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La Ilustración Liberal

Mariano José de Larra

La imagen de Mariano José de Larra (Madrid, 24.3.1809-Madrid, 13.2.1837) que manejamos hoy nos viene directamente de la que pergeñaron los hombres del 98, aquejados de pesimismo y dolor de España. Así, parece que de él nos han quedado unos artículos, la tristeza y una pistola; pero de tal forma que su suicidio se presenta como la expresión culminante de la frustración generada por un país irremediablemente hundido por la ignorancia y los partidismos.

Sin embargo, Larra fue un personaje complejo y contradictorio. Encasillarlo es tan difícil como hacerlo con otros muchos literatos, militares e incluso políticos de comienzos del Ochocientos. De padre afrancesado, fue profundamente español, lo que no le impidió iniciar una carrera en Francia, a la que renunció por cansancio. En esta vía contradictoria, se apuntó a los Voluntarios Realistas, fernandinos que sostenían por la fuerza el absolutismo, y luego a la Milicia Urbana, para defender el liberalismo. Apoyó la llegada de Mendizábal, pero no por ello se le puede tildar de progresista; de hecho, conviene recordar que el financiero gaditano fue recomendado a la Reina Gobernadora por el Conde de Toreno, uno de los principales políticos moderados, en cuyas listas figuró Larra como candidato por la provincia de Ávila en 1836. Por otro lado, y como es bien sabido, nuestro hombre fue uno de los iniciadores del romanticismo en España, al tiempo que cultivó el costumbrismo como nadie, exceptuando a Mesonero Romanos y Estébanez Calderón.

Lo de su suicidio como consecuencia de su dolor por España es una imagen excesivamente noventayochista como para ser tomada en serio. Larra no escapó a la mentalidad de su tiempo, la romántica; entonces, como él mismo dejó claro en sus artículos, la muerte era vista como una liberación del dolor espiritual. "El amor mata", escribió en su crítica a Los amantes de Teruel; y en su vida el desamor fue tan grande y frustrante, tan constante –tres amores negados–, que el peso de la política y el ambiente cultural y social debieron de hacer el resto. El suicidio era frecuente al principio del XIX; tanto, que tenía presencia diaria en los periódicos de la capital, como un suceso más. El romanticismo había aligerado su penalización social, y la empatía lo convirtió en algo corriente.

En fin, que adentrarse en la figura de Mariano José de Larra no es indagar en el eterno, y algo pesado, problema de España, sino en los inicios de la contemporaneidad española, con sus brillos y miserias.

Hijo de afrancesado

Nuestro hombre nació en el Madrid ocupado por las tropas francesas; en el antiguo Caserón de la Moneda, cerca de la Puerta de Segovia. Su padre, Mariano de Larra y Langelot, era un importante médico de la capital. Al igual que otros hombres de su tiempo, creyó que la dominación de José I, siempre bajo la sombra de su hermano Napoleón, era poco menos que inevitable. En marzo de 1809, cuando Mariano José vio la luz, fruto del matrimonio en segundas nupcias de su padre con María Dolores de Sánchez de Castro, el gobierno nacional, la Junta Central, se había refugiado en Sevilla. Por otro lado, Gran Bretaña, satisfecha con que Francia no hubiese ocupado Portugal, aún se mantenía al margen de la guerra, y la potencia del imperio napoleónico parecía incontestable. Ante este panorama, Mariano de Larra y Langelot pasó a formar parte del equipo médico del ejército de José I. Le ayudó su conocimiento del francés, ya que había ampliado estudios en París.

El giro en la guerra, la ocupación de Madrid por los aliados y la derrota en Vitoria del ejército josefino, empujó a los afrancesados a seguir al rey francés fuera del territorio español. En 1813 la familia Larra se instaló en Francia. El niño Mariano José estuvo en un internado de Burdeos y en otro de París. El exilio duró cinco años. Los Larra volvieron a cruzar la frontera en 1818, acompañando al infante Francisco de Paula, quien había precisado los servicios del médico durante un viaje por Europa.

La educación que recibió Mariano José en España fue la típica de los ambientes ilustrados, la propia de un niño de la floreciente clase media. Estudió en el Real Colegio de Escuelas Pías de San Antonio Abad, en la madrileña calle Hortaleza, hasta 1822; luego asistió a clases de Economía Política en la Sociedad Económica de Amigos del País y en el Colegio Imperial de los Jesuitas, donde recibió instrucción hasta 1824.

Bajo la influencia de Isabel de Braganza, Fernando VII embelleció la capital por aquellos años, en especial el Retiro, el canal del Manzanares y los distintos paseos. Abrió entonces sus puertas el Museo del Prado. En las tablas, el rey era el actor Isidoro Máiquez; tanto, que era capaz de revolucionar al público con el Pelayo de Quintana o el Bruto de Alfieri. Larra vio cómo Máiquez era desterrado de Madrid antes de 1820, y luego vivió la exaltación del Trienio, con sus manifestaciones, violencias callejeras, discursos improvisados, periódicos libres –como El Censor y El Zurriago– y una intensa vida parlamentaria y política, en la que destacaban Argüelles, Alcalá Galiano o Martínez de la Rosa, con el que años después Larra mantendría una buena relación.

En el curso 1824-1825 Larra marchó a la Universidad de Valladolid. No se presentó a los exámenes de junio, pero sí a los de octubre, en los que aprobó todas las asignaturas. La causa de esa desaparición fue que se enamoró de una mujer. Anduvo tras ella cortejándola, observándola, queriéndola, hasta que descubrió que era la amante de su padre. Ahí terminó su infancia.

El fernandino

Tras abandonar la instrucción universitaria, y ya de vuelta en Madrid, se matriculó en los Estudios de San Isidro en 1825, para cursar Física y Griego. Al tiempo, buscó un trabajo con el que mantenerse, y lo encontró como escribiente en la Junta Reservada de Estado. Esto era una garantía económica y política, dado que la represión llevada a cabo por el gobierno Calomarde estaba en su punto culminante.

En noviembre de 1826 solicitó su ingreso en los Voluntarios Realistas, una especie de milicianos fernandinos. Quizá pidió el alistamiento para poder trabajar en las oficinas de la Inspección de los Voluntarios, como señala algún biógrafo, lo que no quita para que coincidiera con los postulados políticos de dicha institución. Desde luego, no era un revolucionario liberal ni comulgaba con los dogmas del realismo puro. Con dieciocho años, lo más probable es que se sintiera leal a Fernando VII y, por tanto, despreciara los extremos que parecían contrarios al rey, es decir, el radicalismo y el carlismo.

Su minoría de edad le impidió ingresar en los Voluntarios en 1826, por lo que hubo de esperar hasta marzo de 1827[1]. Ese mismo mes comenzó la Guerra de los Agraviados, en Cataluña y, en menor medida, en Valencia, Aragón y País Vasco. Los agraviados consideraban que Fernando VII no defendía la Monarquía tradicional, pues no había restablecido la Inquisición y, en cambio, había emprendido reformas en la administración de la mano de los reformistas y de antiguos afrancesados. En parte, los insurrectos fueron los Voluntarios Realistas de esas regiones; no así los de Madrid, entre los que se contaba Larra, que se mantuvieron leales a Fernando VII.

En esos años Larra se relacionó con algunos personajes de la alta sociedad madrileña. Le protegieron en sus primeros pasos por la vida capitalina el Duque de Frías y el sacerdote Fernández Varela, que le introdujeron en las tertulias que entonces se celebraban, y en las que entabló amistad con escritores como Espronceda, Mesonero Romanos, Ventura de la Vega y Bretón de los Herreros[2].

'El Duende'

El contacto con aquellos literatos y la necesidad de dar a conocer sus opiniones le animaron a elaborar su propia publicación, a la que tituló El Duende Satírico del Día. Con tan sólo 18 años, Larra se lanzó a opinar por escrito sobre la sociedad de su tiempo. El primer número apareció el 26 de febrero de 1828, y el último, el quinto, el 31 de diciembre de ese mismo año. El estilo combinaba el costumbrismo y la sátira, al modo de revistas inglesas como The Spectator y españolas como El Duende Especulativo de la Vida Civil, El Pensador y El Censor.

Cuando Larra publicó su Duende, la reacción estaba momentáneamente vencida y los revolucionarios aún no habían conseguido ponerse de acuerdo en un plan de envergadura creíble. Fernando VII fue sustituyendo en las administraciones civil y militar al personal ultrarrealista por otro férreamente fernandino, ya fuera reformista o no, al tiempo que se protegía violentamente del movimiento liberal.

Los tres primeros números del Duende estuvieron dedicados a la vida madrileña en los cafés, al teatro y a los toros. Nada especial. Pero el cuarto y el quinto los dedicó íntegramente a atacar a uno de los periódicos más asentados y afines al régimen: El Correo Literario y Mercantil. Dirigía esta publicación José María Carnerero, y dos de sus redactores eran Bretón de los Herreros y Serafín Estébanez Calderón. Larra respondía al recibimiento que El Correo le había dispensado, llamándole "pobre autor, afanoso de nombre y de dinero". Y contestó diciendo que el periódico de Carnerero no tenía nada de provecho, que sus redactores trabajaban poco y que sus escritos daban sueño:

Tengo muy bien cuidado de no comprar el número hasta la hora de comer, y al momento que acabo esta operación preparatoria cojo mi Correo, y ábralo por cualquier parte, a los chasquidos de un látigo me duermo como un hombre sin cuidados, tan profundamente, que ha habido tarde de pasárseme la hora del paseo y despertarme a la diez de la noche[3].

Los periodistas de El Correo pusieron el grito en el cielo y se movilizaron para conseguir la humillación del novel escritor. Larra había conseguido formar una tertulia nueva, con gente joven, en el Café de Venecia, de donde pasaron al Café del Príncipe para fundar El Parnasillo. Allí se daban cita Espronceda, Bretón, Escosura, Salustiano de Olózaga, Iznardi, Ventura de la Vega y Gil y Zarata, entre otros. En el mismo lugar se reunía el grupo liderado por Carnerero, que, harto de la burla, recurrió a las autoridades. Larra tuvo que retractarse en su periódico y en El Correo para evitar problemas. Poco después, el Duende dejó de publicarse.

Larra, el cristino

Nuestro hombre se dedicó entonces a la poesía, que en su mayor parte no publicó. Sí dio a la imprenta una oda elegiaca, A los terremotos ocurridos en España en 1829, donde, según el profesor José Escobar, alude a Alberto Lista equiparándole con el poeta Anfriso para recordarle su pasado liberal en Sevilla. Larra trataba así de vengarse de la crítica que Lista le había hecho desde la Gaceta de Bayona por su episodio con El Correo.

Por aquellos días, agosto de 1829, Larra contrajo matrimonio con Josefa Wetoret, en contra de la voluntad de sus padres. La oposición paterna debía de estar cargada de razón, porque enseguida comenzaron las desavenencias conyugales. Conoció entonces Mariano José a Dolores Armijo, que estaba casada con Manuel María Cambronero. A pesar de esto, Larra tuvo tres hijos legítimos: un niño, nacido en 1830, y dos niñas (en 1832 y 1834).

Larra dejó la poesía, que no le daba muchas recompensas económicas, y se pasó al teatro. Entabló relación con Juan Grimaldi, que controlaba la escena madrileña. Tradujo y adaptó piezas francesas; y presentó, en 1831, una comedia de costumbres, adaptada de una obra de Scribe, titulada No más mostrador.

Los tiempos también estaban cambiando. A partir de 1828, el grupo afrancesado cobró relieve en la administración de Fernando VII, de la mano de López Ballesteros, ministro de Hacienda. Hombres de letras como Gómez Hermosilla, Sebastián Miñano, Alberto Lista y Javier de Burgos emergieron en el entorno de silencio provocado por la censura. La muerte de la reina María Josefa Amalia, en mayo de 1829, sin haber dado un descendiente al rey, preocupó a los liberales, que veían en el infante Carlos María Isidro el fin de sus esperanzas.

Por esta razón, el casamiento de Fernando VII con su sobrina, la princesa María Cristina de Borbón Dos Sicilias, en diciembre de 1829, fue un rayo de luz, y no sólo políticamente hablando. La belleza y elegancia de la italiana deslumbraron en Madrid y, según relata Mesonero Romanos, arrastraron tras de sí "todos los corazones". Los poetas madrileños, como Ventura de la Vega, Espronceda o Bretón de los Herreros, le dedicaron versos; también Larra: esta octava realmente regular y de circunstancias, cuando ya aquélla estaba encinta:

Bastante tiempo, oh Rey, la refulgente
antorcha de Himeneo ardiste en vano,
y un sucesor al Trono inútilmente
esperó de tres Reinas el Hispano.
Sí: salud a Cristina que esplendente
vino a partir tu solio soberano;
que ella es, Fernando, la que al Trono ibero
dos veces le asegura un heredero.

Nada dijo entonces Larra, que se sepa, de las intentonas liberales de esos años; pero es lógico. La revolución francesa de 1830 y las penetraciones revolucionarias de Mina, San Miguel y Torrijos devolvieron la represión violenta a la vida española. Se cerraron las universidades, se prohibió la circulación de periódicos extranjeros y se detuvo a todo aquel que pudiera parecer involucrado en una conspiración.

'El Pobrecito Hablador'

El nacimiento de Isabel de Borbón (1830) y Luisa Fernanda (1832) decidió la cuestión sucesoria, y con ella el futuro político del país. Fernando VII cayó gravemente enfermo en julio de 1832, y confirió a la reina María Cristina los poderes de la Regencia. La represión se relajó y Larra decidió publicar una nueva revista, El Pobrecito Hablador. La protección que le habían brindado siempre el Duque de Frías y el sacerdote Fernández Varela le fue también en aquella ocasión de gran utilidad para conseguir la licencia de publicación.

A pesar de todas estas circunstancias, Larra tuvo que deslizar sus críticas a la situación política y social a través de una fina ironía. El personaje que inventó fue El Pobrecito Hablador, que vivía en Las Batuecas –en clara alusión a España– y que escribía a su amigo Andrés Niporesas. Larra redactaba unos cuadros de costumbres en que los batuecos hacían gala de estancamiento cultural, vagancia y corrupción. Esta sátira se ha dicho que poseía la fuerza de una sinécdoque, por la que la crítica a una actitud, comportamiento o mentalidad implicaba la condena de todo el sistema[4].

Publicó catorce números de esta revista, entre el 17 de agosto de 1832 y el 26 de marzo de 1833. Se mostró aquí Larra escéptico y misántropo, desconfiado, amargado. Esta frase es del número 3: "¿No se lee en este país porque no se escribe, o no se escribe porque no se lee? Esa breve dudilla se me ofrece por hoy y nada más. Terrible y triste cosa me parece escribir lo que no ha de ser leído". La crítica al sistema y a los españoles está bien presente en artículos como "¿Quién es el público y dónde se encuentra?" (17-8-1832), "Sátira contra los vicios de la corte" (24-8-1832), "Vuelva usted mañana" (14-1-1833) y "El mundo todo es máscaras. Todo el año es carnaval" (4-3-1833): en el país no había un público culto y refinado, sino una masa de ignorantes "que no entienden nada", banal, majadera y maleable, y la vagancia y la corrupción lo ponían a la espalda de Europa. Las Batuecas era una sociedad hipócrita y sin remedio:

¿Qué haremos por acá los que ignoramos
el fraude, y la lisonja, y la mentira,
y los que por orgullo no adulamos?

El cierre de El Pobrecito Hablador pareció deberse a la presión gubernamental, según se traduce de algunas frases de los últimos números. En esto coincide la mayor parte de los estudiosos de Larra; no así Susan Kirkpatrick: esta profesora asegura que la interrupción del Pobrecito se debió más a razones profesionales que políticas. Cinco meses antes del cierre, en noviembre de 1832, Larra comenzó a escribir reseñas teatrales para La Revista Española, que publicaba su antiguo enemigo Carnerero. Kirkpatrick señala que es probable que Larra llegase a un acuerdo económico y profesional: reemplazaría a Mesonero Romanos en costumbres en marzo de 1833 y, además, seguiría haciendo la crítica teatral. El trato contemplaría la eliminación de El Pobrecito cambio de una buena remuneración económica. Sea como fuere, lo cierto es que el cierre del Pobrecito y los primeros pasos de Larra como redactor de La Revista Española tuvieron lugar en marzo de 1833. Larra se convirtió, así, en uno de los pocos periodistas que podían vivir de su profesión[5]. Fue el propio Mesonero quien intermedió entre Carnerero y Larra.

'Fígaro', la sátira política

El sobrenombre era obligado en todo escritor humorístico, y Larra decidió reunir a sus amigos en el Café del Príncipe para escoger uno nuevo, "más expresivo y cadencioso". Fue la autorizada voz de Grimaldi la que pronunció el de Fígaro. Larra lo aceptó con entusiasmo, cuenta Mesonero, y desde entonces se zambulló "atrevidamente en el mar proceloso de la sátira política"[6]. Lo utilizó por primera vez el 15 de enero de 1833 –dos meses antes de la muerte de El Pobrecito Hablador–, en un artículo de La Revista Española titulado "Mi nombre y mis propósitos".

En octubre de ese año murió Fernando VII, que había designado a Isabel como Princesa de Asturias, a María Cristina como Reina Gobernadora y apartado de la política al infante Carlos María Isidro. Los carlistas no tardaron en alzarse en armas e iniciar la guerra civil.

Larra tardó dos semanas en escribir contra los tradicionalistas, pero lo hizo en seis señalados artículos[7]. La burla del Pretendiente pretendía retratarlo como un cobarde que se daba la gran vida mientras había españoles que se hacían matar por él[8]. El siguiente pasaje está tomado de su artículo "¿Qué hace en Portugal su Majestad?":

¿No ha de hacer? Hace castillos en el aire; hace tiempo, hace que hace, hace ganas de reinar, hace la digestión, hace antesala en Portugal, hace oídos de mercader, hace cólera, hace reír, hace fiasco, hace plantones, hace mal papel, hace ascos a las balas, hace gestos, hace oración, se hace cruces… ¿Hace o no hace? Es el hombre más activo: siempre está haciendo algo.

En otros dos artículos se dedicó a denigrar a los carlistas. Así, en "La planta nueva, o el faccioso. Historia natural" (10-11-1833) escribe que, de la misma manera que hay melocotones de Aragón, fresas de Aranjuez y pimientos de Valencia, hay "facciosos de Roa y de Vizcaya"; y es que en estos dos últimos lugares "basta dar una patada en el suelo, y a un volver de cabeza nace un faccioso". Allí, dice Larra, el faccioso "se cría sin cultivo, (...) nace sólo y silvestre entre matorrales"; lo cual no quiere decir "que no sea también en ocasiones planta doméstica". Y sigue: "E faccioso es en el reino vegetal la línea divisoria con el animal, y así como la mona es en éste el ser que más se parece al hombre, así el faccioso en aquél es la producción que más se parece a la persona". La descalificación del enemigo mediante su animalización fue muy común en los siglos XVIII y XIX; se empleaban sobre todo aquellas especies que eran repudiadas históricamente por el hombre, como la raposa o el lobo.

Las primeras victorias sobre los carlistas infundieron optimismo en Larra, y así lo transmitió en un artículo "El fin de fiesta" (1-12-1833). Tras la victoria en Bilbao, y creyendo inmediato el éxito de los cristinos, simulaba un sueño del que despertaba diciendo: "¡Viva Cristina! ¡Viva Isabel II! Las Provincias son ya nuestras, y allí ya la fiesta es acabada". El vaivén de la guerra, que aún duraría seis años, no le impulsó a elaborar una serie de artículos de propaganda o de defensa de las libertades; es más, su crítica e ironía se centraron en los mismos liberales y sus disputas.

Dos liberales, o lo que es entenderse

María Cristina se apoyó en los reformistas y en los liberales. El plan de Cea Bermúdez de reforma de la administración se encontró con una crítica casi unánime, por lo que, en enero de 1834, la Reina Gobernadora llamó a Francisco Martínez de la Rosa. La idea era vincular la Corona con el régimen liberal elaborando un estatuto, a modo de la carta otorgada francesa de 1814, que, con vocación expresa de interinidad, diera lugar a corto plazo –dos años– a una Constitución. Además, aquel estatuto debía tener el contenido preciso para que fuera admitido por el mayor número de españoles posible; es decir, configurarse como el centro aceptable. El texto fue presentado en abril de 1834, y fue acogido sin demasiado entusiasmo. También por Larra.

Las críticas de Mariano José al carácter moderado del Estatuto las interpretan historiadores como Kirkpatrick y Ullman como una prueba de que aquél era progresista. No obstante, Larra no hizo una denuncia detallada del mismo, sino que se limitó a expresar una opinión bastante común: no había respondido a la ilusión popular suscitada por el cambio de régimen. El Trienio no había pasado en balde para algunos liberales, que moderaron sus aspiraciones, las cuadraron a la experiencia europea y les dieron cuerpo constitucional e ideológico. Pero no supieron explicarlo bien. Larra, como otros periodistas, criticó el retraso en las reformas y la tímida libertad de prensa.

La crítica a la timidez de las reformas, al "justo medio" doctrinario que sostenía el gobierno de Martínez de la Rosa entre carlistas y radicales, fue objeto de su ironía en "Los tres no son más que dos, y el que no es nada vale por tres. Mascarada política" (18-2-1834). Larra estaba muy descontento con la política del gobierno hacia la prensa, y la criticaba con ironía: "¿Ha leído vuesa merced El Pobrecito Hablador? Yo le publicaba en tiempo de Calomarde y de Cea: ahora, como ya tenemos libertad racional, probablemente no se podría publicar". Ahora bien, la crítica no era completa; es decir, Larra estaba en contra de aspectos concretos, pero no era una censura completa al ministerio. De hecho, en septiembre de 1833 escribió que, por sus obras, la patria colocaría el nombre de Martínez de la Rosa "en la corta lista de los que en el día pueden retribuirle gloria sólida e imperecedera". El siguiente pasaje está tomado de un texto suyo de abril del 34:

Es la primera vez que vemos en España a un ministro honrándose con el cultivo de las letras, con la inspiración de las musas. ¿Y en qué circunstancias? ¡Un Estatuto Real, la primera piedra que ha de servir al edificio de la regeneración de España, y un drama lleno de mérito! [en referencia a La Conjuración de Venecia]. ¡Y esto lo hemos visto todo en una semana! No sabemos si aun fuera de España se ha repetido esta circunstancia particular.

El descontento de Larra era casi una frustración por la idiocia de ciertas políticas. El 22 de marzo de 1834 se alistó en la milicia urbana, en los Granaderos, junto con Espronceda y Ventura de la Vega[9]. Este cuerpo, dependiente de los ayuntamientos, resultó con el tiempo una fuente de desórdenes públicos, o una signo de estatus social, pues sus miembros debían pagar de su bolsillo el uniforme y el armamento. Larra lo abandonó en el otoño de ese mismo año, y empezó entonces una serie de artículos muy duros contra el gobierno. La Revista Española se negó a publicarlos, y él tuvo que pasarse al periódico El Observador, de menos nombre y con menos reticencias a publicar críticas al ejecutivo.

Larra criticó la empleomanía, la búsqueda desesperada de los políticos por hacerse con un empleo público. Se trataba, a su juicio, de la "cuestión transparente", porque detrás de ella, "por más que se quiera evitar, siempre se ven las personas"[10]. Le daba la triste impresión de que la vida política giraba en torno desplazarse los unos a los otros de los cargos públicos. "Si el liberal, sobre todo, ha emigrado, y si necesita empleo para vivir, es cosa muy perjudicial". La conclusión no era más halagüeña: "La España no está bastante civilizada, en una palabra, bastante madura para instituciones más anchas"[11]. La burla del liberal adquirió tintes despiadados, como cuando acusaba a algunos de presentar sus presuntos destierros o encarcelamientos como salvoconductos para acceder al empleo público.

Los liberales de un lado y de otro. Larra los describe en un artículo titulado "Dos liberales o lo que es entenderse", publicado en dos entregas en noviembre de 1834. Al liberal moderado lo presenta como un "liberal escarmentado", aferrado a su empleo público, que confiesa al periodista un credo timorato y mezquino:

Nosotros no tenemos más norte que lo pasado; nosotros vemos la anarquía, exista o no; nosotros nos hemos enmendado; volvamos de nuestros errores y evitaremos a toda costa la libertad de imprenta y toda clase de libertad; la república nos acecha, el gorro [frigio] nos amenaza, la guillotina nos amaga, y nuestro libro consultor es el año 23, y sobre todo el 92 [se refiere a las intervenciones extranjeras en España y Francia, respectivamente, para restaurar el absolutismo].

El otro era un "liberal progresivo, y sin destino" público, que había pasado por las mayores calamidades –contadas, la verdad, con mucha gracia– peleando en cada batalla, pero cuyo único objetivo parece ser conseguir un carguito: "Nace el Estatuto y las leyes fundamentales. Me presento a reclamar mi destino; pero, amigo, las leyes fundamentales no dicen nada de loterías; llévese el diablo las invenciones modernas". Larra dice que uno, el moderado, le amenazaba con que, si seguía criticando al gobierno, correría el bulo de que estaba vendido a Don Carlos; y el otro, el progresivo, con que, si dejaba de hacerlo, él y los suyos harían correr por todas partes la voz de que se había vendido al Ministerio. Así las cosas, Larra concluía:

Esas son las dos cartas; las dos son de liberales; las dos de hombres de buena fe, que sólo desean el bien de la patria. Si escribo en liberal, dirán unos que estoy vendido a don Carlos. Si escribo en ministerial, dirán otros que estoy vendido al Ministerio. ¡Si al menos se supiese quién paga mejor!

El de 1834 fue un año intenso para Larra. Su obra El doncel de don Enrique el doliente vio la luz entre enero y marzo, en cuatro entregas, y estrenó Macías en el Teatro del Príncipe el 24 de septiembre: era su segunda pieza original, tras El conde Fernán González y la exención de Castilla, de 1831 y vetada por la censura. El personaje de Fígaro le daba muchas satisfacciones personales; entre otras, las derivadas de vivir de él. Las críticas políticas y sociales le granjearon una enorme popularidad y prestigio en Madrid, pero también convirtieron en pública su vida privada. Sus amores con Dolores Armijo fueron la comidilla de los círculos capitalinos, y las escenas con los respectivos cónyuges rozaron el escándalo. Larra temía que el deshonor del marido de Dolores terminara en duelo. Sin embargo, éste pidió en enero de 1835 el traslado a la Capitanía General de Manila, prácticamente un exilio del que no se solía volver.

A tal desasosiego se unieron los problemas que nuestro hombre tenía con los editores. Dejó El Observador para volver a La Revista Española, que se acababa de fusionar con El Mensajero de las Cortes en una nueva publicación. Pero no tardó en meterse en problemas, debido a la dureza de sus textos, por lo que decidió escribir sólo de costumbres.

La vida familiar tampoco le hacía muy feliz. En septiembre de 1834 se separó de su mujer, y en febrero del año siguiente nació Baldomera Larra, cuya paternidad el periodista jamás reconoció: "Tu hija", escribía en sus cartas a su mujer, Pepita –a la que, por cierto, denominaba "mi difunta" en la correspondencia que mantenía con sus padres.

Hastiado, decidió viajar por Europa, con París como destino final.

El viaje de 'Fígaro'

Salió de Madrid a principios de abril de 1835, acompañado de su amigo José Negrete. Intentó en vano ver a Dolores en Badajoz, adonde se había trasladado tras la marcha de su marido. No obstante, aprovechó su estancia en tierras extremeñas para escribir artículos sobre el viaje, y el 27 de abril se encaminó a Lisboa. Marchaba entristecido, apagado en el sentido romántico de la palabra, y así se lo decía a Ventura de la Vega en carta del 3 de mayo desde la capital portuguesa:

voy lleno de disgustos (…) como y bebo para distraerme y aunque tengo abiertas las mejores sociedades, hago en ellas el papel de una estatua. Si toda la vida ha de ser como la que llevo vivida, te juro que j'en ai assez [ya tengo bastante][12].

La impresión que Larra se llevó de las ciudades europeas y de sus gentes no ha sido muy comentada, quizá porque desdibuja el noventayochista dolor de España. De Lisboa escribió que era una "capital suntuosa" pero "el pueblo más sucio del mundo", y que sus distancias eran tales, que no se podía "salir a pie". Comparado con el de Londres, el de París era, "indudablemente", un pueblo "mezquino". La gente y las costumbres londinenses tampoco le gustaron demasiado: "Se paga a todo inglés que le mire a usted a la cara"; ahora bien, "el menor cacho de Inglaterra vale más que el resto del mundo. Londres es el primer pueblo. París podrá ser el más divertido a menos costo".

Europa no era para Larra el referente idealizado que era para buena parte de los españoles. Francia no era sino un pueblo "cuasi libre" que en 1830 no había podido hacer más que una "cuasi revolución"; "en el trono [tiene] un cuasi rey, que representa una cuasi legitimidad". Bélgica era un "estado cuasi naciente y cuasi dependiente de sus vecinos, mandado por un cuasi rey". Italia: "Tantos estados cuasi como ciudades, cuasi presa de Austria. La antigua Venecia cuasi olvidada". No mejor parado quedaba el Norte, habitado por pueblos "cuasi bárbaros, regidos por un emperador cuasi déspota en un país cuasi despoblado y desierto". Alemania sufría un gobierno "cuasi absoluto", y Holanda tenía un rey "cuasi rabioso" cuyo poder "cuasi se desmorona". Turquía le parecía un "imperio cuasi agonizante". Inglaterra poseía un orgullo nacional "cuasi insufrible", y su gobierno "cuasi oligárquico (...) tiene la audacia de llamarse liberal". Portugal era una "cuasi nación, con una lengua cuasi castellana y recuerdos de una grandeza cuasi borrada". ¿Y España, con su guerra civil, sus dos gobiernos y dos legitimidades? "Cuasi siempre regida por un gobierno de cuasi medidas" y un pueblo con la "esperanza cuasi segura de ser cuasi libres algún día"[13].

El viaje se alargó porque Larra intentó cobrar una deuda que un belga tenía con su padre. La operación se retrasó, y el periodista pensó en hacer carrera y fortuna en la capital francesa, donde fue recibido por el Duque de Frías, que ya le había protegido durante sus primeros años en Madrid. No obstante, y a pesar de las amistades literarias que se granjeó, Larra se convenció de que el proyecto era "casi imposible": "Porque me falta la fe, es decir, la voluntad de amarrarme a la cadena en París muchos años para lograr o no lograr lo que en España ya tengo conseguido".

Ni siquiera en París se libraba Larra del desánimo que le inducía la situación política española. Con sorna escribió a sus padres que estaría en Francia hasta el invierno, "donde me encontraré ya probablemente a todos mis amigos de Madrid, honoríficamente emigrados por tercera vez, gracias a nuestros famosos talentos del año 12". Y es que los radicales se habían sublevado en la capital y algunas ciudades andaluzas contra el Gobierno liberal por el restablecimiento de la Constitución de Cádiz. Otra vez, venía a decir Larra, la falta de entendimiento entre los liberales permitiría el triunfo de los reaccionarios.

Yo no sé si algún día pensaré de un modo más alegre; pero aunque esto empezara a suceder mañana, siempre resultaría que había pasado rabiando una tercera parte lo menos de la vida.

Esta desilusión era compartida por muchos españoles. La guerra se perdía, la política se ralentizaba, las mejoras no eran inmediatas. La esperanza la aportó Mendizábal, gaditano judío que vasquizó su nombre para parecer más español –en realidad, era Álvarez Méndez– y había hecho fortuna en Londres, amén de apoyado conspiraciones liberales en Portugal y España. El Conde de Toreno, un moderado, le recomendó como ministro de Hacienda, y poco después para ocupar la presidencia del gobierno. El efecto en la opinión pública fue muy positivo, y Larra, como muchos otros, se dejó conquistar por la esperanza mendizabalista. En septiembre de 1835 escribió a su padre que volvía a España: "Visto que ha llegado el momento de que mi partido triunfe completamente, no quiero verme detenido aquí"[14].

Historia de la libertad en este país

Larra volvió a España dispuesto a satisfacer una de sus obsesiones. Dolores Armijo vivía entonces en Ávila, con su tío, y allá fue a buscarla. Habló incluso con el gobernador de la provincia, Ceruti, para que, incomprensiblemente, actuara de mediador. El tío se negó a que Larra viera a Dolores, y éste volvió a Madrid, donde le esperaba un contrato con uno de los periódicos mejor facturados y de más calidad de la época, El Español, del liberal conservador Andrés Borrego. Larra se comprometió a escribir dos artículos semanales.

El primer texto lo publicó el 5 de enero de 1836, con el significativo título de "Fígaro de vuelta". El optimismo de Larra era doble: había vuelto a España –"Digan lo que quieran acerca de la superioridad de esos países, la patria es para un español más necesaria que una iglesia"– y gobernaba "el mejor ministro que hemos tenido". El desprecio hacia la patria ya lo había denunciado en "En este país" (30-4-1833), dedicado a los españoles que repudiaban lo local diciendo que en Europa todo era mejor. El patriotismo de Larra era el propio de los liberales de comienzos del Ochocientos: uno basado en el protagonismo de la nación, con el progreso ligado a la libertad y en el que se daba primacía a la virtud pública[15].

Larra se mostró ilusionado con el gobierno Mendizábal por su política económica, el tono popular que adoptó en la guerra al llamar a una quinta de cien mil hombres y la neutralización de la revuelta radical. "Todos hemos abandonado la oposición", concluía. No obstante, su confianza en Mendizábal fue efímera. A mediados de marzo terminó la traducción de la obra De 1830 a 1836, o la España desde Fernando VII hasta Mendizábal, del francés Charles Didier, a la que añadió algunas impresiones personales, en las que se aprecia un "descontento sordo y general" que vuelve a anunciar "tormentas".

Larra entendía que Mendizábal tenía la misión de dar una Constitución al país y acabar la guerra, pero pasaba el tiempo y nada de ello había. A su juicio, el mal no estaba en que no se hubiera cumplido lo prometido, "sino en haber prometido lo que no podía cumplirse". Otra vez Larra, fue presa fácil de la frustración y el desencanto. En su folleto "Dios nos asista" (03-4-1836) y en la reseña al folleto de Espronceda "El ministerio de Mendizábal" (06-5-1836), mostraba con tono airado sus enormes discrepancias con la situación. En lugar de cumplir con sus compromisos, el gobierno había "complicado" el "laberinto inextricable" en que se hallaba esa "mezquina revolución".

Este desencanto político de Larra. Había depositado todas sus esperanzas en un gobierno poderoso y liberal. Sólo, casi en el más amplio sentido de la palabra, acabó aferrándose a otra ilusión, también temporal: que la nueva generación hiciera las cosas de otra manera.

La juventud ha comprendido que no es en los cafés donde se forman los hombres que pueden renovar el país: es en el estudio, es con los libros abiertos, sobre el bufete, con la vista clavada en el gran libro del mundo y de la experiencia, es con la pluma en la mano. No ambicionemos miserables empleos, no intriguemos por mezquinas miras personales, trabajemos día y noche, hagámonos los jóvenes independientes, y superiores a nuestros opresores, y si nos está reservado caer gloriosamente en la lucha, caigamos con valor y resignación, desempeñando la alta misión a que somos llamados.

Larra y las contradicciones. Larra que bufa contra la empleomanía y que a renglón seguido pide ser candidato por el partido moderado en la circunscripción de Ávila.

Palabra política de un creyente

Mendizábal salió del ministerio el 15 de mayo de 1836. Su gobierno había dependido en exceso del apoyo parlamentario de los radicales de Fermín Caballero, y a su derecha se rehizo el grupo liberal conservador, ahora liderado por Istúriz y Alcalá Galiano. María Cristina despidió a Mendizábal y llamó a aquéllos para que constituyeran el país, es decir, reunieran las Cortes y elaboraran una Constitución. Del texto se ocupó Alcalá Galiano, que provenía del radicalismo del Trienio Liberal pero que, a la luz de la experiencia y las lecturas, había atemperó sus posiciones y planteamientos políticos. El proyecto de Alcalá Galiano era comedido, de transacción entre los principios doceañistas y los moderados, con la idea de encontrar un lazo de unión para la familia liberal.

Larra criticó a Istúriz en la reseña de una obra de teatro a escasos días de constituirse el gobierno, lo que disgustó a Andrés Borrego, propietario de El Español, periódico para el que trabajaba. Larra y Borrego, según F. Courtney Tarr, llegaron a un acuerdo que no parece muy honroso para el primero: éste no escribiría más sobre asuntos políticos, y a cambio saldría elegido diputado por Ávila en la lista de los moderados.

¿Por qué accedió Larra? No parece que fuera por vocación; ni siquiera por obligación, pues poco antes había escrito que la juventud, y él se tenía por joven, debía luchar al margen de los empleos políticos. ¿Por dinero? Teniendo en cuenta que gastó los 25.000 reales que su padre le envió a cobrar a Bélgica, bien pudiera ser. ¿Por amor? Dolores Armijo vivía, precisamente, en Ávila, pero el ser diputado no le obligaba a estar en la ciudad castellana, sino a permanecer en Madrid. No está esto claro. Quizá fuera una tonta estrategia para ganarse de nuevo a Dolores.

El profesor José Luis Varela apunta que Larra se decidió por los moderados de Istúriz porque rechazaban nuevas insurrecciones y unían la libertad a la monarquía de Isabel II. Larra consumó así en diez años "un viaje de ida y vuelta"[16]. El 6 de agosto de 1836 Ramón Ceruti, gobernador de Ávila, le comunicó a Larra los resultados: había logrado 477 de los 760 votos emitidos.

No llegó a estrenar el escaño porque antes, el 12 de agosto, se produjo el golpe de estado de La Granja. Un grupo de soldados, convenientemente sobornados por Mendizábal y el embajador inglés, irrumpieron en las dependencias de María Cristina para obligarla a cesar al gobierno Istúriz, anular las elecciones, restablecer la Constitución de 1812 y nombrar un nuevo ejecutivo, que habría de estar conformado por mendizabalistas. Istúriz y Alcalá se fueron al exilio. Larra se quedó; eso sí, callado políticamente hablando; o no tanto: en una carta fechada el 4 de septiembre aclaraba que él no compartía necesariamente la línea editorial de los periódicos para los que escribía (El Español era moderado).

Aquel verano dio a la imprenta la traducción de Palabras de un creyente, del francés Félicité de La Mennais, sacerdote que había roto con Roma luego de que el papa Gregorio XVI condenara el catolicismo liberal. Larra escribió un polémico prólogo en el que afirmaba que la religión era una necesidad de "todo estado social", por ser fuente de la moral, y por tanto de la justicia y del orden. Además, sostenía el derecho del hombre a profesar libremente sus creencias religiosas. La sociedad, decía, había olvidado estas dos premisas. Decía más:

La religión cristiana apareció en el mundo estableciendo la igualdad entre los hombres, y esta gran verdad, en que se apoya, ha sido la base de su prosperidad. Los reyes, en cuyo interés no estaba interpretarla de esta suerte, experimentaron el instinto de torcerla a sus fines.

Los ministros de aquellos reyes, añadía, convirtieron esa misma religión, "tan pura", en "instrumento de tiranía", y para mantenerse en el poder sustituyeron "la religión por la superstición, (…) la creencia [por] el fanatismo".

Esto es lo que, a su entender, denunciaron los ilustrados que quisieron cambiar el edificio social en el siglo XVIII. La alianza de los liberales y reformistas con la religión habría dado el triunfo a sus ideas, como había sucedido en los países protestantes, que aseguraron, afirmaba, la libertad "arraigándola primero en las conciencias, en las costumbres después". Y se preguntaba: "¿Por qué no hemos de hacer lo propio con el catolicismo?". Este era su propósito: ganar para la causa liberal a los que creían que la religión no era compatible con las instituciones libres. Por eso tituló la traducción El dogma de los hombres libres[17].

Aquí yace media España

El romanticismo de la generación de Larra unía la rebeldía con la melancolía, como ha escrito José Escobar. En aquél, el cerco vital se iba estrechando. Todo le parecía un fracaso, o así se lo tomaba: la censura no le dejaba libertad para escribir (la primera de sus obsesiones), la mujer de su vida, Dolores, le rechazó (la segunda obsesión), y su carrera política le había dejado en evidencia, sin resultado positivo alguno. A partir de noviembre de 1836, sus artículos están plagados de melancolía y tristeza:

Encomendábame a todos ellos con tanta esperanza, que no tardó en cubrir mi frente una nube de melancolía; pero de aquellas melancolías de que sólo un liberal español en estas circunstancias puede formar una idea aproximada. Quiero dar una idea de esta melancolía; un hombre que cree en la amistad y llega a verla por dentro; un inexperto que se ha enamorado de una mujer; (...) un diputado elegido en las penúltimas elecciones; (…) imagen fiel de un hombre corriendo siempre tras la felicidad sin encontrarla en ninguna parte[18].

Es entonces cuando cree que todo está perdido:

Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! ¡Aquí yace la esperanza!

Es entonces que escribe la posteriormente tan manoseada "Aquí yace media España; murió de la otra media", como epitafio en la lápida de "Los Ministerios".

En "La Nochebuena de 1836. Yo y mi criado. Delirio filosófico" (26-12-1836) el repaso que hace de su persona, sus intenciones y andanzas es bastante duro, y comienza (quizá sea significativo) por el desamor. "La mayor desgracia que a un hombre le pueda suceder –escribió, posiblemente pensando en Dolores– es que una mujer le diga que le quiere. Si no la cree es un tormento, y si la cree… ¡Bienaventurado aquel a quien la mujer dice no quiero, porque ése a lo menos oye la verdad!".

En algunos escritos hizo una exaltación de la muerte como solución. Así, en "El Día de Difuntos de 1836" anotó: "Ellos tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte"; y en la reseña del estreno de Los amantes de Teruel (28-1-1837) afirmó: "Las penas y las pasiones han llenado más cementerios que los médicos y los necios; que el amor mata"; mientras que en la necrológica del Conde de Campo-Alange (16-1-1837) dirá: "En la vida le esperaba el desengaño; ¡la fortuna le ha ofrecido antes la muerte!".

Unos días después de estas reflexiones, Dolores Armijo anuncia a Larra que le vería el 13 de febrero de 1837. Esa misma día, Mariano José decidió visitar a Pepita Wetoret, que estaba enferma, y a Mesonero Romanos. Después se fue a pasear con Mariano Roca de Togores. Dolores se presentó ya de noche en el domicilio del periodista, acompañada por su cuñada, para explicarle que lo suyo era imposible. Su marido la había escrito con la intención de que se reuniera con él en Manila. Ella sólo quería que Mariano José le devolviera sus cartas.

Ahí acabó todo. La melancolía triunfó y la pistola hizo el resto. Su cadáver lo descubrió su hija Adela cuando fue a darle las buenas noches.

Cuando se habla de la muerte de Larra se recurre siempre a resaltar el duelo general y la poesía que le dedicó un jovencísimo José Zorrilla. La prensa dijo poco, aunque con mucho sentimiento y sentido. Sus obras se reeditaron en varias ocasiones durante el siglo XIX, y la Generación del 98, se suele decir, lo recuperó para ponerlo como ejemplo del dolor por España. La sociedad española, con sus mezquindades e hipocresías, su ignorancia y atraso, le había matado, decían los noventayochistas. Quizá su amigo Roca de Togores dio con la clave en El Español del 15 de febrero: se suicidó por "un ser ideal" que no ha supo encontrar, por la tristeza de una vida falsamente frustrada.



[1] José Luis Varela, Larra y España, Madrid, Espasa-Calpe, 1983, p. 239.
[2] Jesús Miranda de Larra, Larra. Biografía de un hombre desesperado, Madrid, Aguilar, 2009, p. 54.
[3] M. J. de Larra, "Un periódico del día, el Correo Literario y Mercantil", Obras (edición y estudio preliminar de Carlos Seco Serrano), Madrid, Atlas, 1960, I, p. 36.
[4] Susan Kirkpatrick, Larra: el laberinto inextricable de un romántico liberal, Madrid, Gredos, 1977, p. 33.
[5] S. Kirkpatrick, op. cit., p. 35.
[6] Ramón de Mesonero Romanos, Memorias de un setentón, Madrid, Tebas, 1975, p. 313.
[7] José R. Lomba y Pedraja, prólogo a M. J. de Larra, Artículos políticos y sociales, Madrid, Espasa-Calpe, 2ª ed., 1982, p. XIX.
[8] Larra, "La Junta de Castel-O-Branco" (19-11-1833), Obras, I, p. 310.
[9] J. Miranda de Larra, op.cit., p. 128.
[10] Larra, "La cuestión transparente" (19-10-1834), Obras, II, p. 21.
[11] Larra, "Segunda carta de un liberal de acá a un liberal de allá" (7-10-1834), Obras, II, p. 18.
[12] Larra, Obras, IV, p. 272.
[13] Larra, "Cuasi. Pesadilla política", Obras, II, pp. 120-123.
[14] Las citas proceden de las cartas que Larra escribió a Ventura de la Vega y a sus padres entre el 3 de mayo y el 24 de septiembre de 1835. Larra, Obras, IV, pp. 271-279.
[15] Jorge Vilches, "1808: el patriotismo liberal español", La Ilustración Liberal, 2008, núm. 35.
[16] J. L. Varela, op.cit., p. 40.
[17] M. J. de Larra, "Cuatro palabras del traductor", en F. La Mennais, El dogma de los hombres libres. Palabras de un creyente, Madrid, Imprenta de D. José María Repullés, 1836, pp. VI-XVIII.
[18] Larra, "El día de difuntos de 1836. Fígaro en el cementerio" (2-11-1836), Obras, II, p. 279.