La sacralización del terror
Sartre y Fanon
"... si dejamos de lado las habladurías fascistas de Sorel, veréis cómo Fanon es el primero, desde Engels, en sacar a la luz la partera de la Historia", escribe Jean-Paul Sartre en el breve prólogo al libro de Franz Fanon Los condenados de la Tierra (Ed. François Maspero, 1961). La partera es, claro, la violencia, y más precisamente el Terror. Cabe preguntarse en qué café de San Germán de los Prados Sartre, distraído, escribió tales habladurías, ya que desde Engels todos, Lenin, Trotsky, Stalin, Mao, Pol Pot, como Hitler, Mussolini, Franco (hasta en el cine, véase Raza), Fidel Castro, Guevara, etc., han exaltado la belleza viril de la santa violencia fundadora.
Es en 1961 cuando Sartre se entrevista con Franz Fanon en Roma. Estamos a finales de la Guerra de Argelia. Fueron Claude Lanzmann y Marcel Péju, mucho más comprometidos que Sartre en la "ayuda al FLN argelino", quienes organizaron dicha entrevista. Fanon, médico psiquiatra martiniqués, fue uno de los teóricos del tercermundismo revolucionario. Antes de adherirse totalmente a lo que creía ser la revolución argelina ya había escrito un libro violentamente antioccidental: Peau noire masques blancs (Piel negra, máscaras blancas), publicado por Seuil en 1952.
Cuando Sartre va a entrevistarse con él en Roma, Fanon es un moribundo, y sucumbirá a su leucemia pocos meses después, ese mismo año de 1961. Fanon, el teórico de la violencia revolucionaria tercermundista, eligió para morir un hospital de Washington. O sea, la capital del imperialismo yanqui. La sede misma del Mal.
Se ha exagerado mucho la participación militante de Sartre contra la Guerra de Argelia, en realidad se limitó a firmar algún manifiesto y a escribir un par de cositas, como ese prólogo, el más corto que jamás escribió. Pero, por ejemplo, tras haber prometido ser testigo de la defensa en un proceso contra franceses que colaboraban con el FLN argelino, se rajó y se largó a Brasil. Los abogados de los acusados, Roland Dumas y Jacques Vergès, presentaron al tribunal una falsa carta suya, escrita por ellos, para compensar su ausencia. Una carta en la que Sartre se solidarizaba totalmente con los acusados pero que jamás se atrevió a escribir. Además, no tuvo tiempo, se iba de copas con Jorge Amado en Salvador de Bahía de Todos los Santos.
La historia de la guerra de independencia argelina podría empezar en 1945 en Sétif, cuando unas masivas manifestaciones nacionalistas argelinas fueron reprimidas por el ejército francés: 45.000 muertos, según cifras que aún se discuten. El Gobierno de la Resistencia, presidido por el general De Gaulle y con ministros comunistas, negó la realidad de los hechos y la importancia tanto del motín nacionalista como de la represión. Maurice Thorez, secretario general del PCF y viceprimer ministro, encontró una explicación peculiar a esos "incidentes": se trataba de elementos pronazis que intentaban sabotear las nuevas instituciones democráticas de la república francesa, de la cual Argelia formaba oficialmente parte. Es cierto que los nazis, muy hábilmente, supieron utilizar a los movimientos nacionalistas árabes que luchaban contra el Imperio Británico durante la II Guerra Mundial. Además, algo les unía: el antisemitismo. Pero en el caso de Argelia esta acusación es poco seria: se trataba en realidad del inicio de la lucha por la independencia nacional, cuyos aspectos de lucha armada e incluso terrorista se reanudaron violentamente en 1954 y continuaron hasta la independencia, en 1962.
Podrá parecer paradójico –y hasta escandaloso– a muchos ingenuos, pero, visto con la distancia y la relativa objetividad de los hechos, resulta que Francia, que intentó oponerse bestialmente, con bombardeos a poblaciones civiles, torturas casi oficiales, ejecuciones y todo lo tristemente conocido, a la independencia de Argelia, fue antes, durante y después de esa guerra un país democrático, mientras que Argelia, y sobre todo el FLN, que tenía razón, o razones, para exigir su independencia, y que en esa guerra también empleó métodos bestiales, terrorismo contra la población civil, liquidación mediante asesinatos sistemáticos del movimiento nacionalista rival –el MNA–, etc., una vez logrado su objetivo, tan sangrientamente obtenido, la independencia, sucumbió al caos islámico y, siempre, al terrorismo.
Yo hace tiempo que no comparto las tesis radicales que condenan todos y cada uno de los aspectos de la colonización, los USA constituyen un magnífico ejemplo de la colonización europea. No niego las injusticias y los posibles crímenes de los colonos, pero afirmo que no se puede limitar la colonización a sus aspectos negros. Como no estoy escribiendo un artículo sobre la colonización, me limitaré a señalar que la Argelia colonial –aunque jurídicamente llegó a ser un departamento francés– fue infinitamente más interesante, cultural y económicamente, así como desde el punto de vista laico, que la Argelia independiente, que, pese a ser un país riquísimo (petróleo, gas), es un país miserable, perpetuamente azotado por el terrorismo y la guerra civil entre el islamismo, cada vez menos moderado, del Gobierno y los locos de Alá.
Tercermundismo
Hay que tener en cuenta que cuando Sartre se entrevista en Roma con Fanon –quien le pide angustiosamente un prólogo a su libro, debido al prestigio internacional de aquél–, ya todos los grandes intelectuales franceses, y la opinión pública, se habían declarado contrarios a la tortura y exigían la paz. En ese sentido, Sartre parecía algo rezagado, o no más atrevido que François Mauriac, y es sin duda por eso que cargó las tintas y escribió una oda a favor de la violencia revolucionaria que ni Mauriac, ni Malraux ni Camus, pongamos, podían firmar.
Pero si Los condenados de la Tierra (todo el mundo habrá entendido que se trata de la letra de La Internacional) es un libro que se ocupa de la Guerra de Argelia, que denuncia la colonización y la represión del ejército francés, pretende ser sobre todo un manual del perfecto revolucionario tercermundista y un canto al Terror. Bueno, precisemos: un canto a la violencia revolucionaria para conquistar el Poder, y al Terror para conservarlo. Y pese a lo que diga Sartre "desde Engels", dista mucho de ser el único en defender tamañas teorías.
Hojeando de nuevo estos días el libro de Fanon, me pregunto cómo pudo tener tanto éxito, no popular, sino precisamente entre los más finolis intelectuales de izquierda. Su operación ideológica novadora consistía en quitar el papel de protagonista de la revolución mundial al proletariado industrial, papel que le había asignado Marx, para confiárselo a las masas de los países del Tercer Mundo. Los obreros de los países capitalistas, escribe Fanon, se han "aburguesado" (lo cual fue siempre su ambición, digo yo), y se benefician de la explotación de los países pobres; por lo tanto, no son, ni pueden ser, revolucionarios, porque viven demasiado bien.
Recordemos que si en tiempos de Marx los obreros industriales no vivían tan bien como en tiempos de Fanon, tampoco eran los más miserables. Por cierto, tampoco era el grado de miseria lo que movió a Marx a designar al proletariado industrial como la vanguardia y la espada de la revolución socialista, sino su papel en la producción, en las relaciones de producción. Llegó incluso a considerar que los únicos lugares en que era posible dicha revolución eran países como el Reino Unido o Alemania, debido al grado de desarrollo capitalista ya alcanzado en ellos, que llevaba consigo el desarrollo del proletariado. Aunque, paralela y contradictoriamente, siguiera manteniendo la tesis absurda de la "pauperización absoluta".
Influido por el pensamiento Mao y la experiencia china, Fanon consideraba que los únicos revolucionarios eran los campesinos africanos, porque se refería sobre todo al continente africano: "El campesinado es sistemáticamente ignorado por la propaganda de los partidos nacionalistas. Sin embargo, resulta evidente que en los países colonizados los campesinos son los únicos revolucionarios. No tienen nada que perder y todo que ganar" (Les damnés de la terre, p. 46).
Para atacar la civilización y la cultura europeas, y más generalmente occidentales, Fanon se basa en teorías asimismo europeas, y no de las mejores (a menos que se admita que el marxismo-leninismo no es europeo). A lo que se puede añadir algo que tampoco era muy novedoso por aquellos años, el desplazamiento geopolítico y campesino, que ya había realizado Mao Zedong, sin negar, él, la herencia marxista europea. Al revés, considerándose el mejor discípulo y continuador de la obra de Marx, Lenin y, claro, Stalin.
Las tesis de Fanon no aportan gran cosa de interés a las teorías anticapitalistas de los socialistas europeos del siglo XIX, salvo, repito, ese desplazamiento, o sustitución, de la lucha de clases por la lucha de países: pobres contra ricos, colonizados contra colonizadores. Una regresión intelectual, y además con aspectos claramente reaccionarios (al menos desde una óptica humanista y liberal europea), como cuando exalta, refiriéndose a la revolución en África, el papel revolucionario, civilizador, organizador del ejército popular, que produce escalofríos, y más aún cuando se puede leer perfectamente la influencia de la tremenda experiencia maoísta en China.
Al terminar su libro de teoría revolucionaria tercermundista, Fanon sucumbe, como tantos, al delito de la identificación, señalando el modelo, el ejemplo, el líder, y nombra a Seku Turé, entonces presidente de Guinea, sangriento tiranillo que arrasó su país pero que se declaraba socialista y amigo de la URSS. Da la casualidad de que yo, que no he conocido personalmente a dictadores, jefes de estado, ni siquiera ministros (salvo los de mi familia), conocí brevemente a Seku Turé, porque antes de ser el sátrapa que arrasó su país fue el director de una compañía de coros y danzas africana que actuó varias veces en París, y tenía amigos en los medios teatrales parisinos que también eran amigos míos, y así nos cruzamos un par de veces. Debo confesar que jamás pensé que ese joven y simpático guineano, apasionado de la música, la danza y el arte en general, llegaría a convertirse en un tal monstruo en el poder.
Queda por explicar por qué Franz Fanon, teórico pordiosero, tuvo tanto éxito, efímero pero éxito, con sus libros, porque entusiasmó a Satre y a sus discípulos de Les Temps Modernes, y a su editor, François Maspero, y a sus camaradas de Partisans, y a muchos más. Evidentemente, no fue por la profunda originalidad de su pensamiento (sopa boba con heces de Lenin y vómitos de Mao), sino porque construía, con algo de estilo, un himno a la muerte y una sacralización del Terror.
No hay Revolución sin Terror
Sin remontarme a los clásicos griegos ni glosar, por ejemplo, sobre Eros y Thanatos (título de un libro de Marcuse que también tuve éxito, pero a otros niveles), me limitaré a situar el inicio de esta larga y siniestra historia en la Revolución Francesa, que estableció como dogma que no hay Revolución sin Terror. Como todos los dogmas, es absurdo y reaccionario, pero se ha convertido en doctrina oficial, y, evidentemente, no sólo en Francia. Los manuales de Historia, en las escuelas y colegios franceses, y más aún en la universidad, han afirmado, con Michelet y otros historiadores, que el Terror era necesario para salvar la Revolución, y que la Revolución era necesaria para salvar el mundo. Con lo cual, escolares, universitarios, como militantes, han mamado desde siempre la falsa evidencia de que cuanto más se mata, más revolucionario se es.
Esta doctrina oficial, ampliamente aceptada, pero no siempre cumplida, ha dado lugar a momentos jocosos, como cuando, no hace tanto, el presidente Jacques Chirac afirmó pública y oficialmente que la Revolución Francesa constituía un bloque: se acepta o se rechaza en bloque, Terror incluido; y que esa revolución había fundado la República Francesa. Esta noción de bloque es una estupidez, y no la única que pronunció Chirac, porque no hay revolución, guerra, acontecimiento histórico importante, sin contradicciones. A vuelapluma, puede decirse, pienso, que los aspectos positivos de dicha Revolución son los burgueses, los relacionados con la propiedad privada y los conatos de lo que se llegaría a ser una democracia parlamentaria (y, claro, la muerte de la Monarquía). Pero todo lo que reivindica la izquierda y la extrema izquierda (y Chirac, pero no De Gaulle, y aún menos Margaret Thatcher), que se refiere al Terror, fue monstruoso, y condujo al Imperio de Napoleón Bonaparte. El cual sigue siendo un hombre ilustre, una gloria nacional para muchos franceses, con independencia de sus adscripciones políticas, y un conquistador sangriento para muchos otros europeos.
Frente a una tal losa de conformismo oficial sobre la Revolución Francesa y el Terror, que se ha transformado en referencia histórica, mucho más que en programa de acción (pocos exigen hoy que se reinstalen las guillotinas en la Plaza de la Concordia), hubo opiniones contrarias, tan vehementes como minoritarias, y no me refiero a los partidarios del Antiguo Régimen. Daré sólo dos ejemplos: Edgar Quinet y su libro La Revolución, publicado en 1865 y reeditado en 1987 en las ediciones Belin (con un prólogo de Claude Lefort), que pretende "criticar la Revolución en nombre de la Revolución", y desde luego no exalta el Terror, y los trabajos, mucho más recientes, de François Furet y sus colaboradores, Mona Ozouf, Denis Richet, etc., quienes cuestionan muy seriamente la tradición jacobina y la exaltación del Terror y ponen de relieve lo que hoy se calificaría de "crímenes contra la Humanidad" de los revolucionarios en todas partes, no sólo en lugares como la Vendée, Nantes o la Plaza de la Concordia.
Cuando, en 1989, el presidente Mitterrand quiso celebrar a bombo y platillo el bicentenario de 1789, François Furet se negó a ser el presidente del comité encargado de organizar los festejos, por motivos obvios; en primer lugar, me imagino, porque todo ello serviría sólo al culto a la personalidad de Mitterrand, tan bien puesto en escena por Jack Lang; y, en segundo, porque dichas conmemoraciones exaltaban, ante todo, las figuras de Robespierre y Saint-Just, los asesinos ilustrados.
(Me autorizo un inciso personal: en aquel periodo muchos se extrañaron de que no escribiera una obra de teatro sobre ese tema –y algunos me la encargaron–. Todos añadían: además, están magníficamente subvencionadas, ¡te vas a forrar! Aparte de que ese tipo de argumentos más bien me cohíben, pese a ser analfabeto sabía que si hubiera escrito lo que ya pensaba sobre Robespierre y Saint-Just, protagonistas obligatorios, mi obra, incluso escrita, incluso lograda, jamás se hubiera montado).
François Furet escribió luego la que yo considero su obra maestra: El pasado de una ilusión.
De la Revolución Francesa al Gulag
Pese a que los acontecimientos históricos son siempre complejos y contradictorios, y difícilmente autorizan juicios categóricos, pienso que el dogma según el cual no hay Revolución sin Terror, montado en torno a la Revolución Francesa, ha servido para justificar teóricamente el Terror de los totalitarismos comunistas. Además, como ya he escrito y repito, los comunistas no lo eran pese al Terror, sino a causa del Terror.
No fue lo mismo con el totalitarismo nazi y su Terror: habiendo decidido la leyenda que el nazismo era de extrema derecha, nuestros clérigos decidieron que era monstruoso. El Terror es bueno sólo cuando es de izquierdas, y es así como nos encontramos con infinidad de sabios, catedráticos, viudas de guerra y columnistas que consideran que Pinochet, o Franco, pongamos, es infinitamente peor que Lenin.
Pero a medida que la URSS caía en decadencia, que las ilusiones maoístas se convertían en desilusiones, los partidos revolucionarios occidentales comenzaron, paralelamente, a realizar un curioso pero integral striptease ideológico y político, abandonado uno tras otro sus bragas y ligueros dogmáticos: la necesidad absoluta de la dictadura del proletariado, eufemismo para designar el Terror, la necesidad absoluta del partido único, la supresión absoluta de las libertades burguesas. Ese proceso comenzó en Alemania, cuando la socialburocracia abandonó la referencia al marxismo en sus estatutos, y continuó en Italia, donde toda referencia a la violencia revolucionaria y al Terror desapareció poco a poco: hoy ni siquiera las defiende el presidente de la República, el viejo estalinista Giorgio Napolitano. Algo parecido ha ocurrido en Francia y España, y si podemos decir: ¡a buenas horas, mangas verdes!, podemos constatar que todo ello ha desembocado en un desierto. La izquierda revolucionaria de ayer ni siquiera sabe si es anticapitalista, partidaria de la economía social de mercado o, última decadencia absoluta, ecologista. Un desastre anunciado y bienvenido.
Pero las ilusiones revolucionarias perduran; minoritariamente, pero perduran.
Si el PCF y el PC italiano, pero tengo menos datos sobre este partido, mantuvieron de 1944 a 1965, más o menos, el mito de la revolución armada, con sus consiguientes depósitos de armas y organizaciones militares clandestinas, todo ello se fue abandonando al compás del abandono de los dogmas marxistas-leninistas, y el izquierdismo revolucionario, siempre muy minoritario, se manifestó esencialmente de dos maneras. Una era de tipo sentimental, de apoyo simbólico a las guerrillas latinoamericanas, a la "heroica lucha del pueblo vietnamita" y a los terroristas palestinos. Pero, por otro lado, algunos decidieron pasar ellos mismos al terrorismo. Fueron los "años de plomo", con las Brigadas Rojas y sus grupos satélites en Italia, la RAF, o "banda de Baader", en Alemania, el Grapo en España y Action Directe en Francia, por ejemplo. Si no cito a ETA, aún más criminal y que sigue matando, es porque no la sitúo en la tradición leninista de la lucha armada.
Antes de convertirse al capitalismo, la URSS y China se convirtieron, para nuestros jóvenes revolucionarios europeos, en países reformistas, lo peor de lo peor. Los mitos sobre la conquista del poder por las armas y la dictadura del proletariado fueron abandonados por el movimiento obrero organizado, y los integristas, los nostálgicos del Terror, se pusieron a matar a diestro y siniestro, pero sin destruir el capitalismo ni cambiar nada esencial en las democracias parlamentarias que combatían.
Hoy se da un fenómeno nuevo. Todos los integristas, los partidarios de la violencia revolucionaria y del Terror, desilusionados con los partidos de izquierda y de extrema izquierda, y más aún con los países ex socialistas, se han volcado en el apoyo al islam radical. Este cambio es asimismo radical. Cuando defendían el comunismo defendían sociedades que consideraban más justas, y pensaban que si el Terror fue necesario a la Revolución Francesa, lo era aún más necesario para las sociedades comunistas, debido al "cerco imperialista". No les parecía en absoluto monstruoso vivir en sociedades comunistas, al revés, pero ninguno de nuestros jóvenes –con algún viejo– que apoyan hoy el terrorismo islámico aceptaría vivir en un régimen talibán, ni siquiera bajo las rígidas normas de Arabia Saudí, pongamos. No mutilan el clítoris de sus hijas, cuando tienen, no consideran a las mujeres como seres inferiores, ni siquiera creen en el Corán. Su universo intelectual y cotidiano, su forma de vivir, sus anhelos personales y colectivos están en perfecta contradicción con la ideología y la práctica coránicas de los regímenes y organizaciones islamistas, y sin embargo las defienden, y las defienden por un sencillo motivo: porque matan. Por lo tanto, son revolucionarias. Es de imbéciles, pero no más que esa señora, madre de familia, bondadosa y generosa, que me dijo que el ver en la pantalla de su tele los aviones suicidas estrellándose contra las Torres Gemelas de Nueva York le procuró la alegría más fuerte de su vida.