Curiosidades contra el intervencionismo
En los últimos años se ha puesto de moda lo que podría denominarse economía de las pequeñas cosas. Quizás los exponentes más conocidos de esta tendencia sean Tim Harford y la pareja que forman Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner. Tanto el uno, con El economista camuflado, como los otros, con Freakonomics, han vendido millones de ejemplares desentrañando las claves económicas que se esconden detrás de las decisiones que un ciudadano medio toma cada día. Y lo han hecho con una prosa ágil y vivaz, más propia del periodismo que de un ensayo académico.
Seguramente el principal objetivo de estos autores, además del muy noble de vender libros y hacer caja, era acercar la temible economía a un gran público que suele esquivar las páginas salmón de los diarios, con su jerga incomprensible, sus descomunales gráficos, sus interminables tablas de cotizaciones y sus sesudos columnistas. Pues bien, lo consiguieron de sobra. De ahí que ya hayan publicado segundas partes de sus respectivas obras.
Superfreakonomics se presenta como una mera continuación de su hermano mayor, sin otra pretensión, y no es pequeña, que la de entretener mientras se da cuenta de pequeños secretos sobre el mercado y los agentes que se mueven en el mismo. Y para que cualquiera pueda hacerse una idea de por dónde van los tiros, el subtítulo provocador y comercial habla del "cambio climático, las prostitutas patrióticas y los terroristas suicidas". Porque de todo ello, de las decisiones que toma la gente y de la lógica económica que se esconde detrás de las noticias que pueden leerse cada día en la prensa, es de lo que tratan Levitt, profesor de la Universidad de Chicago, y Dubner, periodista de The New York Times.
Lo que ocurre es que, quizás sin pretenderlo, estos dos autores han asestado un duro golpe a dos de los más nefastos vicios del intervencionismo: la uniformidad y la cortedad de miras. Porque su libro puede leerse simplemente como un entretenidísimo reportaje periodístico en el que se explica por qué las prostitutas actuales cobran más por algunos servicios que sus colegas de principios de siglo, si es más peligroso coger el coche borracho o volver a casa andando o qué fecha del año es mejor para concebir un hijo si quieres que se dedique al béisbol; pero también puede descubrirse que esas, aparentemente, extrañas razones que lleven a cada ciudadano a comportarse de una determinada manera están guiadas por un cálculo personal, intransferible e incluso, en muchas ocasiones, casi inconsciente, que ninguna autoridad central podría igualar.
He aquí, precisamente, una de las principales diferencias entre los intervencionistas y los liberales: los primeros creen que un Gobierno bueno puede cuidar de la vida de los ciudadanos mejor que los ciudadanos mismos, mientras los segundos están convencidos de que la sociedad y el orden espontáneo son inabarcables para ninguna casta de burócratas, por mucha inteligencia, estadísticas o buena voluntad que puedan llegar a atesorar.
Levitt y Dubner no dejan de introducir su peculiar bisturí en temas políticamente incorrectísimos. Así, en el primer capítulo, dedican una pequeña parte a analizar las diferencias salariales entre hombres y mujeres, asunto fijo en el manual del intervencionista progre de ambos lados del Atlántico: no se quedan en el habitual (y sesgado) cálculo que mide los salarios de hombres y mujeres sin estudiar las posibles diferencias de formación y rendimiento. Al contrario, como buenos economistas, buscan datos de una muestra homogénea... y los encuentran en un estudio que analizaba estudiantes de MBA de la Universidad de Chicago. La conclusión a la que llegan seguro que es descorazonadora para cualquiera de los ingenieros sociales que nos rodean: "Aunque el sexo podría contribuir en una mínima parte a la diferencia salarial, es el deseo [entendido como las libres decisiones de cada individuo] lo que más influye en esa diferencia".
Levitt y Dubner simplemente señalan cómo los datos muestran que las mujeres, incluso aquéllas de buena posición social y con el máximo nivel de estudios, están más dispuestas a trabajar menos horas a la semana y a interrumpir su carrera con más frecuencia que sus colegas masculinos. ¿Por qué? "Porque parece ser que las mujeres, incluso aquéllas con MBA, aman a los niños". Y añaden: "Más que interpretar los menores salarios de las mujeres como un fracaso, quizás debería interpretarse que un alto salario no es un incentivo tan grande para una mujer como para un hombre". Una conclusión provocativamente interesante.
No se quedan ahí. A lo largo de cinco capítulos, un prólogo y un epílogo, les da tiempo a explicar que los terroristas suicidas suelen provenir de familias de clase media alta y no de entornos especialmente desfavorecidos, que las soluciones propuestas para resolver el cambio climático son caras e ineficientes, que es mejor no acudir al hospital si no se está enfermo de veras o que los asientos especiales para niños que nos obligan a instalar en nuestros automóviles no sirven para nada.
Algunas de sus conclusiones son curiosas; otras, perfectamente prescindibles; y unas pocas adolecen de falta rigor. Lo peor es cuando deslizan alguna petición en demanda de una nueva regulación: no parecen entonces darse cuenta nuestros autores de que ha sido precisamente la intervención pública lo que ha causado el problema que pretenden solucionar.
Desde luego, Superfreakonimics no es perfecto. Le falta unidad, una tesis que se defienda de principio a fin y algo de profundidad en varios de los análisis. No será, para los liberales del siglo XXI, una obra equivalente a La riqueza de las naciones o a Camino de servidumbre. Pero es entretenido, se lee con la facilidad con la que se bebe una cañita fresca en verano y deja la idea general en el lector de que ningún Gobierno podrá conocer jamás las motivaciones de la ciudadanía. Si éste es el tipo de economía que va a estar accesible al gran público y la fuente de la que muchos lectores extraerán sus primeras intuiciones sobre qué es y cómo funciona el mercado; si sustituye en las mesas de novedades de no ficción a los habituales progre-ensayos sobre la maldad de la civilización occidental, entonces Levitt y Dubner se habrán merecido con creces el montón de dinero que van a embolsarse con ésta su segunda obra conjunta.
Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner, Superfreakonomics, Debate, Barcelona, 2010, 320 páginas.
Número 44
Retrato
Reseñas
Varia
- El fascismo progresista. Reflexiones a propósito de la obra de Jonah GoldbergManuel Pastor
- Censura y guerra en los Estados UnidosJosé Carlos Rodríguez
- El nuevo antisemitismoJulián Schvindlerman
- La democracia del Siglo XXICarlos Sabino
- Cooperación para el desarrollo de la dictadura castristaGrace Piney
- Dos conceptos de competencia: los taxis contra MicrosoftJuan Ramón Rallo
- Curiosa investigación marroquí inspirada por Juan GoytisoloInger Enkvist
Es que a los liberales, muchas veces, nos falta precisamente esto. Que nuestras tesis estén de fondo en lo que decimos, sin gritarlas y espantar a la audiencia. No digo que eso no funcione; lo hace en ocasiones y con determinadas personas (un servidor, por ejemplo), pero no todos somos iguales ni nos llegan las cosas del mismo modo.?