"Ich bin ein Berliner"
No sé que impresiona más: si el discurso de Kennedy en 1963, o el de Reagan en 1987. Los dos están en youtube, bendita sea la tecnología. Cuando me propusieron escribir sobre el tema, busqué el discurso de Kennedy, sin imaginar –mi edad me permite haber sido contemporáneo de los dos acontecimientos– que lo iba a encontrar filmado. Y el repaso de los videos llevó de una cosa a la otra. Pasé del "Ich bin ein berliner" de Kennedy, quizás la mejor intervención didáctica de un político en toda la Guerra Fría, al "Mr. Gorbachev: tear down this wall" de Reagan.
El de Kennedy se inscribe en la breve lista de las grandes alocuciones del siglo XX, junto al "Sólo os puedo prometer sangre, sudor y lágrimas" de Churchill y al "Tengo un sueño" de Martin L. King. El de Reagan tiene otro carácter, menos perfecto literariamente, más eficaz en términos cinematográficos; es un desafío que corona lo mejor de la obra del viejo presidente, el gran farol de una guerra terminal que los Estados Unidos no estaban en condiciones de emprender, en el saloon de la Guerra Fría. La caída del Muro era el símbolo de su triunfo, logrado sin mostrar las cartas, y cuando pronunció esas palabras lo hizo a conciencia de que ya había ganado: dos años más tarde, los 43 kilómetros de la pared de separación entre dos mundos que, a pesar de todo, seguían siendo uno, los 160 kilómetros que, en total, separaban Berlín del resto del territorio y la zona occidental de la ciudad de la oriental, fueron derribados.
Y Alemania volvió a ser una. Para cerrar la época del comunismo soviético y la larga guerra entre Alemania y Francia –de 1870 a 1945–, había que aceptar la reunificación y el establecimiento de una paz perfecta: la del eje francoalemán. Era un buen precio. Ciertamente, a España le convenía, aunque fuese una pieza menor en el gran juego: terminamos con el fantasma comunista sin necesidad de hacer nada más que aplaudir. Olvidamos, desde luego, a la hora del aplauso, la posibilidad de que la socialdemocracia, siempre ambigua, en perpetua transformación, generara en el plano local un nuevo socialismo unificado, encarnado en el presidente que nos toca.
Y olvidamos que persistían otras divisiones, otros muros, de los cuales el más significativo era y sigue siendo el de Chipre. El que marca la presencia en territorio griego de esa Turquía a la que todo el mundo parece querer en la UE, empezando por el promotor de esa alianza de civilizaciones a la que ahora se arrima Gustavo de Arístegui, figura determinante de la política exterior del PP: la próxima vez que votemos, tengamos presente que no hay ya un solo partido que no esté de acuerdo en ese punto, salvo, quizá, CiU, formación que, por lo que sé, no se ha pronunciado al respecto, en esa Cataluña en la que el Tripartito inició la costumbre de convocar a las fiestas de la Mercè con carteles en catalán y en árabe. Como si Reagan, en vez de exigir a Gorbachov el derribo del Muro, hubiera propuesto la conciliación con la URSS. Hay cosas que no pasan por acuerdo alguno, en las que es imprescindible una derrota en toda regla.
El Muro se construyó en 1961, literalmente de la noche a la mañana, aunque en algunas partes los trabajos demoraron más y en el ínterin se estableció el cierre de fronteras con líneas de tanques y guardias, como un símbolo no sólo del desarrollo autárquico staliniano, sino de la férrea apropiación por los comunistas de media Europa y media Asia. Y sólo la inflexibilidad de los Estados Unidos consiguió su demolición. Digo con toda precisión los Estados Unidos, y no Occidente en su conjunto, porque en Europa seguía y sigue dominando en todas las instituciones y en todos los partidos el espíritu de Munich: mejor un mal negocio en paz que un triunfo obtenido mediante la firmeza y, cuando hace falta, mediante la guerra o la amenaza de guerra. Mejor la alianza de civilizaciones que un enfrentamiento con los productores de petróleo. Obama es una encarnación más del espíritu de Munich, un mulato esencialmente europeo en términos ideológicos, que prefiere ignorar, igual que Carter y Clinton, que su país no sólo tuvo que venir a sacarle las castañas del fuego a la Europa libre en dos ocasiones, sino que cargó con el peso de la reconstrucción y asumió casi en soledad la guerra fría. Irak, sin embargo, le está dando una lección: no puede irse como Zapatero, y cada vez que sugiere un paso hacia la retirada las cosas se le ponen peor.
Aquella pared de Berlín, no muy gruesa, no más gruesa que las que cierran las cárceles corrientes, y de algo más de tres metros, resultó muy resistente, e hizo falta un halcón muy astuto como era Reagan para echarla abajo. O, siendo aún más precisos, y ésa es la clave del discurso de 1987, para que los mismos que lo habían construido lo declararan políticamente inútil.
El alemán antiamericano medio, espécimen que abunda a pesar de todo, desde el Plan Marshall en adelante, culpa a los Estados Unidos de la división de su país durante cuarenta y cuatro años. Churchill, en sus memorias de la guerra, cuenta que acudió a Yalta con unos mapas muy precisos, elaborados con la mayor finura con un equipo de sabios asesores, y que jamás los desplegó: en ellos se estimaba qué parte de Europa iba a quedar en manos de la URSS después de la guerra. Stalin llegó, sacó su propio mapa, sin marca especial alguna, y dijo: "La línea pasa aproximadamente por aquí". El inglés aceptó de inmediato, porque se trataba casi de una generosa donación.
Los soviéticos habían perdido 100.000 hombres en la toma de Berlín. Eisenhower había dado un paso atrás y les había dejado a ellos esa tarea porque no se podía dar el lujo de perder ese número de soldados: él tenía que dar explicaciones políticas a su regreso a América y, en cambio, para Stalin, aquello no significaba nada más que el envío al frente de más carne de cañón. Alemania podía haber sido suya, pero no lo fue. Por eso se aceptó la partición de la ciudad y el establecimiento de la capital de la Alemania occidental en una pequeña ciudad. El Plan Marshall fue concebido para ahuyentar la posibilidad de que Alemania se reunificara bajo control soviético. Y hubo que trabajar cuarenta y cuatro años, de Truman a Reagan, para conseguir lo contrario.
Tengo en un estante de mi biblioteca un minúsculo trozo del Muro, que me trajo el 12 de noviembre de 1989 mi amigo Claudio, que había estado allí con un martillo en la mano dos días antes. Pasó bastante tiempo antes de que yo fuera a Berlín, y vi la ciudad abierta, recorrí una parte de lo que había sido muro, donde hay ahora placas con los nombres de los muertos que habían intentado cruzar y habían sido asesinados, y después fui a beber algo al Adlon, como los espías de las novelas. Ahora miro la piedra de tanto en tanto como un objeto místico, el producto de la voluntad de algunos hombres –jamás de una mayoría–, un resto del horror que se había iniciado en los campos de concentración y que no cesó hasta hace apenas veinte años. Es un recordatorio de lo que hay que hacer cada día.