría un eslabón de sí misma en los espacios donde tanto sufrió. Y el viaje no fue en vano.
Tras la caminata de tres kilómetros y la ceremonia de Yom Hashoá Vehagburá (en hebreo "Día de conmemoración del Holocausto y el heroísmo"), pidió ser conducida al lager o barraca 18, donde estaba casi segura de que la sorprendió el fin de la guerra. Apenas entró se dirigió a la banca que divide en dos el oscuro espacio y se detuvo. "Fue aquí", aseveró. Y comenzó a rememorar en voz alta para quienes la acompañábamos. Ya durante todo el trayecto en tren desde Varsovia a Oswiecim había estado narrando episodios arrancados de sus más secretas costras. En la entrada de Auschwitz contó, rodeada por el grupo de venezolanos, cómo fue su llegada al campo. Nos preguntábamos en qué momento se derrumbaría, por qué la obsesión de hurgar en sus llagas, cómo haríamos para consolarla. Pero ni su cuerpo ni su alma requirieron más sostén que el de la solidaridad. "En aquel momento reviví todo, vi a las mujeres que estuvieron conmigo en esa barraca. Me pregunté si alguna de ellas regresó. Fue muy difícil, pero me ayudó el que estuviera conmigo gente de mi comunidad venezolana, que tuvo un gesto muy bello: encender velitas en nombre de mi papá y de mi familia; decir el kadish (plegaria por los muertos) en memoria de mi papá. Ahora veo que eso me hacía falta. Creo que he cerrado el círculo de mi pasado, y al mismo tiempo es ahora cuando recuerdo exactamente todo lo que me pasó. Ya no es algo tan lejano ni borroso".
Auschwitz-Birkenau, aún con sus chimeneas y catres intactos, con su atmósfera demoledora, es hoy un museo, declarado en 1979 por la Unesco Patrimonio de la Humanidad. Las florcitas amarillas salpicadas en la hierba poco dicen de las letrinas, el barro, la desolación otrora esparcida por aquellos boscajes. Trudy dice estar de acuerdo con que así sea: "Ahora de lo que se trata es de que la gente vea por lo que uno pasó, sin que salga traumatizada. De lo contrario aquello se olvidaría. Nosotros, los sobrevivientes, que cada vez somos menos, ya no estamos en condiciones físicas para hacer viajes y llegar hasta Polonia. El campo está preparado para la gente que no vivió el Holocausto. De todas maneras, así como está ya es bastante horrible. Si te llevan a la cámara de gas y te explican lo que allí pasaba, si te llevan al crematorio y te explican de lo que se trató, entonces ya no importa si están o no las flores".
A su regreso a Caracas cesaron las pesadillas que por años la devolvieron a los turbios recodos de Auschwitz-Birkenau. Ha vuelto a soñar, más bien, con su temprana infancia, la de los felices días de Kosice. Y ha estado recordando, con nitidez, casi compulsivamente, hechos que creía exilados de sus palabras. Su pie, sin embargo, no ha dejado de latir bajo los zapatos ortopédicos, reiterándole que la guerra es un amargo e indeleble destino: "El médico que me atendió después de la liberación dijo que me acordaría de él si algún día me llegaba a sentar en la cama. A nadie se le ocurrió en aquella época que me iba a levantar, y mucho menos a caminar. El dolor constante se ha convertido en parte de mi vida. Hay noches en las que la sábana me pesa sobre los muñones, porque la mía fue una herida mal curada, carne viva crecida sobre carne viva. El dolor es tan parte de mí, que no imagino cómo una persona puede andar por el mundo sin dolor".