Europa y España ante la guerra de Afganistán
Este texto fue publicado en dos entregas en el suplemento "Exteriores" de Libertad Digital; concretamente, en las ediciones 12 y 26 de octubre de 2009.
1) Europa
Si la guerra en Afganistán se pierde, será un desastre de duraderas consecuencias estratégicas. Pero aunque se perdiera porque Obama no pusiera lo que habría que poner para ganarla, los europeos no tendríamos derecho a culpar a Estados Unidos de la derrota.
Tras los atentados del 11-S, los aliados de la OTAN tuvimos una primera reacción que se caracterizó por el exceso. Encabezados por el entonces secretario general de la Alianza, Lord Robertson, solicitamos la activación del artículo 5º del Tratado de Washington. Los delegados norteamericanos lo consideraron exagerado. Era un acto de guerra, aunque no de guerra convencional, y la Alianza como tal estaba mal preparada, tanto para lidiar con estas nuevas realidades como para poder actuar en zonas tan alejadas de su propio suelo. Pero los aliados, que se habían beneficiado de cuatro largas décadas de protectorado norteamericano, años de paz y progreso, querían demostrar su agradecimiento y solidaridad en un momento que se intuía decisivo.
Ahora bien, los sentimientos y la razón no siempre van de la mano. El desarrollo posterior de los acontecimientos hizo de aquella muestra de sintonía aliada el preludio de una crisis de la que todavía no hemos salido. Tras el 11-S, Estados Unidos revisó su estrategia y concluyó que se encontraba en una guerra contra el Islam radical, cuya victoria final requeriría de la trasformación del Gran Oriente Medio. Los mismos estados que habían considerado un "ataque armado" el 11-S y reclamado la aplicación del art. 5º frente a la posición norteamericana pasaron a rechazar el principio estratégico de que la Alianza se encontrara en guerra frente a una corriente ideológica presente allí donde hubiera una comunidad musulmana. Si una alianza es una comunidad de estados organizados en torno a una amenaza y una estrategia, podemos afirmar que la Atlántica dejó de existir en ese momento. El hecho resultaba aún más evidente por la decisión norteamericana de reanudar las hostilidades en Iraq en contra de la opinión de muchos europeos. El discurso antinorteamericano se extendió por el Viejo Continente, al tiempo que la actividad diplomática de la legación estadounidense en la Alianza se reducía.
Los norteamericanos rechazaron la colaboración europea en la ocupación de Afganistán a la vista del abismo que se había abierto en el terreno de las capacidades militares con la mayoría de los estados europeos en los últimos años, por la reducción de los gastos en Defensa. La acción conjunta entre ejércitos de la Alianza se veía seriamente dificultada por este gap tecnológico. Los europeos fueron invitados a participar en la reconstrucción. ISAF, la operación OTAN con respaldo jurídico de Naciones Unidas, tenía que crear las condiciones de seguridad necesarias para permitir que la nueva Administración afgana, las ONG internacionales y las empresas dispuestas a trabajar en aquel lejano y, en muchos casos, inhóspito terreno desarrollaran con normalidad sus respectivas actividades. La reconstrucción, que en muchos casos era propiamente construcción, era mucho más que un gesto de buena voluntad o de solidaridad con un pueblo que sufría una sucesión de guerras desde el primer golpe de estado comunista: era una estrategia fundamental para estabilizar el país y aislar a la población de los sectores más radicales. No había gran novedad en aquel planteamiento.
Ésa fue la lección que europeos y norteamericanos aprendimos del fracaso de los tratados de Versalles y de París, que infructuosamente trataron de cerrar la I Guerra Mundial. La victoria exige mucho más que derrotar al enemigo: requiere de la reconstrucción, del establecimiento de unas condiciones socioeconómicas que dificulten la extensión del radicalismo. En alguna ocasión hemos hablado del Legado Truman para hacer referencia a los fundamentos de la política exterior norteamericana tras la II Guerra Mundial, aquellos que dieron sentido al European Recovery Program, el célebre Plan Marshall, y al Tratado de Washington, acta fundacional de la Alianza Atlántica. Esos fundamentos estaban en el núcleo de la revisión estratégica que se llevó a cabo durante la primera Administración de George W. Bush, están en la filosofía que da sentido a la política mediterránea de Sarkozy y están en la base del reciente Informe McChrystal.
Guerra a la carta
A la incoherencia en el plano estratégico se sumó con el tiempo la que se ha venido manifestando en el plano táctico. ISAF ha fracasado en su misión conscientemente, porque algunos de los estados miembros que enviaron contingentes lo hicieron con unos condicionantes, los célebres caveats, que impedían a sus unidades garantizar la seguridad en el territorio asignado. La insurgencia islamista, con los talibán a la cabeza, se ha hecho presente en el conjunto del territorio porque no se le ha querido hacer frente. Los aliados nos encontramos por primera vez en un campo de batalla y se han cumplido las peores premoniciones. Se ha actuado en el terreno militar como se venía haciendo en el diplomático. Cada uno hace lo que considera oportuno. Unos van y otros no. Unos asumen responsabilidades mayores y otros menores. Unos buscan a la insurgencia, combaten y tienen bajas, mientras otros tratan de zafarse, evitan los enfrentamientos y esperan que el tiempo resuelva la situación. La insolidaridad ha primado sobre cualquier otro principio, lo que no ha hecho ningún bien a la imagen de la Alianza en aquellos países que han sufrido un mayor número de bajas. Para el mando de la operación, las diferentes reglas de enfrentamiento de cada contingente han supuesto un grave obstáculo organizativo; pero peor ha sido la no disposición al combate de muchas de esas unidades.
Como en tantas otras ocasiones, los europeos han hecho como que cumplían sus obligaciones, en la confianza de que al final Estados Unidos resolvería el problema con sus propios medios, exponiendo la vida de sus soldados en beneficio de todos. Pero en esta ocasión no pudo ser. El Pentágono no quiso desplazar a Afganistán el número de hombres necesario por las exigencias de la campaña en Iraq. Se optó conscientemente por primar la estabilización iraquí, tratando en Afganistán de contener, y no mucho más, la infiltración talibán. Las carencias norteamericanas, que en buena medida se debían a los recortes en el tamaño del Ejército de Tierra llevados a cabo por la Administración en los días en que la descomposición de la Unión Soviética y el formidable desarrollo de las tecnologías de la información parecían aconsejar un adelgazamiento de la Fuerza, pusieron de manifiesto lo que en anteriores ocasiones había quedado oculto: la falta de disposición europea a asumir sus responsabilidades. Los talibán aprovecharon la oportunidad que se les brindaba para penetrar en todo el territorio, haciendo imposible la reconstrucción de la que tanto se había hablado. La cuestión de la seguridad se convirtió en el primer problema, y ante esta nueva realidad los europeos presentes en ISAF no tuvieron el coraje, o no lo tuvieron todos, para adaptarse al nuevo entorno incrementando el número de hombres desplazados y adoptando una estrategia más activa, buscando y destruyendo al enemigo.
Las consecuencias de esta inadecuación de ISAF a la realidad afgana están a la vista:
– Pone de manifiesto la crisis de solidaridad en el seno de la Alianza Atlántica a que antes hicimos referencia. Es difícil comprender que unos estados estén presentes y otros no, que unos busquen el combate y otros lo rehuyan. Por mucho que se trate de presentar este hecho en positivo, subrayando la flexibilidad y el respeto a los intereses de las partes, resulta difícil creer que el resultado sea un modelo de alianza militar.
– El papel que viene desempeñando ISAF está profundizando la deriva atlántica que desde tiempo atrás viene sufriendo la Alianza. Estados Unidos ha encontrado la solidaridad efectiva de muy pocos, lo que recuerda la afirmación del antiguo secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, de que en el futuro su país actuaría más sobre alliances of the willing que sobre estructuras aliadas estables. Ya son dos, y simultáneos, los conflictos en que Estados Unidos se ha encontrado con problemas y los aliados no han querido asumir las responsabilidades que cabía esperar. En el caso afgano no hay problemas de legalidad, legitimidad u oportunidad: más aún, a menudo se ha puesto como ejemplo de guerra justa y oportuna, que había que librar para garantizar los intereses de Occidente, que, esta vez sí, estaban realmente en peligro.
– Los talibán no han dejado de ganar terreno, lo que supone insuflar optimismo entre sus guerrilleros y en el conjunto del tinglado islamista, presente allí donde hay población musulmana. Los sucesivos fracasos de los yihadistas en Europa, Estados Unidos e Iraq, así como la fuerte represión que sobre ellos cayó en algunos países musulmanes, había generado un cierto desánimo entre sus ideologizados y fanatizados seguidores. La evolución de los acontecimientos y la filtración por el Washington Post del informe presentado por el comandante en jefe de las tropas estadounidenses y aliadas en Afganistán, el general Stanley McChrystal, auténtica acta notarial de los éxitos talibán y de las dificultades occidentales para estabilizar la situación, no pueden tener otro efecto que el de reanimar los hasta ahora decaídos ánimos de los radicales.
– Tenemos pruebas suficientes de que la población afgana no quiere a los talibán, de la misma forma que quiere vivir el Islam sin radicalismo. Son un pueblo atrasado y tradicional, pero no extremista. Ellos han venido confiando en el nuevo régimen político, hasta que la falta de disposición a la lucha de las tropas de ISAF ha permitido a los talibán hacerse presentes en el conjunto del territorio. Gracias a la OTAN, los afganos no se encuentran ante una opción ideológica, sino ante una cuestión de supervivencia. Si los aliados no están dispuestos a luchar por ellos, si el ejército afgano está en vías de formación, si nadie les defiende de los talibán, su vida depende de llegar a acuerdos con los jefes guerrilleros y plegarse a sus mandatos.
– Como la Administración Obama planteó desde un principio, y ahora trata de olvidar, la situación de Afganistán va unida a la de Pakistán. El ejército paquistaní creó a los talibán, los entrenó y dotó de medios. El gobierno de Islamabad quería garantizarse en su frontera norte un área tapón fuera del control de grandes potencias, y la opción talibán parecía idónea. Por presión norteamericana y por una preocupación creciente ante el auge radical dentro de su propio territorio, los paquistaníes habían comenzado a combatir a los islamistas, entre los cuales se encontraban los pastunes talibanizados. Sin embargo, el auge de las guerrillas radicales en Afganistán y la evidencia de que Estados Unidos y la Alianza Atlántica están considerando seriamente la retirada de Afganistán lleva a los jefes militares en Islamabad a replantearse su estrategia, buscando un renovado acomodo con los talibán y sus amigos de Al Qaeda. De confirmarse este giro, tendría consecuencias desastrosas para las tropas aliadas.
– El desarrollo de los acontecimientos también está teniendo efectos entre los radicales paquistaníes. Aumenta el número de los que creen llegado el momento de trasformar su país en un emirato islamista, el primero dotado de armamento nuclear. De todos es sabido que la democracia paquistaní es muy frágil, amenazada como está permanentemente por una combinación de corrupción crónica, islamismo e intervencionismo militar. Aunque las pasadas elecciones han demostrado que la mayor parte de la población está muy lejos de posturas extremas, la penetración de credos extremistas entre la oficialidad podría llevar a un cambio de rumbo de gravísimas consecuencias.
El gran reto
Hay tres poderosas razones para estar y permanecer en Afganistán: una estratégica, otra moral y una tercera solidaria. La estratégica es bien simple de entender y explicar: derrotados los yihadistas en Iraq, sus esfuerzos para vencer a los occidentales se han concentrado en Afganistán, terreno que se ha convertido, junto con Pakistán, en el auténtico frente central del yihadismo o terrorismo islámico. Es allí donde nos quieren plantar cara y donde aspiran a instaurar su peculiar y barbárico orden. Por tanto, una derrota de los aliados y de las fuerzas de la modernización afganas, o una salida precipitada y el abandono a su suerte de Afganistán, sería percibido por los islamistas como una victoria, al igual que Ben Laden hizo con la salida de las tropas soviéticas en 1989.
La segunda razón para no abandonar Afganistán tiene que ver con la necesidad de expandir la democracia en el mundo, o al menos la tolerancia. Por dos motivos básicos: 1) porque es en libertad donde el ser humano, la persona, encuentra su máximo nivel de desarrollo, dignidad y respeto individual; 2) porque sólo con el libre mercado son capaces las personas de aspirar al progreso. Es más, la democracia conlleva factores de moderación política, tanto en lo interno como en lo externo, que desembocan en un orden internacional más estable y pacífico. Luego más democracia en el mundo significa mayor bienestar para las personas y menos proclividad al conflicto.
La tercera es una pura cuestión de solidaridad, pues los aliados lo son, precisamente por eso, por estar dispuestos a ayudarse mutuamente. No es otra la esencia de cualquier alianza, máxime cuando es militar. Y la OTAN no está exenta de la necesidad de solidaridad, en lo bueno y en lo malo, entre sus miembros. No es lo que le da sentido, pero sin la debida solidaridad deja de tener sentido alguno.
El precio de la irresponsabilidad
Los europeos no hemos querido cumplir con nuestra cuota de responsabilidad en la Guerra de Afganistán, no hemos sido los aliados que Estados Unidos necesitaba y, por lo tanto, tenemos nuestra parte de culpa en lo que parece la historia de una derrota anunciada. Dejando a un lado lo que ello representa de decadencia de Occidente, y de Europa en particular, el abandono del teatro afgano tendría muy importantes consecuencias sobre la seguridad internacional.
– Las guerrillas afganas derrotaron al Imperio Británico y a la Unión Soviética (de hecho, fueron un factor importante en su inmediata descomposición). Ahora parece llegarle el turno a Estados Unidos y a la Alianza Atlántica, la conjunción militar más grande, rica y eficaz de la historia. Unas partidas de guerrilleros dotados de fusiles de asalto Kalashnikov, minas y lanzagranadas pueden haber derrotado a una fuerza muy superior, capaz de localizarles vía satélite y de dirigir contra ellos aviones no tripulados pero fuertemente armados guiados desde Tampa. Esta vez ni siquiera disponían de los ya famosos stingers, los misiles tierra-aire que se colocaban al hombro los guerrilleros y que alcanzan con facilidad a helicópteros y aviones a baja altura gracias a su tecnología de infrarrojos. Lo único que han hecho los talibán ha sido demostrar su voluntad de lucha... y poner en evidencia la ausencia de esta disposición entre los occidentales.
El efecto sobre el conjunto del Islam será enorme. Una cultura que vive con ansiedad su difícil adaptación a un mundo globalizado creerá haber encontrado en el credo yihadista su vía de modernización, a partir de la victoria sobre los supuestos propietarios de esa globalización. Ya no se sentirán forzados a trasformarse según el protocolo democrático, sino, y bien al contrario, desde el fundamentalismo islamista. El triunfo talibán sobre Estados Unidos catalizará la calle musulmana, y muy especialmente la árabe, aumentando la presión sobre los denominados regímenes moderados, incluidos nuestros vecinos en el Magreb.
– Las comunidades musulmanas en tierras no islámicas sufrirán también una presión para la asunción de posiciones radicales: un número creciente de sus miembros rechazará la integración, y algunos llegarán a optar por la vía terrorista. En un marco de dificultades de integración y choque cultural, el triunfo talibán devolverá a muchos la confianza en sus raíces, pero a través de una interpretación fundamentalista y violenta.
– El efecto sobre Pakistán, ya comentado con anterioridad, puede tener resultados devastadores sobre el entorno inmediato y sobre el conjunto del Islam. Un Pakistán en manos islamistas y dotado de misiles con cabezas nucleares se sentirá más seguro a la hora de promover el credo radical entre los musulmanes de la India y China, así como al colaborar en los programas de armas de destrucción masiva y de misiles de otros estados afines. Pakistán se convertirá en ese momento en el principal problema de seguridad del planeta y en el mayor peligro de provocación de un conflicto nuclear. A día de hoy, no sólo resulta imposible separar el problema afgano del paquistaní: es que la dimensión paquistaní es, con diferencia, la más preocupante.
– La OTAN no sobrevivirá a la retirada en Afganistán como entidad medianamente creíble. Hace tiempo que dejó de ser una alianza para sus propios miembros, aunque las ventajas de mantener en pie esta formidable organización son considerablemente mayores que las desventajas. Sin embargo, se engañarían sus dirigentes y algunos de los estados miembros si pensaran que tras una derrota en Afganistán, y con la responsabilidad a cuestas por lo que ocurra en este país y en el vecino Pakistán, todo podría seguir igual. La autoridad y la credibilidad no se improvisan. En aquellas tierras han dejado buena muestra de su falta de solidaridad, de su no disposición al combate, de su irresponsabilidad. Si unas guerrillas mal dotadas les echan de Afganistán, nadie, ni siquiera ellos mismos, les tomarán en serio.
Conclusiones
Estamos en un momento crítico de la Historia. Sufrimos ataques de un enemigo que no se ocultaba; se nos mostró el camino para derrotarlo y, por falta de valores y por cobardía, hemos decidido engañarnos y dibujar un escenario que sólo existe en nuestra imaginación. Estados Unidos exhibe, bajo la presidencia de Obama, una alarmante falta de pulso y una preocupante disposición a ceder, en busca de una tranquilidad que no va a encontrar.
No hay más opción que la victoria en Afganistán y Pakistán. Es el momento de que Europa aprenda de sus errores, acepte asumir un papel mucho más relevante en Afganistán y presione, desde la solidaridad y el compromiso, a Estados Unidos para que no ceje en este momento de debilidad y siga adelante con los planes elaborados por sus generales.
Sabemos cómo hacerlo, tenemos que hacerlo: no nos queda otra que despertar de una vez por todas y aceptar la realidad tal como es.
2) España
Como ya hemos apuntado, hay tres poderosas razones para estar y permanecer en Afganistán: una estratégica, otra moral y una tercera de orden solidario.
La estratégica es bien simple de entender y explicar. Derrotados en Irak, los esfuerzos de los yihadistas en su guerra contra los occidentales se han concentrado en Afganistán, que se ha convertido, junto con Pakistán, en el auténtico frente central del yihadismo o terrorismo islámico. Es allí donde nos quieren plantar cara y donde aspiran a instaurar su peculiar y barbárico orden. Por tanto, una derrota de los aliados y de las fuerzas de la modernización afganas, o una salida precipitada y el abandono de Afganistán a su suerte, sería percibido por los islamistas como una victoria, como ya hizo Ben Laden con la salida de la URSS (1989).
La segunda razón para no abandonar Afganistán tiene que ver con la necesidad de expandir el campo democrático en el mundo, o al menos el de la tolerancia. Por dos motivos básicos: 1) porque es en libertad donde el ser humano, la persona, encuentra su máximo nivel de desarrollo, dignidad y respeto, y 2) porque sólo con el libre mercado son capaces las personas de aspirar al progreso. Es más, la democracia conlleva factores de moderación política, tanto en lo interno como en lo externo, que, se piensa, desembocan en un orden internacional más estable y pacífico. Luego más democracia en el mundo significa un mayor bienestar para las personas y menos proclividad al conflicto.
La tercera es una pura cuestión de solidaridad, pues los aliados lo son precisamente por eso, porque están dispuestos a ayudarse mutuamente. No es otra la esencia de cualquier alianza, máxime cuando es militar. Y la OTAN no está exenta de la necesidad de solidaridad, en lo bueno y en lo malo, entre sus miembros. No es lo que le da sentido, pero sin la debida solidaridad deja de tener sentido alguno.
El problema que Afganistán le plantea a España es que ni la ministra de Defensa ni el presidente del Gobierno creen en ninguna de estas tres razones, que explicarían por qué los militares españoles están en ese país jugándose el pellejo. Es cierto, como afirman muchos dirigentes políticos españoles, desde el PP a IU, que España está desplegando sus tropas en una zona de guerra, donde lo definitorio es el combate y no la ayuda humanitaria. Y aún es más cierto que el Gobierno de Rodríguez Zapatero ni quiere ni puede admitirlo.
No quiere porque todavía tiene bien fresco el "No a la guerra", que abanderó desde su pacifismo radical cuando la intervención en Irak. No quiere porque no le viene bien políticamente reconocer que se ha estado engañando todos estos años, hablando sin parar de ayuda humanitaria, reconstrucción y esas cosas sin querer ver que la seguridad en la zona se deterioraba por momentos, en buena parte gracias a posturas como la suya, permanentemente crítica con las operaciones de combate contra los talibán y que se ha traducido en un uso absolutamente cicatero de las tropas. Y no quiere porque no aguanta comprobar cómo su eslogan de "La guerra de Aznar" se transforma en "La guerra de Zapatero", una guerra tan mala como cualquier otra.
Pero es que, además, el Ejecutivo no puede admitir que España está en guerra –que es la verdad–, porque no cree que España tenga enemigo alguno. No sólo es, como dice la oposición, que España esté en una zona de guerra: España está en guerra porque el yihadismo nos la ha declarado, así como a todos nuestros aliados occidentales, empezando por los Estados Unidos. Es más: nosotros estamos en el punto de mira de los radicales islámicos porque para ellos somos tierra del Islam, somos el Al Ándalus perdido, cuya resurrección significará el renacimiento de la cultura islámica. Afganistán, en su particular teoría del dominó, no es sino una pieza más, una oportunidad para resarcirse de su impotencia en Irak, así como un trampolín para hacerse con Pakistán; y de ahí, ni se sabe...
Claro, que para ver la situación de esta manera uno tiene que creer que la guerra contra el terror existe, nos guste o no. Y que no depende de nosotros, sino de la voluntad de nuestros enemigos. No fueron los Estados Unidos quienes declararon la guerra a Bin Laden, sino éste a aquéllos. Y nada menos que allá por 1996. Y lo que está claro es que el Gobierno español actual, con Chacón y Zapatero a la cabeza, no cree en nada que se le parezca. Por eso cuando la mediática ministra de Defensa dice que nuestros soldados están en Afganistán garantizando la seguridad de nuestros hogares no es creíble. Nadie en su sano juicio estratégico puede encontrar en los talibán afganos una amenaza seria contra el territorio español. Salvo que los meta en un saco mayor, el de la yihad global. Entonces sí. Porque su victoria en suelo afgano puede inspirar y alimentar la ansias de otras victorias. Esta vez aquí.
Por otra parte, es difícil creer que Zapatero sostiene a los militares en Afganistán para promover los valores democráticos, cuando ese argumento no le sirvió en Irak ni le sirve en Iberoamérica, donde sus apuestas políticas van, precisamente, en la dirección opuesta, con su apoyo a los Castro, a Evo Morales, a Hugo Chávez...
En cuanto a la solidaridad con nuestros aliados, pocas clases puede dar este Gobierno, que en América sigue siendo recordado por la espantá de Irak, y en la OTAN por el anuncio unilateral –sin discusión previa ni preparación multilateral– de retirada de Kosovo. Decir que estamos junto a nuestros socios no deja de ser un acto de cinismo en boca de Rodríguez Zapatero, un presidente que no ha hecho más que arrojar chinitas al zapato de la OTAN en Afganistán, primero con sus restricciones al empleo de nuestros soldados, luego con sus críticas a las operaciones de combate americanas y británicas y, finalmente, oponiéndose a asumir determinadas misiones, como la lucha contra el narcotráfico. En los pasillos de la Alianza en Bruselas, cuando se habla del presidente español es para subrayar que en sus discursos ante el Consejo Atlántico nunca emplea la palabra "OTAN".
España está en Afganistán en la guerra de Chacón y Zapatero. Y al igual que sus ocurrencias en economía, educación, política exterior y asuntos sociales, su política de seguridad y defensa no deja de ser una chapuza sin sentido. De la misma forma que aquí juegan con todos los españoles, allí juegan con la vida de nuestros soldados. Ahora bien, la solución no pasa por una retirada más, como pide Izquierda Unida, sino por enderezar nuestra misión. Lo que pasa inexorablemente por incrementar el número de efectivos a fin de aumentar el nivel de seguridad del despliegue. Pero no sólo. Quedarse en eso no dará más sentido a la misión ni favorecerá una mayor compenetración con nuestros aliados, ni significará una mayor contribución al objetivo último, la derrota talibán. Clarificar lo que se quiere, definir lo posible, asegurar la eficacia y contar la verdad sobre todo ello es la obligación del Gobierno. Y eso es lo que habría que exigirle.