Las dos crisis de la derecha española
Crisis intelectual, crisis política
Que la crisis económica y financiera esconde una crisis de más envergadura y más amplia, que alcanza principios y valores, es algo comúnmente admitido, tanto por la izquierda como por la derecha. Por un lado, afecta a la racionalidad económica, al comportamiento de los bancos, a la relación con clientes y gobernantes; por el otro, a las instituciones, a la legitimidad de la clase política, a su discurso público. Es una crisis cultural en sentido amplio, puesto que afecta a casi todos los aspectos de la sociedad moderna. Su origen, extensión y características son tratados por historiadores, analistas y filósofos. En nuestro país, el intento más ambicioso en los últimos tiempos ha sido el informe del Grupo de Estudios Estratégicos (GEES) "Ante la decadencia de Europa", de donde procede el siguiente pasaje:
El problema principal que afecta a Europa no es ni económico ni institucional, sino cultural, y dentro de cultural, intelectual; el deslizamiento progresivo de la cultura europea hacia el relativismo racional, moral e ideológico, y el rechazo a la posibilidad de encontrar verdades y comportamientos objetivos. Europa tiene un cáncer: el pensamiento débil[1].
En este informe sobre Europa, escrito en y desde España, se desgranan las dos características principales de la decadencia económica, institucional y estratégica del Viejo Continente. En primer lugar, el escepticismo intelectual, el rechazo a la capacidad del ser humano para conocer y reconocer la verdad. Los filósofos enseñan que cuando el hombre deja de tener como obligación el reconocimiento de la verdad, ocurren dos cosas: en primer lugar, la entronización del subjetivismo, la convicción de que los hechos dependen de las pretensiones y preferencias de cada uno, razón por la cual el diálogo deja de tener como finalidad la búsqueda y descripción de lo real; y de ahí se deriva la segunda consecuencia, de orden social: el diálogo se convierte en mera persuasión o imposición, y el diálogo político en simple propaganda. La sociología, la filosofía política, la historia dejan de ser ciencias humanas y se convierten en meros instrumentos político-ideológicos.
De este escepticismo intelectual se deriva un segundo aspecto, el relativismo moral: si todo es subjetivo y relativo, si la descripción del mundo que nos rodea depende de cada cual, entonces no existen reglas de comportamiento –en la vida privada como en la política– que se deban cumplir. Moralmente, la falta de fundamentos objetivos y fijos –es decir, de principios– implica que el bien y el mal sean relativos a mis pretensiones o necesidades instantáneas. Por lo que hace a la sociedad, como se afirma en el informe citado,
si no se cree que las leyes deban cumplirse porque son buenas, entonces no se cumplirán. Si se cree que una ley vale igual que otra, entonces no se elaborarán, y si se hace, será sin convicción alguna.
Esta deriva intelectual –escepticismo más relativismo– acaba estallando en la vida pública y política, provocando graves tensiones en las instituciones europeas, tanto comunitarias como nacionales. España no es una excepción. Como en un dominó, a la renuncia a la razón intelectual y teórica le sigue la renuncia a la razón pública y política, a ellas un comportamiento errático y a todo ello la renuncia a unas instituciones estables y a una sociedad cívicamente sana: la plaza pública se llena de propaganda, demagogia y corrupción, y no decimos nada nuevo si afirmamos que éstas hoy se extienden por instituciones y partidos políticos, así como por empresas y universidades.
La revulgarización de la izquierda española
Esta crisis intelectual y moral europea afecta de lleno a la política española. Y más a la izquierda que a la derecha, por cierto. De hecho, el progresismo actual es uno de los factores de mayor erosión de la razón política, un acelerador de la crisis intelectual del continente. Los historiadores de las ideas citan numerosos factores que explican una crisis izquierdista que impulsa a la europea. Aquí indicaré tres: uno filosófico, otro histórico y un tercero biológico. El filosófico tiene que ver con el fin de la modernidad y la llegada del pensamiento postmoderno, pirotecnia literaria con pretensiones filosóficas. El histórico-ideológico tiene que ver con la autodestrucción de la Unión Soviética y del paraíso socialista, que sumergió a la izquierda en un nihilismo intelectual y político aún más hostil al orden democrático triunfante, al que jamás ha perdonado ser ni lo uno ni lo otro. Perdió la utopía de la sociedad sin clases, pero a cambio intensificó el rechazo al orden. El biológico-cultural viene signado por la llegada a puestos de responsabilidad –periodística, política, universitaria– de una generación mal formada pero imbuida de la retrofilosofía postmoderna, con unas enloquecidas ganas de superar los límites y rigores de la historia, la moral, la filosofía y hasta la lógica.
Si en los años sesenta Raymond Aron denominó vulgata marxista al pseudosocialismo de la izquierda francesa y europea, en la actualidad lo que se ha vulgarizado es la propia vulgata: del profetismo de Marx sólo queda el rechazo al orden institucional liberal como intuición más abstracta que otra cosa. Más allá de eso, sin un orden que construir, todo vale, desde la alianza con el islamismo hasta los negocios con grandes grupos multimedia o el pacto con el nacionalismo identitario. La histórica carencia de solidez teórica del socialismo español ha precipitado esta crisis; el instrumentalismo político, la corrupción y el todo vale del felipismo; el resentimiento continuo ante los éxitos de Aznar. La bonanza económica y el consumismo terminaron por acelerar en España este extraño socialismo.
El resultado tragicómico de esta revulgarizacion ideológica en España es lo que Ignacio Cosidó denomina "Generación ZP"[2] y el "Pensamiento Alicia" (Gustavo Bueno dixit[3]): una izquierda intelectualmente nihilista y moralmente destructiva que del socialismo clásico ya no mantiene ni la indignación moral ante el capitalismo –con el que pacta y hace negocios– ni la concepción científica de la historia, que rechaza en cuanto pensamiento fuerte. Que surge de la crisis cultural occidental, pero que se gestó y evolucionó en tiempos de Felipe González y Jose María Aznar, eclosionó a partir de 2002 –Prestige, Irak– y se instaló en La Moncloa en marzo de 2004, ante el estupor de la derecha española, que durante un tiempo aún se resistió a observar lo que se le venía encima.
La derecha relativista
En España, el mundo liberal-conservador pudo aguantar algo más, en parte por sus hondas raíces religiosas, pero igualmente acabó descendiendo por el tobogán, detrás de la izquierda. Entre 1996 y 2004, la derecha gobernante no quiso o no pudo combatir el problema de la degeneración progresiva de la razón, ya fuera en la educación, la cultura o el arte; quizá porque ella misma era ya parte y víctima de la decadencia intelectual. La pujanza económica y el éxito de los gobiernos de Aznar escondieron este problema intelectual y moral, que pasó inadvertido hasta que el crash de 2004 lo puso dolorosamente ante los ojos de todos.
En marzo de 2004 el PP se encontró con una opinión pública maleable, obsesionada por el apaciguamiento, sin convicciones cívicas ni responsabilidad histórica, con ganas de huir y escapar de la verdad. Pocas veces como entre el 11 y el 14-M se ha mostrado con tal crudeza el escepticismo intelectual y el relativismo moral de nuestras sociedades; es el momento en que los terroristas ponen a sus víctimas contra sus defensores, obligándoles a elegir entre la vida o la libertad. Se puso de manifiesto que España no quería ni conocer los hechos, ni explicarse la realidad, ni pensar en ella; eligió darle la espalda, huir, refugiarse en sí misma y dejarse hacer. Y esta crisis intelectual y moral cristalizó en la presidencia de Rodríguez Zapatero.
La figura de Rodríguez Zapatero es causa de la crisis, pero también es consecuencia de ella: su presidencia es producto de la crisis intelectual y el relativismo moral. Así que no tiene problemas en mimetizarse con la crisis, concretarla, impulsarla y aprovecharla. No le hace falta el liderazgo: simplemente nada a favor de corriente, se deja llevar y sanciona la inercia cultural que explica su presidencia. El rechazo al razonamiento lógico –en economía, política exterior, educación– se unió al rechazo explícito de la moral, concebida como obstáculo conservador o religioso para la liberación y el progreso. La cosa le dio buenos frutos, y en 2008 revalidó un proyecto intelectual y moralmente nihilista.
Enfrente, la derecha contempló entre perpleja, fascinada e indignada la avalancha de unos sofisticados bárbaros, a los que temía y teme, pero de los que comenzó poco a poco a admirar su libertad y capacidad de acción al margen de los límites de lo racional y lo moral. Ya tocada por el virus relativista, dio el siguiente paso en el año 2008: ¿por qué no hincarle el diente a la manzana que todo el mundo disfruta?, ¿por qué no aprovechar las ventajas que procura la falta de principios? Si es más fácil alcanzar el poder desde el pacifismo, el internacionalismo, el sentimentalismo, ¿por qué no subirse a ese carro?
Desde entonces, la derecha política con la izquierda el rechazo a 1) la construcción de un discurso racional y lógico, y 2) a la conformación de una política guiada por principios y valores morales o políticos ajenos a las necesidades del día a día.
Veamos ahora algunas características de su comportamiento cotidiano.
En primer lugar, encontramos la reducción de lo político a términos de éxito electoral. Como es evidente, todo político tiene como objetivo el poder; y es igualmente evidente que el poder es un medio para poner en práctica los principios y valores que se profesan. Ahora bien, cuando éstos desaparecen o dejan de tener sentido, alcanzar el poder y mantenerlo se convierte en la única finalidad, más allá de cualquier otra consideración. Incluso, en un giro relativista más, los principios se utilizan como coartada o justificación de conductas que nada tienen que ver con ellos, o que incluso les son contrarias. Lo bueno es lo que permite ganar elecciones, por reprobable que sea; lo malo es lo que lo impida, por encomiable que sea. No generar rechazo, no asustar, no crispar se erigen en principios rectores por el mero hecho de que facilitan el no perder elecciones.
El desinterés intelectual por los fines conlleva necesariamente la sobrevaloración de los medios, hasta el punto de que éstos acaban ocupando el lugar de aquéllos. Y en la medida en que la derecha ha sabido adaptarse mejor que la izquierda a las nuevas tecnologías, esto desemboca en la utilización abusiva por parte del PP de medios de propaganda y marketing: blogs, Facebook, chats, foros, videos... Hasta el punto de que éstos han impuesto su lógica, y se considera un importante triunfo político el tener un número determinado de amigos en Facebook o lograr muchas visitas en Youtube, en vez de disponer de una visión coherente de la política exterior o una hoja de ruta bien trazada para la independencia de la Justicia.
Desinteresada por la verdad, la derecha política cae también en el rechazo explícito a analizar rigurosamente la realidad cuando ésta no le favorece, lo cual le acaba llevando a la ocultación de hechos –limpieza lingüística en Cataluña, auge del islamismo–, la magnificación arbitraria de otros de menor importancia nacional –escuchas ilegales al partido– o la minusvaloración de asuntos de enorme trascendencia histórica pero de escaso interés electoral a corto plazo –eutanasia, aborto, laicismo–, a los que se califica de "cortina de humo" para no afrontar su naturaleza y sus consecuencias reales.
El desinterés y la interpretación de los hechos en términos instrumentales conlleva una cuarta característica: la adopción de comportamientos sectarios, el rechazo a todos aquellos que no compartan los fines o los medios empleados por la maquinaria del partido en su búsqueda del poder. De ahí la expulsión simbólica de determinados valores ("Si alguien se quiere ir al partido liberal o conservador, que se vaya"), el acoso o marginación de determinadas personalidades –María San Gil– y la suspicacia ante periodistas o intelectuales inequívocamente liberales pero no comprometidos con el éxito electoral del partido.
La quinta característica hace referencia al discurso demagógico, a la utilización de las emociones y los sentimientos como ejes del discurso político. La política se reduce entonces a provocar impactos emocionales mediante discursos, fotografías, vídeos. El proyecto político se supedita a o se configura en función de "lo que interesa a la gente", la economía no son sino apelaciones al "bolsillo" de los ciudadanos; la razón, en definitiva, es sustituida por el sentimiento y la apelación a los bajos instintos de los electores, convertidos en mera masa electoral manipulable.
En descargo del gran partido de la derecha española, valgan tres apuntes más: 1) los culpables no son sólo los actuales dirigentes ni el propio PP, inmersos como están en una situación que les trasciende y afecta a todas nuestras sociedades; 2) esta crisis va más allá de los límites de la derecha política y afecta sobre todo a la izquierda española (los rasgos anteriores valen también, antes y sobre todo, para lo que confusamente llamamos progresismo); 3) es una crisis que, en cuanto general, afecta también a la derecha mediática y cultural, salvo escasas excepciones inmersa también en un proceso semejante: en la derecha española, no es sólo el PP el que ejerce el escepticismo intelectual y el relativismo moral y no libra la batalla de las ideas.
¿Qué 'batalla de las ideas'?
En el debate cultural en los medios, diré –tomando el concepto de la estrategia militar clausewitziana– que es más fácil destruir que mantenerse o defender. En asuntos relacionados con los ataques a la vida –aborto, eutanasia–, la destrucción de la tradición nacional –laicismo, memoria histórica– o del entramado institucional de 1978 –estatutos de autonomía, independencia judicial–, el impulso de la izquierda es pocas veces contrarrestado por la derecha mediática, que ha renunciado a ofrecer un proyecto alternativo al progresista. Salvo escasas excepciones –La Ilustración Liberal es una de ellas–, la derecha se encuentra hoy a la defensiva.
Desde luego, ese "a la defensiva" es intelectual y no moral, afecta a la razón y no a la voluntad: desde diversas trincheras mediáticas, la voluntad de lucha de periodistas o intelectuales no es menor que la exhibida por los izquierdistas. Pero, más allá de las indudables ganas por mostrar la superioridad del liberalismo sobre la socialdemocracia o el socialismo, las grandes cuestiones quedan sin resolver: a día de hoy, no existe un modelo social para la derecha liberal-conservadora que se oponga al izquierdista. La crisis económica ha mostrado que, más allá de la economía –y a veces tampoco en este punto–, en cuestiones morales, cívicas o nacionales la derecha sigue sin constituir una alternativa al progresismo relativista, que sigue imponiendo su agenda política. Las más de las veces, la derecha mediática se conforma con copiar actitudes y comportamientos progresistas –demagogia, sentimentalización de la política, omisión u ocultación de hechos incómodos–, o bien con refugiarse en conceptos indiscutiblemente válidos pero que encierran una gran ambigüedad, como los de dignidad de la persona y libertad individual.
Más allá de esto, la derecha ha renunciado a dotarse de un pensamiento fuerte sobre el hombre, la sociedad, la historia y la propia nación española. ¿Qué concepción del ser humano, de la religiosidad, de la espiritualidad o de la moralidad tiene la derecha española? ¿Cómo interpreta el pasado y el mundo que nos rodea? ¿Cuál quiere que sea el futuro de nuestra sociedad? ¿Qué idea tiene de la nación española, de su génesis, de su evolución, de su papel en el mundo? Son éstas preguntas que, queramos o no, la derecha española aún tiene pendientes de contestar.
He aquí a, grandes rasgos, la primera crisis de la derecha española: la intelectual –y, por intelectual, moral–. Es una crisis que no parte de ella, que le trasciende y que en parte recibe; quizá sea imposible que escape a un desmoronamiento cultural que es más bien civilizacional. Una crisis en la que le precede la izquierda, que no es ajena a su origen y desarrollo, y que se adapta a ella con más comodidad. Una crisis que no comienza en 2004 o 2008, pero a la que la derecha política sucumbe en esas fechas, uniéndose a la izquierda. Y quien dice la derecha política dice gran parte de la derecha mediática y cultural.
Historia, pasado y futuro
Vayamos a su segunda gran crisis.
Paralela a la cultural, la derecha se ve afectada por otra crisis, ésta propiamente española, que no afecta a la izquierda y que tiene su origen mucho tiempo atrás, si bien es a partir de 2004-2008 cuando muestra con más crudeza su capacidad de paralización. A falta de una expresión mejor, la denomino crisis ideológico-histórica. Es la que hace referencia a la profunda crisis de identidad que la derecha sufre ante cuestiones como la historia de España y el propio pasado del liberal-conservadurismo español.
Por la naturaleza misma de la política, existe una relación directa entre la concepción del pasado de uno mismo, de los demás y de la sociedad, por una parte, y, por la otra, las convicciones y preferencias acerca del futuro. A efectos históricos, lo que una nación quiere ser depende de lo cree que ha sido y es, de las posibilidades actuales y de la tradición o de la memoria acerca del pasado. De la concepción de la experiencia pasada dependen los valores cívicos y morales, la personalidad social e institucional, las ambiciones y pretensiones nacionales. A diferencia de lo que afirma el progresismo, el pasado no determina ni las acciones presentes ni las decisiones futuras, pero a favor de este tipo de historicismo juega el hecho de que influye en ellas decisivamente. Todo proyecto político, del tipo que sea, se basa en una determinada concepción del pasado.
La izquierda no sólo reconoce el papel de la historia en la política, sino que lo considera el papel fundamental. Aquí reside, precisamente, la segunda gran falla de la derecha española. Si en los términos intelectuales y morales de la primera crisis puede haber cierto empate entre izquierda y derecha, en términos histórico-ideológicos no es así: en España, la izquierda gana de calle. Pensemos, por ejemplo, en su apelación a la memoria histórica. La identificación constante de Rodríguez Zapatero con el PSOE de la II República, los homenajes que brinda a personalidades frentepopulistas, algunas de ellas violentas y fanáticas, apunta más a un plan de gobierno que a un recuerdo de la historia. Pone de manifiesto no una reflexión sobre el pasado, sino una apuesta por el futuro. La memoria histórica, como la historiografía izquierdista, es un instrumento ideológico que proporciona una visión total del pasado y del presente, necesaria para modelar el futuro.
El progresismo actual es, aunque deteriorado y desfigurado o revulgarizado, una filosofía de la historia: la lucha del progreso contra la reacción, de lo nuevo contra lo viejo, de la libertad contra la tiranía. Desde este punto de vista, tiene toda la lógica y toda la intencionalidad política del mundo la apelación socialista al pasado. La derecha sonríe cada vez que la izquierda liga el cambio climático, la investigación con células madre o la inmigración con la II República, pero lo cierto es que en la lógica progresista forman un todo: de un lado está la izquierda, liberadora o libertaria; del otro, la derecha reaccionaria y conservadora. En este esquema no cabe el término medio... ni la elección, pues es la propia izquierda la que decide quién pertenece a uno y otro bando.
¿Una historia de España liberal-conservadora?
Conocemos bien la interpretación progresista de la II República y la Guerra Civil: la primera era una democracia ejemplar, con una izquierda respetuosa e identificada con las instituciones, que cayó por culpa de un golpe fascista-militar; a la segunda siguió la represión de una dictadura terrible y criminal que sometió a los españoles hasta la muerte de Franco, en noviembre de 1975. ¿Tiene algo que decir al respecto la derecha? Tendría. En cuanto a la ruina del régimen republicano, hay suficiente bibliografía sobre la actitud de la izquierda intelectual y política ante la democracia parlamentaria –véase, por ejemplo, la obra de José María Marco[4]–; también la hay de primer nivel sobre los orígenes de la Guerra Civil: la que han configurado autores como Ricardo De la Cierva, Pío Moa o César Vidal. Todos ellos han descrito con detenimiento el pasado político de la izquierda española en general y del PSOE en particular: su desprecio por las instituciones democráticas, su odio al parlamentarismo, su hostilidad criminal hacia el clero y la burguesía... A diferencia de la derecha, la izquierda despreció la democracia y, después, arruinó el régimen republicano; finalmente, entró en una profunda espiral de crimen y represión antes de ser derrotada por las armas.
En cuanto al significado histórico del régimen de Franco, también la interpretación izquierdista tiene una contrapartida sólida. La clave la proporciona Pío Moa, al apelar al método sociológico de la comparación de regímenes[5]. Comparado con un ideal, todo régimen resulta insatisfactorio, y todo comentario, severo: tampoco las democracias superan el test del ideal. Por otro lado, la no comparación de un régimen nos lleva a la indulgencia, al juicio benévolo que posibilita el no tener ninguna otra referencia. Por eso la de la comparación es la forma más justa de juzgar regímenes.
A todas luces, a la II República sólo podría sucederle un régimen totalitario: el de la izquierda unida y sovietizada del Frente Popular, o uno autoritario de derechas: el de los sublevados. La democracia parlamentaria, preferible sin ninguna duda a ambos, era entonces imposible. Como afirma Moa, "habría sido preferible una democracia a la dictadura autoritaria de Franco, pero para que haya democracia tiene que haber demócratas, y tras la devastación intelectual, moral y política causada por el Frente Popular, casi todo el mundo había dejado de creer en la democracia en España"[6]. La alternativa al régimen franquista no era una democracia occidental, sino uno de tipo soviético, esto es, de carácter totalitario.
¿Es preferible un régimen autoritario a uno totalitario? Sin duda alguna. Por muchas razones; y desde la España actual por una en particular: la transición a un régimen democrático desde una dictadura autoritaria de derechas es más fácil y rápida que cuando se parte de un régimen totalitario de izquierdas –o de derechas–. La estructura institucional y social de la España franquista hizo posible una transición democrática que con una democracia popular a la soviética hubiese sido penosa, larga y difícil. La superioridad del régimen franquista sobre su alternativa frentepopulista se pone de manifiesto en la comparación con los países ex soviéticos: éstos salieron del comunismo en unas condiciones económicas, sociales e institucionales que aún lastran su desarrollo. Justo lo contrario de la España heredera del franquismo, institucionalmente estable, económicamente ascendente y socialmente cohesionada.
Desde el punto de vista democrático y constitucional, que es el liberal-conservador, no cabe duda: los referentes que hacen suyos el PSOE y casi toda la izquierda conspiraron contra el régimen republicano, al que atacaron con saña. Después, durante la guerra, erigieron un régimen totalitario en las zonas que controlaron en la línea del propugnado por el bolchevismo leninista y estalinista. El triunfo izquierdista en 1939 hubiese impedido, con total seguridad, una transición a la democracia tal y como se efectuó en los años setenta. La Constitución de 1978 fue posible porque la izquierda rememorada, reivindicada y añorada por PSOE, IU o ERC perdió la guerra, y porque las derechas de todo tipo –autoritarias, tradicionalistas, moderadas– vencieron en la sangrienta contienda.
El consenso, o el buenismo de la derecha
En 1978 la derecha acometió un corte histórico, apostó por la amnesia y sacrificó el reconocimiento de la historia en nombre del consenso. Negó cualquier ligazón del nuevo régimen con el anterior, rechazó cualquier relación con el pasado. No sólo no se planteó, sino que rechazó obsesivamente que la democracia tuviese algo que ver con la Guerra Civil y el franquismo, o que, de haber triunfado la izquierda hoy reivindicada, la democracia no hubiese sido posible –o no sin superar graves penalidades–. Desligó un régimen político de su origen histórico y pretendió partir de cero, olvidando así que nada en la historia surge ex nihilo.
Si fue por mala conciencia o por miedo al abismo, es otra cuestión. Lo que interesa aquí es que el consenso constitucional se convirtió en la referencia histórica pura y primigenia para la derecha, un recurso casi sagrado que acabó identificándose con la bondad absoluta; todo lo demás fue dejado de lado, empezando por la historia, de la que el propio consenso constitucional era fruto. Conviene no engañarse: si la izquierda española tiene su buenismo[7], no cabe duda de que la derecha tiene también el suyo: la referencia emotiva e ingenua al pacto constitucional como origen, clave y solución de todos los males, y el desprecio obsesivo de la historia de la que aquél proviene.
Mucho menos se planteó la derecha que la izquierda podía no querer un régimen liberal parlamentario, como no lo había querido cuarenta años antes. La izquierda no cometió semejante error: intelectualmente primero, y políticamente tras 2004, identificó el constitucionalismo con un republicanismo imperfecto, y situó la España de 1978 en la misma línea histórica que la de 1936: en el fondo, la lucha entre el progreso y la reacción era la misma, lo mismo con la CEDA que con el PP, con Gil-Robles que con Aznar, con los carlistas que con Rouco Varela o Mariano Rajoy. El consenso, a diferencia de lo que pensaba la mayoría de la derecha, era un compromiso –ni más ni menos que eso– que no se identificaba con el ideal democrático izquierdista, que estaba más allá. El régimen constitucional no es el punto de llegada, sino el punto de partida para los izquierdistas.
Con la derecha buenista en busca de llegar a un acuerdo con la izquierda y la izquierda con la mira puesta en un régimen distinto, en treinta años ha ocurrido lo previsible: el consenso se ha ido situando cada vez más a la izquierda, ya que así lo ha ido exigiendo ésta. La cultura en sentido amplio, con UCD, AP y el PP dentro o fuera del Gobierno, fue escorándose más y más a la siniestra, y cuanto más trataba la derecha política de llegar a acuerdos, más desplazaba la izquierda el punto de consenso. En cuestiones como la independencia de la justicia, la disgregación nacional, la intervención estatal o la educación, la derecha ha aceptado buena parte de los presupuestos progresistas: todo en nombre del consenso. Ha terminado por aceptar como bueno lo que desde un punto de vista liberal-conservador es inadmisible[8].
A partir de 2004, las cosas fueron a peor: Rodríguez Zapatero señaló el cambio de régimen como objetivo político, y la II República como modelo histórico. Todo en nombre del consenso, la derecha ha ido cediendo ante la interpretación que de la historia hace Rodríguez Zapatero, que tiene al Frente Popular como referente político y moral, no sólo del pasado, también del futuro. Para la derecha y su visión de España y de la historia, estos últimos años han sido demoledores: al olvido de la historia siguió la sucesión de condenas al régimen franquista, de homenajes a sus víctimas –inocentes o no–, así como a dirigentes frentepopulistas. En medio del asalto ideológico a la historia, y salvo escasas excepciones, el PP se ausenta, se abstiene o vota a favor de la interpretación izquierdista del pasado, que es la interpretación izquierdista del presente y un proyecto político para el futuro.
La derecha –de nuevo, no sólo la política, también parte de la cultural– escapa de y rehúye su propio pasado; se avergüenza de él y acepta la visión que la izquierda tiene de ella. Qué es España, qué ha sido y qué debe ser, todo eso queda en manos progresistas. Las grandes cuestiones planteadas por la izquierda hoy en día se relacionan con la interpretación progresista de la historia: el laicismo y la cristofobia se justifican por la actitud de la Iglesia ante el franquismo; el aborto y la apología de la homosexualidad, por la supuesta represión sexual franquista; la eutanasia, por la relación paternal que el franquismo favorecía entre médico y paciente, que impedía a éste ejercer su autonomía; la ruptura de la unidad nacional, por la pretendida opresión franquista sobre vascos y catalanes; el retraimiento internacional, por la nostalgia imperialista –en Africa o América– del régimen de Franco. Y así sucesivamente: las grandes cuestiones institucionales, cívicas y morales planteadas por los socialistas encuentran su justificación última en la historia española del último siglo, en la interpretación izquierdista de la II República, el franquismo y el papel de la izquierda y la derecha en ambos regímenes.
A diferencia de la idea extendida, en una democracia el consenso no agota la política. Más aún: el consenso democrático sólo tiene sentido entre diferentes, sometidos entre sí a una tensión pacífica pero continua. Los dos conceptos claves aquí son diferentes, por un lado, y tensión, por otro. Sin posiciones encontradas, el consenso no tiene sentido, es inexistente o es falso; sin tensión entre distintos sólo queda una despótica unanimidad y una comunidad rota y enfrentada. Por eso el consenso, tal y como es defendido por la derecha española, es falso y peligroso. Falso, porque no garantiza el acuerdo: impulsado por la visión progresista del pasado reciente de España, se escora cada vez más hacia posiciones izquierdistas: la derecha acepta, a regañadientes y medio forzada, iniciativas antiliberales y anticonservadoras impensables hace diez, veinte o treinta años; a lo sumo, la derecha sólo puede aspirar a retrasar los avances progresistas, pero no a interrumpirlos o revertirlos e impulsar una política liberal-conservadora. Y peligroso porque esta dinámica histórico-política no sólo no garantiza la supervivencia del régimen constitucional, sino que lo erosiona. Empujado por una izquierda que busca superarlo, el consenso se va situando cada vez más en los límites del régimen constitucional, hasta el punto de que hoy en día ha saltado por encima de él: la agenda del Gobierno de Rodríguez Zapatero es abiertamente anticonstitucional –el Estatuto catalán es sólo el más clamoroso asunto–, y rebasa el ordenamiento básico español. No cuesta demasiado reconocer en el Partido Popular, especialmente en lo relacionado con el marco autonómico, ideas y actitudes, pactadas y copiadas de los socialistas, que son estrictamente anticonstitucionales. El consenso buenista está arruinando a la derecha liberal-conservadora y minando el propio régimen constitucional.
Vamos a peor
La crisis cultural sitúa a la derecha en la misma espiral destructiva del orden político en que se sitúa la izquierda: relativista, escéptica, aferrada a cuestiones instrumentales y ávida de poder, erosiona el orden social y político. Ni es responsable directa, ni es la única afectada, pero las cosas son como son, y las consecuencias están ahí. Es verdad que es una crisis impulsada por el progresismo, y en España, por la izquierda en el poder, que hace suyo y alienta el deterioro moral e intelectual; también lo es que la derecha se muestra incapaz de restaurar el prestigio de la razón y de la moral, que se ha sumado al relativismo más atroz y que, con esta actitud, impulsa una deriva social que favorece a la izquierda. Uno de los principales problemas que afrontamos es la decadencia institucional de la nación española: pues bien, la derecha –no sólo la política– parece incapaz de escapar de ella; todo lo contrario: más bien la fomenta.
La segunda crisis, ideológico-histórica, es particularmente española: se deriva de la renuncia a afrontar tanto el pasado español como el de la propia derecha[9]. Este rechazo implica un doble problema: el que resulta de comprender que el futuro de una nación y un régimen depende del pasado y el que resulta de la asimetría entre una izquierda que busca superar la Constitución y una derecha que busca el consenso con aquélla. Lo cual deja a la derecha en una situación de debilidad estructural: se obliga a ir a remolque del izquierdismo en las cuestiones básicas que afectan a la sociedad española, a su presente y a su futuro, y que amenazan directamente el régimen constitucional de 1978 que dice venerar.
Las dos crisis que hemos analizado en este artículo afectan de lleno a la derecha española, la paralizan, la colocan a remolque de la izquierda y en el fondo la hacen colaborar con ella. Pero los problemas para el mundo liberal-conservador español no acaban ahí: ambas crisis tienen una lógica propia, y tan pronto se han extendido por la sociedad, han entrado en una dialéctica, en una espiral que no hace sino hacerlas más profundas. La sociedad española es cada vez más izquierdista, cada vez más relativista e indiferente a la cuestión nacional. La situación, pues, es explosiva, pues no es sólo la derecha lo que está en juego, sino la propia vertebración de la nación española.
[1] GEES, "Ante la decadencia de Europa. Problemas actuales, tendencias previsibles y propuestas para su supervivencia", marzo de 2009, pág 4. Disponible en http://www.gees.org/documentos/Documen-03351.pdf
[2] I. Cosidó, "Leyre Pajín. Generación ZP", Libertad Digital, 6-VI-2009: "Carecen de una doctrina ideológica elaborada, pero tienen una serie de antivalores que adoptan como banderas de una identidad de izquierdas sepultada bajo los cascotes del Muro de Berlín".
[3] Gustavo Bueno, Zapatero y el pensamiento Alicia, Temas de Hoy, Madrid, 2006: "El racionalismo simplista propio del pensamiento Alicia tiene las ideas muy claras, pero, al mismo tiempo, muy cortas, cuando con ellas tratamos de analizar asuntos realmente existentes que son muy complejos y enrevesados (...)".
[4] Principalmente, Francisco Giner de los Ríos. Pedagogía y poder (Ciudadela, Madrid, 2008) y La inteligencia republicana (Biblioteca Nueva, Madrid, 1998).
[5] V. las páginas finales de su obra Franco para antifranquistas, Áltera, Madrid, 2009.
[6] Ibid.
[7] V. Valentí Puig, "El fraude del buenismo", FAES, enero de 2005.
[8] He pretendido explicarlo en el artículo "Es hora de apaciguar la historia", publicado en la página web del Grupo de Estudios Estratégicos el 25 de junio de 2008.
[9] Aunque el rechazo a la propia historia, al pasado y a la tradición es uno de los factores de la decadencia occidental, y por lo tanto es un fenómeno que va más allá de la derecha y de nuestro país.