¿Nos roban los intermediarios?
Habitualmente podemos escuchar al lobby agrario protestar por los infladísimos márgenes de beneficio que obtienen los intermediarios, al adquirir sus productos a unos precios misérrimos y revendérselos carísimos al consumidor. Así, por ejemplo, la Coordinadora Estatal de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos (COAG) no vacila en declarar: "Las cadenas de intermediarios suelen obtener, sin apenas asumir riesgos, un margen de beneficio que a menudo supera el 450%", y Eladio Aniorte, presidente de Jóvenes Agricultores (Asaja) de Alicante, subió el envite al afirmar recientemente que en ocasiones esos márgenes alcanzan "el 6.000%". Ahí es nada.
El argumento que pretende inferirse de estos escandalosos datos es doble: por un lado, que los intermediarios incrementan los precios que pagan los consumidores; por otro, que los campesinos están siendo explotados por una mafia de intermediarios que les abona unos precios mucho menores a lo que podrían y deberían obtener para mantener las explotaciones agrarias a flote. Estas soflamas vienen en parte avaladas por las instituciones públicas, que disponen de todo un Observatorio dedicado a estudiar los precios de origen que reciben los productores y los precios de destino que pagan los consumidores, y en cuyas publicaciones pueden encontrarse, en efecto, cifras tan escandalosas como ésta: los plátanos, en origen, cuestan 12 céntimos el kilo; en destino, 1,83 euros.
Pese al aparente consenso de quejas y datos en torno a la innecesaria y maléfica labor que realizan los intermediarios, me sorprende que incluso parte de quienes se consideran liberales, al reconocer las fundamentales contribuciones de la economía de libre mercado, hayan comprado esta mercancía averiada. Y digo "mercancía averiada" porque es un razonamiento que se opone a la teoría económica más elemental sobre la formación de los precios, que debería estar al alcance de todo científico social.
A la vista del predicamento que ha logrado la propaganda que el lobby agrario difunde diariamente sobre su deplorable situación, conviene aclarar qué sostiene esta teoría económica tan básica, para luego tratar de arrojar algo de luz sobre esta polémica.
Márgenes, márgenes, márgenes
Toda la teoría de los precios gira en torno a márgenes que intentan arbitrar todos los agentes económicos. Es imposible entender realmente cómo se forman los precios si no empleamos la herramienta de los márgenes.
¿Y qué es un margen? Simplemente, un diferencial entre dos valores. En este sentido, arbitrar un margen consiste en aproximar esos dos valores, reduciendo así su diferencial. ¿Cómo? A través de unas operaciones muy sencillas que están a la orden del día: comprar, vender, dejar de comprar y dejar de vender.
Básicamente, existen tres márgenes importantes, que los agentes económicos intentan explotar. El primero es el margen de los consumidores, que consiste en el diferencial entre la utilidad que obtenemos por un producto y el precio que pagamos por él (al que llamaremos precio pedido o asked price). Siempre que la utilidad de un bien sea superior al precio pedido, el consumidor seguirá comprando, y al hacerlo hará subir el precio y bajar la utilidad (ya que las unidades adicionales de un producto las valoramos menos que las anteriores), con lo que el margen del consumidor se irá reduciendo.
El segundo margen es el de los productores, formado por el diferencial entre el precio al que pueden vender un producto (al que llamaremos precio ofrecido o bid price) y su coste medio de producción. Siempre que el precio ofrecido sea superior al coste medio de producción, el productor seguirá vendiendo unidades adicionales del bien, lo que hará que su precio caiga (para vender más hay que bajar el precio) y que sus costes suban, lo que acabará por reducir su margen.
El precio pedido que paga el consumidor y el precio ofrecido que recibe el productor no coinciden. Y no lo hacen, simplemente, porque no todos los consumidores y no todos los productores están en el mismo sitio y en el mismo momento a la hora de realizar sus transacciones. Si queremos comprar, hemos de encontrar a un vendedor que esté dispuesto a vendernos la mercancía en ese momento; y si la queremos vender, hemos de encontrar a un consumidor que la quiera adquirir en ese preciso instante.
En cierta medida, pues, el consumidor que quiere comprar (incluso puede estar desesperado por hacerlo) ha de ajustarse al precio que le piden los productores que tiene más a mano (precio pedido). Así, un consumidor madrileño tendría que conformarse con los precios que le pidieran los productores locales que consiguiera localizar si se marchara al campo a hacer la cesta de la compra; precios que podrían alcanzar cuantías muy considerables, habida cuenta de la estrechez de la competencia. Pero no podría ni siquiera soñar con acceder a productos gallegos o murcianos, y mucho menos a los chinos.
De la misma manera, el productor que quiere vender (incluso puede estar desesperado por hacerlo) ha de ajustarse al precio que le ofrecen los consumidores que tiene más cercanos (precio ofrecido). Imagine a un productor madrileño visitando a las familias que le quedan más cerca de su explotación con su tráiler de mercancías, que ofrecería como si se tratase de un vendedor ambulante de enciclopedias. Dado que su capacidad para viajar con toda su mercancía a cuestas no sería muy grande, tendría que vender (malvender) su producción a los precios que las pocas familias que visitara estuvieran dispuestas a pagarle. Obviamente, debería olvidarse de vender a Estados Unidos o a Japón, a menos que dispusiera de un jet privado y asumiera los elevadísimos costes de transporte.
Las circunstancias particulares de cada consumidor y productor determinan, por tanto, una enorme variedad de precios pedidos y ofrecidos para un mismo producto. Y de aquí surge el tercer margen que pueden explotar los agentes económicos: los diferenciales entre precio pedido y precio ofrecido.
Si los compradores abonan por sus compras a la desesperada precios pedidos muy altos y los productores reciben por sus malas ventas precios ofrecidos muy bajos, parece claro que existe una importante oportunidad de ganancia para aquellos agentes que se dediquen a comprar mercancía a los productores (precios ofrecidos bajos) para vendérsela más adelante a los consumidores (precios pedidos altos). Estos agentes especializados en este tipo de transacciones son, precisamente, los intermediarios, o, tal y como se los conoce en la jerga financiera, los market makers (creadores de mercado).
Los intermediarios se dedican a comprar su mercancía a unos productores muy dispersos en el espacio y a acumularla durante el tiempo que consideren adecuado para ir vendiéndosela a unos consumidores también muy dispersos. La actividad del intermediario consiste, precisamente, en eso: concentrar la mercancía dispersa, clasificarla, ordenarla por calidades, acumularla y desacumularla, según sus expectativas sobre las necesidades de los consumidores, y distribuirla por los distintos puntos de venta. Se trata de una actividad muy compleja, en la que claramente es esencial conocer bien el mercado: sus participantes, sus productos y sus circunstancias. El riesgo en el que incurre el intermediario es el de no poder vender a buenos precios y lo suficientemente rápido toda la mercancía que ha comprado: pensemos que no compra para sí, sino para otros, y si su juicio empresarial sobre qué quieren esos otros yerra, tendrá que malvender sus enormes inventarios.
Lo importante, sin embargo, es que nos fijemos en cuál es la influencia del intermediario sobre los precios que pagan los consumidores (precio pedido) y los que reciben los productores (precio ofrecido). El intermediario incrementa la demanda total a la que se enfrentan los productores, de modo que aumenta el precio ofrecido; pero como también aumenta la oferta total de que disponen los consumidores, igualmente reduce el precio pedido. Así pues, gracias a los intermediarios, los productores reciben precios más altos y los consumidores pagan precios más bajos: justo lo contrario que establece el razonamiento más extendido en la calle, según el cual los productores reciben precios menores y los consumidores abonan precios mayores por culpa de los intermediarios.
De hecho, nada impide a los productores tratar de saltarse a los intermediarios y vender directamente a los consumidores si es que creen que por esa vía lograrán precios más elevados y un mayor volumen de ventas. El problema suele estar en que, como apuntábamos antes, tanto el precio ofrecido como el volumen de las operaciones que pueden lograr en una relación directa con el consumidor suelen ser mucho más bajos que los que pueden conseguir de los intermediarios.
Además, este simple esquema de arbitraje de precios nos sirve para mostrar la errónea idea de que el precio pedido que pagan los consumidores depende de la suma de los costes de productores e intermediarios (de lo que se sigue que a mayor número de intermediarios, mayores costes y mayores precios). En realidad, el consumidor es soberano en el mercado y es quien determina toda la estructura de precios y costes.
Si la utilidad de algunos consumidores cae por debajo del precio pedido de un producto, dejarán de comprarlo y pasarán a adquirir otro. Esto a su vez provocará que los intermediarios no puedan dar salida a todo su inventario si no venden a unos precios pedidos inferiores a los ofrecidos que pagaron en su momento a los productores. Por ello, si los productores quisieran vender en lo sucesivo, todas sus mercancías deberían reducir los precios ofrecidos; y aquellos productores cuyos costes medios quedaran por debajo de los nuevos precios ofrecidos deberían abandonar el sector y trasladarse a otro (que sería, justamente, el del producto que pasaron a adquirir los consumidores). Finalmente, a través de esta sangría de productores, los costes medios se reducirían hasta igualarse con los nuevos precios ofrecidos.
Por consiguiente, vemos que en el fondo es el precio que están dispuestos a pagar los consumidores lo que determina los costes, y no al revés, como se suele asumir: no importa cuántos intermediarios haya, pues su tarea no consiste en incrementar los costes, sino en arbitrar los márgenes pagando más a los productores y cobrando menos a los consumidores. Los márgenes no surgen porque haya intermediarios: más bien hay intermediarios porque existen los márgenes, y sólo mientras sigan existiendo.
Sopa inglesa: 'mark-ups', 'margins' y ROA
Pese a haber analizado cómo se forman los precios en una economía de libre mercado y pese a haber llegado ya a conclusiones radicalmente opuestas a las que postula la sabiduría convencional, todavía no podemos analizar en propiedad la verosimilitud de las denuncias del lobby agrario.
Y es que, antes que nada, nos encontramos con un problema de nomenclatura que, en cambio, no padecen los ingleses. El inglés distingue acertadamente entre margin y mark-up. En español, sin embargo, sólo tenemos una palabra para reflejar estas dos realidades: margen. Cuando los agricultores se quejan del margen de los intermediarios se refieren al mark-up inglés, esto es, a cuánto mayor es el precio en destino que el precio en origen. Si, como veíamos antes, se acusa a los intermediarios de disfrutar de un margen del 6.000%, esto viene a significar que el precio en destino aproximadamente se multiplica por 60. El mark-up sería, pues, del 6.000%. El margin, en cambio, nos indica qué porcentaje de los ingresos se apropian como beneficio los intermediarios. En otras palabras, si yo vendo mi mercancía por 10.000 euros, ¿qué parte me queda limpia en ganancias? A diferencia del mark-up, el margin nunca puede ser, por motivos obvios, superior al 100%.
Problema con el margin: es bastante arbitrario. Los beneficios que obtengamos dependerán de los costes que consideremos. Así, según qué costes metamos en el cómputo, nos encontraremos con dos tipos de margin: el de beneficios bruto y el de beneficios neto. El margen de beneficios bruto sólo contabiliza el coste de la mercancía que vendemos. De este modo, con un mark-up de 6.000%, nuestro margen de beneficio bruto sería de aproximadamente el 98%. Ahora bien, un margen de beneficio bruto tan elevado ni siquiera nos asegura que el empresario esté ganando dinero, ya que el margen bruto no contabiliza otros costes, como los de personal, las amortizaciones, los financieros o los fiscales.
Imaginemos un intermediario que cada año compre 1.000 tomates a 1 céntimo la unidad y luego los venda por 61 céntimos la unidad. Su mark-up será, efectivamente, del 6.000%, y su margen bruto, del 98%. Ahora bien, supongamos que para realizar esta operación necesita incurrir en unos gastos anuales de 59.000 euros. ¿Saben cuál sería su margen de beneficios neto? Tan sólo el 1,6%. ¿Considerarían que alguien que apenas gana el 1,6% de todo lo que ingresa es un gran explotador?
Bueno, antes de contestar que no de manera apresurada, conviene que tengamos presente que el 1,6% de una cantidad muy grande sigue siendo una cantidad muy grande. Si un empresario tiene una cifra de negocios (ventas) de 100.000 millones de euros (y hay empresas que tienen ingresos tan abultados, por ejemplo General Electric) y se queda con el 1,6%, sigue ganando la cuantiosa suma de 1.600 millones de euros. Tomemos el caso de Wal-Mart, el minorista más importante del mundo: su cifra de negocio a cierre de 2008 fue de 400.000 millones de euros, y su margen de beneficio neto fue del 3,3%, de modo que ganó 13.400 millones de dólares. Sin duda, una gran cifra, que muchos agricultores podrían considerar de justicia que ingresara en sus bolsillos. Sin embargo, no habría que confundirse por los grandes números.
Para saber realmente si los beneficios que obtiene una empresa son realmente extraordinarios hay que mirar su tasa de rentabilidad sobre activos (en inglés, ROA). Por ejemplo, ¿creerían que 13.400 millones al año es mucho dinero si para lograrlos tuviéramos que inmovilizar 1 billón de dólares durante 20 años? Pues no deberían, ya que su tasa de rentabilidad apenas sería del 1,3%, es decir, bastante menos de lo que pagan muchos bancos por un depósito. En la medida en que el capital es un factor escaso, parece lógico que deba recibir algún tipo de remuneración, y esa remuneración es el ROA.
Los beneficios netos, por consiguiente, deben ponerse en relación con el capital que tenemos que inmovilizar para lograrlos. En caso contrario, las cifras no son realmente significativas: hay sectores que necesitan mucho capital, por lo que es lógico que obtengan grandes beneficios (pensemos en la industria aeronáutica o en los astilleros), y otros que emplean muy poco capital, de ahí que les baste con beneficios menores para repartir a sus poco comprometidos accionistas (por ejemplo, un vendedor ambulante). En el caso de Wal-Mart, en 2008 sus beneficios fueron de unos 13.400 millones de dólares, y para lograrlos tuvo que inmovilizar 163.000 millones de dólares, lo que nos lleva a un ROA del 8,2%; una rentabilidad aceptable que demuestra lo eficiente que sigue siendo esa compañía 40 años después de su creación.
En definitiva: la mejor medida para conocer la rentabilidad real de una empresa es su ROA, ya que pone en relación todos los elementos de la actividad económica. Como segundo mejor indicador, podemos quedarnos con el margen de beneficio neto. El margen bruto y el mark-up no indican absolutamente nada.
Los márgenes del campo español
Ahora sí que podemos ponernos a analizar si es cierto que los intermediarios españoles se quedan con unos escandalosos márgenes que deberían redistribuirse entre los productores (a través de mayores precios ofrecidos) y los consumidores (a través de menores precios pedidos). Ya hemos visto que los márgenes de los que habla el lobby agrario son mark-ups, lo que resulta de todo punto irrelevante para conocer la sostenibilidad y rentabilidad de un negocio. Más bien, tendremos que analizar cuál es el ROA y el margen de beneficio neto de los intermediarios que intervienen en el campo español.
Básicamente, la cadena de intermediaros es así: el agricultor vende al mayorista, el mayorista distribuye al minorista y el minorista vende al consumidor final. Los mayoristas más importantes son los mercados de abastos, como Mercamadrid o Mercabarna; y los minoristas son los supermercados, los hipermercados y las pequeñas tiendas especializadas.
Si los enormes mark-ups que denuncia el campo al reclamar precios más justos proporcionan a los intermediarios unos beneficios tan extraordinarios, deberíamos ser capaces de localizarlos en unos elevados márgenes de beneficio neto y, sobre todo, en unos altísimos ROA. Pero ¿dicen eso realmente los datos?
Cuentas de 2008 (en millones de euros)
Mercamadrid |
Mercabarna |
Mercadona |
Eroski |
Carrefour |
El Corte Inglés |
|
Ingresos |
26 |
28,2 |
14.283 |
8.144 |
86.966 |
17.362 |
Beneficio netos |
8,5 |
3,4 |
320 |
-97 |
1.255 |
382 |
Activo |
147 |
95,2 |
4.324 |
7.000 |
52.082 |
17.588 |
Margen beneficio |
32,7% |
12,1% |
2,2% |
-1,2% |
1,4% |
2,2% |
ROA |
5,8% |
3,6% |
7,4% |
-1,4% |
2,4% |
2,2% |
Con las cuentas de 2008 en la mano, vemos que los márgenes de beneficio de los minoristas (Mercadona, Eroski, Carrofour y El Corte Inglés) apenas superan el 2%; algunos, por ejemplo Eroski, pierden dinero. Los mayoristas (Mercamadrid y Mercabarna) presentan mayores márgenes de beneficio (33 y 12%), pero en todo caso no demasiado escandalosos, sobre todo cuando los ponemos en relación con el capital que emplean. Y es que, cuando tomamos el ROA, el auténtico baremo de rentabilidad de un negocio, vemos que ninguno está por encima del 7,5%, y que los de algunos, como Carrefour y El Corte Inglés, son muy moderados (2,4 y 2,2%).
¿Es mucho un ROA del 7,5%? Teniendo en cuenta que la rentabilidad nominal media de la bolsa estadounidense a lo largo del s. XX fue del 10%, se trata de una cifra bastante normalita, nada sobresaliente. De hecho, a finales de 2009 aproximadamente un tercio de todas las empresas cotizadas en Estados Unidos tenían un ROA superior al 7,5%.
En definitiva, las rentabilidades de los intermediarios españoles son normales tirando a bajas, y los beneficios extraordinarios no aparecen por ningún lado, al contrario de lo que denuncian los agricultores.
Conclusión
La demonización de los intermediarios es una estrategia bastante extendida en el campo español para tratar de excusar la ineficiencia del propio sector. Desde hace años resulta bastante evidente que en España sobran agricultores, lo que se traduce en un exceso de producción y en unos bajos precios de venta. No se trata de que los intermediarios les paguen menos de lo que deberían, en esencia porque no pueden pagarles mucho más.
En vista de los escasos márgenes y de las escasas tasas de rentabilidad de nuestros intermediarios, no hay posibilidad alguna de subir significativamente los precios ofrecidos que reciben los agricultores. Precios ofrecidos más altos darían lugar a la progresiva quiebra y descapitalización de nuestros intermediarios, lo que a medio plazo significaría un menor volumen de transacciones, precios ofrecidos más bajos y precios pedidos más altos.
Tampoco parece posible que nuestros intermediarios suban los precios que piden a los consumidores para, a su vez, pagar precios más altos a los agricultores. Ya hemos visto que los precios no dependen de los costes, sino al revés, y que por tanto no se puede subir de manera sostenida el precio pedido por encima de la utilidad del producto.
El campo, por tanto, necesita una reconversión urgente, que no ha de pasar por rapiñar a los intermediarios. Los márgenes que están tratando de arbitrar –entre el precio ofrecido y los costes medios de la agricultura– hace tiempo que se estrecharon y que deberían haber dejado de ser explotados. Están realizando actividades que no satisfacen las necesidades de los consumidores.
No se trata de que los agricultores queden fuera de la sociedad, sino de que algunos de ellos desempeñen otras funciones, en aquellas actividades cuyos márgenes sean positivos. Por desgracia, parece que la estrategia que han adoptado pasa por proclamar que parte de los márgenes de los intermediarios les pertenece y, a través de tan injustificados llantos, obtener todo tipo de prebendas. Al menos se nota que han entendido el funcionamiento de sistemas políticos intervencionistas como el español.